viernes, 21 de diciembre de 2018

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXI.

Cornelio, ya no estaba para nada de buen humor, los demonios que mantenían la ilusión a flote y que al mismo tiempo, eran esclavos y amos de él, lo habían obligado durante la noche a largarse de ese pueblo, pues su reino se tambaleaba debido a que había gente tras él, gente que estaba profundamente interesada en socavar la fuente de todo su poder, y aunque deseaba con el alma poder haberlos identificado, no podía, debía hacerlo como cualquier mortal, pues las voces de las sombras, no podían darle ninguna pista al respecto.

Damián dio un sobresalto cuando las puertas traseras de su furgoneta se abrieron de golpe, más aún porque en ese momento comenzaba a haber movimiento en el circo y él trataba de enfocar algo medianamente interesante; era su hermano Vicente que con todo estruendo, lanzaba dentro su carro de basurero, con todo tipo de desperdicios y tierra en su interior, y comenzaba a sacarse, entre saltitos y contorciones, como una serpiente que pretende mudar su piel, su overol polvoriento para lanzarlo a los pies de su hermano, éste lo reprendió alarmado, “¡Pero qué mierda crees que estás haciendo?” Vicente estaba tan acelerado, que apenas le alcanzaba el oxígeno para hablar, “¡Se van! deja eso, hay que guardar todo…” Damián confirmó aquello con su cámara-telescopio, todas las tiendas caían una a una y rápidamente se convertían en bultos que cargaban en fila hacia los camiones, eran sorprendentemente rápidos, como una colonia de hormigas desmantelando un insecto mayor, “¡Mierda!” gruñó, “Tenemos la mitad de nuestras cosas en el cuarto de la pensión” Se pasó al asiento del conductor y prendió un cigarro, su hermano cerró las puertas traseras de un golpe y se instaló a su lado, “Volveremos por nuestras cosas una vez que sepamos exactamente dónde se detendrá el circo. No podemos perderlo de vista ahora… Además, conocí a un tipo allí, una especie de hombre-mono, todo cubierto de pelo. Prometió ayudarnos…” Damián miró a su hermano con una ceja increíblemente levantada, “¿Cuánto dinero te pidió?” Vicente también prendió un cigarro y se relajó con un codo apoyado en la ventanilla, “No quiere dinero, me pidió la foto que le tomé a la sirena. No te lo vas a creer, pero me aseguró que él también salía en una de las fotografías, pero sin todos esos pelos en el cuerpo” Damián no prestó atención a aquello último, “¿Le diste una de nuestras fotos a ese tipo?” Vicente se excusó diciendo que aquella foto no valía para nada, pero Damián pensaba que aquello era una tontería, pues el tipo ese, podía mostrársela a su jefe y delatarlos. Vicente se defendió con que hizo lo que tenía que hacer en el momento, pues él trataba de tomar una foto y el hombre-mono lo sorprendió, y Damián remató reclamando que nada de esto hubiese sucedido si el tonto de Diego Perdiguero hubiese hecho bien su trabajo. La discusión fue acalorada pero se evaporó en la nada cuando Damián, de un vistazo, vio que el terreno donde estaba el circo, estaba vacío. Se puso pálido y durante varios segundos era incapaz de procesar lo que acababa de suceder, no lo podía creer, se bajó del vehículo sólo para dar una vuelta en redondo sobre sí mismo y acabar insultando, golpeando y dándole de patadas en los neumáticos a su pobre furgoneta. Vicente no podía golpear nada, se bajó del vehículo para dar algunos pasos atontados, apretándose la cara con ambas manos y contemplando el horizonte con completa desilusión, tanto, que se dejó caer sobre sus rodillas, como quien encuentra agua tras varios días de vagar por el desierto y luego descubre que sólo es un espejismo. Una pequeña luz de ilusión se encendió cuando descubrieron huellas de los camiones en el camino, pero se apagó pronto cuando llegaron al pavimento, la carretera corría en ambos sentidos y era imposible adivinar qué dirección habían tomado los camiones. “¡Mierda!” volvió a gritar Damián golpeando el volante del coche con las palmas de las manos. El circo se había evaporado delante de sus propias narices y ni siquiera habían visto por dónde se fue.

