jueves, 28 de diciembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXV.



Ahí estaba Cípora, sentada sobre una roca, con una de sus particularmente grandes manos sujetándose la frente y con la otra apretándose la cintura, con cara de fatiga y con Lorina a su lado, obligada a mantener una corriente de aire continua dirigida a su cara con un abanico improvisado para que no desmayara. Era insólito que ella, cuyo aliento en ese momento podía hacer sentir enfermo a un lagarto, se sintiera tan afectada por el olor de la sangre desparramada y el de las vísceras expuestas, ¡increíble! Si hasta parecía que ponía excusas para no trabajar, o eso le pareció a Nina, porque se quitó el pañuelo del pelo y se lo lanzó a la cara sin ocultar su enfado. “¡Ponte esto y párate de ahí! ¡Hay cosas que hacer!” Le ordenó. Pronto se darían cuenta de que no había cadáveres enemigos tirados allí, ni uno solo, solo un rastro infinito marcado en el suelo que podía ser el de un cuerpo siendo arrastrado, o cualquier otro bulto similar. Cipo, con el pañuelo amarrado en la cara para engañar su delicado olfato, y el brazo mutilado de alguien sujeto en su mano con la punta de los dedos, con la prestancia de quien sostiene una rata muerta atascada en algún recoveco de su cocina, se quedó mirando aquel rastro hasta que Nina la espabiló de una palmada en la nuca. “Creo que vi algo…” Rezongó la otra, sobándose ofendida. Lorina, luego de hacer su mueca favorita para detectar objetos a larga distancia con la vista, lo corroboró, diciendo que había algo tirado por allí, y que ese algo podía ser otro cuerpo. Tanto su gesto como su tono fueron convincentes, porque Nina, que era curiosa por naturaleza, la envió a ver. “Yo no puedo, me duele la cadera por tanto caminar. ¡Qué vaya Cipo!” Pero Cípora estaba absorta, y sin oír las órdenes de nadie, echó a caminar, olvidándose incluso de que llevaba un miembro amputado en la mano, momentos después volvía corriendo con las manos vacías y gritando como si el alma corrupta de Garragar el Sanguinario en persona la persiguiera: Aquello era un monstruo, una criatura horrible con sangre en las manos, en las uñas, en los dientes y con los ojos de un muerto que aún respira. “Lori, te lo juro por tu madre, ¡esa cosa se los comió a todos!” Aseguró Cípora como si lo hubiese visto, y Lorina, que era propensa a creer, la miró con los ojos grandes y plenos de angustia. “¡Es un monstruo rimoriano!” Exclamó. A Lorina le encantaban de niña los cuentos de miedo, lo mismo que le asustaban, pero aun así no podía resistirse. Le encantaban las historias sobre las almas de los pobres desgraciados que se perdían en las noches eternas del Bosque Muerto, sobre las criaturas que moraban en la oscuridad y que confundían los sentidos de los incautos para llevarlos a agujeros de los que no saldrían nunca, sobre los espíritus corruptos capaces de poseer los cuerpos de los recién difuntos para cometer innombrables atrocidades en ellos, pero por encima de todo, le gustaban las historias sobre los monstruos rimorianos que atacaron Cízarin, porque esas sí eran reales como la luz del día. Había oído sobre cómo a esos hombres les cortaban un brazo y les crecían dos más en su lugar, cómo eran capaces de pelear encendidos en llamas como una antorcha o cómo devoraban a sus víctimas como bestias salvajes para hacerse más fuertes y violentos, y ahora, uno de esos monstruos estaba allí, y Lorina sentía lo mismo que sentía de niña con las historias, que el miedo y el deseo se mezclaban en un cóctel poderoso que la volvía absolutamente incompetente para tomar decisiones racionales. “¡Quiero ir a verlo!” Escupió sin pensarlo siquiera, con una sonrisa infantil y nerviosa, y ese suave bamboleo en el cuerpo de quien se ve invadido por la ansiedad. Mientras Cípora le gritaba que aquello era una completa locura, y Nina le recordaba con enfado que hace apenas unos minutos se quejaba de que le dolía el trasero por tanto caminar, Lorina solo podía imaginar a esa criatura despedazando a todas esas personas incapaces de defenderse, transformado, quizá, en alguna bestia perruna de ojos brillantes, grandes colmillos y garras, como solía oír de niña sobre seres que no eran completamente humanos ni animales y que eran marginados y perseguidos por los hombres, seres a los que el hambre enloquecía lo mismo que les daba una fuerza y una fiereza inusual. Lorina recogió un afilado machete del suelo y echó a andar sin escuchar razones y las otras tuvieron que acompañarla, un poco por la innata costumbre de cuidarse entre todas y otro poco por la inevitable curiosidad humana, porque si toda esa carnicería había sido esparramada por un solo hombre, ese hombre era algo digno de ser visto. “¡Hay que quemarlo vivo!” Anunció Cípora con firmeza y un dedo en alto, como la voz de la razón, pero Lorina le replicó con voz serena y sin voltear a mirarla, como la voz de la experiencia, que aquello era una tontería, porque seres así no podían ser quemados, se decapitaban y se sepultaban en lodo negro separados el cuerpo de la cabeza por siete zancadas y dos lunas, solo así sus espíritus atormentados no volverían en busca de venganza. Nina le miraba entre intrigada e incrédula, ella no tenía idea de nada de eso, a ella siempre le gustaron desde niña las historias reales sobre personas reales, los chismes de barrio, el cotilleo picante, las habladurías indiscretas entre vecinos, todo lo demás la ponía a bostezar en segundos, pero las cosas que estaban sucediendo en ese momento eran bastante serias y seguramente debía escuchar a los expertos. “¿Dices que vamos a decapitar a alguien?” Preguntó Nina, alzando levemente la voz porque estaba un poco rezagada, pero no recibió respuesta. Cuando ya estaban lo suficientemente cerca como para ver al hombre, Lorina empezó a sentir un poco de decepción, aquello no era lo que ella esperaba ver, se veía más como cualquier borracho que se ha dormido tirado en el suelo, que como un monstruo de los que le habían descrito en sus historias, solo que este, en vez de estar cubierto con sus propias porquerías, estaba cubierto de sangre que seguramente pertenecía a alguien más, aun así, no se veía demasiado impresionante. Lorina, suspiró. Cípora había exagerado, como siempre. Pero superando su desencanto inicial y con aire resignado, Lorina levantó su machete en el aire con la intención de dejarlo caer sobre el cuello del sujeto, pero entonces este abrió un poco los ojos, despegó los labios y con una voz ronca, como si se la hubiese dañado por tanto gritar, rogó por un poco de agua para aplacar la terrible sed que sentía. Ninguna tenía agua, pero Cípora había cargado un pellejo lleno hasta la mitad de delicioso vino de nísperos que partió a buscar al trote. “¿Qué le pasó a mis ojos? ¿Por qué no puedo ver?” Se quejó el hombre, pero nadie estaba allí para darle respuesta, sino para pedirlas. “¿Qué demonios fue lo que le sucedió, amigo?” Preguntó Nina con las manos en jarra, asomándose desde las alturas como si estuviera parada sobre un balcón. El hombre se mostró confundido. “¿Por qué está cubierto de sangre, señor?” Preguntó Lorina, alzando la voz, como si el tipo estuviera sordo además de ciego. “¿Lo estoy?” Respondió aquel, sorprendido. “Es un rimoriano, tal vez deberíamos dejarlo aquí.” Dijo Cípora, abrazada al pellejo de vino como si se hubiese arrepentido de compartirlo, sin embargo, se lo dio, y apenas el hombre lo probó, debió escupirlo de inmediato y alejarlo de él, porque ese olor y ese sabor le trajeron terribles visiones a la cabeza. “¡Un monstruo, una bestia devoró a mis amigos! ¡Los mató a todos!” Exclamó Costia, horrorizado.


