jueves, 29 de octubre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XL.

 

Poco a poco los camiones fueron deteniéndose en un sitio erial muy próximo a un pueblo, que como cualquier otro similar, ya dormía profundamente a esas primeras horas de la noche. Antes de deshacer su magia, Eusebio se acercó a Sofía para hacerle una pequeña advertencia, “Sobre lo que hablamos antes…” alcanzó a decir, la muchacha ya lo había hablado con Eugenio y lo comprendía. No era una buena idea inquirir o increpar a nadie por el momento, por todas aquellas cosas que nadie le había dicho antes y de las que ahora se enteraba, era mejor tomárselo con calma, y meditarlo bien. Además, si se ponía a hacer preguntas ahora, no sería difícil saber quién le había estado contando cosas y los mellizos tendrían problema, y no solo eso, los viajes a los mandos del camión, seguramente se acabarían. Luego los hombres devolvieron al mundo su natural movimiento y el cuerpo de la muchacha, y su ropa, volvían a ser el de una niña pequeña. La gente poco a poco empezó a salir, a encender fuegos y a parar el campamento para por fin descansar. Por la mañana temprano montarían el resto para recibir a su siempre entusiasta público.

 

Varias de las fogatas aún estaban encendidas, y eran muy pocos los que dormían. La mayoría de los hombres mataban el tiempo jugando cartas y apostando cualquier cosa, casi siempre tabaco. Muy comúnmente, el pequeño Román Ibáñez estaba metido en medio de los trabajadores en esos juegos, tenía la fama de tramposo, aunque nadie lo había descubierto nunca haciendo trampa in fraganti. Otra que siempre andaba cerca era Eloísa, aunque solo iba a mirar y a reír con las bromas que los hombres se hacían mutuamente. Observaba el juego con gran interés, cualquiera podría decir que tenía la intención de aprender a jugar, pero no hacía preguntas, solo se dedicaba a mirar y oír, y para una mente ágil, eso puede ser más que suficiente.

 

Unas notas musicales sueltas, que pretendían improvisar una melodía, que a veces parecía que funcionaba y luego ya no, se oía al alejarse lo suficiente del alboroto que armaban los hombres al reunirse, para Sofía fue una sorpresa encontrar a Horacio fuera de su tienda con una guitarra entre sus peludos brazos, “¿Es tuya? ¡No sabía que eras músico!” Horacio se apresuró a dejar el instrumento a un lado, “¡Nada de eso! es de Pardo, él era el músico, pero dice que ya no puede tocar por culpa de sus enormes manos… está empeñado en que yo aprenda a tocar” “¿Y qué tocabas?” Preguntó la niña sentándose a su lado, Horacio se cruzó de brazos, como si de pronto le hubiese dado frío, “Nada, Pardo dice que lo primero es coordinar los dedos con el oído, no sé bien a qué se refiere, pero al menos me entretiene”  La niña registró dentro de su pequeño bolso, “Toma. Beatriz la vio, pero no le dije de dónde la saqué y ella no dirá nada a nadie” “¿Estás segura?” dijo el hombre, recibiendo la foto de Lidia con el cuidado de quien coge algo sumamente peligroso, “Sí…” aseguró la niña, “…de haber querido hacerlo, lo hubiese hecho” Luego se quedó unos segundos en silencio para agregar de pronto, “¿sabías que Lidia y ella son hermanas…?” Horacio lo sabía, y cuando la pequeña le reprochó por qué no le había dicho nada antes, su respuesta cayó con naturalidad, como una fruta madura, “pensé que ya lo sabías” La niña negó en silencio, sin encontrar una razón de por qué ocultárselo. “¡Ah!” dijo de pronto, dejando sus meditaciones para después. “Mira, ¿qué te parece?” Horacio cogió la imagen en la que Sofía se veía como una joven y guapa adolescente, no necesitaba preguntar de dónde la había sacado, pero era increíble lo que la cámara fotográfica había hecho con ella. La contempló por varios segundos hasta que, sin dejar de mirarla, comentó, “Dios mío, eres igual al recuerdo que tengo de la primera vez que vi a Lidia” Eso llenó de orgullo a la niña sin estar muy segura de por qué, “Creo que ella es mi madre…” comentó, con la vista fija en el fuego que ya se consumía frente a la tienda de Horacio, este, la miró con toda la ternura de la que era capaz, “Creo que eso es muy posible…” dijo. Sofía lo miró iluminada, necesitaba a ese alguien que creyera en lo que ella creía, “¿De verdad?, ¿pero cómo estar seguros?” Horacio tenía la idea más simple que se le podía ocurrir a alguien, “¿Por qué no se lo preguntas?” A la niña eso no le pareció lo más simple, “¿Cómo?” dijo, si Lidia no podía hablar ni oír. Horacio no entendía mucho de esas antiguas artes de la escritura, pero sabía que Lidia sí, y la niña también, “Prueba con una nota de papel” Sugirió. No era una mala idea, incluso, podía funcionar. Cuando la niña ya estaba lista para irse a dormir, Horacio tuvo una inspiración, “¿Quieres conservarla tú?” Le dijo, estirándole la foto de Lidia de vuelta, la niña asintió con una de esas sonrisas que nacen de dentro y son irrefrenables y la guardó en su bolso. Para él no había ninguna duda, esa niña tenía que ser hija de Lidia, no tenía ninguna prueba, simplemente estaba seguro de eso.

 

Al amanecer, todo el mundo hacía su trabajo con la eficiencia que da la rutina. Cornelio movía los hilos repartiendo órdenes con su megáfono, pero se veía bastante tranquilo, conforme de ver como todo funcionaba como el mecanismo de un reloj. Para cuando acabaron, ya era media mañana y ni un solo curioso se había acercado a echarles un vistazo a los recién llegados. “¿Qué sucede?, ¿es que no hay gente o qué?” Preguntó Cornelio, a uno de los hermanos Monje que tenía al lado acomodando el telón tras el cual aparecía Eloísa, “Es un pueblo, tienen hasta una iglesia. Por supuesto que hay gente” “Tal vez llegamos en un mal día…” Apuntó Pardo, Cornelio lo miró hacia las alturas “¿Un mal día?” El gigante, que desde su altura oteaba las casas, se encogió de hombros, “Tal vez tienen alguna fiesta religiosa y están todos reunidos en la iglesia” Cornelio lo aceptó medianamente, esperando ver u oír a alguien, porque aparte de los pájaros, en ese pueblo reinaba un silencio sepulcral. Horacio, que esperaba a su público encerrado en su jaula, salía de ella mirando a todo el mundo sin entender qué sucedía, desde un rincón, el enano se encogió de hombros y negó con la cabeza elocuentemente, Von Hagen le devolvió exactamente el mismo gesto, mientras Cornelio caminaba hacia el pueblo seguido de Beatriz, que aunque no había intervenido, tenía tanta curiosidad como todos, “Tú y tú, síganme…” señaló a Horacio y a Pardo su jefe, para que lo acompañaran, por ser los más llamativos visualmente. Eloísa y Sofía cuchicheaban al fondo sin entender, porque para esta última, aquel pueblo al que habían llegado, le había parecido tan bueno como cualquier otro, aunque a diferencia de cualquier otro, en este no había visto ni una señal o cartel que le diera nombre. “¡Damas y Caballeros, el increíble circo de Cornelio Morris, se presenta por primera vez en este hermoso pueblo, para brindarles a todos una…!” Cornelio se detuvo, nadie se había asomado de ninguna puerta, ni movido una sola cortina “Este sitio me resulta familiar” comentó Beatriz, restregándose los brazos como si sintiera frío, “¿Has estado aquí?” le preguntó Horacio, que era el que estaba más cerca de ella, la mujer se tomó unos segundos para responder, “No lo sé, no lo recuerdo, pero hay algo aquí que me resulta muy familiar” Pardo, que se había alejado unos metros ya regresaba, “La iglesia está completamente cerrada y vacía” Informó a los demás. “Este sitio me está dando escalofríos” dijo Beatriz, a su lado, Cornelio probaba su último recurso, “¿¡Hay alguien aquí!?” Gritar con su megáfono en cualquier dirección, pero al cabo de un par de intentos, finalmente se dio por vencido, “En este puto pueblo no hay un alma” gruñó, mientras apretaba el paso de vuelta a su circo, “¡A empacar todo de nuevo, muchachos! ¡Nos vamos!” Señaló.


León Faras.

lunes, 26 de octubre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XXXIX.

