martes, 16 de febrero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris

 

LXV.

 

Orlando Urrutia estaba conmocionado, incapaz de quedarse un segundo quieto, se rascaba como si de pronto le tuviera alergia a los camiones que desaparecen y murmuraba sin parar un monólogo repetitivo y soez que apenas se podía entender. Casi era de noche, y Vicente fumaba dentro del auto, pensativo, acababa de caer en la cuenta de que la última vez que vio a Sofía era una niña, y ahora, de repente, era una adolescente como la que había aparecido en la foto que le tomó. No entendía qué había pasado, pero lo aceptaba porque era parte del circo aquel de las cosas más raras que había visto y de los camiones que se vuelven invisibles. De pronto, Urrutia interrumpió su soliloquio, y las cavilaciones de Vicente, con la gran duda que lo atormentaba, “¿Pero me puedes decir qué diablos ocurrió? ¡Y cómo demonios tú sabías que eso ocurriría?” Vicente se restregó los ojos, cansado, “Ya lo había visto antes el truco ese, con mi hermano, y quedamos tan pasmados como tú… no tengo ni idea de cómo lo hacen” Orlando tampoco se lo explicaba por más vueltas que le daba, y sintió que tampoco valía la pena seguir intentándolo, “¡Maldición! Debimos haber entrado, ¡Debimos evitar que se fueran!” Exclamó de sopetón, como un desahogo que madura de repente, Vicente lucía sin energía, como si de pronto el cuerpo le pesara el doble, “Créeme, no es bueno que le busques las cosquillas a ese Cornelio Morris” dijo, con los ojos cerrados, “Tampoco es como para tenerle miedo…” Afirmó Urrutia, con gesto altivo, Vicente lo miró a través de un solo ojo abierto, “¿Lo conoces?” Orlando le explicó cómo, junto al sargento Jiménez, había tenido que visitar el circo buscando a un tipo que supuestamente estaba secuestrado, “¿Diego Perdiguero?” Preguntó el otro con el ceño apretado y el cabo, tras pensárselo unos segundos, asintió, ese era un nombre fácil de recordar. Aquello era una casualidad más, en un mundo lleno de casualidades. Vicente le confesó que era él y su hermano quienes habían estado buscando a Perdiguero, y que ahora él solo, buscaba el circo para ver con sus propios ojos que su amigo no estaba allí, Urrutia se sentó a su lado mirándolo como a un bicho raro que hace cosas raras, “¿Cómo…?” fue todo lo que pudo soltar tras varios intentos, con el rostro plagado de arrugas, como una fruta que se seca bajo el sol, a pesar de lo joven que aún era. Vicente le explicó que Perdiguero les ayudaba a conseguir una fotografía dentro del circo y que de pronto desapareció, Urrutia recordaba haberlo visto, “Ese hombre no correspondía con la descripción, yo lo vi, era bastante más viejo, me pareció más pequeño, aunque se movía encorvado como un simio, con el pelo largo como los salvajes, y sus ojos… por Dios…” Urrutia hizo una mueca de desagrado, como quien se mete a la boca algo muy amargo, “…eran negros, ¿entiendes? completamente negros, con las pupilas enormes, y gruñía de una manera que podía helar la sangre a cualquiera… No, ese hombre no podía ser tu amigo, ¡Diablos! Tal vez ni siquiera era una persona” Vicente se quedó algunos segundos pensativo, considerando la posibilidad de que aquel tipo de las cavernas, en realidad no fuese Perdiguero, y que todo su esfuerzo, no era más que un ejercicio inútil para saciar un empeño absurdo de comprobarlo con sus propios ojos, pero por otro lado estaba viva la posibilidad de que sí fuese él, aunque transformado de alguna manera por los extrañísimos poderes del circo. “¿Qué piensas hacer?” Preguntó Urrutia de pronto, el rostro de Vicente mostraba que había tomado una decisión, “La muchacha dijo que se dirigían a Valle Verde, creo que tengo algunos días para regresar, recuperar mi furgoneta y luego dirigirme allá. No puedo quedarme con esto a medias” Urrutia asintió, se metió a su vehículo y salió con un mapa y un cuaderno, “He hecho una pequeña investigación…” dijo, abriendo su cuaderno, “…he estado averiguando por cuáles pueblos pasó el circo y cuánto tiempo se quedó y he descubierto que el circo se mueve un promedio de treinta kilómetros cada vez, y suele quedarse como máximo tres días en un sitio, aunque lo común son dos…” “En este, estuvo solo un día…” Le aclaró Vicente, Urrutia continuó, “Sí, pero lo más común, son dos. El hecho es que con esto, podemos calcular un avance de tan solo diez o quince kilómetros diarios, y a ese paso pueden tardar un mes en llegar a Valle Verde, un avance que incluso se puede hacer a pie” Vicente asintió convencido, “Suena bien, ¿Y tú qué piensas hacer?” Preguntó, Urrutia se rascó la nariz antes de responder, “Yo voy a continuar tras el circo, no tengo tantos días para esperar, debo regresar al trabajo” Mientras recogía su cuaderno, algo cayó al suelo de entre sus páginas, era una pluma, una enorme y bella pluma gris ceniza, que Vicente se apresuró en recoger. No la reconoció en un principio, y no lo haría tampoco después. Se durmieron encogidos dentro del diminuto vehículo, y por la mañana tomaron rumbos contrarios.