León Faras.

martes, 12 de diciembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIV.



Todos dieron un respingo tras entrar en la cabaña y encontrarse con la silueta del viejo Buba en un rincón, era arduo no impresionarse con su rígido y reseco aspecto, tan poco saludable, pero Barís los alentó a no prestarle demasiada atención. Es un gran tipo, pero, no es muy conversador que digamos…” Les dijo. Tenía una sonrisa natural y seductora, de esas que dan gusto de ver; como buen asesino, debía ser seductor también, porque él no era de los que corren tras sus víctimas, sino de los que las atraen. Los hombres comenzaron de inmediato a pelearse el vino de nísperos, no pudo evitarlo, el barril estaba sobre la mesa y aunque la luz no era buena, él no notó ninguna marca. Migas le había enseñado hace años que cuando envenenaba los licores les dejaba una marca en el envase, generalmente una mella; una era aturdimiento, que era el que más solían usar, dos significaba daño temporal, como sentirse muy enfermo por un par de días, y tres marcas era la muerte, rápida o lenta, pero inevitable como el amanecer. Al principio, le pareció que todo sugería que el licor estaba limpio, que solo embriagaba como cualquier otro, pero poniendo más atención bajo la luz y la perspectiva correcta, vio una pequeña marca disimulada en la parte baja del barril que parecía más el rasguño de un gato salvaje, pero esas eran cuatro mellas y Barís no tenía idea de qué podía ser peor que la muerte. Tuvo un mal presentimiento, pero entonces el tonto de Costia, siempre queriendo estar un paso por delante de los demás, se llenó un vaso y lo apuró hasta el fondo de un trago, con la indigerible excusa de querer probarlo para saber su estado. Barís se apresuró a apropiarse del barril para que no se lo acabaran antes de comer, aunque la verdad era que necesitaba saber los efectos del brebaje antes de que todos cayeran muertos ante sus impotentes ojos. Él era un asesino serial, sí, pero el envenenamiento era tan insípido como los camarones hervidos con avena de su tía Gazú, no había ningún gozo en ver caer a alguien muerto sin haberle puesto ni siquiera un dedo encima, eso era como estar hambriento y solo poder mirar la comida. A los otros hombres no les pareció justo que no les permitieran beber un trago también, si estaban igual de sedientos, y protestaron, pero estuvieron de acuerdo cuando Costia, que se veía divertido con la situación, se le acabó la risa como si se le hubiese agotado de repente, el color de la cara se le fue a las nubes, la fuerza de sus músculos se esfumó como un pedo en el aire y Costia se desplomó igual que un caballo reventado. Los hombres, asustados por el veneno después de lo que habían visto en la ciudad, acusaron al pobre Barís de asesinato, ¡a él! que había sido un prolífico pero discreto asesino desde que mató a su tía Dora mientras dormía a los trece años de edad y nunca había sido inculpado ni señalado con el dedo, ahora estaba siendo acusado por una panda de tontos, por culpa de ese estúpido vino de nísperos que ni siquiera era suyo, y que tampoco había forzado a nadie a beber. Se defendió, pero las cosas se estaban poniendo feas, sobre todo con ese muchachote cara de niño, que se sentía muy valiente profiriendo insultos y amenazas sosteniendo la empuñadura de su inmaculada espada como si pretendiera usarla, eso hasta que un gruñido, que no era el de un cerdo, los paralizó a todos, y a sus lenguas. “Tal vez, solo fue un gas…” Sugirió el gordo, estirándose para ver el cuerpo de Costia sin perder su puesto, el viejo del pelo largo y apelotonado, en cambio, sí se acercó a examinarlo de cerca, y ante la duda, decidió descargarle un puntapié en el muslo. Se veía tan muerto como cualquiera, pero cuando iba a golpearlo por segunda vez, solo para asegurarse, Costía empezó a sacudirse suavemente con espasmos que subían por su cuerpo hasta desembocar en un largo y sonoro eructo. El viejo no pudo evitar dar un