Cuando Diego Perdiguero despertó, se encontraba en una especie de jaula completamente oscura. Cabía en su interior acostado a lo largo, pero era imposible ponerse de pie sin chocar con el techo a la mitad. Podía sentir con las manos que era una jaula con la mitad inferior de las paredes de madera y la otra mitad con barrotes. Una jaula que, aunque él no tenía cómo adivinarlo, hace poco había albergado al pobre de Braulio Álamos. Algo raro sucedía con su lengua, como si fuera una cosa muerta en su boca que no podía mover. Recordaba haber convencido a Cornelio Morris de que le diera un trabajo en el circo, la chica alada estaba con él en la oficina, era una muchacha simpática y risueña, Cornelio le ofreció un trago de un buen licor, y finalmente acabó firmando un contrato. Sonreía feliz, ese era su plan, eso era exactamente lo que él quería, estar dentro del circo para mantener informados a los hermanos Corona de su ubicación, para que estos tomaran sus fotografías, luego recibir su dinero y simplemente largarse de allí, pero no siempre las cosas salen como uno espera. Luego de poner su rúbrica sobre el papel que tenía enfrente, Diego preguntó confiado que qué era lo que debía hacer ahora y Morris respondió aún más confiado y complacido “Nada por el momento. Cuando debas hacer algo, lo sabrás…” Luego de eso no recordaba mucho, como que se le había nublado la mente o se había dormido durante horas, tal vez el licor que había tomado tenía algo, pero Cornelio había servido los vasos en frente de él y ambos se los bebieron de un trago. No sabía cuánto tiempo había pasado ni por qué estaba dentro de una jaula, pero pronto se enteró. Sentía muy cerca a Cornelio Morris gritando fuera de su jaula con su megáfono, presentando a una nueva atracción, un ser humano único en el mundo, encontrado en una cueva oscura y húmeda de una remota zona montañosa de un pequeño y lejano reino llamado Pravia, dónde se crió completamente solo, “…alimentándose de alimañas y sabandijas, la oscuridad de las cavernas lo habían dejado prácticamente ciego y muy sensible a la luz, y la soledad le había impedido de aprender cualquier tipo de lenguaje humano. Ruego a las buenas almas impresionables, mantengan la precaución en todo momento” Acabó Cornelio y la gran lona que cubría la jaula fue retirada. La luz entró como arena en los ojos de Diego Perdigueo, quien se los cubrió con un grito que sonó similar al de un animal humanoide. El no podía saberlo, pero sus pupilas se habían expandido dramáticamente hasta casi cubrirle todo el ojo, de modo que la luz podía ser tan agresiva para él, como el fuego. Podía ver mucha gente observándolo asombrados por todas partes, aunque apenas podía distinguir manchones de luz y sombra por más que se restregara los ojos, sin embargo, él no podía reconocer a nadie y nadie parecía reconocerlo a él. Entonces sintió pasitos diminutos correteando por el interior de su jaula y toda su atención se volcó a ellos, pequeñas manchas pardas que se movían bordeando las paredes y que hacían un sonido que le parecía de lo más interesante, se le llenó la boca de saliva, se quedó inmóvil y en cuclillas, ya no le importaba la multitud que lo observaba, unos emocionados y otros expectantes, todos sus sentidos estaban en aquellas manchas pardas, hasta que de un manotazo rápido y certero atrapó una, la cogió de un apéndice duro que se le enroscaba en los dedos, la elevó sobre su cabeza, tragó saliva antes de abrir la boca tanto como le era posible y se metió dentro aquella cosa que luchaba inútilmente por no ser engullida. Su sabor, como su textura y el sabor de los fluidos que le brotaban era lo más delicioso que Diego jamás había probado, los pequeños huesos rompiéndose ante la presión de sus muelas era de lo más satisfactorio que había sentido en toda su vida, todo aquello era un placer indescriptible. Apenas tragó y saboreó, inmediatamente se apresto a capturar otra, la gente estaba eufórica, muchos con un asco que no intentaban disimular, pero aun así nadie podía dejar de ver cómo ese hombre devoraba con tal gusto y apetito las ratas vivas que le habían tirado dentro.



León Faras.

domingo, 16 de diciembre de 2018

Autopsia. Tercera parte.


Tercera parte.

I.