 

Lo primero que hizo Horacio apenas salió de su jaula, fue curvar su espalda hacia atrás y hacia delante en busca de alivio en sus adoloridas articulaciones por no poder estar nunca completamente estirado en esa condenada jaula. Esta noche esperaba dormir en una cama, aunque no era sano fiarse de las buenas intenciones de su jefe. Cuando entró en la oficina, este consultaba su reloj con gravedad, como si el otro viniera llegando tarde a su cita, pero no le reprochó nada, “Siéntate…” le dijo. Horacio notó que habían puesto un burdo parche en el piso tapando el agujero que él había dejado. Cornelio ni le miraba, concentrado revisando unos papeles, de pronto, y sin motivo aparente, como si abandonara una búsqueda infructuosa, los cogió todos, los puso a un lado y se le quedó mirando a los ojos con los dedos entrelazados, “Decidí sacarte de ahí porque sé lo jodido que es tener que cagar y dormir dentro de una caja de zapatos…” Le dijo con tono grave, Horacio se atrevió a murmurar un “¿Lo sabe…?” Con un tono incrédulo que no le cayó nada bien a su jefe, “¡Claro que lo sé! ¿O acaso crees que la vida ha sido dura solo contigo?” Von Hagen se apresuró a negar, consciente de que su pequeño comentario no había sido nada inteligente. Cornelio se sirvió un trago para templar el ánimo, “Como decía, decidí liberarte porque me pareces un buen chico, pero hay un par de cosas que aclarar entre tú y yo, primero: me desafiaste al desobedecer una orden muy clara y directa de no darle de tu sangre al Curandero, si vuelves a hacerlo te romperé una pierna, ¿está claro? No hay nada en tu contrato que me lo impida” Horacio asintió, nada más podía hacer en ese momento. Todavía amaba sus dos piernas. Cornelio continuó, “Y segundo y más serio aún: rompiste un acuerdo que ambos teníamos…” “Yo no había tomado ninguna decisión…” balbuceó Horacio con poca convicción, Cornelio golpeó la mesa de pronto, como si hubiese querido eliminar una araña venenosa, al punto que hizo dar un respingo a Von Hagen sobre su silla, “¡Pero tampoco tuviste los huevos de rechazarlo!” Horacio se mantenía firme solo gracias a que estaba sentado, aun así se atrevió a justificarse de nuevo, “Era un precio demasiado alto” dijo, quitando la cara, como si temiera recibir un golpe, “Pero el premio lo valía, ¿no?” respondió Cornelio, abriendo unos ojos enormes e inquietantes, Von Hagen parecía empequeñecerse, “Aun así era muy alto… yo no puedo matar a un hombre…” “¿Estás seguro?” Inquirió Cornelio, y agregó, “¿A ninguno?” Horacio solo ocultó la vista sin atreverse a responder, su jefe se acomodó en su silla, dándose por satisfecho con la ausencia de respuesta. Luego de unos segundos de silencio agregó, “Tienes valor, Horacio, muy adentro, pero lo tienes… y no hay nada más impredecible que el valor en un hombre cobarde, y eso no me gusta” Horacio no sabía si aquello era una broma o un cumplido, “Yo le aseguro que…” Su jefe lo silenció con un gesto de su mano, “Mira Von Hagen… Por cierto, ¿de dónde coño sacaste ese apellido?” Quiso saber Cornelio sin ninguna razón, Horacio se encogió de hombros, “De mi abuelo” respondió sin orgullo, “Tu abuelo… ¿Qué diría tu abuelo si te viera ahora?” Era una pregunta que no esperaba respuesta, pero Horacio tenía una, “Nada, porque era mudo” Cornelio lo miró como si encima tuviera el descaro de tratar de burlarse de él, Horacio se excusó atropelladamente, “¡Es cierto! Un accidente le destrozó las cuerdas vocales cuando era joven” A Cornelio eso no le interesaba en absoluto. “Como decía, mira Horacio, te haré una advertencia, o una amenaza, tómalo como te plazca: podemos hacer que las cosas sigan como hasta ahora, haces tu trabajo, tienes tu comida, tu cama y nadie te molesta; o, podemos hacer que tu vida sea tan desgraciada que solo desearás la muerte, y te recuerdo que tu contrato te da derecho solo a una bala, que tú ya desperdiciaste. Tú decides si nos llevaremos bien, o nos llevaremos mal, ¿está claro?” A Horacio se le había acabado la provisión de palabras que traía, solo pudo asentir en silencio, su jefe también asintió, aunque mucho más breve, y después cogió sus papeles de vuelta, al cabo de unos segundos levantó la vista de nuevo para decir, “¡Lárgate!” Solo entonces Horacio se paró y se fue.

 

“Pensé que podría ver mi foto” protestó Eloísa, sentada de pies cruzados en el suelo de su tienda, como una joven gitana, frente a ella estaba sentada de manera idéntica Sofía, su nueva cómplice. “¡No, las máquinas modernas no traen papel dentro, traen un rollo de celuloide que guarda las imágenes para luego pasarlas al papel” Explicó la jovencita, “¿Qué es celuloide?” Pregunto la otra, Sofía negó estirando la cara, “No tengo ni idea” Confesó, simplemente era una palabra que le había oído mencionar a Vicente. Hablaron trivialidades por el estilo hasta tarde y luego Sofía se fue a su tienda a dormir. Le había mostrado su foto a Eloísa, en la que lucía como una adolescente igual que ella, la chica alada no entendía como aquello era posible pero pronto comprendió que era de la misma manera como ella podía tener alas. Decidió ayudarla bajo juramento de no hablar nunca y con nadie, sobre las fotos o sobre la cámara fotográfica que un día rondó, y también voló, por el circo. Con nadie, salvo Horacio, que ya estaba enterado de todo.

 

Un nuevo día, y un nuevo éxito total del circo, era una pena, pero esa noche debían continuar con su eterno pulular. Era seguro que, otro pequeño pueblo, no muy cercano ni tan lejano, los recibiría con el mismo entusiasmo. Llegado el momento, al atardecer, Sofía caminó con paso decidido rumbo a los mandos del camión de Eugenio, Cornelio quiso detenerla con la sonrisa que siempre tenía para ella, pero la niña había perdido buena parte de su manipulable candor, “Lo hice una vez, puedo hacerlo de nuevo” “Pero no es necesario” Respondió Cornelio con dulzura, mirando de reojo a Beatriz que no movía ni un pelo, “Para mí lo es, y tú sabes muy bien por qué…” La sonrisa de Cornelio se apagó como una cerilla, Beatriz lo miraba reprochándole con una de sus delicadas cejas empinada, que él mismo se lo había permitido en primer lugar. Sofía continuó, “Así que, si Eugenio está de acuerdo, no creo que haya problemas” Eugenio no dijo nada, en silencio se subió a su camión, pero por el lado del copiloto. Cuando los hermanos Monje hicieron su magia, la ahora, convertida en una muchacha, se bajó del camión y caminó hacia los acoplados, “Solo quiero ver algo…” dijo. Se detuvo en un punto en el que cogió un pliegue de lona para correrlo, “No creo que quieras ver eso…” Le dijo Eugenio, quien la había seguido. Eusebio, también se acercaba desde el otro camión. “Sí quiero…” respondió ella, y luego añadió, “…es mi madre” Al tiempo que abría un trozo de lona y veía el cuerpo desnudo y flacucho de Lidia, acurrucado en un rincón de su precario gallinero. Parecía que dormía, en realidad hibernaba, como todos los demás en el circo. “¿Quién te dijo que ella era tu madre?” Preguntó Eugenio, afectado. Sofía miraba largamente a la sirena que se había vuelto humana, “Nadie me lo ha dicho, pero yo lo sé, al menos sé que Beatriz no es mi madre. Además, basta solo con mirarla y mirarme, nos parecemos mucho” ”Es normal que las jóvenes se parezcan a sus tías…” El comentario de Eusebio había dejado con la boca abierta a la muchacha, aquel, luego de un rato lo comprendió, “¿…no lo sabías?” Sofía negó en silencio, pensando por qué nadie se lo había dicho nunca, “Entonces, ¿Lidia es la hermana mayor de Beatriz?” Reflexionó. Efectivamente, el rostro de la sirena acusaba más edad que el de su hermana. Los hermanos Monje se miraron largamente, como decidiendo quién debía responder, al final Eugenio lo hizo, “No, Beatriz es mayor, pero ella hizo un trato para no envejecer. Algo así como lo que te sucede a ti” La muchacha volvió a cubrir el hueco por donde espiaba a la sirena, como si de pronto hubiese sentido que no era correcto lo que hacía, “Pero yo no tengo contrato, ¿o sí?” Sofía miraba a uno y otro de los mellizos hasta que Eusebio hizo amago de querer hablar, “Creo que ya es hora de que te vayas enterando de algunas cosas…” le dijo, mirándola con los ojos pequeñitos, como si estuviera recibiendo una gran luminosidad, “…Tú eres la única en todo el circo que no tiene contrato, porque tú naciste aquí dentro, y eso te da un gran privilegio…” Guardó silencio unos segundos, como juntando valor para acabar lo que había comenzado, Sofía esperaba impaciente, “¿Qué privilegio?” Eusebio comprobó el inexpresivo rostro de su hermano, antes de terminar, “Tú eres la única que puede largarse del circo cuando te dé la gana y ni siquiera Cornelio puede impedírtelo” Concluyó el hombre.


León Faras.

viernes, 23 de octubre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XXXVIII.