respingo, pero tuvo que reírse luego de su propia reacción junto con los demás, entonces, el supuesto muerto abrió los ojos y ya no eran los de Costia, algo más estaba allí dentro. El viejo del pelo rasta ya no reía, ya nadie reía. Mientras Costia se ponía de pie, Barís vio en su cara, en sus ojos, aquello que se preguntaba hace un rato sobre qué podía ser peor que la muerte, pues eso era convertirse en un muerto no muerto, la pregunta ahora era: qué diablos es eso. Al principio, no parecía peligroso, solo estúpido, incapaz de entender o de hacerse entender, pero entonces abrió su boca a toda su capacidad, como si se tratara de un formidable bostezo que en realidad era el grito mudo de alguien a quien las cuerdas vocales se le han agarrotado por completo, y en ese mismo momento atacó al viejo del pelo rasta, directo al cuello, arrancándole un trozo chorreante y jugoso como un emparedado de criadillas, el muchachote quiso intervenir para ayudar al viejo, pero recibió un manotazo de Costia que por poco le desencaja la mandíbula, arrebatándole de un plumazo todas sus buenas intenciones. Mientras Barís, abrazado al barril de vino, se mantenía a distancia tras la mesa, el gordo planeaba la mejor estrategia de escape, mirando con horror cómo el viejo Costia arrancaba bocados de carne como un buitre devorando los restos de un perro muerto, a un hombre que ya no luchaba porque había perdido casi la mitad de su sangre. El muchachote, creyéndose el más propicio para ser el héroe, volvió al ataque golpeando a Costia con un banquillo en la cabeza. En condiciones normales, un golpe como ese hubiese sido de mucha ayuda, pero en tales condiciones, solo empeoró las cosas, de hecho, Barís intentó evitarlo. “Si la bestia está comiendo, y no eres tú la comida, entonces aléjate y no la molestes…” Le decía su tío Bedo, con ese acento ondulante y ese aire de sabiduría ficticia que hacía sentir como imbécil a los demás, pero en ese momento, era justo lo que estaba pensando, y el gordo también, pero no, el estúpido muchacho tenía que llamar la atención del monstruo y ahora debían salvarle el pellejo sujetando entre ambos al corpulento Costia por los hombros, pero sin poder evitar que este le arrancara una oreja al cara de niño de una mordida. El pobre viejo de los rastas se arrastraba hacia afuera con la fuerza de su último aliento en un vano intento por salir de ese lugar, cuando el gordo le pasó por encima mientras huía del monstruo que había decidido perseguirlo a él, gritando por auxilio a Barís, cuyos planes no estaban saliendo como él esperaba. Barís se armó con un garrote y los persiguió, pero al llegar, guiado por los gritos del pobre gordo, no pudo hacer nada más que mirar, no sin algo de embeleso en los ojos, al pobre tipo le faltaba la mitad de la cara e intentar salvarle la vida así era inútil, en cambio, recordó las sabias palabras de su tío Bedo y volvió a la cabaña. Pensó en ocultarse en el sótano junto con Nimir hasta que todo pasara, pero entonces vio al muchachote sentado en el suelo bajo una ventana, tan ausente como un muerto pero respirando, porque no reaccionó a ninguno de los gestos, ademanes ni susurros desesperados que Barís hizo para llamar su atención, tampoco hizo nada cuando Costia apareció tras él, tras Barís, jadeando, con un tufo a sangre y a vino imposible de olvidar o de describir. Se defendió, pero Costia era mucho más corpulento que él, ambos cayeron rodando escaleras abajo hasta donde Nimir se ocultaba, tal vez si este lo hubiese ayudado se hubiese salvado, pero el chico estaba congelado de miedo y Barís fue devorado frente a sus ojos sin que él intentara siquiera gritar, o huir. Así fue como Nimir se salvó y el muchachote, y cómo el viejo Buba resultó ileso, porque el monstruo no le prestaba interés a los muertos, ni a los que parecían muertos, no atacaba a los que se quedaban quietos e inertes frente a él, aunque tal vez, también sea que lo ayudó un poco el olor a caca que lo envolvía.