Dos días completos, y sus respectivas noches, fue lo que duró el aguacero que cayó. Dos días en los que nadie salió de su casa a menos que fuera completamente necesario, en los que los ríos y canales crecieron y los pozos se llenaron y en los que el padre Benigno, durante el día, se llevó encerrado en su iglesia, en parte, para aprovechar de organizar toda la documentación acumulada y en parte, para no estar todo el santo día encerrado en la casa junto a Guillermina. Cifuentes usó el primer día para estudiar toda la documentación que el sacerdote le había entregado, hacer apuntes y buscar información en sus libros, para el segundo día, si nada ni nadie se lo evitaba, tenía otros planes: hacer una visita.

Aurelio, cubierto con una manta gruesa, sentado frente a un fuego y sobre un empedrado cubierto de pozas de agua y barro que los hombres acarreaban todo el tiempo al entrar y salir, miró al doctor como a un verdadero bicho raro salido de quién sabe qué agujero inundado por la lluvia, traía un paraguas, que le había servido medianamente bien, pero que a los ojos de los guardias y de casi cualquier persona en el pueblo, lo hacía lucir más extravagante aún. El jefe de guardias, con su aspecto de centurión romano, le ofreció un asiento junto al fuego y le alcanzó una botella de aguardiente que el doctor rechazó amablemente, “Vamos doctor, échese un trago para que mate los bichos. Aquí nadie se enferma gracias a esto” le dijo, sin dejar de estirarle la botella, Cifuentes bebió un sorbo y su reacción fue la que todos esperaban, la de un hombre poco acostumbrado a la bebida y menos a la de tan alta graduación. Aurelio rescató la botella de las manos del médico que no podía parar de toser hasta casi tirar los anteojos al suelo y entre risas se la pasó a otro de sus hombres, quien se echó un trago largo como si se tratase de agua fresca y pura de vertiente “Me gustaría hablar con el doctor Ballesteros” logró balbucear el médico aún con el dorso de la mano en la boca, al controlar su ataque de tos y las risas poco a poco se apagaron. “Escuche, doctor…” dijo Aurelio inclinándose hacia delante y poniendo los codos sobre sus rodillas, “…ese hombre no es el mismo doctor que conocimos. Hay hombres que resisten bien la prisión y otros que el encierro los quiebra en su espíritu y en su cordura, Ballesteros es uno de estos… el hombre, nunca tuvo el pellejo para resistir esto” El doctor le echó un vistazo a los demás guardias que lo miraban como un grupo de jugadores de cartas que esperan a que haga su jugada “¿A qué se refiere exactamente?” Aurelio se puso de pie, “Está enloqueciendo…” dijo sin emoción, como un camarero que informa a un cliente sobre cuál es el plato del día, Cifuentes no se sorprendió, más bien sospechaba que aquello venía desde antes. Luego Aurelio agregó, dándole una palmada en el hombro al médico y yéndose del cuarto, “…dígale a uno de los muchachos que lo acompañe, yo necesito ir a mear”

“Doctor Cifuentes, sabía que vendría… no particularmente en un día como hoy, pero, lo estaba esperando”

