lunes, 26 de octubre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XXXIX.

 

Lo primero que hizo Horacio apenas salió de su jaula, fue curvar su espalda hacia atrás y hacia delante en busca de alivio en sus adoloridas articulaciones por no poder estar nunca completamente estirado en esa condenada jaula. Esta noche esperaba dormir en una cama, aunque no era sano fiarse de las buenas intenciones de su jefe. Cuando entró en la oficina, este consultaba su reloj con gravedad, como si el otro viniera llegando tarde a su cita, pero no le reprochó nada, “Siéntate…” le dijo. Horacio notó que habían puesto un burdo parche en el piso tapando el agujero que él había dejado. Cornelio ni le miraba, concentrado revisando unos papeles, de pronto, y sin motivo aparente, como si abandonara una búsqueda infructuosa, los cogió todos, los puso a un lado y se le quedó mirando a los ojos con los dedos entrelazados, “Decidí sacarte de ahí porque sé lo jodido que es tener que cagar y dormir dentro de una caja de zapatos…” Le dijo con tono grave, Horacio se atrevió a murmurar un “¿Lo sabe…?” Con un tono incrédulo que no le cayó nada bien a su jefe, “¡Claro que lo sé! ¿O acaso crees que la vida ha sido dura solo contigo?” Von Hagen se apresuró a negar, consciente de que su pequeño comentario no había sido nada inteligente. Cornelio se sirvió un trago para templar el ánimo, “Como decía, decidí liberarte porque me pareces un buen chico, pero hay un par de cosas que aclarar entre tú y yo, primero: me desafiaste al desobedecer una orden muy clara y directa de no darle de tu sangre al Curandero, si vuelves a hacerlo te romperé una pierna, ¿está claro? No hay nada en tu contrato que me lo impida” Horacio asintió, nada más podía hacer en ese momento. Todavía amaba sus dos piernas. Cornelio continuó, “Y segundo y más serio aún: rompiste un acuerdo que ambos teníamos…” “Yo no había tomado ninguna decisión…” balbuceó Horacio con poca convicción, Cornelio golpeó la mesa de pronto, como si hubiese querido eliminar una araña venenosa, al punto que hizo dar un respingo a Von Hagen sobre su silla, “¡Pero tampoco tuviste los huevos de rechazarlo!” Horacio se mantenía firme solo gracias a que estaba sentado, aun así se atrevió a justificarse de nuevo, “Era un precio demasiado alto” dijo, quitando la cara, como si temiera recibir un golpe, “Pero el premio lo valía, ¿no?” respondió Cornelio, abriendo unos ojos enormes e inquietantes, Von Hagen parecía empequeñecerse, “Aun así era muy alto… yo no puedo matar a un hombre…” “¿Estás seguro?” Inquirió Cornelio, y agregó, “¿A ninguno?” Horacio solo ocultó la vista sin atreverse a responder, su jefe se acomodó en su silla, dándose por satisfecho con la ausencia de respuesta. Luego de unos segundos de silencio agregó, “Tienes valor, Horacio, muy adentro, pero lo tienes… y no hay nada más impredecible que el valor en un hombre cobarde, y eso no me gusta” Horacio no sabía si aquello era una broma o un cumplido, “Yo le aseguro que…” Su jefe lo silenció con un gesto de su mano, “Mira Von Hagen… Por cierto, ¿de dónde coño sacaste ese apellido?” Quiso saber Cornelio sin ninguna razón, Horacio se encogió de hombros, “De mi abuelo” respondió sin orgullo, “Tu abuelo… ¿Qué diría tu abuelo si te viera ahora?” Era una pregunta que no esperaba respuesta, pero Horacio tenía una, “Nada, porque era mudo” Cornelio lo miró como si encima tuviera el descaro de tratar de burlarse de él, Horacio se excusó atropelladamente, “¡Es cierto! Un accidente le destrozó las cuerdas vocales cuando era joven” A Cornelio eso no le interesaba en absoluto. “Como decía, mira Horacio, te haré una advertencia, o una amenaza, tómalo como te plazca: podemos hacer que las cosas sigan como hasta ahora, haces tu trabajo, tienes tu comida, tu cama y nadie te molesta; o, podemos hacer que tu vida sea tan desgraciada que solo desearás la muerte, y te recuerdo que tu contrato te da derecho solo a una bala, que tú ya desperdiciaste. Tú decides si nos llevaremos bien, o nos llevaremos mal, ¿está claro?” A Horacio se le había acabado la provisión de palabras que traía, solo pudo asentir en silencio, su jefe también asintió, aunque mucho más breve, y después cogió sus papeles de vuelta, al cabo de unos segundos levantó la vista de nuevo para decir, “¡Lárgate!” Solo entonces Horacio se paró y se fue.

