XXXIV.
Antes
de que se fuera Eloísa a dormir, Cornelio la visitó en su tienda, ésta escribía
en un cuaderno que de inmediato cerró cuando el hombre la habló, “Sabes
escribir…” Apuntó Cornelio con voz afable, la chica asintió, “Mi abuela
Prudencia sabía hacerlo, decía que había aprendido sola, ella me obligó a
aprender con tal empeño, que yo a los seis años ya andaba leyendo cualquier
cosa” Pareció tener un recuerdo grato que luego se nubló, “Decía que era lo
único que me podía dejar” “Eso es bueno…” dijo Cornelio, y de inmediato añadió
a modo de aclaratorio, “Saber leer” Era una pequeña sorpresa, porque hasta los
más analfabetos podían escribir su propio nombre y la niña apenas había ojeado
el contrato al momento de firmarlo. Se quedó ahí, parado con el sombrero en las
manos, con una humildad digna de un siervo egipcio, y la circunspección de un
alto funcionario público a punto de dirigirse a las masas, “Supe lo de Román…
que, es tu padre” Parecía estar hablando con una hoja de afeitar metida bajo la
lengua, con todo el cuidado del mundo “Estoy tan impresionado como tú, a veces
el mundo nos sorprende con este tipo de casualidades…” “No hay ninguna
casualidad…” Lo interrumpió la muchacha, “Desde niña no he tenido otra cosa en
la cabeza más que conocer a mi papá, vivo o muerto y mi abuela Prudencia decía
que Dios sólo escuchaba a los más insistentes” “Ah, ¿Y qué piensas hacer ahora
que lo conoces?” Preguntó Cornelio, pareciendo más preocupado que interesado,
la chiquilla se encogió de hombros, “No lo sé, supongo que nada…” respondió Eloísa
con honestidad, luego agregó como recordando algo de pronto, “¿Es cierto que
Horacio está encerrado en su jaula y no puede salir?” Cornelio se aguzó con la mano
su afilada barba de chivo, antes de responder con toda la naturalidad de la que
era capaz, “Sólo será por un par de días, una riña sin importancia. Debo poner
orden a veces para que todo esto no se vaya al garete…” Eloísa apretó el ceño,
cierto era que no llevaba tanto tiempo en el circo, pero lo suficiente como
para saber que era rarísimo hasta de imaginar, “¿Horacio en una riña?” No lo
dijo, sólo lo pensó y aunque confiaba en Cornelio, supuso que le mentía por
alguna buena razón, “Le llevaré la cena” Afirmó la muchacha poniéndose de pie,
Cornelio la quiso persuadir diciéndole que era probable que Horacio estuviera
con sus amigos, entre ellos Román, la chica hizo gesto de que aquello no era
importante en absoluto, “Si ambos vivimos aquí, es normal que tengamos que
vernos de vez en cuando” Respondió con el poder irrefutable de la lógica, tanto
que Cornelio no insistió.
Era
su padre, y aunque estaba furiosa con él y no se arrepentía de haberle deseado
el peor de los infiernos, él era su padre, y en una parte de su corazón de
adolescente sentía que había un espacio vacío, que ahora que sabía que estaba
vivo, sólo él podía llenar. Tenía tantas preguntas que hacerle y deseaba tanto
escucharlo justificarse, que le explicara por qué la había dejado sola, de tal
manera que ella le creyera sin lugar a dudas y supiera que no había tenido más
alternativa que hacer lo que hizo, pero era muy pronto para todo eso, el otro
lado de su corazón de adolescente sentía que se merecía todo su desprecio y
desinterés por cualquiera de sus excusas que no compensaban en nada todo lo que
ella había tenido que pasar, todas las veces que tuvo que alimentarse con fruta
medio podrida, las veces que tuvo que mendigarle a personas que no conocía, por
un trozo de pan añejo para matar el hambre de un día más y las veces que la
