viernes, 26 de febrero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXVII.

 

Desde que habían comprado su furgoneta, los hermanos Corona tomaron la decisión de mantener una llave en su poder, y dejar la otra copia oculta bajo el tapabarro, de manera que cualquiera de los dos tuviera acceso a ella en caso de necesitarla. Mientras que Vicente jamás se había interesado por el funcionamiento del vehículo y solo sabía manejarlo, Damián sí entendía un poco más, al tener que encargarse él de las mantenciones y reparaciones. Cuando abrió la furgoneta y la revisó, se dio cuenta en el acto que se trataba de un problema que ya había tenido un par de veces antes y que ya podía reconocer y solucionar; debido a la mala calidad del combustible, los inyectores solían taparse con cierta frecuencia y debían ser destapados, eso era todo. La furgoneta había demostrado ser un buen vehículo, pero no era perfecto. Mientras Damián trabajaba en ello, su hermano deshacía el trayecto en el único medio de transporte que había podido conseguir en aquellos lugares: un caballo, animal que no montaba desde que tenía once años y en el que ahora debería usar al menos tres días para llegar de vuelta a su furgoneta. Por su parte, Urrutia había decidido enfocarse en los pueblos que estaban en camino hacia Valle Verde y a una distancia máxima de hasta treinta kilómetros, lo que reducía mucho su trabajo, sin embargo, al mediodía aun no había tenido éxito y los pueblos con los que se había topado, no eran más que pequeños caseríos de veinte casas y poco más o grandes terrenos con casas muy separadas unas de otras. Para colmo, una mala desviación en el camino, lo llevó a un terreno baldío que parecía un descuido de Dios; mientras que por todos lados se podía ver vegetación y cultivos, allí no había nada, como si una sombra misteriosa hubiese envenenado esas tierras sin permitir que nada creciera allí, aunque para Urrutia no era más que una molesta anécdota y un retraso en su itinerario. Con un poco de mal humor, estaba a punto de seguir su camino, cuando vio algo en el suelo, algo grande, algo que no podía pertenecer a cualquiera, se bajó del auto para estudiarlas mejor y encontró más, eran huellas de neumáticos enormes, pesadas y abundantes que estaban claramente marcadas en el terreno arcilloso. No había duda razonable al respecto, en esos sitios remotos, lo único que podía dejar huellas así eran los camiones del circo de Cornelio Morris y eran huellas frescas. El circo había estado allí, se había detenido, y luego de algunas maniobras, había seguido su camino dejando la dirección que habían tomado marcada en el suelo, Urrutia se sintió con suerte, aunque no lograría explicarse para qué se habrían detenido allí.

 

El circo logró encontrar otro poblado, instalarse y ponerse a funcionar antes del mediodía, Cornelio simplemente se había quedado con la información de que el pueblo en el que habían caído antes, era demasiado miserable y las ganancias que podrían obtener allí, no valían la pena. El nuevo pueblo, en cambio, tenía cultivos, animales y su gente era claramente más entusiasta, el enano rápidamente los convenció de acercarse, de que solo tendrían una pequeña oportunidad de algunas horas, para vivir una experiencia que recordarían durante toda la vida, mientras Horacio Von Hagen gruñía y sacudía su jaula como una bestia salvaje y aterradora y Ángel Pardo se paseaba por allí causando la admiración de toda esa gente sencilla de campo. “No lo dude más, señor, señora, las maravillas que les aguardan dentro, no tendrán otra oportunidad de verlas en otro sitio…” Un extraño personaje entró en el circo ya en horas de la tarde, mientras Román anunciaba las asombrosas cualidades adivinatorias de Blanca Salomé, las cuales ignoró por completo el recién llegado, fijando su atención en el espectáculo que hacían los mellizos Monje, trasladándose mágicamente de un punto a otro, ante el desconcierto de la multitud. El personaje, que vestía bien, a diferencia de la gran mayoría de las personas de aquel pueblo, se cubría la cabeza con un buen sombrero y el resto del cuerpo con una capa muy ostentosa, dejó caer con desinterés, las monedas que le exigió Beatriz para entrar. Su mano era pálida, carente de trabajo y de uñas inusualmente bien cuidadas, a diferencia de su pelo, largo, canoso y sin brillo. Si alguno de los habitantes del circo le hubiese visto el rostro, lo hubiesen podido reconocer, pero era fácil pasar desapercibido entre tanta gente que visitaba el circo. Román anunciaba a su embobada multitud de seguidores, “…la visión más asombrosa hacía el increíble y maravilloso mundo de la fantasía y la mitología…” parado frente al estanque de Lidia. El extraño visitante miró la aparición de la sirena sin asombro, más allá, en el extremo del campamento, se podía ver la jaula completamente cubierta de Diego Perdiguero, el hombre consultó su reloj con distracción, a pesar de su apatía por el espectáculo, se mantenía allí con determinación, como quien llega demasiado temprano a una cita importante y debe esperar, pasaría una hora o más, antes de que apareciera lo que estaba buscando, el plato fuerte del circo de rarezas de Cornelio Morris, y lo hizo cuando Román Ibáñez la anunció, “Damas y caballeros, no piensen ni por un segundo que lo han visto todo en este mundo, porque nadie lo ha visto todo, si no ha visto el maravilloso circo de Cornelio Morris, y lo que verán a continuación, puedo jurarles, que nunca más volverán a verlo… Señoras y señores: Eloísa…” El desconocido se abrió paso con soberbia hasta la primera fila. Cuando se abrió el telón y la muchacha apareció envuelta en el hermoso plumaje gris de sus alas, la multitud retrocedió asombrada, y volvieron a hacerlo otro poco, cuando esas alas se abrieron con majestuosidad, todos menos el extraño visitante, que no se movió un centímetro y se quedó solo y desafiante frente a los demás, Eloísa lo miró y el visitante le sonrió, pero no era una sonrisa amigable, sino más bien, una sonrisa de malvada satisfacción, entonces ella lo reconoció con espanto, al tiempo que Federico Fuentes asomaba el cañón de su carabina de debajo de su capa, “Maldita mierda farsante, ¿crees que es divertido jugar a ser un ángel del Señor…?” Eusebio Monje se le abalanzó encima, pero Federico reaccionó con frialdad y precisión, descargándole un seco culatazo en la nariz, que lanzó a tierra al pobre viejo arrojando sangre por las fosas nasales, para luego levantar su arma hasta el rostro de Eloísa, “No dejaré que sigas esparciendo tu falsa fe, sucia perra hereje y embustera…” Iba a disparar, de hecho, estuvo a medio segundo de hacerlo, antes de que un poderoso y pesado codazo le cayera en la mandíbula y le descompusiera los sentidos por un rato, y de que un segundo y certero golpe en la sien lo aturdiera definitivamente. Eloísa, que se protegía inútilmente con sus alas, observó a su salvador y su rostro le pareció familiar, aunque no supo de donde. Aquel era Orlando Urrutia, quien había llegado justo a tiempo para salvar precisamente lo que andaba buscando.


León Faras.

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