XVIII.
Ya
se había enterado Cifuentes, aunque someramente, por parte del padre Benigno,
del último fallido y extraño intento de suicidio del doctor Ballesteros, cuando
llegó a la prisión para chequear el estado de salud de este último. Una Hermana
de la Resignación salía en ese momento. Aurelio, como siempre, lo recibió a esa
hora de la mañana. Ese hombre parecía vivir en prisión, tal como cualquiera de
los presos, aunque con los privilegios que le correspondían como jefe de guardias.
Habían cambiado las cadenas por amarras de telas rasgadas, que si bien no
dañaban la carne como los grilletes de hierro, inmovilizaban el cuerpo de
Horacio cruzándosele por todos lados como una maraña que a Cifuentes le pareció
exagerada, Aurelio y sus muchachos no pensaban igual, el guardia antes de
retirarse y dejarlo a solas, le recordó que él era el doctor y que podía
soltarle las amarras si quería, pero siempre bajo su total responsabilidad.
Hugo soltó las que le cruzaban el cuerpo, pero dejó las que sujetaban sus
miembros. Horacio se veía bien, aunque lucía agotado, como el que está cansado
de luchar, pero mejor que la última vez y consciente, sus heridas sanaban
correctamente y comía, una monja se encargaba de alimentarlo desde que
permanecía atado. El doctor Cifuentes le revisó las heridas en la frente y le
cambió los vendajes, mientras hacía esto, le comentó sobre la tumba de la Sin
Nombre y de su exhumación, tal vez no le serviría como fuente seria de sus
estudios, pero era el único hombre en el mundo con el que podía hablar de ello,
y tenía muchas ganas de hacerlo. Para su sorpresa, Ballesteros estaba al tanto,
ese era el tipo de cosas que se conversaban en el día a día, comentar los sucesos
que salían de lo cotidiano acortaban los días en prisión a los guardias y a los
reclusos. Le pareció extraño que el doctor le hablara de eso, “¿Encontró algo
interesante?” preguntó, tratando de quitarse un mechón de pelo de los ojos sin poder
usar las manos, “Algo mucho más que interesante…” respondió Cifuentes en el
acto, delatando su ya evidente interés por tratar el tema. Le contó los
paralelismos que encontró entre el cadáver exhumado y la autopsia realizada por
Ballesteros al cuerpo de Isabel Vásquez, los huesos rotos, la desaparición de
los órganos y lo del útero expandido pero sin un bebé en su interior, eso fue
especialmente interesante para Horacio, pero no dijo nada antes de que el
doctor le soltara la sospecha, sin confirmar, de que el cuerpo podría
pertenecer a María Cruces. Aquello no se lo esperaba Ballesteros, “¿Por qué
podría ser María?” el doctor le contó que la mujer había sido dada por desaparecida
por su hermana y que el cuerpo sin nombre coincidía con el de una mujer de unos
cincuenta años, lamentablemente, no había forma de confirmarlo, “Sí, hay una
forma…” replicó Ballesteros. En cuanto regresó a su casa, el doctor Cifuentes
se lanzó sobre el cuerpo anónimo exhumado para corroborar la pista que
Ballesteros le había dado: El mismo Horacio Ballesteros había debido operar de
apendicitis a la mujer hacía más de diez años, la intervención se había
complicado y la mujer había terminado con trece puntos de sutura en el bajo
vientre, ni uno más, ni uno menos, Horacio lo recordaba bien. La cicatriz,
aunque muy deslucida, aún se podía ver en el cuero sucio y reseco del cadáver
momificado, si se sabía dónde buscar. Cifuentes sonrió sin reales ganas de sonreír,
esa era la pista que estaba buscando. Le había prometido a Ballesteros regresar
para confirmárselo si el cuerpo pertenecía finalmente a María, y eso haría,
pero sería después de devolver el cadáver a su sitio en el cementerio.
Para
eso del mediodía estaba programada la inhumación de la Sin Nombre, hacía uno de
esos días nublados en los que el calor parecía estar encerrado en el aire o
arrastrado por el viento desde alguna otra parte. Cifuentes trabajaba en sus
documentos cuando Benigno llegó junto con Rupano para trasladar el cadáver.
