Tercera
parte.
I.
Dos
días completos, y sus respectivas noches, fue lo que duró el aguacero que cayó.
Dos días en los que nadie salió de su casa a menos que fuera completamente
necesario, en los que los ríos y canales crecieron y los pozos se llenaron y en
los que el padre Benigno, durante el día, se llevó encerrado en su iglesia, en
parte, para aprovechar de organizar toda la documentación acumulada y en parte,
para no estar todo el santo día encerrado en la casa junto a Guillermina.
Cifuentes usó el primer día para estudiar toda la documentación que el
sacerdote le había entregado, hacer apuntes y buscar información en sus libros,
para el segundo día, si nada ni nadie se lo evitaba, tenía otros planes: hacer
una visita.
Aurelio,
cubierto con una manta gruesa, sentado frente a un fuego y sobre un empedrado cubierto
de pozas de agua y barro que los hombres acarreaban todo el tiempo al entrar y
salir, miró al doctor como a un verdadero bicho raro salido de quién sabe qué
agujero inundado por la lluvia, traía un paraguas, que le había servido
medianamente bien, pero que a los ojos de los guardias y de casi cualquier persona
en el pueblo, lo hacía lucir más extravagante aún. El jefe de guardias, con su
aspecto de centurión romano, le ofreció un asiento junto al fuego y le alcanzó
una botella de aguardiente que el doctor rechazó amablemente, “Vamos doctor,
échese un trago para que mate los bichos. Aquí nadie se enferma gracias a esto”
le dijo, sin dejar de estirarle la botella, Cifuentes bebió un sorbo y su
reacción fue la que todos esperaban, la de un hombre poco acostumbrado a la
bebida y menos a la de tan alta graduación. Aurelio rescató la botella de las
manos del médico que no podía parar de toser hasta casi tirar los anteojos al
suelo y entre risas se la pasó a otro de sus hombres, quien se echó un trago
largo como si se tratase de agua fresca y pura de vertiente “Me gustaría hablar
con el doctor Ballesteros” logró balbucear el médico aún con el dorso de la
mano en la boca, al controlar su ataque de tos y las risas poco a poco se
apagaron. “Escuche, doctor…” dijo Aurelio inclinándose hacia delante y poniendo
los codos sobre sus rodillas, “…ese hombre no es el mismo doctor que conocimos.
Hay hombres que resisten bien la prisión y otros que el encierro los quiebra en
su espíritu y en su cordura, Ballesteros es uno de estos… el hombre, nunca tuvo
el pellejo para resistir esto” El doctor le echó un vistazo a los demás
guardias que lo miraban como un grupo de jugadores de cartas que esperan a que
haga su jugada “¿A qué se refiere exactamente?” Aurelio se puso de pie, “Está
enloqueciendo…” dijo sin emoción, como un camarero que informa a un cliente
sobre cuál es el plato del día, Cifuentes no se sorprendió, más bien sospechaba
que aquello venía desde antes. Luego Aurelio agregó, dándole una palmada en el
hombro al médico y yéndose del cuarto, “…dígale a uno de los muchachos que lo
acompañe, yo necesito ir a mear”
“Doctor
Cifuentes, sabía que vendría… no particularmente en un día como hoy, pero, lo
estaba esperando”
El
guardia abrió la puerta de la reja de Ballesteros, dejó entrar a Cifuentes y la
volvió a cerrar de un golpe fuerte y seco; parecía que esa era la única manera
oficial de cerrar las rejas en prisión, luego le volvió a poner la llave y se
fue sin decir palabra. Había situaciones en la vida, en la que un hombre sólo
podía elegir entre ser juzgado como un cobarde o como un idiota, y en ese
momento, el médico comenzaba a sentirse un poco idiota. Cifuentes se sentó en
un pequeño y burdo taburete de madera y se puso su bolso en las piernas, pues
el suelo era una gran poza de agua sucia, preguntó por qué le estaba esperando.