El guardia abrió la puerta de la reja de Ballesteros, dejó entrar a Cifuentes y la volvió a cerrar de un golpe fuerte y seco; parecía que esa era la única manera oficial de cerrar las rejas en prisión, luego le volvió a poner la llave y se fue sin decir palabra. Había situaciones en la vida, en la que un hombre sólo podía elegir entre ser juzgado como un cobarde o como un idiota, y en ese momento, el médico comenzaba a sentirse un poco idiota. Cifuentes se sentó en un pequeño y burdo taburete de madera y se puso su bolso en las piernas, pues el suelo era una gran poza de agua sucia, preguntó por qué le estaba esperando. Ballesteros lucía flaco, sucio y con el pelo largo y canoso, parecía hecho de madera pulida y seca, de esa que arroja el río a la orilla a secarse al sol luego de transportarla varios kilómetros “Finalmente Benigno le permitió ver los documentos que escribí ¿Leyó el caso de Isabel Vásquez?” Cifuentes apretaba su bolso de cuero como un jovencito asustado en su primer día de clases, “Sí, doctor Ballesteros, pero no es eso lo que me ha traído hoy aquí” Ballesteros se mostró decepcionado y por un momento pensó que el doctor Cifuentes actuaba como emisario del padre Benigno, pero Cifuentes, armado de un valor prefabricado, se empujó los lentes, hurgueteó en su bolso y sacó un manuscrito escrito y cosido completamente a mano y se lo enseñó: aquello era el diario personal del doctor Horacio Ballesteros. No era más que un montón de papeles garabateados que no se diferenciaba mucho de los otros que había recibido, pero que contenían información muy interesante, “No debió leer eso, doctor, no hay nada allí de su interés…” dijo Ballesteros, cabreado, secándose la frente con el talón de la mano, aquello lo hacía sentir vulnerable, inerme, “Lo sé…” se apresuró a justificarse, Cifuentes, “…sólo pensé que encontraría algún dato médico relevante, pero me encontré con otra cosa. Dígame, doctor ¿Quién, además de usted, escribía en este diario?” Ballesteros lo miraba como a un alumno que pretende saber más que su profesor. Tenía las manos grandes y al estar tan flaco, sus manos se veían enormes, “Ese es mi diario personal. Por supuesto que nadie más escribiría ahí…” Horacio podía palpar el nerviosismo de Cifuentes y además ver que el diario tenía varias hojas marcadas, por lo que agregó, no sin algo de marcado fastidio en la voz, como si le estuvieran haciendo perder el tiempo “…ya que está aquí, ¿Quiere que le responda algo más?” Cifuentes buscó acomodarse en un asiento que ya de por sí, era incómodo, “Doctor Ballesteros… en este diario usted habla de su hija…” Horacio sabía eso, él había escrito ese diario, “…de la violación a su hija…” agregó Cifuentes con toda la precaución que puede tener alguien que camina sobre hielo delgado, “…y lo hace de la forma más repudiablemente obscena y ofensiva que jamás haya oído o leído…” Ballesteros se puso de pie, ofendido. Cifuentes también se levantó, de un salto, abrazado a su bolso como si este pudiera protegerlo y con el manuscrito firmemente en la mano como si se tratara de un arma. Continuó “…pero está escrito con una caligrafía muy diferente a la que usted usa en el resto de sus documentos… como si alguien más hubiese escrito en él” Cifuentes ofreció el diario como si le estuviera dando de comer a un animal salvaje que es imposible saber cómo reaccionará, Ballesteros, en cambio, cogió el diario como una mascota dócil, leyó donde le indicaban y en pocos segundos debió desviar la vista de esas páginas y cerrar el libro, porque eran palabras y expresiones referidas a su hija que dolían en los ojos leerlas. Cifuentes recuperó el manuscrito. Ballesteros lentamente volvió a sentarse, aún con el dolor y la repugnancia reflejados en el rostro, se tiró el pelo, largo y grasoso, hacia atrás con ambas manos, y luego bajó por su cara aplanándose la barba hasta el final. Esa no se parecía en nada a su letra, pero quién más podría haber escrito algo así, si incluso él pensó al principio, al despertar de madrugada, a medio desvestir, con el aliento aún apestando a coñac, que todo había sido un sueño, el más desgraciado sueño, pero no más que eso y que poco a poco los detalles fueron convirtiéndolo en una sospecha que acabó confirmándose en una realidad cuando su hija, la muchacha más buena y pura del mundo, le decía que estaba embarazada sin entender cómo ni de quién. Quién podría haber escrito algo así, si ni su ama de llaves y ni siquiera su hija parecían haberse enterado de algo al día siguiente, todo parecía haber sucedido en un limbo de sueño y alcohol. Algo fácil de ignorar con la esperanza de que el tiempo lo desvaneciera como desvanece todos los sueños. A Cifuentes le pareció un buen momento para agregar algo más, “También hay algunos párrafos dedicados a su mujer…” era innecesario decir lo repulsivo y vejatorio del lenguaje usado “…he podido diferenciar al menos dos tipos más de escritura diferentes a la suya en este diario, ¿Seguro de que no sabe quién más pudo intervenir en él?” Ballesteros negó con la cabeza, Cifuentes asintió, se acercó a la reja para llamar al guardia. “¿Doctor…?” habló Horacio con la mirada oculta tras los mechones de pelo pringoso, “…creo que desde hace un buen tiempo, alguien más está viviendo aquí conmigo, dentro de mi cabeza…” el doctor Cifuentes, no respondió nada, ya se había dado cuenta de eso y se llamaba locura, ahora era muy difícil saber qué cosa era cierto de todo lo que decía y qué cosa se la estaba inventando. Volvió a gritar al guardia quién le respondió cabreado, porque ya había escuchado la primera vez y ya venía caminando, “¿Doctor…?” volvió a hablar Horacio, “…¿Podría usted pedirle al padre Benigno que venga?” Cifuentes aceptó, en prisión se le podía negar cualquier cosa a un hombre, menos la visita de un sacerdote. Ninguno de los presentes lo notó, pero aquella era la primera vez que Horacio llamaba “padre” a Benigno.



