lunes, 19 de octubre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XXXVI.

 

Los hermanos Corona habían desistido de su intento de rapto y de todo lo demás también, porque sabían que esta vez no podían continuar persiguiendo al circo. Habían decidido abandonar a Perdiguero a su suerte y solo un milagro podía cambiar eso. “No debimos hacerle caso a ese hombre-mono, ¡esa era nuestra oportunidad! y ahora el imbécil de Diego, se pudrirá encerrado en una jaula como un perro con rabia, comiendo ratones hasta el final de sus días, ¡Y todo por culpa nuestra!” Alegaba Vicente, sentado en el suelo de la habitación que Pío les había alquilado, con un cigarro en la mano a punto de quemarle los dedos. Damián, sentado en la cama, se veía en estado deplorable: agotado, derrotado y avergonzado, por haber sentido auténtico miedo a la hora de seguir adelante con el rescate, “El hombre-mono tiene razón, piensa, ¿qué íbamos a hacer con él si lo sacábamos de ahí? ¿Qué le íbamos a decir a su familia?” Vicente forzó una carcajada, “¿Y qué le vamos a decir ahora, eh?” le reprochó, y luego agregó con ironía, “no se preocupen, que ahora Diego es la estrella de un circo de bichos raros, le está yendo muy bien ¡Maldición!” Se puso de pie, cogió su chaqueta y salió. Damián alcanzó a preguntarle a dónde iba, y Vicente murmuró algo parecido a “tomar el aire” antes de cerrar la puerta.

 

La pequeña Sofía se quedó observando la foto de Lidia harto rato antes de dormirse, gracias a la lámpara que su madre dejaba encendida por la noche, un lujo que ella y solo ella, podía tener, ya que los demás, incluso Cornelio, debían recurrir a las velas, o, en la mayoría de los casos, a pequeñas fogatas en las bocas de sus tiendas para no ser engullidos por las tinieblas en las noches más oscuras. La niña se preguntaba cómo era posible que al fotografiar a la espectacular sirena dentro de su enorme, y no menos espectacular, recipiente de vidrio, lo que obtuvieran fuera aquella triste imagen de una mujer, la que por cierto, se podía asegurar que era Lidia, desnuda, flacucha y encerrada en un precario corral que apenas y podría contener a un puñado de gallinas. Si esa era la verdadera Lidia, cabía preguntarse quién era la verdadera Sofía, la pequeña niña de todos los días o aquella muchacha que se reveló cuando los hermanos Monje hicieron su magia. Se levantó temprano, como siempre, y salió envuelta en una cobija. Su madre aún dormía. Afuera, varios hombres ya se desperezaban, se aseaban o preparaban el desayuno, era curioso, pero el dueño del circo todavía no daba señales de vida. La niña solo echó a andar. Cerca de ahí, en su tienda, Eloísa sacudía las mantas y los cojines, se hicieron un gesto amistoso con la mano al pasar, más allá, Pardo se lavaba la cara con el cuerpo doblado a la mitad en un incómodo ángulo agudo, se quedó mirándole curiosa sin dejar de caminar, hasta que tuvo que detenerse de improviso para no chocar de bruces con Eugenio, “¿A dónde vas tan temprano?” La niña le respondió con una sonrisa y encogiéndose de hombros, como diciendo que a ningún sitio en especial, de inmediato pareció encenderse, como quien recibe un golpe de corriente, “¿¡Me dejarás conducir el camión otra vez!?” El hombre no dijo nada, pero pronto empezó a menear la cabeza afirmativamente, “Claro, aún mi brazo no recupera toda su fuerza…” Le dijo, con un falso gesto de dolor y una sonrisa de complicidad, la niña le sonrió a su vez, antes de seguir su camino. Más allá estaba la jaula de Von Hagen, aún tapada con la lona. La niña sabía muy bien, como casi todos dentro del campamento, que no se debía irrumpir en las tiendas de los demás, sin llamar antes, y en este caso, la jaula era como la tienda de Horacio, “¿Estás ocupado?” Gritó la niña desde prudente distancia, el hombre de adentro respondió como sorprendido, como si el grito de la niña lo hubiese sobresaltado, “¿Eh? No, no… no” Se asomó por una rendija que la lona le permitía en una esquina, “¿Puedes mover la lona un poco de este otro lado, por favor?” Le pidió. Ciertamente, quitar la lona por completo, era un trabajo muy pesado para una niña tan pequeña, pero sí que podía abrirla un poco como si se tratara de una cortina, “¿Qué ocurre?” preguntó Sofía, Horacio miraba hacia el camino que corría a unos doscientos metros del campamento, una furgoneta negra se había detenido allí, “Esos tipos son unos testarudos, espero que no estén pensando en cometer otra locura como la de anoche…” Dijo Horacio, como pensando en voz alta, pero la niña quiso saber quiénes eran aquellos, y el hombre, aunque dudó al principio, finalmente decidió decírselo, después de todo, ya le había mostrado la foto de Lidia, “¿Ellos hicieron esa fotografía?” exclamó Sofía, y luego, soltando la lona despreocupadamente, añadió, “Nunca me han hecho una fotografía…” Horacio la quiso detener, pero la niña caminaba decidida hacia la furgoneta, donde estaba, el que parecía ser el menor de los hermanos.