noche y la lluvia se ponían de acuerdo para sorprenderla en plena calle y sin
cobijo. Tal era el conflicto interno que la muchacha vivía desde que había
conocido a ese hombre. Cuando llegó, estaba Pardo sentado en el suelo y Horacio
igualmente respaldado dentro de su jaula, los saludó a ambos con una sonrisa,
en las manos traía un plato humeante de lentejas y cuero de cerdo que metió por
una rendija horizontal que las jaulas tenían especialmente para eso, “¿Qué fue
lo que te pasó? Cornelio me dijo que te metiste en una riña…” preguntó la
muchacha, Von Hagen y el gigante se miraron las caras, “No fue nada, menos que
una riña, una tontería. Será sólo por un par de días” Le dijo el hombre
restándole importancia, la chica no estaba del todo convencida pero no alcanzó
a replicar nada, sintió unos tímidos pasos que se acercaban desde la oscuridad,
Román estaba allí, con una humildad que más parecía una pesada roca sobre sus
hombros, “Perdona, yo…” quiso decir algo, pero no supo qué, Eloísa lo miró como
a un molesto bicho del que es mejor mantenerse lejos, pero no le dirigió ninguna
palabra a él, “Bien, es tarde, sólo pensé que nadie te había traído la cena y
decidí hacerlo yo. Te veré mañana…” Se despidió de ambos, y de un salto y dos
aleteos, atravesó el campamento. Ángel Pardo no entendió nada, pero el
desprecio de la muchacha por Román había sido más que evidente, miró a Horacio,
pero éste le quitó la vista enseguida, dándole a entender que él sí sabía algo,
“Será mejor que yo también me vaya a dormir…” Anunció el enano con un gesto
amargo, aún quedaba licor en la botella, y el gigante se lo hizo saber, pero
Román ya no tenía ganas de beber. Eso sí que era serio. “Ella es su hija, y la
abandonó cuando nació para unirse al circo…” Le susurró Von Hagen al gigante el
cual se mostró incrédulo al principio, pero luego, dándole dos vueltas al asunto
en su mente, se dio cuenta de que todo calzaba. Sin embargo, Román Ibáñez
Salamanca no alcanzó a llegar a su tienda en el momento que esperaba, porque
una ráfaga de viento lo sorprendió por la espalda, lo sujetó por debajo de los
hombros y lo elevó por los aires para depositarlo en la parte más alta de uno
de los acoplados, a unos cuatro o cinco metros de altura, la que debía
duplicarse considerando la estatura de Román, éste quedó aterrado, sujetándose
a las cuerdas que mantenían la firmeza de la estructura a pesar de lo informe
de ésta, frente a él se posó con gracia experta Eloísa, acuclillada y con las
alas extendidas a los lados como una gárgola del Medievo y con una expresión en
el rostro también poco alentadora, “Quiero que me cuentes todo lo que pasó…” le
dijo, el enano hiperventilaba de miedo, no recordaba la última vez que había
estado a tal altura, pero logró articular alguna respuesta, “¿Para qué? ¿Para
que me odies más?” La chica lo miraba hurgando en lo más profundo de sus ojos,
“No puedo hacer eso, pero si me dices toda la verdad, tal vez pueda odiarte
menos… espera” apenas concluyó, la chica salió volando, Román gritó, rogando
que no le dejara ahí, pero al cabo de un minuto Eloísa regresó con media
botella de aguardiente y un cazo de latón, “Con esto te será más fácil” Le
ofreció un trago. El enano la miró como si temiera ser envenenado, “¿De dónde
sacaste eso?” “Lo robé, sé dónde los chicos que reparten la cena esconden lo
que sobra” Como el enano no se decidía a coger el cazo, la chica agregó, “No te
preocupes, no era la única que tenían. Ahora habla, o te dejaré aquí toda la
noche” Le amenazó.