León Faras.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Del otro lado.


XXXII. 


Cuando Olivia regresó a su casa, se encontró con Alan sentado sobre el peldaño de la entrada principal y apoyado en su puerta, acariciaba un gato color ceniza que parecía muy a gusto recostado sobre sus piernas. Estaba pensativo, había tenido que salir huyendo de la casa de Manuel luego de la llegada sorpresiva de la familia de éste y de Beatriz, había evitado que ésta le viera el rostro, volteando la mirada y cubriéndose con una mano, como aquel que cínicamente se escabulle para evitar saludar a alguien y había salido lo más rápido posible por la parte de atrás de la casa. No quería que Beatriz lo viera si no podría recordarlo, le parecía un poco cruel, insano. Olivia se quedó ahí parada con las manos en la cintura, diciendo, sin decir nada, que aquel le estaba estorbando para entrar a su casa, “Nunca he sido mucho de gatos, ¿sabes?...” dijo Alan, como hablándole al animal, pero en realidad se dirigía a la mujer,“…pero a mi mujer sí le gustaban, alguna vez tuvimos uno y era parecido a este, un cabezón mimado completo color ceniza, yo era más de perros y nunca tuvimos uno, me agradan, aunque ahora los perros me evitan como al baño, no me quieren ni me odian, simplemente se alejan de mí como si estuviera apestado” Olivia metió su llave en la cerradura y la giró, “Eso es porque no hueles… y para un perro, eso no está nada bien” dijo, mientras abría la puerta, lo que provocó que Alan, por poco, cayera de espaldas y que el gato arrancara a meterse bajo el sofá. Eso Alan ya lo sospechaba. Cuando se puso de pie, se olió debajo de la chaqueta y bajo los brazos, como quien no confía para nada en el desodorante nuevo que le han regalado, no olía a nada, ni por mucho que esforzara su nariz, y su nariz no era el problema. Olivia encendió un cigarrillo y preparó té, aún no le había dicho lo que había hablado con su amigo José María, y no sería para nada alentador saber que no había forma, racionalmente viable, de destruir a ese Escolta, pues el arrepentimiento, que era la forma más confiable y efectiva, no valía estando muerto y ni ella, ni el cura, ni nadie que ellos conocieran en todo el mundo, era capaz de invocar la presencia de un ángel ni sus favores. “Mierda…” fue todo lo que respondió Alan, aunque en un tono muy, muy bajo, “Tal vez…” dijo Olivia, tratando de mantener un mínimo de esperanza, “…podamos encontrar a quién lo hizo o averiguar cómo para buscar una forma de revertirlo. Anímate, espíritu, era una chica joven, seguramente aún tenemos mucho tiempo por delante para encontrar una solución” Alan sonrió, aunque fue una sonrisa que requirió de un gran esfuerzo para mantenerse un par de segundos, eso del tiempo era la gran incógnita, la esencia de la condición humana, la base de la mortalidad: nunca, nadie podía saber ni con un mínimo de certeza, cuánto tiempo le quedaba en el mundo, si veinte años o veinte minutos. Acababa de hablar con su amigo Manuel, ¿Cómo le explicaría algo así la próxima vez que lo viera?