León Faras.

martes, 21 de noviembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIII.



Yurba se justificó atropelladamente, diciendo que la nube tóxica que arrojaron le había descompuesto el cuerpo haciéndolo sentir terriblemente enfermo; que fue atacado en la oscuridad y que de milagro no lo habían matado y que encima de todo eso, unos pequeños rateros habían intentado robarle mientras estaba aturdido en el suelo, “…luego de eso, me fue imposible regresar, estaba mareado, desorientado y a ciegas, lo único que pude hacer fue meterme en un agujero y esperar el amanecer.” Concluyó Yurba con seriedad forzada, contando siempre la verdad parcial, como acostumbraba, aun así, Demirel podía creer en él, porque aquel era muchas cosas menos un cobarde que huyera de una batalla, al contrario, solía precipitarlas con su desparpajo altanero y su lengua desinhibida. “No te vi en la salida, y tú no eres alguien que pase desapercibido. ¿Por qué?” Le reprochó Demirel, mientras se alejaban de Bosgos arrastrando el cuerpo de Éscar tras ellos. Yurba no tardó ni medio segundo en replicar: “Llegué tarde… un asunto con mi novia… su madre.” Demirel, que casi le doblaba la altura a su pequeño camarada, lo miró hacia abajo apretando el entrecejo, luego echó un vistazo hacia el cadáver que, atado por los pies, iba dejando un rastro tras ellos que podía ser seguido por un niño de cuatro años, y luego hacia delante otra vez, negando con la cabeza suavemente pero esforzándose en esbozar una sonrisa. Yurba era famoso por sus cortejos muy largos y sus relaciones muy cortas, fugaces incluso, por lo que, cada vez que hablaba de una novia, casi siempre se trataba de una chica que aún estaba siendo cortejada o de una que ya lo había despachado por algún comportamiento indebido. “¿Quién es esta vez?” Preguntó Demirel, solo por el placer de tirarle la lengua a su compañero, pero no obtendría una respuesta directa, solo una mirada de idiota y algunos balbuceos ininteligibles.



