XXXIII.
Un
sollozo llamó la atención de Eusebio que pasaba por ahí, él no era hombre de
meterse en lo que no le importaba, pero le bastó un vistazo para ver que era
Beatriz la que trataba de contener el llanto apretándose la mano contra la
boca. Su primera intención fue la de seguir su camino, pero la mujer lo vio
parado fuera de su tienda e hizo un esfuerzo por componerse, “¿Qué quieres?” le
dijo secándose las mejillas, Eusebio se encogió de hombros, “¿Qué te pasa?” La
mujer fingió una risa poco convincente, “Como si eso te importara… como si eso
le importara a alguien…” dijo, mientras trataba de doblar un pantalón sin mucho
esmero, Eusebio se sentía como aquel que da vuelta en una esquina y se
encuentra con un atolladero que fácilmente se hubiese evitado si simplemente
hubiese seguido de largo, “Pensé que tal vez quisieras hablar…” sugirió, más
como una excusa que como un ofrecimiento real, la mujer lo miró como si se
estuviera burlando de ella, “Como si yo no supiera cuánto me odias. Yo intenté
amar a tu hermano, de verdad que lo intenté, pero nada salió de mí, más que un
profundo cariño, pero con eso no basta, ¿verdad?” Tampoco era que estuviera
buscando explicaciones. Eusebio se sentía metido hasta las orejas en ese
atolladero, “Mira, si es por eso por lo que lloras, yo…” Beatriz forzó una risa
más convincente esta vez, “No te preocupes, no es por ti…” Parecía que había
terminado, pero no, “…es por todo. Primero mi padre, luego Cornelio, ahora
también Sofía. Siempre ella está por delante, siempre la prefieren a ella,
¡Ella es la dulce y tierna y yo la despreciable y amargada!” Eusebio miró
alrededor en busca de un rescate, pero estaba solo, “¿Hablas de Lidia? Por
dios, mujer. Tu hermana lleva años encerrada, no puedes culparla de lo que tú
sientes” La mujer sonrió, pero era una sonrisa amarga, “Tú también, ¿verdad?
Por supuesto. En verdad estoy harta…” Eusebio pensó que ya era momento de salir
de ese atolladero, “No sé si me creas o no, pero la verdad es que desde hace un
tiempo me he dado cuenta de algo, que el odio no es más que una pérdida de
tiempo, sólo eso y tiempo es lo único que tenemos” La mujer ya no lloraba, “¡Ve
y díselo a todos esos que me odian aquí en el circo!” “También podrías tú
intentar a veces ser un poco más amable…” replicó el hombre ya dispuesto a
irse, Beatriz sonrió encantadora, “Gracias Eusebio, has sido de gran ayuda” “Al
menos ya no lloras” contestó aquel cuando ya seguía su camino. Era cierto, el
deseo de llanto se había extinguido por completo, y había regresado esa falsa
sensación de fortaleza y frialdad de siempre.
“¿De
verdad creíste que la liberaría?” Preguntó el enano, mientras le pasaba la
botella a su compañero gigante para que éste, luego de darle un trago, se la
alcanzara a Horacio, lo que para Román era francamente complicado, aun
poniéndose de pie, “Pues si alguien puede hacerlo, ése es él, ¿no?” Se
justificó Von Hagen, “¿Y estaba dispuesto a perder a Lidia y a Mustafá de una
sola vez?” apuntó Pardo, mientras recibía la botella de vuelta, ya que no cabía
entre los barrotes y Horacio estaba obligado a beber a través de ellos, “No,
sólo a mí…” respondió Román con desgano, acomodándose la botella entre las
piernas, “…Horacio iba a tener que tomar mi lugar en las espaldas de Mustafá,
hasta el fin de sus días, e insisto, no creo que el jefe fuera a liberar a
Lidia, no con vida, al menos” “¿Crees que la hubiese matado?” Preguntó Ángel
Pardo con un asombro casi ingenuo, el enano lo miró hacia arriba, como un niño
miraría una fruta colgada de un árbol, “La libertad no es más que una bala,
Pardo, sólo una para cada uno, y el que la usó, como nosotros…” refiriéndose a
Horacio y a él, “…la pierde o está obligado a usar la de otro. Es mejor que
cuides bien de la tuya” Sentenció Román, pero de inmediato le cayó la pregunta