 

Román Ibáñez, era un hombre nuevo. Sonreía sin parar gracias a su nuevo trabajo como presentador y animador del circo, una labor que realmente le encantaba, la disfrutaba y sabía perfectamente que la hacía muy bien, tanto que solo podía ser reemplazado por el dueño del circo, y este no parecía tener intenciones de volver muy pronto. Las salidas fuera de la oficina de Cornelio Morris, eran más frecuentes pero siempre breves y silenciosas, como si solo hablar ya le representara un gran esfuerzo. Se paseaba con su bastón con pasitos cortos y andar rígido de aspecto decrépito, enmudeciendo a todos los habitantes del circo que se cruzaban con él, con ese silencio respetuoso, reservado para los difuntos, sin embargo, aquello no disminuía la felicidad del enano por cada día que pasaba sin acercarse a Mustafá, y que en vez de eso, animaba a las manadas de visitantes a maravillarse con las atracciones y dejar su dinero en cada una de ellas. El campamento cenaba una reconfortante ración de puré de arvejas con chorizo frito. Aquella noche, Sofía cenó lo mismo que el resto, algo que cada vez se hacía más común. Beatriz llegó cuando ya terminaba, había estado atendiendo a Cornelio; ella era la única que se preocupaba de él en aquellas cosas con las que nadie quiere ensuciarse las manos, Sofía la miró con reproche mientras su tía se servía un vaso de vino y se sentaba fuera de su tienda, “¿Por qué te preocupas tanto por él?” Quiso saber la muchacha, Beatriz sorbió un poco de su vino y lo saboreó varios segundos antes de tragarlo, “Alguien tiene que hacerlo…” Respondió con un tono tan pasivo y simple que esa conversación se terminó en ese mismo momento. Pero Sofía quería saber algo más, le había preguntado a Eugenio y a Eusebio Monje y ninguno de los dos conocía el porqué, pero estaba segura de que su tía lo sabría, “¿Conoces Valle Verde?” Beatriz lo conocía, aunque nunca había estado allí; era un sitio con mucho campo, tierras de cultivo y crianza de animales, con pequeños caseríos aislados, “…Tiene un nombre de lo más apropiado. ¿Por qué?” “Cornelio ha ordenado que nos dirijamos allá, dice que tiene un asunto pendiente en ese sitio, ¿sabes a qué se refiere?” Preguntó la chica sentándose a su lado, Beatriz se quedó pensando, confundida, miró su vaso largos segundos y luego a su sobrina, para luego responder con gesto elocuente, “No tengo ni idea”


León Faras.

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