 

Beatriz se despertó, y apenas vio la claridad del día, supo que era más tarde de lo que debía, y lo confirmó cuando vio la litera vacía y desarmada de su hija, la cual regularmente, despertaba tan temprano como ella. Se aseó de prisa, se vistió con rapidez, y ordenó todo somera pero eficientemente, con la habilidad propia de las mujeres para hacer cualquier cosa rápido, cuando saben que tienen poco tiempo. Le sorprendió no haber oído los gritos de Cornelio organizándolo todo, lo que significaba que él tampoco se había levantado aún. Había asumido por sí sola el puesto de lugarteniente, para el cual, ella era la más indicada desde la muerte de Conde, por lo que, y sin que nadie se lo pidieran, decidió que era su obligación asegurarse de que todo estuviera listo lo antes posible, porque no era posible que no estuviera todo listo antes. Al poco andar le pareció oír la voz de su hija jugando tras la tienda de Eloísa, “¡Hazte más atrás! Ahí está bien, ¡No, espera!” Beatriz estaba segura de que esa niña ni siquiera se había vestido para salir a jugar y menos desayunado, caminó decidida para reprenderla, pero se detuvo cuando divisó la jaula de Von Hagen que todavía estaba cubierta con la lona, “¡Pero dónde está ese cretino que aún no prepara su número?” Aquello era más urgente, por lo que partió hacia allá castigando al piso con cada paso, pero a la mitad del camino, recordó que Cornelio había mandado a encerrar a Horacio en su jaula, y debió tragarse el discurso que ya recalentaba en su mente y con actitud amable, pero firme, como quien tiene tanta autoridad que no necesita alzar la voz para demostrarlo, le rogó a Pardo que cuando terminara sus deberes, se hiciera cargo de los de Horacio. Luego comprobó con desconfianza, que Román ya limpiaba con un trapo la caja de vidrio, madera y hojalata, en la que permanecía el inmutable Mustafá, “Sospechosamente eficiente” se dijo la mujer, y continuó animando con frases cortas y palmadas rápidas a los trabajadores que aún no acababan su desayuno. La Patrona se había despertado.

 

Cuando le pareció que ya todo estaba listo para comenzar a funcionar, Beatriz se dirigió a golear la puerta de la oficina de Cornelio, este salió de inmediato acomodándose el abrigo, como si en ese preciso momento ya cogía la manilla para salir. Le echó un vistazo a su reloj, un aparato que sin duda había tenido días mejores y que no le ofrecía total seguridad al momento de consultarlo y se lo guardó mirando al cielo para confirmar la hora que era. El público, que había quedado encantado el día anterior con las atracciones, regresaba en mayor número dispuestos a ver exactamente lo mismo cuantas veces fuera posible, pues sin duda no tendrían otra oportunidad en la vida, “Cuando terminemos, manda a alguien a que libere a Von Hagen y me lo envías a la oficina. Quiero aclarar un par de puntos con ese…” En ese momento se quedó callado, como si las palabras se le hubiesen evaporado en la boca. Una imagen un tanto absurda le provocó ese efecto: la pequeña Sofía se paseaba por el medio de todo el mundo, envuelta en una cobija que arrastraba por el suelo como el velo de una novia, y tal como una de estas, caminaba complacida sin dirigirle la mirada a nadie en especial, “Sofía, por Dios, ¡ve a vestirte!” Le gritó su madre, y luego debió soportar la mirada de desapruebo de Cornelio, quien aún no recuperaba el habla. La niña sí respondió, escuetamente, pero lo hizo, mas ni siquiera se dignó a mirarles. Media hora después, la mujer volvió a su tienda para encontrar exactamente lo que se esperaba. La niña aún no se había vestido, y el desorden que tenía se había multiplicado, “¿Se te perdió algo?” Beatriz tenía cierta habilidad para el buen cinismo, Sofía se volteó a mirarla con los ojos encogidos de rabia, confirmando todas y cada una de sus sospechas, “¡¿Dónde está?!” le increpó, “¿De dónde la sacaste?” Le respondió su madre con los brazos cruzados y sobreactuada calma, la niña rezumaba indignación por todas partes, “¡Nunca te lo diré!, ¡ni aunque me torturen!” Beatriz no pudo evitar soltar una sonrisa ante el exagerado dramatismo de su hija, “¡Ay, niña! ¿De dónde sacas esas ideas tú? ¿Quién te va a torturar a ti?” Y luego poniéndose seria, agregó, “¿Eugenio te ha vuelto a conseguir de esos libros raros que lees?” Sofía pareció sofocar parte de su cólera ante tal disquisición, pero pronto la recuperó, “¡Esos libros no son raros! ¡Y dime qué hiciste con ella?” La mujer caminó hasta su litera para sentarse, “No te lo diré, si no me dices de dónde la sacaste” fue su tranquila respuesta, su hija la miró con más rabia aún, si cabía, “Se la diste a él…” Se lo dijo arrastrando la voz como si las palabras estuvieran atadas a bolas de plomo, su madre lo negó en el acto, “¡Claro que no! ¿Qué crees que haría si le muestro tal cosa? Por eso es que necesito que me digas de dónde la sacaste” La mujer sonaba conciliadora, como quien quiere demostrar que sus intenciones son buenas, pero Sofía no estaba dispuesta a negociar, “Devuélvemela…” le dijo, y su voz era amenazante, demasiado para una niña tan pequeña, la mujer quiso insistir en su postura pero la niña se la cortó a la mitad, como si poseyera una espada capaz de tal cosa, “Devuélvemela, o te juro por mi madre que no volveré a hablarte nunca más…” Algo dentro de la mujer en ese momento se rompió, se humedeció los labios pero no soltó palabra, se puso de pie, sacó la fotografía de Lidia del bolsillo trasero de su pantalón y se la estiró a la que, hasta aquella misma mañana, era su hija, “Guárdala bien… por el bien de todos” le dijo.

 

“¿Cuánto más vamos a esperar?” Preguntó Damián, apoyado en la parte delantera de su furgoneta, perfectamente convencido de que aquello era una pérdida de tiempo, “Aún hay mucha gente, espera un poco…” Le respondió su hermano, alejado unos diez metros desde donde él podía ver el circo sin que se viera el vehículo. Desde donde estaba, también podía oír los gritos de Cornelio Morris a través de su megáfono anunciando a la distinguida concurrencia su última y más esperada atracción, sin lugar a dudas, la niña alada, esa era la señal que había acordado con Sofía, “Cuando Eloísa vuela, nadie tiene ojos para nadie más” Era el momento que la pequeña elegiría para escabullirse y devolver la cámara, y así lo hizo, demostrando que era de fiar, pero no se acercó hasta donde estaba Vicente, sino que abandonó el aparato a medio camino entre el circo y los hombres, de esa manera ella regresaba rauda sin meterse en problemas y el hombre recuperaba su cámara. Vicente dio un sonoro aplauso y soltó una carcajada, “¡Te dije que lo haría!” su hermano no lucía el mismo entusiasmo, “Date prisa y acabemos con esto…” Vicente cogió su cámara y tras comprobar con una sonrisa que estaba en perfecto estado, oyó una voz rasposa y desagradable que le decía, “¿Qué diablos es eso que tiene ahí?” Era el mismísimo Cornelio Morris, aún con el megáfono en la mano, que lo observaba desde los límites de su circo. Algo sobrenatural había en él sin duda, de otra manera no podía haberle descubierto, “Lo que ocurre señor, es que soy… entomólogo” Improvisó Vicente con una encantadora sonrisa, pero ante el mutismo de su interlocutor, agregó, “Me dedico al estudio y la clasificación de insectos…” Cornelio lo miraba en parte desconfiado y en parte confundido, Vicente continuó, “Esta es una caja de entomología, diseñada especialmente para el estudio y la clasificación de los insectos” repitió Vicente enseñando su cámara recién recuperada, la cual no parecía más que un cajón forrado en cuero marrón con una correa para transportarlo. Cornelio seguía observándole, con serias dudas sobre si aquel hombre le mentía o le decía la verdad y la situación se tensaba cada vez más, hasta que Vicente tuvo una arriesgada idea, “Tal vez usted pueda ayudarme…” Sugirió, metiéndose la mano a uno de sus bolsillos.

 

Más de media hora después, cuando Damián Corona ya estaba al borde del colapso nervioso, seguro de que encontraría a su hermano en una jaula de ese circo, convertido en lagarto y alimentándose de moscas por el resto de su vida, Vicente regresaba con una sonrisa de oreja a oreja, con la cámara en una mano y una abultada y pesada bolsa en la otra, “¡Santa madre de Dios! Creí que tú también acabarías convertido en una atracción de ese endemoniado circo, ¡Qué rayos te pasó?” Su hermano le alcanzó la bolsa mientras se montaba en el vehículo. Era dinero, la mayoría, monedas. No sólo había convencido a Cornelio Morris de que su cámara era una caja para guardar bichos raros, literalmente, sino que además tuvo la osadía de ofrecerle su precioso reloj, bajo la excusa de que “…debía seguir investigando, pero se había quedado sin fondos…” “Ese Cornelio se quedó encantado, le hubieses visto la cara, parecía un niño en navidad” Comentó Vicente, secándose el cuello y la frente con su pañuelo, porque había sudado más de lo normal, “Y todo por el bien de la ciencia…” Concluyó su hermano, que ponía en marcha el vehículo, encantado de largarse de una vez.


León Faras.

jueves, 22 de octubre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris

XXXVII.