Al día siguiente, Richard Cortez salía temprano de su casa, según él, tenía algo importante que hacer. Caminó a buen paso, cosa de la que siempre la Macarena se quejaba cuando tenía que acompañarle a algún lado, hasta una casa en un lugar apartado de la zona urbana de la ciudad, una casa pequeña pero bonita y de buena construcción, aunque no tan nueva, con un buen terreno alrededor cubierto de todo tipo de árboles y arbustos, un sitio tranquilo y agradable donde, durante horas, no se oía nada más que el bullicio de pájaros debatiendo aireadamente sobre sus asuntos. Una mujer de edad mayor, pero lejos aún de la senilidad, sentada en una silla de ruedas, con un amplio sombrero, de esos que acostumbran usar las señoras en la playa, se calentaba al sol de la mañana. Si los datos que le habían dado los otros materializados eran correctos y la dirección era la indicada, aquella mujer debía ser la señora Estela, la viuda de Joel, tal vez ella podía decirle algo interesante sobre el hombre que había matado a Laura, aunque también, probablemente, debía estar cerca su hija Alicia, la razón por la que Joel se había quedado en este mundo hasta materializarse. Habló a la mujer por su nombre, y una vez que tuvo su atención, le inventó un cuento, de que hace bastantes años, había conocido a Joel, se había hecho amigo de él, (eso era cierto, sólo que ambos ya estaban muertos,) y que hoy pasaba por ahí y quería saludarlo. La señora Estela, una mujer muy amable, lo invitó a pasar para decirle con una tristeza ya agotada hace mucho, que su marido había muerto hace más de veinte años, Richard fingió no estar enterado de nada y la señora Estela le contó que su marido había muerto ahogado, luego de que su hija cayera accidentalmente al mar y él se lanzara a rescatarla, se tardó mucho tiempo, pero la encontró, otro hombre lo ayudó a sacar a la niña del agua, pero él nunca logró salir. La niña salió muy mal, prácticamente muerta, era pequeña y había estado mucho tiempo bajo el agua. Ese día fue terrible para ella, por un lado estaba su marido perdido en el mar y por el otro su hija con apenas una remota posibilidad de vivir, debió dejar el mar y la esperanza de que su marido saliera e irse con su hija al hospital. La niña no despertaba y los doctores le advirtieron que si lo lograba, tendría secuelas que hasta el momento eran imposibles de determinar con exactitud, Estela rezó, como siempre lo había hecho y más y esa noche apareció un hombre de pelo claro y largo, con el aspecto, según la mujer, de un Jesucristo de esos idealizados; vestía de negro, y le dijo que su hija estaría bien, así de simple, no como un consuelo sino como una afirmación, y luego se fue. La mujer nunca olvidó el rostro de ese hombre, aunque nunca más lo volvió a ver, sobre todo, después de que a la mañana siguiente su hija despertara y milagrosa e inexplicablemente, se recuperara sin ninguna secuela. Para la señora Estela ese hombre fue un ángel, pero en realidad estaba muy lejos de serlo.

Aquella noche, Joel estaba con ella en el hospital, su espíritu. También estaba allí David Romano, el reclutador de espíritus. En el mundo de los espíritus, la moneda de cambio eran los favores, y Romano era un hombre con recursos. Habló primero con Joel, le dijo que la niña estaba mal, que en el mejor de los casos moriría aquella noche, pues el peor de los casos era toda una vida incapacitada física o mentalmente, le dijo que él podía ayudarla, que podía hacer que se recuperara y que llevara una vida normal, Joel, también pensó en un principio que aquel era un ángel, eso, hasta que David le dijo que lo haría a cambio de un favor, que cuándo llegara el momento se lo diría y que si se negaba, no le tocaría ni un pelo a él, sino que haría miserable la vida de su hija. Sería una molestia, pero podía hacerlo. Luego le dijo que si aceptaba, debía hacerlo rápido, pues cada minuto que pasaba, la situación de su hija era más y más complicada. Ambos echaron un vistazo a Estela quien estaba en una de esas incómodas sillas de hospital, doblada a la mitad, con las manos entrelazadas entre su frente y sus rodillas, rezando y llorando por partes iguales. “Si acepto, ¿harás que mi hija se recupere y la dejarás vivir en paz?” preguntó Joel con una mirada inquisidora pero llena de angustia, David en cambio, lucía como el hombre más sereno del mundo, “En este mundo que estás ahora, la palabra es más valiosa que el oro, y yo soy un hombre de palabra. Si tú cumples, yo cumplo” Joel aceptó y David Romano, hizo un gesto de aprobación con la cabeza, se metió las manos en los bolsillos y se fue. Al pasar junto a Estela, le puso una mano en el hombro, le dijo que se tranquilizara, que su hija estaría bien, y se fue de lo más campante.



León Faras.