Migas estaba furioso con Nimir y seguiría estándolo por mucho tiempo, no solo por el desastre que causó en su casa, sino también, porque gracias a él había perdido toda su camada de lechones, ahora solo tenía a su cerda con sus tetas llenas de leche y sin sus crías para que la mamaran. “¿Te los comiste, verdad? ¡Te los comiste sin empachos!” Le recriminó Migas, y seguido a ello ladró su perro, como apoyando el argumento de su amo. Nimir, culpable o inocente, seguía hermético como una ostra, ajeno, demasiado ocupado en su mundo interno, en el que de pronto estaban despiertos todos sus demonios para atormentarlo, robarle la paz y el privilegio del justo descanso, sin el cual, la locura estaba garantizada. Pero las cosas no habían sucedido como Migas creía. Costia era uno de los numerosos soldados rimorianos alistado a la fuerza. Había vivido sus casi cincuenta años pasándose de listo, rodeándose de rateros y malvivientes y tratando de estar siempre por encima de los demás, lo que le daba una reputación de delincuente, y lo era, hasta cierto punto. Se lo había dicho a todos los que le escucharan, que él no iba a pelear por Cízarin, que él no estaba ahí para morir por los caprichos de ningún rey sino para sobrevivir y sacar provecho; y en cuanto vio a los hombres caer envenenados, con espanto en los ojos y escupiendo sus entrañas ensangrentadas entre tosidos incontenibles, muriendo sin siquiera desenvainar la espada, decidió considerarse un genio a sí mismo por pensar así y largarse lo antes posible, anunciando su plan en voz alta, como hacen los genios, y cuestionando la inteligencia de quienes se quedaran. Cuatro lo siguieron, un muchachote imberbe con cara de niño grande, poseedor de la risa más tonta y contagiosa de todos los tiempos, un viejo flaco y silencioso, el que por una razón imposible de explicar había decidido abandonarse el pelo a su suerte dejándolo crecer salvaje y agrumado como el de las cabras lanudas de la montaña, un gordo pequeño falto de agilidad en las articulaciones que desertaba porque sabía que no duraría vivo ni media hora en una batalla y Barís, un asesino serial que estaba allí porque le encantaba matar, le daba placer hacerlo, pero no le gustaba poner su vida en riesgo en el proceso, por lo que enfrentarse a un gran grupo de personas con intenciones serias de hacerle mucho daño, no era algo que lo excitara. Él fue quien recordó de inmediato la ubicación de la cabaña de Migas y pensó en buscarla. Así como una buena persona puede reconocer a otra si la ve, de la misma manera, uno que tiene el interior oscuro y siniestro puede identificar a otros de su misma condición con solo observarlos un rato, y ambos lo hicieron en cuanto se conocieron. Él y el viejo Duma tenían historia, negocios juntos de años atrás, además de un extraño parecido físico, como si fueran hermanos de una vida pasada. Su plan era simple, llevar a esos cuatro donde Migas, este siempre tenía alguna botella de algún licor “mágico” para sus invitados que los pondría fuera de combate, luego podrían atarlos y amordazarlos y entonces comenzaría la verdadera celebración con el verdadero licor, como en los viejos tiempos, cuando ambos asesinaban prostitutas en las callejuelas de Bosgos, Cízarin, Rimos o donde fuera que hubieran callejuelas y prostitutas, y las hacían desaparecer hasta los huesos, regocijándose de la total impunidad con la que algunas personas podían ser matadas, pese a la sociedad civilizada en la que vivían. Pero cuando entró, pues la puerta estaba sin tranca, a quien encontró dentro fue a Nimir, intentando meter algo de pulpa de fruta en la boca del viejo Buba, que no parecía interesado en comer desde hace tiempo, y la reacción de ambos fue tan ridícula como inverosímil, porque ambos pudieron ver algo del viejo Migas en el otro, como un parentesco indefinido pero innegable, y se reconocieron como familiares al momento sin siquiera saber el nombre del otro. Barís, que había dejado a sus compinches esperando afuera, le ordenó a Nimir que se escondiera de inmediato, pues aquel tenía que ser pariente de Migas de alguna manera y la familia era algo que él siempre había respetado; y Nimir obedeció sin chistar, pues también tenía la misma impresión, si Migas tenía un hermano o algún otro pariente cercano en alguna parte, debía ser ese, y de seguro que tenía más autoridad que él, y sapiencia, por lo que de inmediato abrió las puertas del hipogeo para ocultarse ahí junto con el viejo al que debía cuidar, pero Barís lo tiró dentro solo, casi a los empujones, pues los otros no tardarían en entrar, además, el viejo Buba no corría más peligro que el de algún despistado con tiempo libre y buena disposición que quisiera sepultarlo definitivamente creyendo que estaba completamente muerto. De los años que lo conocía jamás lo había visto ni siquiera pestañear, una vez lo oyó soltar un pedo, pero eso hasta los muertos lo podían hacer, y él lo sabía mejor que nadie, por lo que, y según su experiencia como asesino por gusto, si no era el blanco y no interfería, lo más probable era que se mantuviera a salvo. Barís alimentaba el fuego cuando Costia entró seguido de los otros, sonreía, había encontrado a los cerdos, algo de licor, y un pequeño barril de vino de nísperos para acompañar la cena.


León Faras.

lunes, 30 de octubre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXII.