Ballesteros lucía flaco, sucio y con el pelo largo y canoso, parecía hecho de
madera pulida y seca, de esa que arroja el río a la orilla a secarse al sol
luego de transportarla varios kilómetros “Finalmente Benigno le permitió ver
los documentos que escribí ¿Leyó el caso de Isabel Vásquez?” Cifuentes apretaba
su bolso de cuero como un jovencito asustado en su primer día de clases, “Sí,
doctor Ballesteros, pero no es eso lo que me ha traído hoy aquí” Ballesteros se
mostró decepcionado y por un momento pensó que el doctor Cifuentes actuaba como
emisario del padre Benigno, pero Cifuentes, armado de un valor prefabricado, se
empujó los lentes, hurgueteó en su bolso y sacó un manuscrito escrito y cosido
completamente a mano y se lo enseñó: aquello era el diario personal del doctor
Horacio Ballesteros. No era más que un montón de papeles garabateados que no se
diferenciaba mucho de los otros que había recibido, pero que contenían
información muy interesante, “No debió leer eso, doctor, no hay nada allí de su
interés…” dijo Ballesteros, cabreado, secándose la frente con el talón de la
mano, aquello lo hacía sentir vulnerable, inerme, “Lo sé…” se apresuró a
justificarse, Cifuentes, “…sólo pensé que encontraría algún dato médico
relevante, pero me encontré con otra cosa. Dígame, doctor ¿Quién, además de
usted, escribía en este diario?” Ballesteros lo miraba como a un alumno que
pretende saber más que su profesor. Tenía las manos grandes y al estar tan
flaco, sus manos se veían enormes, “Ese es mi diario personal. Por supuesto que
nadie más escribiría ahí…” Horacio podía palpar el nerviosismo de Cifuentes y
además ver que el diario tenía varias hojas marcadas, por lo que agregó, no sin
algo de marcado fastidio en la voz, como si le estuvieran haciendo perder el
tiempo “…ya que está aquí, ¿Quiere que le responda algo más?” Cifuentes buscó
acomodarse en un asiento que ya de por sí, era incómodo, “Doctor Ballesteros…
en este diario usted habla de su hija…” Horacio sabía eso, él había escrito ese
diario, “…de la violación a su hija…” agregó Cifuentes con toda la precaución que
puede tener alguien que camina sobre hielo delgado, “…y lo hace de la forma más
repudiablemente obscena y ofensiva que jamás haya oído o leído…” Ballesteros se
puso de pie, ofendido. Cifuentes también se levantó, de un salto, abrazado a su
bolso como si este pudiera protegerlo y con el manuscrito firmemente en la mano
como si se tratara de un arma. Continuó “…pero está escrito con una caligrafía
muy diferente a la que usted usa en el resto de sus documentos… como si alguien
más hubiese escrito en él” Cifuentes ofreció el diario como si le estuviera
dando de comer a un animal salvaje que es imposible saber cómo reaccionará,
Ballesteros, en cambio, cogió el diario como una mascota dócil, leyó donde le
indicaban y en pocos segundos debió desviar la vista de esas páginas y cerrar
el libro, porque eran palabras y expresiones referidas a su hija que dolían en
los ojos leerlas. Cifuentes recuperó el manuscrito. Ballesteros lentamente volvió
a sentarse, aún con el dolor y la repugnancia reflejados en el rostro, se tiró
el pelo, largo y grasoso, hacia atrás con ambas manos, y luego bajó por su cara
aplanándose la barba hasta el final. Esa no se parecía en nada a su letra, pero
quién más podría haber escrito algo así, si incluso él pensó al principio, al
despertar de madrugada, a medio desvestir, con el aliento aún apestando a
coñac, que todo había sido un sueño, el más desgraciado sueño, pero no más que
eso y que poco a poco los detalles fueron convirtiéndolo en una sospecha que
acabó confirmándose en una realidad cuando su hija, la muchacha más buena y
pura del mundo, le decía que estaba embarazada sin entender cómo ni de quién.
Quién podría haber escrito algo así, si ni su ama de llaves y ni siquiera su
hija parecían haberse enterado de algo al día siguiente, todo parecía haber
sucedido en un limbo de sueño y alcohol. Algo fácil de ignorar con la esperanza
de que el tiempo lo desvaneciera como desvanece todos los sueños. A Cifuentes
le pareció un buen momento para agregar algo más, “También hay algunos párrafos
dedicados a su mujer…” era innecesario decir lo repulsivo y vejatorio del
lenguaje usado “…he podido diferenciar al menos dos tipos más de escritura
diferentes a la suya en este diario, ¿Seguro de que no sabe quién más pudo
intervenir en él?” Ballesteros negó con la cabeza, Cifuentes asintió, se acercó
a la reja para llamar al guardia. “¿Doctor…?” habló Horacio con la mirada
oculta tras los mechones de pelo pringoso, “…creo que desde hace un buen
tiempo, alguien más está viviendo aquí conmigo, dentro de mi cabeza…” el doctor
Cifuentes, no respondió nada, ya se había dado cuenta de eso y se llamaba
locura, ahora era muy difícil saber qué cosa era cierto de todo lo que decía y
qué cosa se la estaba inventando. Volvió a gritar al guardia quién le respondió
cabreado, porque ya había escuchado la primera vez y ya venía caminando,
“¿Doctor…?” volvió a hablar Horacio, “…¿Podría usted pedirle al padre Benigno que
venga?” Cifuentes aceptó, en prisión se le podía negar cualquier cosa a un hombre,
menos la visita de un sacerdote. Ninguno de los presentes lo notó, pero aquella
era la primera vez que Horacio llamaba “padre” a Benigno.
León Faras.
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