desde las alturas, “¿Cómo perdiste tu bala, Ibáñez?” Aquel era un tema del que
sólo se habían oído rumores, todos parecían saber algo pero ninguno había
estado ahí, la pregunta sobre la muerte de Charlie Conde maceraba en la boca de
todos, esperando a que el enano se recuperara para responderla, Román bebió y
le pasó la botella a su compañero con expresión de seriedad forzada, como
cuando se está en un funeral “Sí, yo maté a Conde…” Admitió sin mayores
preámbulos, y les dejó unos segundos a sus compañeros para que se miraran las
caras, luego continuó, “…ese día, ese triste bastardo había ido a sacarme
información sobre la muerte de Braulio, yo había estado ahí durante la noche y
lo vi, tan flaco como cuando llegó, muerto de hambre a pesar de la cantidad de
mierda que devoraba todo el día, Conde no se lo podía creer, pero yo le dije
que todo era una mentira: su asquerosa joroba, la gordura de Álamos, el agua que
rodea a Lidia, todo y que la muerte era la única libertad, entonces apareció
Cornelio que había estado oyendo escondido, y me ofreció el arma…” Román hizo
una pausa para recibir la botella que volvía a él luego de completar su pequeña
e irregular órbita, “…con una sola bala, “…Te aconsejo el blanco más seguro…”
me dijo. Les juro por mis huevos que estaba dispuesto a volarme los sesos en
ese momento y acabar con toda esta mierda, pero no soporté esa cara de
satisfacción con la que me miraba. También pensé en dispararle a él, incluso le
apunté lo mejor que pude, pero él parecía disfrutarlo, pensé que con seguridad
había algún truco, creí que probablemente ni siquiera tenía una bala, y todo
era una artimaña para ver qué era lo que yo hacía y luego burlarse de mí…” Se
echó un trago y con la otra mano se secó la barbilla, mientras la botella
ascendía en un nuevo recorrido, “…Estaba demasiado cerca, sólo podría haberle
disparado a la entrepierna, ¡Debí haberle disparado en los huevos! Eso sí que
lo hubiese jodido…” Rió Román, aunque sin mucho entusiasmo, “Entonces vi a
Conde, horrible como era, asomándose atrás. No me miraba a mí, ni a él, miraba
el arma, pero la miraba como un hambriento mira un trozo de carne. No lo pensé,
sólo lo supe, le apunté y apreté el gatillo. Vi su cadáver, y vi al hombre que
era, ya no tenía joroba, ni atrofias en los miembros, incluso los músculos de
su cara parecían descansar por fin de los horribles gestos que todo el tiempo
estaba haciendo, había vuelto a ser él, y yo lo liberé” Concluyó el enano,
luego de eso se puso de pie, “…tengo que mear” dijo.
Era
la sagrada hora de la cena, y todo el mundo, principalmente los trabajadores,
comían su ración de lentejas con cuero de cerdo frito en su propia grasa y
bebían su ración de aguardiente, para irse a su merecido descanso o matar
algunas horas de ocio jugando a las cartas o algo así, apostando tabaco que se
daban maña de conseguir entre los numerosos y entusiasmados asistentes. A esa
hora, en la que todo se volvía más lento y silencioso una furgoneta negra se detuvo
a prudente distancia. Los hermanos Corona habían alcanzado a vislumbrar el pueblo
antes de que todo se oscureciera y se habían dirigido a él ya sin importarles realmente
la ubicación del circo, cuya última pista de pintura, hace mucho que habían dejado
atrás. Estaban cansados, hambrientos, casi sin combustible y se estaban quedando
también sin dinero, este era sin duda uno de los trabajos que les estaba saliendo
más caro, y no sólo por el dinero que habían invertido en él, sino también por las
consecuencias físicas y psicológicas que no paraban de acumularse. Por lo pronto
necesitaban un lugar donde comer y dormir y recuperar la moral y el ánimo que a
esas alturas parecía capaz de romperse en cualquier momento y la idea de volver
derrotados a sus casas y a sus camas, se hacía cada vez más tentadora.
León Faras.
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