XXXVIII.
Beatriz
se despertó, y apenas vio la claridad del día, supo que era más tarde de lo que
debía, y lo confirmó cuando vio la litera vacía y desarmada de su hija, la cual
regularmente, despertaba tan temprano como ella. Se aseó de prisa, se vistió
con rapidez, y ordenó todo somera pero eficientemente, con la habilidad propia
de las mujeres para hacer cualquier cosa rápido, cuando saben que tienen poco
tiempo. Le sorprendió no haber oído los gritos de Cornelio organizándolo todo,
lo que significaba que él tampoco se había levantado aún. Había asumido por sí
sola el puesto de lugarteniente, para el cual, ella era la más indicada desde la
muerte de Conde, por lo que, y sin que nadie se lo pidieran, decidió que era su
obligación asegurarse de que todo estuviera listo lo antes posible, porque no
era posible que no estuviera todo listo antes. Al poco andar le pareció oír la
voz de su hija jugando tras la tienda de Eloísa, “¡Hazte más atrás! Ahí está
bien, ¡No, espera!” Beatriz estaba segura de que esa niña ni siquiera se había
vestido para salir a jugar y menos desayunado, caminó decidida para
reprenderla, pero se detuvo cuando divisó la jaula de Von Hagen que todavía
estaba cubierta con la lona, “¡Pero dónde está ese cretino que aún no prepara
su número?” Aquello era más urgente, por lo que partió hacia allá castigando al
piso con cada paso, pero a la mitad del camino, recordó que Cornelio había
mandado a encerrar a Horacio en su jaula, y debió tragarse el discurso que ya
recalentaba en su mente y con actitud amable, pero firme, como quien tiene
tanta autoridad que no necesita alzar la voz para demostrarlo, le rogó a Pardo
que cuando terminara sus deberes, se hiciera cargo de los de Horacio. Luego
comprobó con desconfianza, que Román ya limpiaba con un trapo la caja de vidrio,
madera y hojalata, en la que permanecía el inmutable Mustafá, “Sospechosamente
eficiente” se dijo la mujer, y continuó animando con frases cortas y palmadas
rápidas a los trabajadores que aún no acababan su desayuno. La Patrona se había
despertado.
Cuando
le pareció que ya todo estaba listo para comenzar a funcionar, Beatriz se
dirigió a golear la puerta de la oficina de Cornelio, este salió de inmediato
acomodándose el abrigo, como si en ese preciso momento ya cogía la manilla para
salir. Le echó un vistazo a su reloj, un aparato que sin duda había tenido días
mejores y que no le ofrecía total seguridad al momento de consultarlo y se lo
guardó mirando al cielo para confirmar la hora que era. El público, que había
quedado encantado el día anterior con las atracciones, regresaba en mayor
número dispuestos a ver exactamente lo mismo cuantas veces fuera posible, pues
sin duda no tendrían otra oportunidad en la vida, “Cuando terminemos, manda a
alguien a que libere a Von Hagen y me lo envías a la oficina. Quiero aclarar un
par de puntos con ese…” En ese momento se quedó callado, como si las palabras
se le hubiesen evaporado en la boca. Una imagen un tanto absurda le provocó ese
efecto: la pequeña Sofía se paseaba por el medio de todo el mundo, envuelta en
una cobija que arrastraba por el suelo como el velo de una novia, y tal como
una de estas, caminaba complacida sin dirigirle la mirada a nadie en especial,
“Sofía, por Dios, ¡ve a vestirte!” Le gritó su madre, y luego debió soportar la
mirada de desapruebo de Cornelio, quien aún no recuperaba el habla. La niña sí
respondió, escuetamente, pero lo hizo, mas ni siquiera se dignó a mirarles.
Media hora después, la mujer volvió a su tienda para encontrar exactamente lo
que se esperaba. La niña aún no se había vestido, y el desorden que tenía se
había multiplicado, “¿Se te perdió algo?” Beatriz tenía cierta habilidad para
el buen cinismo, Sofía se volteó a mirarla con los ojos encogidos de rabia,
confirmando todas y cada una de sus sospechas, “¡¿Dónde está?!” le increpó,
“¿De dónde la sacaste?” Le respondió su madre con los brazos cruzados y
sobreactuada calma, la niña rezumaba indignación por todas partes, “¡Nunca te
lo diré!, ¡ni aunque me torturen!” Beatriz no pudo evitar soltar una sonrisa
ante el exagerado dramatismo de su hija, “¡Ay, niña! ¿De dónde sacas esas ideas
tú? ¿Quién te va a torturar a ti?” Y luego poniéndose seria, agregó, “¿Eugenio
te ha vuelto a conseguir de esos libros raros que lees?” Sofía pareció sofocar
parte de su cólera ante tal disquisición, pero pronto la recuperó, “¡Esos
libros no son raros! ¡Y dime qué hiciste con ella?” La mujer caminó hasta su
litera para sentarse, “No te lo diré, si no me dices de dónde la sacaste” fue
su tranquila respuesta, su hija la miró con más rabia aún, si cabía, “Se la
diste a él…” Se lo dijo arrastrando la voz como si las palabras estuvieran atadas
a bolas de plomo, su madre lo negó en el acto, “¡Claro que no! ¿Qué crees que
haría si le muestro tal cosa? Por eso es que necesito que me digas de dónde la
sacaste” La mujer sonaba conciliadora, como quien quiere demostrar que sus
intenciones son buenas, pero Sofía no estaba dispuesta a negociar,
“Devuélvemela…” le dijo, y su voz era amenazante, demasiado para una niña tan
pequeña, la mujer quiso insistir en su postura pero la niña se la cortó a la
mitad, como si poseyera una espada capaz de tal cosa, “Devuélvemela, o te juro
por mi madre que no volveré a hablarte nunca más…” Algo dentro de la mujer en
ese momento se rompió, se humedeció los labios pero no soltó palabra, se puso
de pie, sacó la fotografía de Lidia del bolsillo trasero de su pantalón y se la
estiró a la que, hasta aquella misma mañana, era su hija, “Guárdala bien… por
el bien de todos” le dijo.
