LXV.
Orlando
Urrutia estaba conmocionado, incapaz de quedarse un segundo quieto, se rascaba
como si de pronto le tuviera alergia a los camiones que desaparecen y murmuraba
sin parar un monólogo repetitivo y soez que apenas se podía entender. Casi era
de noche, y Vicente fumaba dentro del auto, pensativo, acababa de caer en la
cuenta de que la última vez que vio a Sofía era una niña, y ahora, de repente,
era una adolescente como la que había aparecido en la foto que le tomó. No
entendía qué había pasado, pero lo aceptaba porque era parte del circo aquel de
las cosas más raras que había visto y de los camiones que se vuelven invisibles.
De pronto, Urrutia interrumpió su soliloquio, y las cavilaciones de Vicente,
con la gran duda que lo atormentaba, “¿Pero me puedes decir qué diablos
ocurrió? ¡Y cómo demonios tú sabías que eso ocurriría?” Vicente se restregó los
ojos, cansado, “Ya lo había visto antes el truco ese, con mi hermano, y
quedamos tan pasmados como tú… no tengo ni idea de cómo lo hacen” Orlando
tampoco se lo explicaba por más vueltas que le daba, y sintió que tampoco valía
la pena seguir intentándolo, “¡Maldición! Debimos haber entrado, ¡Debimos
evitar que se fueran!” Exclamó de sopetón, como un desahogo que madura de
repente, Vicente lucía sin energía, como si de pronto el cuerpo le pesara el
doble, “Créeme, no es bueno que le busques las cosquillas a ese Cornelio
Morris” dijo, con los ojos cerrados, “Tampoco es como para tenerle miedo…”
Afirmó Urrutia, con gesto altivo, Vicente lo miró a través de un solo ojo
abierto, “¿Lo conoces?” Orlando le explicó cómo, junto al sargento Jiménez,
había tenido que visitar el circo buscando a un tipo que supuestamente estaba
secuestrado, “¿Diego Perdiguero?” Preguntó el otro con el ceño apretado y el
cabo, tras pensárselo unos segundos, asintió, ese era un nombre fácil de
recordar. Aquello era una casualidad más, en un mundo lleno de casualidades.
Vicente le confesó que era él y su hermano quienes habían estado buscando a
Perdiguero, y que ahora él solo, buscaba el circo para ver con sus propios ojos
que su amigo no estaba allí, Urrutia se sentó a su lado mirándolo como a un
bicho raro que hace cosas raras, “¿Cómo…?” fue todo lo que pudo soltar tras varios
intentos, con el rostro plagado de arrugas, como una fruta que se seca bajo el
sol, a pesar de lo joven que aún era. Vicente le explicó que Perdiguero les
ayudaba a conseguir una fotografía dentro del circo y que de pronto
desapareció, Urrutia recordaba haberlo visto, “Ese hombre no correspondía con
la descripción, yo lo vi, era bastante más viejo, me pareció más pequeño,
aunque se movía encorvado como un simio, con el pelo largo como los salvajes, y
sus ojos… por Dios…” Urrutia hizo una mueca de desagrado, como quien se mete a
la boca algo muy amargo, “…eran negros, ¿entiendes? completamente negros, con
las pupilas enormes, y gruñía de una manera que podía helar la sangre a
cualquiera… No, ese hombre no podía ser tu amigo, ¡Diablos! Tal vez ni siquiera
era una persona” Vicente se quedó algunos segundos pensativo, considerando la
posibilidad de que aquel tipo de las cavernas, en realidad no fuese Perdiguero,
y que todo su esfuerzo, no era más que un ejercicio inútil para saciar un
empeño absurdo de comprobarlo con sus propios ojos, pero por otro lado estaba
viva la posibilidad de que sí fuese él, aunque transformado de alguna manera
por los extrañísimos poderes del circo. “¿Qué piensas hacer?” Preguntó Urrutia
de pronto, el rostro de Vicente mostraba que había tomado una decisión, “La
muchacha dijo que se dirigían a Valle Verde, creo que tengo algunos días para
regresar, recuperar mi furgoneta y luego dirigirme allá. No puedo quedarme con