Rubi había desarrollado la habilidad de dormir sentada recta en un asiento sin respaldo, como el de la carreta, y además podía sostener el cuerpo de su madre que reposaba sobre su hombro en el proceso. Era increíble e intrigante verla balancearse de un lado a otro, para luego retomar su centro de equilibrio por sí sola. Falena siempre la molestaba diciéndole que tenía el sueño de los perros, porque podía estar roncando, pero al mínimo movimiento a su alrededor abría los ojos al instante, como los perros. Así lo hizo Rubi, cuando la carreta se detuvo. El alba ya se insinuaba, y la visibilidad era decente. Se habían topado de frente con una carreta que venía en sentido contrario, y no era que en el camino no hubiera espacio suficiente para los dos, sino que ambos se detuvieron por información. De la carreta que venía, bajó una mujer muy hermosa pero igualmente angustiada, Falena detectó un aroma como a flores, bastante poco usual, que emanaba de la mujer cuando esta le tomó las manos. La mujer quiso saber de inmediato sobre lo que había sucedido en Bosgos, como si ya tuviera noticias al respecto y solo quisiera los detalles, la chica le dijo lo que sabía, lo que había visto y oído antes de salir de la ciudad, entonces, la mujer reconoció el hatillo que colgaba de su cuello y le rogó que le dijera cómo estaba aquel que se lo había dado, Falena lo vio en sus ojos y no tuvo necesidad de preguntar nada. “Tú hijo estaba sano y salvo cuando salí, con alguien que dijo que era su tía, ayudando a los heridos.” Darlén sonrió aliviada, no necesitaba preguntar nada más, la chica frente a sus ojos era una portadora de la verdad, no tenía dudas, registró sus cosas y sacó otra bolsita de tela amarrada con un cordel de cuero para colgársela del cuello. “Un amuleto, te protegerá.” Le dijo, Falena le aclaró que ya tenía uno, pero la mujer se lo negó con una sonrisa amable. “Oh, no, ese no es más que un remedio para la alergia.” Falena miró hacia atrás, tensa como la cuerda de un arco, casi asustada, Rubi le devolvió la misma mirada, antes de echarle un vistazo temeroso a su madre, pero por suerte la buena de Teté, tal como su angustia innata, seguían dormidas, y no se enterarían de que el amuleto era falso y que en realidad no estuvieron nunca bajo ninguna protección de nada. Eso les confirmaba a las chicas, que el poder premonitorio de su madre para anticipar la muerte de las personas, aunque preocupantemente efectivo a veces, estaba más en su imaginación que en la realidad, pero hacérselo entender a Teté y a sus devotos, era algo que tomaría tiempo. Luego de ello, Falena les pidió referencias sobre el camino que debía seguir, el marido de la mujer hermosa le dio las indicaciones y continuaron su viaje. Junto con la pareja, en la parte de atrás, viajaba otro hombre, uno flaco, maduro y de pelo largo que la miró con cierta incómoda insistencia que a la chica no le gustó, aquel era Cherman, y para él, había algo muy importante en esa muchacha, pero no sabía qué.



Qrima estaba mal, no se quejaba, no dormía, no intentaba pararse, no decía ni pío, solo mantenía la vista fija en el infinito con el ceño fruncido como si estuviera oyendo voces del más allá que le dicen algo indescifrable, pero sin duda muy malo, que está a punto de suceder, sin que hubiera ni luces del viejo testarudo, rezongón y siempre confiado en sí mismo que todos conocían. Gilda estaba preocupada, Nila lo estaba aún más, le había dejado a escondidas a su tío, una botella con un vino de arándanos bastante decente para animarlo, pero el viejo apenas lo había probado. Algo se había roto dentro de él y no era solo un hueso. Los demás se dedicaban a curar heridas, componer descoyunturas y a entablillar a los fracturados. Con la luz del día y luego de la vacua celebración, los sobrevivientes en la ciudad que aún podían moverse, debieron comenzar con la ingrata tarea de amontonar cadáveres y quemarlos, como los rimorianos, porque sepultarlos como los cizarianos les tomaría mucho tiempo y trabajo y no tenían ni uno ni el otro. Apenas empezaban cuando apareció un muchacho corriendo, traía unos ojos enormes, pero no era tanto eso, era más que su rostro estaba empapado de sangre y sus ojos era lo único que sobresalía. “Todos están muertos…” Anunció, pero nadie pareció reconocerlo ni comprender a qué se refería. Cípora, con su aliento mortal y su cara de descarada, le espetó que de quién hablaba, luego de cruzarse de brazos y echarle una mirada de pies a cabeza. El chico la miró como se le mira a la mismísima Muerte cuando se presenta. “Aquellos que perseguían a los que huían… todos murieron.” Explicó el muchacho, con ademanes exagerados y angustia en el tono, pero aún la gente parecía no comprender; era lo que tenía el polvo de ninfas cuando se mezclaba con alcohol, distorsionaba la realidad, a veces la suplantaba o simplemente la ignoraba, pero con un poco de esfuerzo, unos menos otros más, los recuerdos afloraron como una plaga, contagiándose unos a otros hasta que todos tuvieron consciencia de ese grupo en el que todos tenían algún pariente, un novio o un vecino que había sido despedido con vítores y que ahora jamás regresaría, entre ellos, el bueno de Tombo, muy servicial y apuesto, pero con poco talento para la belicosidad, en especial estando drogado. Nina espabiló a sus chicas con golpecitos en la cabeza y a Cípora con uno especialmente fuerte, por haber sido la de la idea, y luego les ordenó que la siguieran. Ella y sus putas se encargarían de apilar e incinerar los cuerpos de los atrevidos desdichados muertos en el campo. “Y a los de ellos, los dejaremos que se pudran al sol y que se los coman los bichos.” Exclamó Cípora, rencorosa, abrazada a una vasija con aceite para lámparas. “No seas tonta, Cipo…” Le espetó otra, una chica de baja estatura llamada Lorina, cuyo andar era irregular debido a una cojera que la acompañaba desde pequeña, “…nadie quiere tener un montón de cuerpos pudriéndose al sol y llenos de bichos donde comen sus cabras y juegan sus niños.” “¡Pues por mí, que los venga a recoger su madre!” Respondió Cípora, con desprecio. Lorina iba a replicar algo sobre las madres, pero Nina detuvo la discusión, el lugar ya estaba a la vista… y era desalentador. Parecía como si un gran globo lleno de sangre y restos humanos hubiese estallado en ese lugar esparciéndose en todas direcciones. Cípora dejó escapar un par de tosidos antes de que le dieran arcadas; aunque no fue gran cosa la que salió de su estómago, sí alcanzó para llamar la atención de todas las chicas, porque ver a Cípora con asco era de todo menos usual. “¡Vaya! Sí tiene estómago esta mujer después de todo…” Exclamó Nina, sin un ápice de comicidad en su tono.