“…Amelia,
tu madre, fue la única mujer que se interesó por mí de verdad, yo lo sabía,
aunque los demás decían que lo hacía por el dinero de mi familia, pero no lo
decían por ella, sino por mí, porque estaban tan seguros como yo, antes de
conocerla, de que ninguna mujer querría como hombre a un enano, de no ser por
algo más. Nos veíamos a escondidas, mi padre nunca iba a aceptar emparentarse
con tu abuelo, y tu abuelo me odiaba sólo por ser un Ibáñez, por las constantes
disputas con mi familia, y por ese maldito pozo del infierno…” se detuvo
recordando el día que Hilario cayó dentro
y necesitó un buen trago de aguardiente para seguir hablando, “…ese era
un pozo seco junto al cerco. Los alambres se cortaban, los animales de tu
abuelo tarde o temprano cruzaban al otro sitio y siempre uno tenía que caer
dentro, como si alguien se hubiese esmerado en que así fuera, y las disputas
comenzaban una y otra vez. Un día tu madre desapareció, nadie más volvió a
verla, le pregunté a tu abuelo, pero me mandó al diablo y me dijo que no la
volvería a ver nunca. Los rumores comenzaron a correr, unos decían que se había
enfermado de algo grave, una de esas fiebres que al mismo tiempo te quema la
piel y te congela los huesos, otros decían que había estado embarazada pero que
la habían obligado a hacerse un remedio y éste había salido mal… Sabes de qué
hablo ¿no?” Se interrumpió para preguntarle a Eloísa, ésta asintió muy seria y
en silencio, y le vertió un trago más de aguardiente en el cazo, el enano bebió
un sorbo mientras meditaba en lo que seguía, “…otros aseguraban que estaba
embarazada pero que no se había hecho ningún remedio, simplemente, Amelia no
tenía lo necesario para ser madre, era delgada y frágil, siempre a punto de
romperse. Pasaron los días, los meses, y nada, y yo, que me había enfrentado a
mi familia para casarme con ella, que había decidido dejar de ser un patán y
convertirme en un hombre, en un esposo y en un padre…” en este punto, Román
buscó los ojos de su hija, pero en cuanto los encontró desvió la mirada de
inmediato. El cazo estaba vacío. “…Yo me derrumbé, comencé a beber de nuevo y a
maldecir todo: a mi familia, a tu abuelo, a mi maldito aspecto y a esta suerte
perra que tengo. Ya estaba borracho cuando, no sé bien cómo ni por qué, llegué
hasta donde estaba el pozo, los alambres otra vez estaban cortados y había otra
maldita vaca dentro, con el cuello roto, me reí como un imbécil, estaba
borracho. Entonces apareció tu abuelo al ver el cerco roto, me encontró ahí, me
increpó, yo lo insulté, lo maldije y le exigí que me dejara ver a su hija, pero
me dijo que jamás vería a su hija casada con un Ibáñez y menos aún, si ése era
yo…” Román se secó los ojos con rudeza y se sorbió los mocos sonoramente sin
despegar la vista de su cazo vacío, “…tenía tanta rabia e impotencia, que sólo
pude lanzarle lo único que tenía a mano, la botella vacía, y mi maldita suerte
quiso que lo golpeara en plena cara y cayera dentro del pozo…” Eloísa le vertió
más aguardiente en el cazo, sólo un poco, “Continúa…” le pidió, y su voz era
suave, también su mirada, Román tomó una bocanada de aire, “En ese momento creí
que eso era lo mejor que me podía pasar, que el camino me quedaba libre para
estar junto a Amelia. Todo se derrumbaba a mi alrededor y yo estaba contento.
Por la mañana fui a verla, sin tu abuelo, Prudencia me dejó entrar… estaba muy
mal, sudaba y deliraba, casi podía verse el frágil hilo del que pendía su vida
y no había nada que yo pudiera hacer, más que mirarla como un idiota, alguien
me dijo que esperaban que llegara tu abuelo con medicinas que pudieran ayudarla,
y yo lo había arrojado dentro del pozo…” su voz se quebró, y debió componerla
con un trago, “Volví lo más rápido que pude y cuando llegué, mi hermano Rómulo
y algunos trabajadores cubrían el pozo con tierra para que dejara de causar
problemas. No se dieron cuenta de que había un hombre ahí dentro. Me sentí tan
mal, desolado, arruinado de todas las formas posibles, que sólo podía llorar y
maldecirme, entonces, como por arte de magia, apareció Cornelio de no sé dónde
y me arrastró con él…” Eloísa meditaba, creía en su honestidad al menos, “No me
extrañaría que tu hermano Rómulo hubiese cubierto el pozo a sabiendas de que mi
abuelo estaba ahí…” Román lo negó, su hermano era incapaz de hacer algo así, él
era una buena persona, el único que lo apoyaba y que lo apoyó siempre, pero
Eloísa no estaba de acuerdo “Tu hermano no era una buena persona, él fue
personalmente a arrojarme a la calle apenas mi abuela Prudencia murió. Eran tierras
sin escrituras y yo una niña sin apellidos, nada podía hacer más que rogar, y le
rogué que no lo hiciera, que no tenía a donde ir, le supliqué que me dejara
quedarme y trabajar, pero sólo me dio la espalda. Lo recuerdo bien, ese día era
mi cumpleaños, cumplía nueve años” Román no lo podía creer, su hermano era
quién debía ocuparse de su hija cuando él desapareció, “Mi padre debió forzarlo
de alguna manera…” dedujo, obstinadamente, Eloísa se lo negó, “Tu padre ya
estaba muerto desde antes que mi abuela Prudencia, por lo que decían, le falló
el corazón. Tu hermano es el dueño de todo ahora”
León Faras.
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