 

“¡Pero en qué diablos estabas pensando? ¿Cómo es eso que le regalaste una de nuestras cámaras a una niña?” Damián estaba furibundo, no podía creer que con todo lo que ya llevaban perdido, encima su hermano regalaba su equipo de trabajo. Vicente trataba de justificarse, pero cuando su hermano se ponía así, no atendía razones ni escuchaba respuestas, solo escupía y escupía todo lo que se le venía a la mente, “¿Y me puedes explicar qué diablos ibas a hacer tú allá?, ¿acaso pretendías continuar con el trabajo por tu cuenta?” Vicente lo intentaba, pero su hermano le cortaba sus explicaciones a la mitad con una retahíla de reproches como una locomotora, “Sabes que a ese demente de Cornelio Morris no le gustan las fotografías, y tú vas y le das una cámara a una niña para que se divierta un rato, y luego, cuando se aburra o la estropee, la deje tirada por ahí y le diga a todo el mundo de dónde salió… ¡Hay que ser imbécil!, ¿no?” Cuando ya comenzaba de nuevo, Vicente comprendió que aquella discusión no iría a ninguna parte, si no hacía algo al respecto. Cogió a su hermano mayor, bastante más corpulento que él, por las solapas de su chaqueta, lo zarandeó, y luego lo arrojó sobre la cama, “¡Quieres callarte y escucharme de una puta vez!” Damián guardó silencio, pero sus ojos seguían arrojando chispas. No cualquiera podía darse el lujo de zarandearlo así y quedarse tan tranquilo. Vicente aprovechó para hablar “Esa niña de la que te hablé, no es lo que parece…” Le explicó lo que había visto en la fotografía, que en realidad se trataba de una muchacha bastante astuta e inteligente y al parecer muy amiga del hombre-mono. Que sí, él pretendía coger algunas fotos de lo que fuera, para no llegar con las manos vacías ante Bolaños, pero el ofrecimiento de la niña, era mejor, porque ella podía acercarse a las atracciones sin ningún problema, “…además, manejar esa máquina es tan sencillo que hasta un niño puede hacerlo, y tú lo sabes, sólo le expliqué algunos conceptos básicos de luz y enfoque, pero creo que lo comprendió bien…” Concluyó, sentándose al lado de su malhumorado hermano, este había pasado de la verborrea incontenible al obstinado mutismo, dos caras de una misma moneda llamada ira, Vicente añadió, “Escucha, si no recupero esa máquina antes de que termine el día, nos largamos y yo mismo la pagaré con mi dinero. No perderás nada con probar” su tono era conciliador, el de su hermano seguía tan seco como la boñiga de un camello, “Ve haciéndote a la idea…” Se recostó este, para dormir algunas horas, puesto que la noche había estado agitada y pronto habría que conducir de regreso, sin embargo, antes de cerrar los ojos, añadió, “Y vete haciendo a la idea de empeñar ese precioso reloj tuyo, o no nos alcanzará el dinero para la gasolina” Vicente acarició su precioso reloj de bolsillo, el primer gran lujo innecesario que adquirió cuando comenzó a irles bien. Empeñarlo. Sabía bien que ese día llegaría tarde o temprano, sólo esperaba que aquel sacrificio valiera la pena. También necesitaba dormir, pero antes tenía algo pendiente que hacer, había pensado que era una buena idea si alejaba la furgoneta de donde estaban y no sería malo si podía ocultarla un poco de los ojos de los demás. Algunos en el circo podían empezar a reconocerla y preguntarse por qué ese mismo vehículo aparecía adonde fuera que iban. Encontró un buen sitio no lejos de allí, en un bosquecillo cercano en el que el vehículo podía pasar desapercibido si no se observaba con demasiado cuidado. Buscó un cigarrillo en la guantera del vehículo, allí estaban las fotos que habían tomado en el circo la vez anterior, salvo la de la sirena. Las observó una por una, solo para terminar de convencerse del poco o nulo valor comercial que tenían y preguntarse una vez más, cómo era que su ojo, y el ojo artificial de una cámara fotográfica pudieran ver cosas tan diferentes. Un detalle llamó su atención, un detalle que estaba en segundo plano de una atracción que poco interés le había provocado en su momento, la luz no era buena allí, pero un caprichoso rayo de sol oblicuo lo hacía visible para el lente de su máquina, a pesar de estar metido dentro de una oscura, aunque deteriorada, tienda decorada como debe de ser la de un buen adivino que se precie de tal. Lo recordaba, incluso recordaba haberse sentido tentado a meterle una moneda y preguntarle por Liliana, una chica que le gustaba mucho, pero de la que parecía alejarse cada día más, pero no lo hizo, primero, porque estaba trabajando y segundo por un poco de miedo a la respuesta. Los augurios bien dichos, siempre terminan por cumplirse. Volvió a registrar la guantera de la furgoneta y consiguió una pequeña lupa, un objeto imprescindible en su oficio y observó la imagen con detenimiento; “Mustafá. Cualquier verdad a cambio de una moneda” Rezaba el cartel, pero eso no era lo que había llamado su atención, sino el rostro de este, se veía diferente, claramente podía verse que le faltaba la nariz, uno de sus ojos no era más que una mancha oscura, y algunas marcas en la cara podían interpretarse como dientes, dientes expuestos y no en una amistosa sonrisa precisamente. No era una imagen nítida, pero cualquiera que la estudiara lo suficiente, podía determinar lo mismo: aquel no era el rostro de un muñeco, sino el de un cadáver.

 

Román consultó su reloj, uno de los pocos que había en el circo y salió fuera de su tienda, bien peinado, pulcramente vestido y con su fina barba delicadamente delineada. La vida le había enseñado a cuidar el aspecto físico ante todo, sobre todo cuando se tenía un aspecto como el suyo. “¡Eh! ¿Y Cornelio…?” Le preguntó a uno que pasaba, este elevó los hombros hasta las orejas, y tiró de la comisura de los labios hacia abajo en un evidente gesto de no tener ni idea, “Parece que se fue de fiesta con la Patrona anoche, porque ella tampoco se ha visto esta mañana” fue el desvergonzado comentario que hizo el hombre ocultándose la boca de medio lado con la mano, “La Patrona” era el simpático apodo con el que llamaban a Beatriz cuando esta no estaba presente. El enano asintió con un gesto de la mano, liberando al hombre para que este pudiera seguir su camino. Volvió a consultar su reloj. Esa fiesta se había prolongado hasta tarde. Cuando hizo el amague de ponerse a caminar, se detuvo en seco, la pequeña Sofía venía entrando al circo desde un punto indeterminado, mucho más allá, una furgoneta negra se ponía en marcha. La niña venía envuelta en una manta de la que arrastraba casi la mitad por el suelo, se detuvo junto a la jaula de Horacio, el cual había logrado remover parcialmente, y con mucho esfuerzo, la lona que cubría su jaula, sacando los brazos por entre los barrotes. Allí Sofía le enseñó algo que traía oculto bajo su cobija, Román no lo pudo ver, pero no necesitaba hacerlo, estaba seguro de que se trataba de otra mascota abandonada que la niña había encontrado y que pretendía adoptar. Era una pena, pero los animales huían a la menor oportunidad del circo y la pequeña se quedaba triste sin su nueva mascota. Cualquier animal, menos las ratas, a estas no parecía importarles la enrarecida atmosfera dentro del circo mientras pudieran encontrar comida, pero a la niña no le gustaban las ratas como animales de compañía. Luego, la pequeña siguió su camino hasta introducirse en la tienda de Eloísa, claramente, si de un gatito o un perrito se trataba, aquella se convertiría rápidamente en su aliada. Las chicas eran así. Después de eso, el enano se fue donde lo esperaba Mustafá para atormentarlo un día más y extraerle parte de su vida.


León Faras.

lunes, 19 de octubre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XXXVI.

 

Los hermanos Corona habían desistido de su intento de rapto y de todo lo demás también, porque sabían que esta vez no podían continuar persiguiendo al circo. Habían decidido abandonar a Perdiguero a su suerte y solo un milagro podía cambiar eso. “No debimos hacerle caso a ese hombre-mono, ¡esa era nuestra oportunidad! y ahora el imbécil de Diego, se pudrirá encerrado en una jaula como un perro con rabia, comiendo ratones hasta el final de sus días, ¡Y todo por culpa nuestra!” Alegaba Vicente, sentado en el suelo de la habitación que Pío les había alquilado, con un cigarro en la mano a punto de quemarle los dedos. Damián, sentado en la cama, se veía en estado deplorable: agotado, derrotado y avergonzado, por haber sentido auténtico miedo a la hora de seguir adelante con el rescate, “El hombre-mono tiene razón, piensa, ¿qué íbamos a hacer con él si lo sacábamos de ahí? ¿Qué le íbamos a decir a su familia?” Vicente forzó una carcajada, “¿Y qué le vamos a decir ahora, eh?” le reprochó, y luego agregó con ironía, “no se preocupen, que ahora Diego es la estrella de un circo de bichos raros, le está yendo muy bien ¡Maldición!” Se puso de pie, cogió su chaqueta y salió. Damián alcanzó a preguntarle a dónde iba, y Vicente murmuró algo parecido a “tomar el aire” antes de cerrar la puerta.

