XXXVI.
Los
hermanos Corona habían desistido de su intento de rapto y de todo lo demás
también, porque sabían que esta vez no podían continuar persiguiendo al circo.
Habían decidido abandonar a Perdiguero a su suerte y solo un milagro podía
cambiar eso. “No debimos hacerle caso a ese hombre-mono, ¡esa era nuestra
oportunidad! y ahora el imbécil de Diego, se pudrirá encerrado en una jaula
como un perro con rabia, comiendo ratones hasta el final de sus días, ¡Y todo
por culpa nuestra!” Alegaba Vicente, sentado en el suelo de la habitación que
Pío les había alquilado, con un cigarro en la mano a punto de quemarle los
dedos. Damián, sentado en la cama, se veía en estado deplorable: agotado,
derrotado y avergonzado, por haber sentido auténtico miedo a la hora de seguir
adelante con el rescate, “El hombre-mono tiene razón, piensa, ¿qué íbamos a
hacer con él si lo sacábamos de ahí? ¿Qué le íbamos a decir a su familia?”
Vicente forzó una carcajada, “¿Y qué le vamos a decir ahora, eh?” le reprochó,
y luego agregó con ironía, “no se preocupen, que ahora Diego es la estrella de
un circo de bichos raros, le está yendo muy bien ¡Maldición!” Se puso de
pie, cogió su chaqueta y salió. Damián alcanzó a preguntarle a dónde iba, y
Vicente murmuró algo parecido a “tomar el aire” antes de cerrar la puerta.
La
pequeña Sofía se quedó observando la foto de Lidia harto rato antes de
dormirse, gracias a la lámpara que su madre dejaba encendida por la noche, un
lujo que ella y solo ella, podía tener, ya que los demás, incluso Cornelio,
debían recurrir a las velas, o, en la mayoría de los casos, a pequeñas fogatas
en las bocas de sus tiendas para no ser engullidos por las tinieblas en las
noches más oscuras. La niña se preguntaba cómo era posible que al fotografiar a
la espectacular sirena dentro de su enorme, y no menos espectacular, recipiente
de vidrio, lo que obtuvieran fuera aquella triste imagen de una mujer, la que
por cierto, se podía asegurar que era Lidia, desnuda, flacucha y encerrada en
un precario corral que apenas y podría contener a un puñado de gallinas. Si esa
era la verdadera Lidia, cabía preguntarse quién era la verdadera Sofía, la
pequeña niña de todos los días o aquella muchacha que se reveló cuando los
hermanos Monje hicieron su magia. Se levantó temprano, como siempre, y salió
envuelta en una cobija. Su madre aún dormía. Afuera, varios hombres ya se
desperezaban, se aseaban o preparaban el desayuno, era curioso, pero el dueño
del circo todavía no daba señales de vida. La niña solo echó a andar. Cerca de
ahí, en su tienda, Eloísa sacudía las mantas y los cojines, se hicieron un
gesto amistoso con la mano al pasar, más allá, Pardo se lavaba la cara con el
cuerpo doblado a la mitad en un incómodo ángulo agudo, se quedó mirándole
curiosa sin dejar de caminar, hasta que tuvo que detenerse de improviso para no
chocar de bruces con Eugenio, “¿A dónde vas tan temprano?” La niña le respondió
con una sonrisa y encogiéndose de hombros, como diciendo que a ningún sitio en
especial, de inmediato pareció encenderse, como quien recibe un golpe de
corriente, “¿¡Me dejarás conducir el camión otra vez!?” El hombre no dijo nada,
pero pronto empezó a menear la cabeza afirmativamente, “Claro, aún mi brazo no
recupera toda su fuerza…” Le dijo, con un falso gesto de dolor y una sonrisa de
complicidad, la niña le sonrió a su vez, antes de seguir su camino. Más allá estaba
la jaula de Von Hagen, aún tapada con la lona. La niña sabía muy bien, como
casi todos dentro del campamento, que no se debía irrumpir en las tiendas de
los demás, sin llamar antes, y en este caso, la jaula era como la tienda de
Horacio, “¿Estás ocupado?” Gritó la niña desde prudente distancia, el hombre de
adentro respondió como sorprendido, como si el grito de la niña lo hubiese
sobresaltado, “¿Eh? No, no… no” Se asomó por una rendija que la lona le
permitía en una esquina, “¿Puedes mover la lona un poco de este otro lado, por
favor?” Le pidió. Ciertamente, quitar la lona por completo, era un trabajo muy
pesado para una niña tan pequeña, pero sí que podía abrirla un poco como si se
tratara de una cortina, “¿Qué ocurre?” preguntó Sofía, Horacio miraba hacia el
camino que corría a unos doscientos metros del campamento, una furgoneta negra
se había detenido allí, “Esos tipos son unos testarudos, espero que no estén
pensando en cometer otra locura como la de anoche…” Dijo Horacio, como pensando
en voz alta, pero la niña quiso saber quiénes eran aquellos, y el hombre,
aunque dudó al principio, finalmente decidió decírselo, después de todo, ya le
había mostrado la foto de Lidia, “¿Ellos hicieron esa fotografía?” exclamó Sofía,
y luego, soltando la lona despreocupadamente, añadió, “Nunca me han hecho una
fotografía…” Horacio la quiso detener, pero la niña caminaba decidida hacia la
furgoneta, donde estaba, el que parecía ser el menor de los hermanos.
