XXXV.
Fue
una suerte encontrar un sitio donde comer y dormir esa noche y todo fue gracias
al circo, que había revolucionado a un pueblo que, por lo general, a esa hora
ya dormía profundamente. Su dueño era un señor flaco con el pelo tieso y largo
como paja, y cuyo aspecto recordaba al de una gallina, que para colmo se
llamaba Pío. A pesar de que confesaba estar eufórico por lo que había visto en
el circo, era dueño de una parsimonia desalentadora y sólo asentía suavemente
con una sonrisa que le exigía un mínimo de esfuerzo, mientras los hermanos
Corona devoraban medio pollo con arvejas y una jarra de vino y su mujer, mucho
más entusiasta, no dejaba de parlotear desde la cocina, sobre las atracciones
de un circo que parecía sacado de otro mundo, “¡Dios mío, es que tienen que
verlo! Es que yo estuve a punto de que me diera un patatús cuando vi a esa
chica abrir un enorme par de alas, pegadas a la espalda como un verdadero ángel
y salir volando como si quisiera volver al cielo de donde seguramente salió, ¿cómo
le hacen para atrapar a un ángel? Tiene que ser eso que le llaman: la magia negra,
¿no es cierto, Pío?” Y Pío asentía sin mirarla siquiera ni moverse de donde
estaba parado junto a los comensales, como si estos necesitaran vigilancia para
comer. La mujer, acostumbrada ya a no recibir respuestas verbales por parte de
su marido, asumía que estaba de acuerdo con ella y continuaba, “Y la Sirena,
¡capturada por marineros sordos! en el mar de no sé dónde, eso decían, también
decían que a la pobre le cortaron la lengua, porque, todo el mundo sabe lo
peligroso que es su canto…” Y Pío asentía, como si fuese una especie de muñeco
con un resorte en el cuello, confirmando cada una de las impresiones de su
esposa, “…yo no sé, pero a mí nunca me ha gustado tener bichos encerrados así,
¡Ay! y hablando de bichos, el hombre ese que comía ratones, ¡Vivos, mamita
santa!” Y la mujer interrumpió el lavado de sus trastos para persignarse con repelús
ante tal espelúznate imagen y así evitar que esta le interrumpiera el sueño por
la noche, “¿Lo viste Pío? Pobre hombre, en vez de andarlo paseando por ahí,
deberían convertirlo en cristiano al pobre, ¡qué culpa tiene de haberse criado
solo en una cueva, digo yo! Igual tiene derecho a ser bautizado, ¿no es cierto
Pío?” Y Pío retiraba los platos de sus clientes para luego conducirlos a su
cuarto, asintiendo a su mujer de paso, “El mundo está cada día más loco” fue su
sabia reflexión, y luego agregó dirigiéndose a sus inquilinos, “Tienen suerte
de haber llegado hoy, porque el resto del tiempo lo más interesante que puede
verse en este pueblo, es alguna pelea a rebencazos aquí afuerita, entre un par
de borrachos, y nada más,” recibió el dinero con satisfacción y volvió donde su
mujer, que aún hablaba sobre por qué Diosito permitía que unos pelafustanes
capturaran a uno de sus angelitos para pasearlo como atracción de circo. Esta
vez Pío negaba con la cabeza con resignación.
“Dime,
¿qué carajos estamos haciendo aquí?” Damián se dejó caer sentado sobre la única
cama, liberándose de la presión de los botones de su camisa, absolutamente
desilusionado, derrotado como el que ha apostado todo lo que tenía, y lo ha
perdido. Vicente no estaba mejor, aunque todavía este pretendía aferrarse a la
vaga esperanza de que alguna idea les devolviera la fe. “Apenas nos queda
dinero y lo necesitamos para gasolina, para poder regresar. Las fotos no
sirvieron para nada, puedes olvidarte de que nos den algo por ellas y
Perdiguero ahora es un monstruo que se dedica a aterrorizar a las personas
devorando ratones vivos” Agregó Damián, en tono de queja. “¿Crees que lo
podamos liberar?” Sugirió su hermano, quien se había quitado los zapatos y se
había recostado a su lado, Damián lo miró esperando que aquello fuese una broma.