 

La pequeña Sofía se quedó observando la foto de Lidia harto rato antes de dormirse, gracias a la lámpara que su madre dejaba encendida por la noche, un lujo que ella y solo ella, podía tener, ya que los demás, incluso Cornelio, debían recurrir a las velas, o, en la mayoría de los casos, a pequeñas fogatas en las bocas de sus tiendas para no ser engullidos por las tinieblas en las noches más oscuras. La niña se preguntaba cómo era posible que al fotografiar a la espectacular sirena dentro de su enorme, y no menos espectacular, recipiente de vidrio, lo que obtuvieran fuera aquella triste imagen de una mujer, la que por cierto, se podía asegurar que era Lidia, desnuda, flacucha y encerrada en un precario corral que apenas y podría contener a un puñado de gallinas. Si esa era la verdadera Lidia, cabía preguntarse quién era la verdadera Sofía, la pequeña niña de todos los días o aquella muchacha que se reveló cuando los hermanos Monje hicieron su magia. Se levantó temprano, como siempre, y salió envuelta en una cobija. Su madre aún dormía. Afuera, varios hombres ya se desperezaban, se aseaban o preparaban el desayuno, era curioso, pero el dueño del circo todavía no daba señales de vida. La niña solo echó a andar. Cerca de ahí, en su tienda, Eloísa sacudía las mantas y los cojines, se hicieron un gesto amistoso con la mano al pasar, más allá, Pardo se lavaba la cara con el cuerpo doblado a la mitad en un incómodo ángulo agudo, se quedó mirándole curiosa sin dejar de caminar, hasta que tuvo que detenerse de improviso para no chocar de bruces con Eugenio, “¿A dónde vas tan temprano?” La niña le respondió con una sonrisa y encogiéndose de hombros, como diciendo que a ningún sitio en especial, de inmediato pareció encenderse, como quien recibe un golpe de corriente, “¿¡Me dejarás conducir el camión otra vez!?” El hombre no dijo nada, pero pronto empezó a menear la cabeza afirmativamente, “Claro, aún mi brazo no recupera toda su fuerza…” Le dijo, con un falso gesto de dolor y una sonrisa de complicidad, la niña le sonrió a su vez, antes de seguir su camino. Más allá estaba la jaula de Von Hagen, aún tapada con la lona. La niña sabía muy bien, como casi todos dentro del campamento, que no se debía irrumpir en las tiendas de los demás, sin llamar antes, y en este caso, la jaula era como la tienda de Horacio, “¿Estás ocupado?” Gritó la niña desde prudente distancia, el hombre de adentro respondió como sorprendido, como si el grito de la niña lo hubiese sobresaltado, “¿Eh? No, no… no” Se asomó por una rendija que la lona le permitía en una esquina, “¿Puedes mover la lona un poco de este otro lado, por favor?” Le pidió. Ciertamente, quitar la lona por completo, era un trabajo muy pesado para una niña tan pequeña, pero sí que podía abrirla un poco como si se tratara de una cortina, “¿Qué ocurre?” preguntó Sofía, Horacio miraba hacia el camino que corría a unos doscientos metros del campamento, una furgoneta negra se había detenido allí, “Esos tipos son unos testarudos, espero que no estén pensando en cometer otra locura como la de anoche…” Dijo Horacio, como pensando en voz alta, pero la niña quiso saber quiénes eran aquellos, y el hombre, aunque dudó al principio, finalmente decidió decírselo, después de todo, ya le había mostrado la foto de Lidia, “¿Ellos hicieron esa fotografía?” exclamó Sofía, y luego, soltando la lona despreocupadamente, añadió, “Nunca me han hecho una fotografía…” Horacio la quiso detener, pero la niña caminaba decidida hacia la furgoneta, donde estaba, el que parecía ser el menor de los hermanos.

 

Vicente organizaba y ordenaba el interior de su vehículo y la cantidad de artefactos y piezas que amontonaban allí, no porque necesitara ese orden para funcionar mejor o porque quisiera darle un aspecto más presentable, sino que lo hacía para tener su mente ocupada, y liberarse, al menos por un momento, de la frustración que lo había invadido, y la culpa por tener que dejar a su amigo Perdiguero abandonado. Una voz infantil que lo saludaba llamó su atención, era una chiquilla de aspecto avispado y cierta madurez de hablar que contrastaba con la graciosa cobija que la envolvía como si hubiese salido recién de su cama, una cama que ciertamente debía estar bastante lejos. Vicente no pudo menos que otear en todas direcciones para ver de dónde había salido, aunque el único lugar posible debía ser el circo, “¿Es cierto que tú puedes hacer fotografías?” le preguntó la chiquilla como si se tratara de una habilidad sobrenatural, el hombre, desconcertado, como si hubiese sido sorprendido en algo indebido por las autoridades, no supo más que balbucear un “¿Qué…?” La niña echó un ojo dentro del vehículo y luego añadió con una sonrisa ladina, “No te preocupes, Horacio es mi amigo, y no le diré a nadie que le tomaste una fotografía a Lidia” Vicente tuvo de pronto la absurda ocurrencia de intentar ocultar el interior de la furgoneta, pero de inmediato notó que aquello ya no valía de nada y solo pudo dejar escapar otro monosílabo, “¿Quién…?” Sofía rió divertida ante el evidente nerviosismo de un hombre adulto frente a una chiquilla, “¿Quién qué?, ¿Horacio o Lidia?” La niña claramente estaba jugando, no esperó respuesta, “Oye, ¿Me harías una fotografía a mí?” Vicente miró hacia el campamento, apenas había movimiento, “¿Tus padres saben que estás aquí?” preguntó, como queriendo tomar las riendas de la situación, la pequeña se puso repentinamente seria, “De ser así, sabrían también que tú estás aquí, ¿Piensas hacerle otra foto a Lidia?” Preguntó en tono de complicidad. Vicente estaba perplejo, esa chiquilla sabía demasiado, al final respondió resignado, “Me encantaría, pero dudo mucho que se pueda…” La niña miró hacia el circo, como confirmando que nadie la estuviera espiando, salvo por Horacio, que de seguro lo hacía, “Yo podría hacerlo por ti, si me enseñas cómo” sugirió muy seria y en un tono de voz muy bajo, Vicente la miró largos segundos como sopesando una proposición que ya desde el primer momento se le hacía disparatada, “No creo que sea una buena idea, pero te tomaré esa fotografía para que me dejes en paz, ¿sí?” La niña se puso erguida y sonriente, pero el hombre le señaló que se relajara, porque debía instalar un trípode, oculto del circo tras la furgoneta, en el que montaría un cajón enorme, como los empleados por los fotógrafos que se instalan en las plazas a fotografiar a los transeúntes a cambio de algunas monedas, el que tenía la facultad de tardar pocos minutos en otorgar una fotografía lista para llevar, diferente a sus máquinas modernas, que tenían la facultad de usar rollos para sacar varias fotografías a la vez, pero que debían ser reveladas en circunstancias mucho más apropiadas y especiales. Preparó los líquidos de revelado y fijado, y con los rayos de sol del amanecer le tomó una foto a la pequeña más orgullosa de sí misma a la que había fotografiado nunca. El proceso fue tan inocuo e insípido que fue igual a que no hubiese sucedido nada, “¿Ya está?, ¿ya está?” Preguntó la niña, como sintiéndose un poco estafada con la experiencia, el hombre le confirmó que sí, con la paciencia que solo la profesión da. El resultado estaría pronto.

 

La imagen poco a poco apareció al pasar de una de las pequeñas fuentes que la misma máquina contenía, a la otra. Vicente no vio nada extraño al principio, hasta que empezó a sacudir el papel en el aire para que este se secara, entonces se quedó boquiabierto. Al igual que con las fotografías anteriores, la imagen no correspondía con lo visto a través del visor. La niña tendría unos ocho años, pero la de la fotografía, era una muchacha, idéntica, pero que debía tener a lo menos el doble.


León Faras.

viernes, 16 de octubre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XXXV.

 

Fue una suerte encontrar un sitio donde comer y dormir esa noche y todo fue gracias al circo, que había revolucionado a un pueblo que, por lo general, a esa hora ya dormía profundamente. Su dueño era un señor flaco con el pelo tieso y largo como paja, y cuyo aspecto recordaba al de una gallina, que para colmo se llamaba Pío. A pesar de que confesaba estar eufórico por lo que había visto en el circo, era dueño de una parsimonia desalentadora y sólo asentía suavemente con una sonrisa que le exigía un mínimo de esfuerzo, mientras los hermanos Corona devoraban medio pollo con arvejas y una jarra de vino y su mujer, mucho más entusiasta, no dejaba de parlotear desde la cocina, sobre las atracciones de un circo que parecía sacado de otro mundo, “¡Dios mío, es que tienen que verlo! Es que yo estuve a punto de que me diera un patatús cuando vi a esa chica abrir un enorme par de alas, pegadas a la espalda como un verdadero ángel y salir volando como si quisiera volver al cielo de donde seguramente salió, ¿cómo le hacen para atrapar a un ángel? Tiene que ser eso que le llaman: la magia negra, ¿no es cierto, Pío?” Y Pío asentía sin mirarla siquiera ni moverse de donde estaba parado junto a los comensales, como si estos necesitaran vigilancia para comer. La mujer, acostumbrada ya a no recibir respuestas verbales por parte de su marido, asumía que estaba de acuerdo con ella y continuaba, “Y la Sirena, ¡capturada por marineros sordos! en el mar de no sé dónde, eso decían, también decían que a la pobre le cortaron la lengua, porque, todo el mundo sabe lo peligroso que es su canto…” Y Pío asentía, como si fuese una especie de muñeco con un resorte en el cuello, confirmando cada una de las impresiones de su esposa, “…yo no sé, pero a mí nunca me ha gustado tener bichos encerrados así, ¡Ay! y hablando de bichos, el hombre ese que comía ratones, ¡Vivos, mamita santa!” Y la mujer interrumpió el lavado de sus trastos para persignarse con repelús ante tal espelúznate imagen y así evitar que esta le interrumpiera el sueño por la noche, “¿Lo viste Pío? Pobre hombre, en vez de andarlo paseando por ahí, deberían convertirlo en cristiano al pobre, ¡qué culpa tiene de haberse criado solo en una cueva, digo yo! Igual tiene derecho a ser bautizado, ¿no es cierto Pío?” Y Pío retiraba los platos de sus clientes para luego conducirlos a su cuarto, asintiendo a su mujer de paso, “El mundo está cada día más loco” fue su sabia reflexión, y luego agregó dirigiéndose a sus inquilinos, “Tienen suerte de haber llegado hoy, porque el resto del tiempo lo más interesante que puede verse en este pueblo, es alguna pelea a rebencazos aquí afuerita, entre un par de borrachos, y nada más,” recibió el dinero con satisfacción y volvió donde su mujer, que aún hablaba sobre por qué Diosito permitía que unos pelafustanes capturaran a uno de sus angelitos para pasearlo como atracción de circo. Esta vez Pío negaba con la cabeza con resignación.