esto a medias” Urrutia asintió, se metió a su vehículo y salió con un mapa y un
cuaderno, “He hecho una pequeña investigación…” dijo, abriendo su cuaderno,
“…he estado averiguando por cuáles pueblos pasó el circo y cuánto tiempo se
quedó y he descubierto que el circo se mueve un promedio de treinta kilómetros
cada vez, y suele quedarse como máximo tres días en un sitio, aunque lo común
son dos…” “En este, estuvo solo un día…” Le aclaró Vicente, Urrutia continuó,
“Sí, pero lo más común, son dos. El hecho es que con esto, podemos calcular un
avance de tan solo diez o quince kilómetros diarios, y a ese paso pueden tardar
un mes en llegar a Valle Verde, un avance que incluso se puede hacer a pie”
Vicente asintió convencido, “Suena bien, ¿Y tú qué piensas hacer?” Preguntó,
Urrutia se rascó la nariz antes de responder, “Yo voy a continuar tras el
circo, no tengo tantos días para esperar, debo regresar al trabajo” Mientras
recogía su cuaderno, algo cayó al suelo de entre sus páginas, era una pluma,
una enorme y bella pluma gris ceniza, que Vicente se apresuró en recoger. No la
reconoció en un principio, y no lo haría tampoco después. Se durmieron
encogidos dentro del diminuto vehículo, y por la mañana tomaron rumbos
contrarios.
Román
Ibáñez, era un hombre nuevo. Sonreía sin parar gracias a su nuevo trabajo como
presentador y animador del circo, una labor que realmente le encantaba, la
disfrutaba y sabía perfectamente que la hacía muy bien, tanto que solo podía
ser reemplazado por el dueño del circo, y este no parecía tener intenciones de
volver muy pronto. Las salidas fuera de la oficina de Cornelio Morris, eran más
frecuentes pero siempre breves y silenciosas, como si solo hablar ya le
representara un gran esfuerzo. Se paseaba con su bastón con pasitos cortos y
andar rígido de aspecto decrépito, enmudeciendo a todos los habitantes del
circo que se cruzaban con él, con ese silencio respetuoso, reservado para los
difuntos, sin embargo, aquello no disminuía la felicidad del enano por cada día
que pasaba sin acercarse a Mustafá, y que en vez de eso, animaba a las manadas
de visitantes a maravillarse con las atracciones y dejar su dinero en cada una
de ellas. El campamento cenaba una reconfortante ración de puré de arvejas con
chorizo frito. Aquella noche, Sofía cenó lo mismo que el resto, algo que cada
vez se hacía más común. Beatriz llegó cuando ya terminaba, había estado
atendiendo a Cornelio; ella era la única que se preocupaba de él en aquellas
cosas con las que nadie quiere ensuciarse las manos, Sofía la miró con reproche
mientras su tía se servía un vaso de vino y se sentaba fuera de su tienda,
“¿Por qué te preocupas tanto por él?” Quiso saber la muchacha, Beatriz sorbió
un poco de su vino y lo saboreó varios segundos antes de tragarlo, “Alguien
tiene que hacerlo…” Respondió con un tono tan pasivo y simple que esa
conversación se terminó en ese mismo momento. Pero Sofía quería saber algo más,
le había preguntado a Eugenio y a Eusebio Monje y ninguno de los dos conocía el
porqué, pero estaba segura de que su tía lo sabría, “¿Conoces Valle Verde?” Beatriz
lo conocía, aunque nunca había estado allí; era un sitio con mucho campo, tierras
de cultivo y crianza de animales, con pequeños caseríos aislados, “…Tiene un nombre
de lo más apropiado. ¿Por qué?” “Cornelio ha ordenado que nos dirijamos allá, dice
que tiene un asunto pendiente en ese sitio, ¿sabes a qué se refiere?” Preguntó la
chica sentándose a su lado, Beatriz se quedó pensando, confundida, miró su vaso
largos segundos y luego a su sobrina, para luego responder con gesto elocuente,
“No tengo ni idea”
León Faras.
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