“Si es que lo podemos liberar sin que nadie nos descubra y terminemos como atracciones,
y sin que el mismo Perdiguero nos muerda el cuello en el intento, ¿qué es
exactamente lo que piensas hacer?, ¿darle de comer ratas vivas hasta el fin de
sus días?” Vicente tenía una de esas ideas incipientes, duras como un caramelo
al que hay que darle varias vueltas para descubrir su relleno. “Y si tal vez
logramos alejarnos lo suficiente del circo con él…” Vicente en realidad
consultaba su idea con el techo del cuarto, como si necesitara de una
superficie en la que proyectar sus pensamientos. Damián se recostaba a su lado
y parecía comenzar a ver las mismas imágenes en el cielorraso. “La jaula aquella
tenía ruedas, podemos engancharla a la furgoneta y moverla, incluso,
llevárnosla” Vicente asentía convencido, “creo que funcionará. Una vez que
estemos lo suficientemente lejos, Diego volverá a la normalidad” aseguró, su
hermano también parecía estar seguro de ello, pero su entusiasmo fue decayendo
hasta desvanecerse, “¿Y si no?” sugirió, con el fantasma del fracaso en los
ojos, Vicente negó en silencio. Realmente, si eso no funcionaba, no tenía más
ideas, a menos que fuera encerrar a su amigo en un sótano o internarlo en un
hospital para locos peligrosos.
A
las tres de la mañana Damián despertó más cansado de lo que estaba, había
dormido solo un par de horas, a su lado, Vicente aún estudiaba el techo, como
si este tuviera aún respuestas que darle, “¿No has dormido nada?” preguntó
Damián, su hermano negó en silencio, “Estaba pensando en qué pasa si por la
mañana el circo ya no está… y en cómo diablos lo vamos a hacer para encontrarlo
de nuevo si eso pasa” Damián se restregó los ojos con fuerza y respiró hondo,
aunque con más intenciones de darse ánimos que de espabilarse, “¿Entonces
quieres que vayamos ahora?” Preguntó aun sabiendo la respuesta, Vicente asintió
sin mirarlo y ambos se levantaron de la cama.
Se
internaron en el campamento a hurtadillas, casi a gatas para no ser
descubiertos, aunque se podía percibir que todo el mundo dormía, pues el
silencio llegaba a ser incómodo, hasta el punto de sentir como pequeños
estrépitos las ramitas que crujían bajo sus pies. No había más luz que la luna,
y solo había un trozo de esta, de los fuegos encendidos en el ocaso, no
quedaban más que ascuas. Fue una suerte, o un guiño del destino, que la jaula
estuviera ahí mismo, tapada con una gruesa lona como Damián la había visto
antes, en el lugar por el que habían ingresado, y el más cercano al sitio donde
tenían su vehículo. Aislada y prudentemente distanciada de la tienda más cercana,
aquello era predestinación pura, era Dios en persona aprobando su misión, lo
que significaba que no podían arruinarla ellos, por lo que, en vez de acercar
la furgoneta, acertaron a quitar los topes de las ruedas de la jaula y entre
los dos comenzaron a moverla. Todo iba estupendamente bien, nadie en todo el
campamento se había enterado ni de su presencia, los hermanos Corona se mordían
los labios para no soltar una carcajada de celebración. Ya estaban a pocos
pasos de conseguir su objetivo, cuando la jaula les habló, “¿Qué… qué está
pasando?” “Tranquilo amigo, te sacaremos de aquí…” Le respondió Vicente, en el
mismo momento en que su hermano soltaba la jaula, como si esta le hubiese intentado morder la mano,
“Se suponía que ni siquiera podías hablar” Señaló Damián, echando un vistazo
por debajo de la lona, pero allí, la oscuridad era total, “¡Claro que puedo
hablar! ¿Quién diablos son ustedes?” Damián le hizo el típico y universal sonido
del silencio, “…no levantes la voz. Somos Damián, y Vicente” “¿Quién…?”
respondió el oscuro interior de la jaula, en el momento en que Vicente encendía
la llama de su encendedor. Entonces notaron que al que se estaban llevando era
a Horacio Von Hagen. Este los reconoció en seguida, “¡Qué rayos creen que están
haciendo?” les gritó Horacio en un susurro. Vicente sufrió un súbito paro de
sus funciones mentales, mientras Damián se daba con la frente contra los
barrotes, “No me lo puedo creer” exhaló con frustración. Cuando lograron
explicarle que al que querían llevarse era a su amigo, Diego Perdiguero,
Horacio reaccionó espantado, como si le estuvieran proponiendo una abominación
inimaginable, “¡Es que acaso se volvieron locos? ¡No pueden sacar a su amigo
del circo! ¡No así! Se los dije, ya firmó un contrato y nadie que haya firmado
un contrato puede abandonar el circo” Los hermanos Corona se miraban entre sí, sin
llegar a comprender el porqué de tal regla inquebrantable que el hombre-mono, como
si se tratara de una criatura mítica bajo la tenue llama de un encendedor, les revelaba
casi al borde de la histeria, sin embargo, razones de sobra tenían para creerle.
“Escuchen…” Les dijo Horacio al final, en tono de sabia advertencia, “…Si se llevan
a su amigo, el circo los perseguirá y los alcanzará, pero, y si lograran huir, no
recuperarán a su amigo, no importa lo que hagan, nadie escapa del circo”
León Faras.
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