 

“Dime, ¿qué carajos estamos haciendo aquí?” Damián se dejó caer sentado sobre la única cama, liberándose de la presión de los botones de su camisa, absolutamente desilusionado, derrotado como el que ha apostado todo lo que tenía, y lo ha perdido. Vicente no estaba mejor, aunque todavía este pretendía aferrarse a la vaga esperanza de que alguna idea les devolviera la fe. “Apenas nos queda dinero y lo necesitamos para gasolina, para poder regresar. Las fotos no sirvieron para nada, puedes olvidarte de que nos den algo por ellas y Perdiguero ahora es un monstruo que se dedica a aterrorizar a las personas devorando ratones vivos” Agregó Damián, en tono de queja. “¿Crees que lo podamos liberar?” Sugirió su hermano, quien se había quitado los zapatos y se había recostado a su lado, Damián lo miró esperando que aquello fuese una broma. “Si es que lo podemos liberar sin que nadie nos descubra y terminemos como atracciones, y sin que el mismo Perdiguero nos muerda el cuello en el intento, ¿qué es exactamente lo que piensas hacer?, ¿darle de comer ratas vivas hasta el fin de sus días?” Vicente tenía una de esas ideas incipientes, duras como un caramelo al que hay que darle varias vueltas para descubrir su relleno. “Y si tal vez logramos alejarnos lo suficiente del circo con él…” Vicente en realidad consultaba su idea con el techo del cuarto, como si necesitara de una superficie en la que proyectar sus pensamientos. Damián se recostaba a su lado y parecía comenzar a ver las mismas imágenes en el cielorraso. “La jaula aquella tenía ruedas, podemos engancharla a la furgoneta y moverla, incluso, llevárnosla” Vicente asentía convencido, “creo que funcionará. Una vez que estemos lo suficientemente lejos, Diego volverá a la normalidad” aseguró, su hermano también parecía estar seguro de ello, pero su entusiasmo fue decayendo hasta desvanecerse, “¿Y si no?” sugirió, con el fantasma del fracaso en los ojos, Vicente negó en silencio. Realmente, si eso no funcionaba, no tenía más ideas, a menos que fuera encerrar a su amigo en un sótano o internarlo en un hospital para locos peligrosos.

 

A las tres de la mañana Damián despertó más cansado de lo que estaba, había dormido solo un par de horas, a su lado, Vicente aún estudiaba el techo, como si este tuviera aún respuestas que darle, “¿No has dormido nada?” preguntó Damián, su hermano negó en silencio, “Estaba pensando en qué pasa si por la mañana el circo ya no está… y en cómo diablos lo vamos a hacer para encontrarlo de nuevo si eso pasa” Damián se restregó los ojos con fuerza y respiró hondo, aunque con más intenciones de darse ánimos que de espabilarse, “¿Entonces quieres que vayamos ahora?” Preguntó aun sabiendo la respuesta, Vicente asintió sin mirarlo y ambos se levantaron de la cama.

 

Se internaron en el campamento a hurtadillas, casi a gatas para no ser descubiertos, aunque se podía percibir que todo el mundo dormía, pues el silencio llegaba a ser incómodo, hasta el punto de sentir como pequeños estrépitos las ramitas que crujían bajo sus pies. No había más luz que la luna, y solo había un trozo de esta, de los fuegos encendidos en el ocaso, no quedaban más que ascuas. Fue una suerte, o un guiño del destino, que la jaula estuviera ahí mismo, tapada con una gruesa lona como Damián la había visto antes, en el lugar por el que habían ingresado, y el más cercano al sitio donde tenían su vehículo. Aislada y prudentemente distanciada de la tienda más cercana, aquello era predestinación pura, era Dios en persona aprobando su misión, lo que significaba que no podían arruinarla ellos, por lo que, en vez de acercar la furgoneta, acertaron a quitar los topes de las ruedas de la jaula y entre los dos comenzaron a moverla. Todo iba estupendamente bien, nadie en todo el campamento se había enterado ni de su presencia, los hermanos Corona se mordían los labios para no soltar una carcajada de celebración. Ya estaban a pocos pasos de conseguir su objetivo, cuando la jaula les habló, “¿Qué… qué está pasando?” “Tranquilo amigo, te sacaremos de aquí…” Le respondió Vicente, en el mismo momento en que su hermano soltaba la jaula, como si esta le hubiese intentado morder la mano, “Se suponía que ni siquiera podías hablar” Señaló Damián, echando un vistazo por debajo de la lona, pero allí, la oscuridad era total, “¡Claro que puedo hablar! ¿Quién diablos son ustedes?” Damián le hizo el típico y universal sonido del silencio, “…no levantes la voz. Somos Damián, y Vicente” “¿Quién…?” respondió el oscuro interior de la jaula, en el momento en que Vicente encendía la llama de su encendedor. Entonces notaron que al que se estaban llevando era a Horacio Von Hagen. Este los reconoció en seguida, “¡Qué rayos creen que están haciendo?” les gritó Horacio en un susurro. Vicente sufrió un súbito paro de sus funciones mentales, mientras Damián se daba con la frente contra los barrotes, “No me lo puedo creer” exhaló con frustración. Cuando lograron explicarle que al que querían llevarse era a su amigo, Diego Perdiguero, Horacio reaccionó espantado, como si le estuvieran proponiendo una abominación inimaginable, “¡Es que acaso se volvieron locos? ¡No pueden sacar a su amigo del circo! ¡No así! Se los dije, ya firmó un contrato y nadie que haya firmado un contrato puede abandonar el circo” Los hermanos Corona se miraban entre sí, sin llegar a comprender el porqué de tal regla inquebrantable que el hombre-mono, como si se tratara de una criatura mítica bajo la tenue llama de un encendedor, les revelaba casi al borde de la histeria, sin embargo, razones de sobra tenían para creerle. “Escuchen…” Les dijo Horacio al final, en tono de sabia advertencia, “…Si se llevan a su amigo, el circo los perseguirá y los alcanzará, pero, y si lograran huir, no recuperarán a su amigo, no importa lo que hagan, nadie escapa del circo”


León Faras.

viernes, 9 de octubre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXXIV.

 

Antes de que se fuera Eloísa a dormir, Cornelio la visitó en su tienda, ésta escribía en un cuaderno que de inmediato cerró cuando el hombre la habló, “Sabes escribir…” Apuntó Cornelio con voz afable, la chica asintió, “Mi abuela Prudencia sabía hacerlo, decía que había aprendido sola, ella me obligó a aprender con tal empeño, que yo a los seis años ya andaba leyendo cualquier cosa” Pareció tener un recuerdo grato que luego se nubló, “Decía que era lo único que me podía dejar” “Eso es bueno…” dijo Cornelio, y de inmediato añadió a modo de aclaratorio, “Saber leer” Era una pequeña sorpresa, porque hasta los más analfabetos podían escribir su propio nombre y la niña apenas había ojeado el contrato al momento de firmarlo. Se quedó ahí, parado con el sombrero en las manos, con una humildad digna de un siervo egipcio, y la circunspección de un alto funcionario público a punto de dirigirse a las masas, “Supe lo de Román… que, es tu padre” Parecía estar hablando con una hoja de afeitar metida bajo la lengua, con todo el cuidado del mundo “Estoy tan impresionado como tú, a veces el mundo nos sorprende con este tipo de casualidades…” “No hay ninguna casualidad…” Lo interrumpió la muchacha, “Desde niña no he tenido otra cosa en la cabeza más que conocer a mi papá, vivo o muerto y mi abuela Prudencia decía que Dios sólo escuchaba a los más insistentes” “Ah, ¿Y qué piensas hacer ahora que lo conoces?” Preguntó Cornelio, pareciendo más preocupado que interesado, la chiquilla se encogió de hombros, “No lo sé, supongo que nada…” respondió Eloísa con honestidad, luego agregó como recordando algo de pronto, “¿Es cierto que Horacio está encerrado en su jaula y no puede salir?” Cornelio se aguzó con la mano su afilada barba de chivo, antes de responder con toda la naturalidad de la que era capaz, “Sólo será por un par de días, una riña sin importancia. Debo poner orden a veces para que todo esto no se vaya al garete…” Eloísa apretó el ceño, cierto era que no llevaba tanto tiempo en el circo, pero lo suficiente como para saber que era rarísimo hasta de imaginar, “¿Horacio en una riña?” No lo dijo, sólo lo pensó y aunque confiaba en Cornelio, supuso que le mentía por alguna buena razón, “Le llevaré la cena” Afirmó la muchacha poniéndose de pie, Cornelio la quiso persuadir diciéndole que era probable que Horacio estuviera con sus amigos, entre ellos Román, la chica hizo gesto de que aquello no era importante en absoluto, “Si ambos vivimos aquí, es normal que tengamos que vernos de vez en cuando” Respondió con el poder irrefutable de la lógica, tanto que Cornelio no insistió.