 

Vicente organizaba y ordenaba el interior de su vehículo y la cantidad de artefactos y piezas que amontonaban allí, no porque necesitara ese orden para funcionar mejor o porque quisiera darle un aspecto más presentable, sino que lo hacía para tener su mente ocupada, y liberarse, al menos por un momento, de la frustración que lo había invadido, y la culpa por tener que dejar a su amigo Perdiguero abandonado. Una voz infantil que lo saludaba llamó su atención, era una chiquilla de aspecto avispado y cierta madurez de hablar que contrastaba con la graciosa cobija que la envolvía como si hubiese salido recién de su cama, una cama que ciertamente debía estar bastante lejos. Vicente no pudo menos que otear en todas direcciones para ver de dónde había salido, aunque el único lugar posible debía ser el circo, “¿Es cierto que tú puedes hacer fotografías?” le preguntó la chiquilla como si se tratara de una habilidad sobrenatural, el hombre, desconcertado, como si hubiese sido sorprendido en algo indebido por las autoridades, no supo más que balbucear un “¿Qué…?” La niña echó un ojo dentro del vehículo y luego añadió con una sonrisa ladina, “No te preocupes, Horacio es mi amigo, y no le diré a nadie que le tomaste una fotografía a Lidia” Vicente tuvo de pronto la absurda ocurrencia de intentar ocultar el interior de la furgoneta, pero de inmediato notó que aquello ya no valía de nada y solo pudo dejar escapar otro monosílabo, “¿Quién…?” Sofía rió divertida ante el evidente nerviosismo de un hombre adulto frente a una chiquilla, “¿Quién qué?, ¿Horacio o Lidia?” La niña claramente estaba jugando, no esperó respuesta, “Oye, ¿Me harías una fotografía a mí?” Vicente miró hacia el campamento, apenas había movimiento, “¿Tus padres saben que estás aquí?” preguntó, como queriendo tomar las riendas de la situación, la pequeña se puso repentinamente seria, “De ser así, sabrían también que tú estás aquí, ¿Piensas hacerle otra foto a Lidia?” Preguntó en tono de complicidad. Vicente estaba perplejo, esa chiquilla sabía demasiado, al final respondió resignado, “Me encantaría, pero dudo mucho que se pueda…” La niña miró hacia el circo, como confirmando que nadie la estuviera espiando, salvo por Horacio, que de seguro lo hacía, “Yo podría hacerlo por ti, si me enseñas cómo” sugirió muy seria y en un tono de voz muy bajo, Vicente la miró largos segundos como sopesando una proposición que ya desde el primer momento se le hacía disparatada, “No creo que sea una buena idea, pero te tomaré esa fotografía para que me dejes en paz, ¿sí?” La niña se puso erguida y sonriente, pero el hombre le señaló que se relajara, porque debía instalar un trípode, oculto del circo tras la furgoneta, en el que montaría un cajón enorme, como los empleados por los fotógrafos que se instalan en las plazas a fotografiar a los transeúntes a cambio de algunas monedas, el que tenía la facultad de tardar pocos minutos en otorgar una fotografía lista para llevar, diferente a sus máquinas modernas, que tenían la facultad de usar rollos para sacar varias fotografías a la vez, pero que debían ser reveladas en circunstancias mucho más apropiadas y especiales. Preparó los líquidos de revelado y fijado, y con los rayos de sol del amanecer le tomó una foto a la pequeña más orgullosa de sí misma a la que había fotografiado nunca. El proceso fue tan inocuo e insípido que fue igual a que no hubiese sucedido nada, “¿Ya está?, ¿ya está?” Preguntó la niña, como sintiéndose un poco estafada con la experiencia, el hombre le confirmó que sí, con la paciencia que solo la profesión da. El resultado estaría pronto.

 

La imagen poco a poco apareció al pasar de una de las pequeñas fuentes que la misma máquina contenía, a la otra. Vicente no vio nada extraño al principio, hasta que empezó a sacudir el papel en el aire para que este se secara, entonces se quedó boquiabierto. Al igual que con las fotografías anteriores, la imagen no correspondía con lo visto a través del visor. La niña tendría unos ocho años, pero la de la fotografía, era una muchacha, idéntica, pero que debía tener a lo menos el doble.


León Faras.

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