 

“Pensé que podría ver mi foto” protestó Eloísa, sentada de pies cruzados en el suelo de su tienda, como una joven gitana, frente a ella estaba sentada de manera idéntica Sofía, su nueva cómplice. “¡No, las máquinas modernas no traen papel dentro, traen un rollo de celuloide que guarda las imágenes para luego pasarlas al papel” Explicó la jovencita, “¿Qué es celuloide?” Pregunto la otra, Sofía negó estirando la cara, “No tengo ni idea” Confesó, simplemente era una palabra que le había oído mencionar a Vicente. Hablaron trivialidades por el estilo hasta tarde y luego Sofía se fue a su tienda a dormir. Le había mostrado su foto a Eloísa, en la que lucía como una adolescente igual que ella, la chica alada no entendía como aquello era posible pero pronto comprendió que era de la misma manera como ella podía tener alas. Decidió ayudarla bajo juramento de no hablar nunca y con nadie, sobre las fotos o sobre la cámara fotográfica que un día rondó, y también voló, por el circo. Con nadie, salvo Horacio, que ya estaba enterado de todo.

 

Un nuevo día, y un nuevo éxito total del circo, era una pena, pero esa noche debían continuar con su eterno pulular. Era seguro que, otro pequeño pueblo, no muy cercano ni tan lejano, los recibiría con el mismo entusiasmo. Llegado el momento, al atardecer, Sofía caminó con paso decidido rumbo a los mandos del camión de Eugenio, Cornelio quiso detenerla con la sonrisa que siempre tenía para ella, pero la niña había perdido buena parte de su manipulable candor, “Lo hice una vez, puedo hacerlo de nuevo” “Pero no es necesario” Respondió Cornelio con dulzura, mirando de reojo a Beatriz que no movía ni un pelo, “Para mí lo es, y tú sabes muy bien por qué…” La sonrisa de Cornelio se apagó como una cerilla, Beatriz lo miraba reprochándole con una de sus delicadas cejas empinada, que él mismo se lo había permitido en primer lugar. Sofía continuó, “Así que, si Eugenio está de acuerdo, no creo que haya problemas” Eugenio no dijo nada, en silencio se subió a su camión, pero por el lado del copiloto. Cuando los hermanos Monje hicieron su magia, la ahora, convertida en una muchacha, se bajó del camión y caminó hacia los acoplados, “Solo quiero ver algo…” dijo. Se detuvo en un punto en el que cogió un pliegue de lona para correrlo, “No creo que quieras ver eso…” Le dijo Eugenio, quien la había seguido. Eusebio, también se acercaba desde el otro camión. “Sí quiero…” respondió ella, y luego añadió, “…es mi madre” Al tiempo que abría un trozo de lona y veía el cuerpo desnudo y flacucho de Lidia, acurrucado en un rincón de su precario gallinero. Parecía que dormía, en realidad hibernaba, como todos los demás en el circo. “¿Quién te dijo que ella era tu madre?” Preguntó Eugenio, afectado. Sofía miraba largamente a la sirena que se había vuelto humana, “Nadie me lo ha dicho, pero yo lo sé, al menos sé que Beatriz no es mi madre. Además, basta solo con mirarla y mirarme, nos parecemos mucho” ”Es normal que las jóvenes se parezcan a sus tías…” El comentario de Eusebio había dejado con la boca abierta a la muchacha, aquel, luego de un rato lo comprendió, “¿…no lo sabías?” Sofía negó en silencio, pensando por qué nadie se lo había dicho nunca, “Entonces, ¿Lidia es la hermana mayor de Beatriz?” Reflexionó. Efectivamente, el rostro de la sirena acusaba más edad que el de su hermana. Los hermanos Monje se miraron largamente, como decidiendo quién debía responder, al final Eugenio lo hizo, “No, Beatriz es mayor, pero ella hizo un trato para no envejecer. Algo así como lo que te sucede a ti” La muchacha volvió a cubrir el hueco por donde espiaba a la sirena, como si de pronto hubiese sentido que no era correcto lo que hacía, “Pero yo no tengo contrato, ¿o sí?” Sofía miraba a uno y otro de los mellizos hasta que Eusebio hizo amago de querer hablar, “Creo que ya es hora de que te vayas enterando de algunas cosas…” le dijo, mirándola con los ojos pequeñitos, como si estuviera recibiendo una gran luminosidad, “…Tú eres la única en todo el circo que no tiene contrato, porque tú naciste aquí dentro, y eso te da un gran privilegio…” Guardó silencio unos segundos, como juntando valor para acabar lo que había comenzado, Sofía esperaba impaciente, “¿Qué privilegio?” Eusebio comprobó el inexpresivo rostro de su hermano, antes de terminar, “Tú eres la única que puede largarse del circo cuando te dé la gana y ni siquiera Cornelio puede impedírtelo” Concluyó el hombre.


León Faras.

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