León Faras.

miércoles, 18 de octubre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXI.



Así terminó la batalla por Bosgos, con la más vergonzosa retirada del ejército cizariano y la victoria de un pueblo sin armas, pero que supo organizarse y aprovechar sus recursos. Sin caballos, Demirel y sus hombres corrieron a campo traviesa, exhaustos, deshaciéndose por el camino de sus armaduras que a esas alturas no hacían más que estorbar, y de cualquier otro peso muerto que llevaran excepto por sus espadas, con el miedo en el corazón de ser perseguidos con perros y cazados como cerdos salvajes. Tibrón agradecía que su hija Falena no estuviera presente en este desastre, y más aun que no estuviera entre los centenares de muertos. Todos conocían a Bosgos por sus venenos, pero nadie estaba ni cerca de sospechar lo que les esperaba: venenos que podían respirarse o que actuaban al contacto con la piel eran cosas que ninguno había siquiera imaginado. Demirel era, sin duda, el que estaba más desbastado, se sentía tan humillado que podría dejarse caer de rodillas ahí mismo y romper a llorar como un niño si no estuviera tan ocupado huyendo, y peor aún, sentía que esta sería una ofensa que Gindri jamás le perdonaría, porque una espada nunca debería huir, no una tan orgullosa y altiva como la suya, entonces comprendió lo que ella le pedía y se detuvo de súbito, sus hombres también lo hicieron al verlo, pero él les mandó a continuar, no tenía sentido quedarse a proteger una huida si nadie huía. Se plantó con Gindri apoyada en el piso frente a él, no tardaría el enemigo en aparecer, estaba seguro de eso, con su griterío intimidante y sus puños en alto, para perseguirlos y cazarlos, pero para eso tendrían que pasar por encima de él y de su espada primero y no sería fácil, Gindri ya no se sentía ofendida, estaba impaciente. Entonces, sintió un brusco golpe en el brazo seguido de un largo y satisfactorio eructo, a su lado estaba Éscar, ofreciéndole un trago de un vino de uva ya un poco agrio, en un pellejo que quién sabe de dónde había robado, Demirel lo aceptó, estaba sediento. “Y bien ¿Cuál es tu plan?” Preguntó el instructor, pero antes de que el otro respondiera algo, se comenzó a oír el murmullo distante de la multitud enardecida que está ansiosa por cazar a otros seres humanos. “Ah, ya veo…” Comprendió Éscar.