Vicente
organizaba y ordenaba el interior de su vehículo y la cantidad de artefactos y
piezas que amontonaban allí, no porque necesitara ese orden para funcionar
mejor o porque quisiera darle un aspecto más presentable, sino que lo hacía
para tener su mente ocupada, y liberarse, al menos por un momento, de la
frustración que lo había invadido, y la culpa por tener que dejar a su amigo
Perdiguero abandonado. Una voz infantil que lo saludaba llamó su atención, era
una chiquilla de aspecto avispado y cierta madurez de hablar que contrastaba
con la graciosa cobija que la envolvía como si hubiese salido recién de su
cama, una cama que ciertamente debía estar bastante lejos. Vicente no pudo
menos que otear en todas direcciones para ver de dónde había salido, aunque el
único lugar posible debía ser el circo, “¿Es cierto que tú puedes hacer
fotografías?” le preguntó la chiquilla como si se tratara de una habilidad
sobrenatural, el hombre, desconcertado, como si hubiese sido sorprendido en
algo indebido por las autoridades, no supo más que balbucear un “¿Qué…?” La
niña echó un ojo dentro del vehículo y luego añadió con una sonrisa ladina, “No
te preocupes, Horacio es mi amigo, y no le diré a nadie que le tomaste una
fotografía a Lidia” Vicente tuvo de pronto la absurda ocurrencia de intentar
ocultar el interior de la furgoneta, pero de inmediato notó que aquello ya no
valía de nada y solo pudo dejar escapar otro monosílabo, “¿Quién…?” Sofía rió
divertida ante el evidente nerviosismo de un hombre adulto frente a una
chiquilla, “¿Quién qué?, ¿Horacio o Lidia?” La niña claramente estaba jugando,
no esperó respuesta, “Oye, ¿Me harías una fotografía a mí?” Vicente miró hacia
el campamento, apenas había movimiento, “¿Tus padres saben que estás aquí?”
preguntó, como queriendo tomar las riendas de la situación, la pequeña se puso
repentinamente seria, “De ser así, sabrían también que tú estás aquí, ¿Piensas
hacerle otra foto a Lidia?” Preguntó en tono de complicidad. Vicente estaba
perplejo, esa chiquilla sabía demasiado, al final respondió resignado, “Me
encantaría, pero dudo mucho que se pueda…” La niña miró hacia el circo, como
confirmando que nadie la estuviera espiando, salvo por Horacio, que de seguro
lo hacía, “Yo podría hacerlo por ti, si me enseñas cómo” sugirió muy seria y en
un tono de voz muy bajo, Vicente la miró largos segundos como sopesando una
proposición que ya desde el primer momento se le hacía disparatada, “No creo
que sea una buena idea, pero te tomaré esa fotografía para que me dejes en paz,
¿sí?” La niña se puso erguida y sonriente, pero el hombre le señaló que se
relajara, porque debía instalar un trípode, oculto del circo tras la furgoneta,
en el que montaría un cajón enorme, como los empleados por los fotógrafos que
se instalan en las plazas a fotografiar a los transeúntes a cambio de algunas monedas,
el que tenía la facultad de tardar pocos minutos en otorgar una fotografía
lista para llevar, diferente a sus máquinas modernas, que tenían la facultad de
usar rollos para sacar varias fotografías a la vez, pero que debían ser
reveladas en circunstancias mucho más apropiadas y especiales. Preparó los
líquidos de revelado y fijado, y con los rayos de sol del amanecer le tomó una
foto a la pequeña más orgullosa de sí misma a la que había fotografiado nunca.
El proceso fue tan inocuo e insípido que fue igual a que no hubiese sucedido
nada, “¿Ya está?, ¿ya está?” Preguntó la niña, como sintiéndose un poco
estafada con la experiencia, el hombre le confirmó que sí, con la paciencia que
solo la profesión da. El resultado estaría pronto.
La
imagen poco a poco apareció al pasar de una de las pequeñas fuentes que la
misma máquina contenía, a la otra. Vicente no vio nada extraño al principio, hasta
que empezó a sacudir el papel en el aire para que este se secara, entonces se
quedó boquiabierto. Al igual que con las fotografías anteriores, la imagen no
correspondía con lo visto a través del visor. La niña tendría unos ocho años,
pero la de la fotografía, era una muchacha, idéntica, pero que debía tener a lo
menos el doble.
León Faras.
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