 

Era su padre, y aunque estaba furiosa con él y no se arrepentía de haberle deseado el peor de los infiernos, él era su padre, y en una parte de su corazón de adolescente sentía que había un espacio vacío, que ahora que sabía que estaba vivo, sólo él podía llenar. Tenía tantas preguntas que hacerle y deseaba tanto escucharlo justificarse, que le explicara por qué la había dejado sola, de tal manera que ella le creyera sin lugar a dudas y supiera que no había tenido más alternativa que hacer lo que hizo, pero era muy pronto para todo eso, el otro lado de su corazón de adolescente sentía que se merecía todo su desprecio y desinterés por cualquiera de sus excusas que no compensaban en nada todo lo que ella había tenido que pasar, todas las veces que tuvo que alimentarse con fruta medio podrida, las veces que tuvo que mendigarle a personas que no conocía, por un trozo de pan añejo para matar el hambre de un día más y las veces que la noche y la lluvia se ponían de acuerdo para sorprenderla en plena calle y sin cobijo. Tal era el conflicto interno que la muchacha vivía desde que había conocido a ese hombre. Cuando llegó, estaba Pardo sentado en el suelo y Horacio igualmente respaldado dentro de su jaula, los saludó a ambos con una sonrisa, en las manos traía un plato humeante de lentejas y cuero de cerdo que metió por una rendija horizontal que las jaulas tenían especialmente para eso, “¿Qué fue lo que te pasó? Cornelio me dijo que te metiste en una riña…” preguntó la muchacha, Von Hagen y el gigante se miraron las caras, “No fue nada, menos que una riña, una tontería. Será sólo por un par de días” Le dijo el hombre restándole importancia, la chica no estaba del todo convencida pero no alcanzó a replicar nada, sintió unos tímidos pasos que se acercaban desde la oscuridad, Román estaba allí, con una humildad que más parecía una pesada roca sobre sus hombros, “Perdona, yo…” quiso decir algo, pero no supo qué, Eloísa lo miró como a un molesto bicho del que es mejor mantenerse lejos, pero no le dirigió ninguna palabra a él, “Bien, es tarde, sólo pensé que nadie te había traído la cena y decidí hacerlo yo. Te veré mañana…” Se despidió de ambos, y de un salto y dos aleteos, atravesó el campamento. Ángel Pardo no entendió nada, pero el desprecio de la muchacha por Román había sido más que evidente, miró a Horacio, pero éste le quitó la vista enseguida, dándole a entender que él sí sabía algo, “Será mejor que yo también me vaya a dormir…” Anunció el enano con un gesto amargo, aún quedaba licor en la botella, y el gigante se lo hizo saber, pero Román ya no tenía ganas de beber. Eso sí que era serio. “Ella es su hija, y la abandonó cuando nació para unirse al circo…” Le susurró Von Hagen al gigante el cual se mostró incrédulo al principio, pero luego, dándole dos vueltas al asunto en su mente, se dio cuenta de que todo calzaba. Sin embargo, Román Ibáñez Salamanca no alcanzó a llegar a su tienda en el momento que esperaba, porque una ráfaga de viento lo sorprendió por la espalda, lo sujetó por debajo de los hombros y lo elevó por los aires para depositarlo en la parte más alta de uno de los acoplados, a unos cuatro o cinco metros de altura, la que debía duplicarse considerando la estatura de Román, éste quedó aterrado, sujetándose a las cuerdas que mantenían la firmeza de la estructura a pesar de lo informe de ésta, frente a él se posó con gracia experta Eloísa, acuclillada y con las alas extendidas a los lados como una gárgola del Medievo y con una expresión en el rostro también poco alentadora, “Quiero que me cuentes todo lo que pasó…” le dijo, el enano hiperventilaba de miedo, no recordaba la última vez que había estado a tal altura, pero logró articular alguna respuesta, “¿Para qué? ¿Para que me odies más?” La chica lo miraba hurgando en lo más profundo de sus ojos, “No puedo hacer eso, pero si me dices toda la verdad, tal vez pueda odiarte menos… espera” apenas concluyó, la chica salió volando, Román gritó, rogando que no le dejara ahí, pero al cabo de un minuto Eloísa regresó con media botella de aguardiente y un cazo de latón, “Con esto te será más fácil” Le ofreció un trago. El enano la miró como si temiera ser envenenado, “¿De dónde sacaste eso?” “Lo robé, sé dónde los chicos que reparten la cena esconden lo que sobra” Como el enano no se decidía a coger el cazo, la chica agregó, “No te preocupes, no era la única que tenían. Ahora habla, o te dejaré aquí toda la noche” Le amenazó.

 

“…Amelia, tu madre, fue la única mujer que se interesó por mí de verdad, yo lo sabía, aunque los demás decían que lo hacía por el dinero de mi familia, pero no lo decían por ella, sino por mí, porque estaban tan seguros como yo, antes de conocerla, de que ninguna mujer querría como hombre a un enano, de no ser por algo más. Nos veíamos a escondidas, mi padre nunca iba a aceptar emparentarse con tu abuelo, y tu abuelo me odiaba sólo por ser un Ibáñez, por las constantes disputas con mi familia, y por ese maldito pozo del infierno…” se detuvo recordando el día que Hilario cayó dentro  y necesitó un buen trago de aguardiente para seguir hablando, “…ese era un pozo seco junto al cerco. Los alambres se cortaban, los animales de tu abuelo tarde o temprano cruzaban al otro sitio y siempre uno tenía que caer dentro, como si alguien se hubiese esmerado en que así fuera, y las disputas comenzaban una y otra vez. Un día tu madre desapareció, nadie más volvió a verla, le pregunté a tu abuelo, pero me mandó al diablo y me dijo que no la volvería a ver nunca. Los rumores comenzaron a correr, unos decían que se había enfermado de algo grave, una de esas fiebres que al mismo tiempo te quema la piel y te congela los huesos, otros decían que había estado embarazada pero que la habían obligado a hacerse un remedio y éste había salido mal… Sabes de qué hablo ¿no?” Se interrumpió para preguntarle a Eloísa, ésta asintió muy seria y en silencio, y le vertió un trago más de aguardiente en el cazo, el enano bebió un sorbo mientras meditaba en lo que seguía, “…otros aseguraban que estaba embarazada pero que no se había hecho ningún remedio, simplemente, Amelia no tenía lo necesario para ser madre, era delgada y frágil, siempre a punto de romperse. Pasaron los días, los meses, y nada, y yo, que me había enfrentado a mi familia para casarme con ella, que había decidido dejar de ser un patán y convertirme en un hombre, en un esposo y en un padre…” en este punto, Román buscó los ojos de su hija, pero en cuanto los encontró desvió la mirada de inmediato. El cazo estaba vacío. “…Yo me derrumbé, comencé a beber de nuevo y a maldecir todo: a mi familia, a tu abuelo, a mi maldito aspecto y a esta suerte perra que tengo. Ya estaba borracho cuando, no sé bien cómo ni por qué, llegué hasta donde estaba el pozo, los alambres otra vez estaban cortados y había otra maldita vaca dentro, con el cuello roto, me reí como un imbécil, estaba borracho. Entonces apareció tu abuelo al ver el cerco roto, me encontró ahí, me increpó, yo lo insulté, lo maldije y le exigí que me dejara ver a su hija, pero me dijo que jamás vería a su hija casada con un Ibáñez y menos aún, si ése era yo…” Román se secó los ojos con rudeza y se sorbió los mocos sonoramente sin despegar la vista de su cazo vacío, “…tenía tanta rabia e impotencia, que sólo pude lanzarle lo único que tenía a mano, la botella vacía, y mi maldita suerte quiso que lo golpeara en plena cara y cayera dentro del pozo…” Eloísa le vertió más aguardiente en el cazo, sólo un poco, “Continúa…” le pidió, y su voz era suave, también su mirada, Román tomó una bocanada de aire, “En ese momento creí que eso era lo mejor que me podía pasar, que el camino me quedaba libre para estar junto a Amelia. Todo se derrumbaba a mi alrededor y yo estaba contento. Por la mañana fui a verla, sin tu abuelo, Prudencia me dejó entrar… estaba muy mal, sudaba y deliraba, casi podía verse el frágil hilo del que pendía su vida y no había nada que yo pudiera hacer, más que mirarla como un idiota, alguien me dijo que esperaban que llegara tu abuelo con medicinas que pudieran ayudarla, y yo lo había arrojado dentro del pozo…” su voz se quebró, y debió componerla con un trago, “Volví lo más rápido que pude y cuando llegué, mi hermano Rómulo y algunos trabajadores cubrían el pozo con tierra para que dejara de causar problemas. No se dieron cuenta de que había un hombre ahí dentro. Me sentí tan mal, desolado, arruinado de todas las formas posibles, que sólo podía llorar y maldecirme, entonces, como por arte de magia, apareció Cornelio de no sé dónde y me arrastró con él…” Eloísa meditaba, creía en su honestidad al menos, “No me extrañaría que tu hermano Rómulo hubiese cubierto el pozo a sabiendas de que mi abuelo estaba ahí…” Román lo negó, su hermano era incapaz de hacer algo así, él era una buena persona, el único que lo apoyaba y que lo apoyó siempre, pero Eloísa no estaba de acuerdo “Tu hermano no era una buena persona, él fue personalmente a arrojarme a la calle apenas mi abuela Prudencia murió. Eran tierras sin escrituras y yo una niña sin apellidos, nada podía hacer más que rogar, y le rogué que no lo hiciera, que no tenía a donde ir, le supliqué que me dejara quedarme y trabajar, pero sólo me dio la espalda. Lo recuerdo bien, ese día era mi cumpleaños, cumplía nueve años” Román no lo podía creer, su hermano era quién debía ocuparse de su hija cuando él desapareció, “Mi padre debió forzarlo de alguna manera…” dedujo, obstinadamente, Eloísa se lo negó, “Tu padre ya estaba muerto desde antes que mi abuela Prudencia, por lo que decían, le falló el corazón. Tu hermano es el dueño de todo ahora”


León Faras.

sábado, 3 de octubre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XXXIII.