Esta vez traían un ataúd adquirido gracias a las donaciones de la iglesia,
“Mire padre, tengo que mostrarle algo…” Cifuentes se puso de pie entusiasmado
en cuanto vio al sacerdote llegar. Le mostró la cicatriz, una marca que
necesitaba reales esfuerzos visuales para ser detectada, el cura no pareció muy
convencido, “¿Y usted dice que con eso puede asegurar que se trata de María
Cruces?” El doctor perdió su entusiasmo de súbito, “Bueno, la completa certeza
jamás la vamos a tener, pero creo que esta es una pista muy relevante, que
sumada a las otras, nos da cierta seguridad para afirmarlo… Sí” Rupano, parado
entre ellos, escuchaba la conversación y miraba el cuerpo sin ver ninguna
cicatriz, pero no decía nada, para él los curas y los médicos eran como seres
venidos de otro mundo que veían cosas que él no veía y sabían cosas que él
jamás entendería. “Bien…” aceptó el cura, “…usted es el médico. Le enviaremos
una carta a Berta y su familia para informarles de su hallazgo y organizar las correspondientes
exequias eclesiásticas” “Espere padre, hay una cosa más…” Cifuentes le comentó
lo que Úrsula le había hablado respecto al niño que ella había encontrado, que
era un niño sin ombligo y hallado junto a la tumba de María Cruces, eso sumado
a las condiciones puerperales encontradas en el cadáver de ésta, era más que inquietante.
Todas piezas que parecían calzar a la perfección, pero para formar un escenario
cada vez más difícil de creer o de comprender, “Es cierto, no puede sonar todo
más absurdo” admitió el cura, y luego agregó “¿Y sabe qué es más absurdo?… Algo
en lo que no he podido dejar de pensar en todo este tiempo: que ese niño haya
desaparecido sin dejar rastro y todos estemos haciendo de cuenta que nunca
existió”
“¡Eh,
doctor!” Cifuentes se secaba el sudor del cuello una y otra vez, agobiado por
el bochorno del día, mientras a su lado, Benigno, vestido de sotana negra de
pies a cabeza, se mantenía impertérrito y sin una gota de sudor en el rostro.
El agujero se había quedado pequeño, por lo que Marcial y Rupano trabajaban
arduamente para que cupiera un ataúd ahora dentro. Los gritos llamaron la
atención del médico. Quien le llamaba, él no lo conocía, al menos no
personalmente, pero al otro sí: el primero era Gustavo Gumurria, quien de todas
maneras quería estar presente cuando Cifuentes confirmara la visita de Elena a
su casa, la noche de la fiesta a San Lorenzo mártir, para cobrar su comisión,
el segundo era por supuesto Ignacio Ballesteros, arrastrado por el primero
hasta allí, luego de que Úrsula les dijera que podían encontrar al doctor en el
cementerio. Gumurria venía con su habitual sonrisa que le parecía servir para
abrir todas las puertas de la vida, pero al llegar allí y ver el agujero, ésta
se desvaneció mirando en todas direcciones, “¿Y dónde están los deudos?”
preguntó extremadamente serio, “No hay velas en este entierro, pero ya que está
aquí, ayúdenos a bajar el cajón, mire que mientras antes terminemos, antes
probamos el enguindado que traje” replicó Marcial. Gumurria accedió encantado,
mientras Ignacio saludaba al doctor y al padre Benigno, “…me gustaría confirmar
una información, es muy importante para mí que sea totalmente honesto” Ignacio
preguntó al doctor sobre su hermana durante la noche de san Lorenzo, Cifuentes
fue categórico, “No conozco a su señorita hermana, por lo que no sabría
decirle, pero sí puedo decirle que esa noche no atendí a nadie…” Gumurria, que
ponía atención desde donde estaba, intervino en el acto, interrumpiendo al
doctor, “Quizá no atendió a nadie, pero el Cipriano lo vio, doctor, él vio a la
señorita entrar a su casa tarde en la noche” “¡Pero qué estás diciendo,
hombre!” protestó el cura, Gumurria se defendió enseñando las palmas de las
manos, “Eso dijo el Cipriano…” Cifuentes intentaba mantenerse firme, “Pues no
sé qué vieron o qué no vieron, pero yo esa noche me fui a la cama y… y…” Iba a
decir que simplemente había dormido hasta la mañana siguiente, pero recordó de
improviso la visita que había tenido aquella noche, aquella visita de la que ni
siquiera él estaba seguro, la visita que con el correr de los días cada vez le
parecía más un sueño lejano e improbable. Se dio cuenta de que todos esperaban
que terminara lo que había empezado a decir, incluso el cura lo observaba
expectante ante su duda “Esa noche simplemente me acosté a dormir, estaba agotado
y sólo dormí. Les aseguro que no recibí visitas ni atendí a nadie aquella
noche” Gumurria no se quedó nada conforme, pero para Ignacio, aquello era lo
que esperaba escuchar.
León Faras.