“¿Cuánto
más vamos a esperar?” Preguntó Damián, apoyado en la parte delantera de su
furgoneta, perfectamente convencido de que aquello era una pérdida de tiempo,
“Aún hay mucha gente, espera un poco…” Le respondió su hermano, alejado unos
diez metros desde donde él podía ver el circo sin que se viera el vehículo.
Desde donde estaba, también podía oír los gritos de Cornelio Morris a través de
su megáfono anunciando a la distinguida concurrencia su última y más esperada
atracción, sin lugar a dudas, la niña alada, esa era la señal que había
acordado con Sofía, “Cuando Eloísa vuela, nadie tiene ojos para nadie más” Era
el momento que la pequeña elegiría para escabullirse y devolver la cámara, y
así lo hizo, demostrando que era de fiar, pero no se acercó hasta donde estaba
Vicente, sino que abandonó el aparato a medio camino entre el circo y los
hombres, de esa manera ella regresaba rauda sin meterse en problemas y el
hombre recuperaba su cámara. Vicente dio un sonoro aplauso y soltó una
carcajada, “¡Te dije que lo haría!” su hermano no lucía el mismo entusiasmo,
“Date prisa y acabemos con esto…” Vicente cogió su cámara y tras comprobar con
una sonrisa que estaba en perfecto estado, oyó una voz rasposa y desagradable
que le decía, “¿Qué diablos es eso que tiene ahí?” Era el mismísimo Cornelio
Morris, aún con el megáfono en la mano, que lo observaba desde los límites de
su circo. Algo sobrenatural había en él sin duda, de otra manera no podía
haberle descubierto, “Lo que ocurre señor, es que soy… entomólogo” Improvisó
Vicente con una encantadora sonrisa, pero ante el mutismo de su interlocutor,
agregó, “Me dedico al estudio y la clasificación de insectos…” Cornelio lo
miraba en parte desconfiado y en parte confundido, Vicente continuó, “Esta es
una caja de entomología, diseñada especialmente para el estudio y la
clasificación de los insectos” repitió Vicente enseñando su cámara recién
recuperada, la cual no parecía más que un cajón forrado en cuero marrón con una
correa para transportarlo. Cornelio seguía observándole, con serias dudas sobre
si aquel hombre le mentía o le decía la verdad y la situación se tensaba cada
vez más, hasta que Vicente tuvo una arriesgada idea, “Tal vez usted pueda
ayudarme…” Sugirió, metiéndose la mano a uno de sus bolsillos.
Más
de media hora después, cuando Damián Corona ya estaba al borde del colapso
nervioso, seguro de que encontraría a su hermano en una jaula de ese circo,
convertido en lagarto y alimentándose de moscas por el resto de su vida, Vicente
regresaba con una sonrisa de oreja a oreja, con la cámara en una mano y una
abultada y pesada bolsa en la otra, “¡Santa madre de Dios! Creí que tú también
acabarías convertido en una atracción de ese endemoniado circo, ¡Qué rayos te
pasó?” Su hermano le alcanzó la bolsa mientras se montaba en el vehículo. Era
dinero, la mayoría, monedas. No sólo había convencido a Cornelio Morris de que
su cámara era una caja para guardar bichos raros, literalmente, sino que además
tuvo la osadía de ofrecerle su precioso reloj, bajo la excusa de que “…debía
seguir investigando, pero se había quedado sin fondos…” “Ese Cornelio se quedó
encantado, le hubieses visto la cara, parecía un niño en navidad” Comentó Vicente,
secándose el cuello y la frente con su pañuelo, porque había sudado más de lo normal,
“Y todo por el bien de la ciencia…” Concluyó su hermano, que ponía en marcha el
vehículo, encantado de largarse de una vez.
León Faras.
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