XXXIX.
Lo
primero que hizo Horacio apenas salió de su jaula, fue curvar su espalda hacia
atrás y hacia delante en busca de alivio en sus adoloridas articulaciones por
no poder estar nunca completamente estirado en esa condenada jaula. Esta noche
esperaba dormir en una cama, aunque no era sano fiarse de las buenas intenciones
de su jefe. Cuando entró en la oficina, este consultaba su reloj con gravedad,
como si el otro viniera llegando tarde a su cita, pero no le reprochó nada,
“Siéntate…” le dijo. Horacio notó que habían puesto un burdo parche en el piso
tapando el agujero que él había dejado. Cornelio ni le miraba, concentrado
revisando unos papeles, de pronto, y sin motivo aparente, como si abandonara
una búsqueda infructuosa, los cogió todos, los puso a un lado y se le quedó
mirando a los ojos con los dedos entrelazados, “Decidí sacarte de ahí porque sé
lo jodido que es tener que cagar y dormir dentro de una caja de zapatos…” Le
dijo con tono grave, Horacio se atrevió a murmurar un “¿Lo sabe…?” Con un tono
incrédulo que no le cayó nada bien a su jefe, “¡Claro que lo sé! ¿O acaso crees
que la vida ha sido dura solo contigo?” Von Hagen se apresuró a negar,
consciente de que su pequeño comentario no había sido nada inteligente.
Cornelio se sirvió un trago para templar el ánimo, “Como decía, decidí
liberarte porque me pareces un buen chico, pero hay un par de cosas que aclarar
entre tú y yo, primero: me desafiaste al desobedecer una orden muy clara y
directa de no darle de tu sangre al Curandero, si vuelves a hacerlo te romperé
una pierna, ¿está claro? No hay nada en tu contrato que me lo impida” Horacio
asintió, nada más podía hacer en ese momento. Todavía amaba sus dos piernas.
Cornelio continuó, “Y segundo y más serio aún: rompiste un acuerdo que ambos
teníamos…” “Yo no había tomado ninguna decisión…” balbuceó Horacio con poca
convicción, Cornelio golpeó la mesa de pronto, como si hubiese querido eliminar
una araña venenosa, al punto que hizo dar un respingo a Von Hagen sobre su
silla, “¡Pero tampoco tuviste los huevos de rechazarlo!” Horacio se mantenía
firme solo gracias a que estaba sentado, aun así se atrevió a justificarse de
nuevo, “Era un precio demasiado alto” dijo, quitando la cara, como si temiera
recibir un golpe, “Pero el premio lo valía, ¿no?” respondió Cornelio, abriendo
unos ojos enormes e inquietantes, Von Hagen parecía empequeñecerse, “Aun así
era muy alto… yo no puedo matar a un hombre…” “¿Estás seguro?” Inquirió
Cornelio, y agregó, “¿A ninguno?” Horacio solo ocultó la vista sin atreverse a
responder, su jefe se acomodó en su silla, dándose por satisfecho con la ausencia
de respuesta. Luego de unos segundos de silencio agregó, “Tienes valor,
Horacio, muy adentro, pero lo tienes… y no hay nada más impredecible que el
valor en un hombre cobarde, y eso no me gusta” Horacio no sabía si aquello era
una broma o un cumplido, “Yo le aseguro que…” Su jefe lo silenció con un gesto
de su mano, “Mira Von Hagen… Por cierto, ¿de dónde coño sacaste ese apellido?”
Quiso saber Cornelio sin ninguna razón, Horacio se encogió de hombros, “De mi
abuelo” respondió sin orgullo, “Tu abuelo… ¿Qué diría tu abuelo si te viera
ahora?” Era una pregunta que no esperaba respuesta, pero Horacio tenía una,
“Nada, porque era mudo” Cornelio lo miró como si encima tuviera el descaro de
tratar de burlarse de él, Horacio se excusó atropelladamente, “¡Es cierto! Un
accidente le destrozó las cuerdas vocales cuando era joven” A Cornelio eso no
le interesaba en absoluto. “Como decía, mira Horacio, te haré una advertencia,
o una amenaza, tómalo como te plazca: podemos hacer que las cosas sigan como
hasta ahora, haces tu trabajo, tienes tu comida, tu cama y nadie te molesta; o,
podemos hacer que tu vida sea tan desgraciada que solo desearás la muerte, y te
recuerdo que tu contrato te da derecho solo a una bala, que tú ya
desperdiciaste. Tú decides si nos llevaremos bien, o nos llevaremos mal, ¿está
claro?” A Horacio se le había acabado la provisión de palabras que traía, solo
pudo asentir en silencio, su jefe también asintió, aunque mucho más breve, y después
cogió sus papeles de vuelta, al cabo de unos segundos levantó la vista de nuevo
para decir, “¡Lárgate!” Solo entonces Horacio se paró y se fue.