 

Un sollozo llamó la atención de Eusebio que pasaba por ahí, él no era hombre de meterse en lo que no le importaba, pero le bastó un vistazo para ver que era Beatriz la que trataba de contener el llanto apretándose la mano contra la boca. Su primera intención fue la de seguir su camino, pero la mujer lo vio parado fuera de su tienda e hizo un esfuerzo por componerse, “¿Qué quieres?” le dijo secándose las mejillas, Eusebio se encogió de hombros, “¿Qué te pasa?” La mujer fingió una risa poco convincente, “Como si eso te importara… como si eso le importara a alguien…” dijo, mientras trataba de doblar un pantalón sin mucho esmero, Eusebio se sentía como aquel que da vuelta en una esquina y se encuentra con un atolladero que fácilmente se hubiese evitado si simplemente hubiese seguido de largo, “Pensé que tal vez quisieras hablar…” sugirió, más como una excusa que como un ofrecimiento real, la mujer lo miró como si se estuviera burlando de ella, “Como si yo no supiera cuánto me odias. Yo intenté amar a tu hermano, de verdad que lo intenté, pero nada salió de mí, más que un profundo cariño, pero con eso no basta, ¿verdad?” Tampoco era que estuviera buscando explicaciones. Eusebio se sentía metido hasta las orejas en ese atolladero, “Mira, si es por eso por lo que lloras, yo…” Beatriz forzó una risa más convincente esta vez, “No te preocupes, no es por ti…” Parecía que había terminado, pero no, “…es por todo. Primero mi padre, luego Cornelio, ahora también Sofía. Siempre ella está por delante, siempre la prefieren a ella, ¡Ella es la dulce y tierna y yo la despreciable y amargada!” Eusebio miró alrededor en busca de un rescate, pero estaba solo, “¿Hablas de Lidia? Por dios, mujer. Tu hermana lleva años encerrada, no puedes culparla de lo que tú sientes” La mujer sonrió, pero era una sonrisa amarga, “Tú también, ¿verdad? Por supuesto. En verdad estoy harta…” Eusebio pensó que ya era momento de salir de ese atolladero, “No sé si me creas o no, pero la verdad es que desde hace un tiempo me he dado cuenta de algo, que el odio no es más que una pérdida de tiempo, sólo eso y tiempo es lo único que tenemos” La mujer ya no lloraba, “¡Ve y díselo a todos esos que me odian aquí en el circo!” “También podrías tú intentar a veces ser un poco más amable…” replicó el hombre ya dispuesto a irse, Beatriz sonrió encantadora, “Gracias Eusebio, has sido de gran ayuda” “Al menos ya no lloras” contestó aquel cuando ya seguía su camino. Era cierto, el deseo de llanto se había extinguido por completo, y había regresado esa falsa sensación de fortaleza y frialdad de siempre.

 

“¿De verdad creíste que la liberaría?” Preguntó el enano, mientras le pasaba la botella a su compañero gigante para que éste, luego de darle un trago, se la alcanzara a Horacio, lo que para Román era francamente complicado, aun poniéndose de pie, “Pues si alguien puede hacerlo, ése es él, ¿no?” Se justificó Von Hagen, “¿Y estaba dispuesto a perder a Lidia y a Mustafá de una sola vez?” apuntó Pardo, mientras recibía la botella de vuelta, ya que no cabía entre los barrotes y Horacio estaba obligado a beber a través de ellos, “No, sólo a mí…” respondió Román con desgano, acomodándose la botella entre las piernas, “…Horacio iba a tener que tomar mi lugar en las espaldas de Mustafá, hasta el fin de sus días, e insisto, no creo que el jefe fuera a liberar a Lidia, no con vida, al menos” “¿Crees que la hubiese matado?” Preguntó Ángel Pardo con un asombro casi ingenuo, el enano lo miró hacia arriba, como un niño miraría una fruta colgada de un árbol, “La libertad no es más que una bala, Pardo, sólo una para cada uno, y el que la usó, como nosotros…” refiriéndose a Horacio y a él, “…la pierde o está obligado a usar la de otro. Es mejor que cuides bien de la tuya” Sentenció Román, pero de inmediato le cayó la pregunta desde las alturas, “¿Cómo perdiste tu bala, Ibáñez?” Aquel era un tema del que sólo se habían oído rumores, todos parecían saber algo pero ninguno había estado ahí, la pregunta sobre la muerte de Charlie Conde maceraba en la boca de todos, esperando a que el enano se recuperara para responderla, Román bebió y le pasó la botella a su compañero con expresión de seriedad forzada, como cuando se está en un funeral “Sí, yo maté a Conde…” Admitió sin mayores preámbulos, y les dejó unos segundos a sus compañeros para que se miraran las caras, luego continuó, “…ese día, ese triste bastardo había ido a sacarme información sobre la muerte de Braulio, yo había estado ahí durante la noche y lo vi, tan flaco como cuando llegó, muerto de hambre a pesar de la cantidad de mierda que devoraba todo el día, Conde no se lo podía creer, pero yo le dije que todo era una mentira: su asquerosa joroba, la gordura de Álamos, el agua que rodea a Lidia, todo y que la muerte era la única libertad, entonces apareció Cornelio que había estado oyendo escondido, y me ofreció el arma…” Román hizo una pausa para recibir la botella que volvía a él luego de completar su pequeña e irregular órbita, “…con una sola bala, “…Te aconsejo el blanco más seguro…” me dijo. Les juro por mis huevos que estaba dispuesto a volarme los sesos en ese momento y acabar con toda esta mierda, pero no soporté esa cara de satisfacción con la que me miraba. También pensé en dispararle a él, incluso le apunté lo mejor que pude, pero él parecía disfrutarlo, pensé que con seguridad había algún truco, creí que probablemente ni siquiera tenía una bala, y todo era una artimaña para ver qué era lo que yo hacía y luego burlarse de mí…” Se echó un trago y con la otra mano se secó la barbilla, mientras la botella ascendía en un nuevo recorrido, “…Estaba demasiado cerca, sólo podría haberle disparado a la entrepierna, ¡Debí haberle disparado en los huevos! Eso sí que lo hubiese jodido…” Rió Román, aunque sin mucho entusiasmo, “Entonces vi a Conde, horrible como era, asomándose atrás. No me miraba a mí, ni a él, miraba el arma, pero la miraba como un hambriento mira un trozo de carne. No lo pensé, sólo lo supe, le apunté y apreté el gatillo. Vi su cadáver, y vi al hombre que era, ya no tenía joroba, ni atrofias en los miembros, incluso los músculos de su cara parecían descansar por fin de los horribles gestos que todo el tiempo estaba haciendo, había vuelto a ser él, y yo lo liberé” Concluyó el enano, luego de eso se puso de pie, “…tengo que mear” dijo.

 

Era la sagrada hora de la cena, y todo el mundo, principalmente los trabajadores, comían su ración de lentejas con cuero de cerdo frito en su propia grasa y bebían su ración de aguardiente, para irse a su merecido descanso o matar algunas horas de ocio jugando a las cartas o algo así, apostando tabaco que se daban maña de conseguir entre los numerosos y entusiasmados asistentes. A esa hora, en la que todo se volvía más lento y silencioso una furgoneta negra se detuvo a prudente distancia. Los hermanos Corona habían alcanzado a vislumbrar el pueblo antes de que todo se oscureciera y se habían dirigido a él ya sin importarles realmente la ubicación del circo, cuya última pista de pintura, hace mucho que habían dejado atrás. Estaban cansados, hambrientos, casi sin combustible y se estaban quedando también sin dinero, este era sin duda uno de los trabajos que les estaba saliendo más caro, y no sólo por el dinero que habían invertido en él, sino también por las consecuencias físicas y psicológicas que no paraban de acumularse. Por lo pronto necesitaban un lugar donde comer y dormir y recuperar la moral y el ánimo que a esas alturas parecía capaz de romperse en cualquier momento y la idea de volver derrotados a sus casas y a sus camas, se hacía cada vez más tentadora.


León Faras.