“Pensé
que podría ver mi foto” protestó Eloísa, sentada de pies cruzados en el suelo
de su tienda, como una joven gitana, frente a ella estaba sentada de manera
idéntica Sofía, su nueva cómplice. “¡No, las máquinas modernas no traen papel
dentro, traen un rollo de celuloide que guarda las imágenes para luego pasarlas
al papel” Explicó la jovencita, “¿Qué es celuloide?” Pregunto la otra, Sofía
negó estirando la cara, “No tengo ni idea” Confesó, simplemente era una palabra
que le había oído mencionar a Vicente. Hablaron trivialidades por el estilo
hasta tarde y luego Sofía se fue a su tienda a dormir. Le había mostrado su
foto a Eloísa, en la que lucía como una adolescente igual que ella, la chica
alada no entendía como aquello era posible pero pronto comprendió que era de la
misma manera como ella podía tener alas. Decidió ayudarla bajo juramento de no
hablar nunca y con nadie, sobre las fotos o sobre la cámara fotográfica que un
día rondó, y también voló, por el circo. Con nadie, salvo Horacio, que ya
estaba enterado de todo.
Un
nuevo día, y un nuevo éxito total del circo, era una pena, pero esa noche
debían continuar con su eterno pulular. Era seguro que, otro pequeño pueblo, no
muy cercano ni tan lejano, los recibiría con el mismo entusiasmo. Llegado el
momento, al atardecer, Sofía caminó con paso decidido rumbo a los mandos del
camión de Eugenio, Cornelio quiso detenerla con la sonrisa que siempre tenía
para ella, pero la niña había perdido buena parte de su manipulable candor, “Lo
hice una vez, puedo hacerlo de nuevo” “Pero no es necesario” Respondió Cornelio
con dulzura, mirando de reojo a Beatriz que no movía ni un pelo, “Para mí lo
es, y tú sabes muy bien por qué…” La sonrisa de Cornelio se apagó como una
cerilla, Beatriz lo miraba reprochándole con una de sus delicadas cejas
empinada, que él mismo se lo había permitido en primer lugar. Sofía continuó,
“Así que, si Eugenio está de acuerdo, no creo que haya problemas” Eugenio no
dijo nada, en silencio se subió a su camión, pero por el lado del copiloto. Cuando
los hermanos Monje hicieron su magia, la ahora, convertida en una muchacha, se
bajó del camión y caminó hacia los acoplados, “Solo quiero ver algo…” dijo. Se
detuvo en un punto en el que cogió un pliegue de lona para correrlo, “No creo
que quieras ver eso…” Le dijo Eugenio, quien la había seguido. Eusebio, también
se acercaba desde el otro camión. “Sí quiero…” respondió ella, y luego añadió,
“…es mi madre” Al tiempo que abría un trozo de lona y veía el cuerpo desnudo y
flacucho de Lidia, acurrucado en un rincón de su precario gallinero. Parecía
que dormía, en realidad hibernaba, como todos los demás en el circo. “¿Quién te
dijo que ella era tu madre?” Preguntó Eugenio, afectado. Sofía miraba
largamente a la sirena que se había vuelto humana, “Nadie me lo ha dicho, pero
yo lo sé, al menos sé que Beatriz no es mi madre. Además, basta solo con
mirarla y mirarme, nos parecemos mucho” ”Es normal que las jóvenes se parezcan
a sus tías…” El comentario de Eusebio había dejado con la boca abierta a la
muchacha, aquel, luego de un rato lo comprendió, “¿…no lo sabías?” Sofía negó
en silencio, pensando por qué nadie se lo había dicho nunca, “Entonces, ¿Lidia
es la hermana mayor de Beatriz?” Reflexionó. Efectivamente, el rostro de la
sirena acusaba más edad que el de su hermana. Los hermanos Monje se miraron
largamente, como decidiendo quién debía responder, al final Eugenio lo hizo,
“No, Beatriz es mayor, pero ella hizo un trato para no envejecer. Algo así como
lo que te sucede a ti” La muchacha volvió a cubrir el hueco por donde espiaba a
la sirena, como si de pronto hubiese sentido que no era correcto lo que hacía,
“Pero yo no tengo contrato, ¿o sí?” Sofía miraba a uno y otro de los mellizos
hasta que Eusebio hizo amago de querer hablar, “Creo que ya es hora de que te
vayas enterando de algunas cosas…” le dijo, mirándola con los ojos pequeñitos,
como si estuviera recibiendo una gran luminosidad, “…Tú eres la única en todo
el circo que no tiene contrato, porque tú naciste aquí dentro, y eso te da un
gran privilegio…” Guardó silencio unos segundos, como juntando valor para acabar
lo que había comenzado, Sofía esperaba impaciente, “¿Qué privilegio?” Eusebio comprobó
el inexpresivo rostro de su hermano, antes de terminar, “Tú eres la única que puede
largarse del circo cuando te dé la gana y ni siquiera Cornelio puede impedírtelo”
Concluyó el hombre.
León Faras.
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