Mientras las cabras volvían al campo, la gente de Bosgos festejaba eufórica, felices por la victoria a pesar de haber perdido un tercio de su gente y la mitad de su ciudad, pero aún así todo el mundo estaba contento celebrando con alcohol y polvo de ninfas, un hongo que crecía cabeza abajo en los troncos de ciertos árboles caídos y que en pequeñas cantidades producía un estado de felicidad narcótica, mientras que en grandes cantidades provocaba una muerte dulce por sobredosis. Nina y sus chicas desinhibidas, abrazaban y besaban a quien tuvieran más cerca, excepto por Cípora, cuyos encantos era mejor evitar por un par de días debido al espantoso aliento que brotaba de su boca por la bayas que solo ella toleraba masticar, aunque siempre habría más de uno dispuesto a arriesgarse. Fue ella quien gritó la idea de ir tras el invasor, atraparlos y destriparlos como se lo merecían; que no quedara ni uno solo con vida que contara el cuento a su manera, y todos a su alrededor, embriagados y eufóricos, celebraron la idea y se pusieron en marcha de inmediato y sin remilgos, cogiendo del suelo cualquier cosa que sirviera para causar daño a alguien, incluso Cípora que, recogiendo un cascote del suelo, ya empezaba a andar cuando fue agarrada del pelo con fuerza por su jefa. “Tú te quedas aquí.” Le ordenó Nina, pero debió soltarla de inmediato cuando la otra le lanzó el tufo encima como si fuera una gata furiosa. “¡Cielos, mujer! Aléjate de mis flores.” Reclamó la otra, abanicándose la cara con asco. El grupo de hombres y mujeres que marchó no eran más que un montón de inconscientes mal armados y demasiado narcotizados como para darse cuenta de que morir era la opción más segura para la mayoría de ellos, de que no eran soldados, de que estaban abandonando la seguridad de la ciudad por un terreno abierto y sin garantías y de que se encontrarían con dos de los guerreros más tenaces y hábiles con la espada que existían, además de fuertes. Si Emmer o Vanter hubiesen estado allí, le hubiesen advertido que no lo hicieran, que ya habían ganado y que debían descansar, recuperarse y prepararse para la siguiente batalla, no poner en riesgo la vida de más gente a cambio de nada, pero ellos estaban junto a sus mujeres atendiendo a los heridos. El cielo empezaba a clarear y a mejorar la visibilidad, Demirel ya se sentía recuperado y sereno, besó su espada en la cruz pidiéndole que no lo abandonara en el que podía ser su último combate y Éscar, a su lado, luego de mirarlo con grima, negó con la cabeza en silencio, desaprobando su comportamiento como si se tratara de un penoso espectáculo digno del borracho de turno. La espada de Éscar era un bonito mandoble de poco más de un metro de largo con una hoja ancha como la palma de una mano, recta como la justicia y afilada por ambos lados como la determinación, llamada Gloria por su antiguo dueño, aunque su actual dueño apenas lo sabía y mucho menos le importaba. Eso de bautizar espadas era de lo más pretencioso en su opinión y no iba con él, lo que sí sabía, es que había pertenecido a un bravo guerrero rimoriano asesinado por otro mucho más hábil, cuyo nombre era imposible de olvidar debido a lo ridículo que sonaba: Motas, ¿qué clase de nombre era ese? Ambos guerreros se separaron para dejar espacio entre sus espadas, de esa manera no se estorbarían pero tampoco podrían apoyarse el uno en el otro, lo que era lo más conveniente, dada la situación, pues ninguno de los dos esperaba salir con vida, solo dejar de huir.



El combate fue una carnicería, donde un montón de piezas de cacería, atrevidas e ignorantes de su propia suerte, son lanzados al enorme y afilado cuchillo del carnicero para ser degollados, destripados y desmembrados con asombrosa pericia y rapidez a pesar de sus violentos e inútiles intentos por atacar y causar algún daño. Fue un espectáculo digno de la época más infame de los circos romanos, Demirel, supo que había acabado cuando oyó el aullido solitario de un muchacho que se le lanzaba encima con un bastón en alto que el guerrero frenó en el aire sin dificultad. El chico debía de estar muy drogado, porque solo en ese momento la euforia se diluyó en su rostro y comprendió lo que acababa de suceder y la real magnitud de su oponente, no pudo hacer más que soltar su bastón y salir corriendo, tropezando con los cadáveres y resbalando en los charcos de sangre. Aunque solo estaba a pocos metros, era difícil identificar a Éscar sin algo de detenimiento, caído entre tantos cuerpos desparramados. Se había cobrado el último favor con la muerte y esta vez, ésta no lo perdonó, le atravesaron la garganta con una simple y efectiva estaca de madera que aún tenía clavada en el cuello, lo que significaba que probablemente el agresor tampoco contaría su hazaña. En ese momento, unos pasos que apenas oyó a tiempo, aparecieron por su espalda, Gindri estaba lista, pero el hombre tras él, solo parecía perdido y confuso. Demirel lo miró con la cabeza torcida y los ojos pequeñitos: “Yurba, ¿dónde demonios estabas?”


León Faras.

lunes, 2 de octubre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LX.



Migas pensaba abandonar la ciudad él solo con su perro, dejar a su padre en su sepulcro y a su cerda al cuidado de Nimir por un par de días, pero su plan se había arruinado por completo por culpa de la torpeza de Nimir, este ahora no era ni la mitad del hombre que era, y no es que antes fuera una gran cosa tampoco, el pobre se veía disminuido, silencioso y angustiado, con esa particular tendencia a la inacción de los fracturados en el alma, a quedarse inmóvil como un vegetal en cualquier parte donde uno lo dejase, incapaz de ver, oír o ponerle atención a algo, solo capaz de estar y de temer. El viejo lo miró con más frustración que compasión, ahora ese bobo no era más que un lastre para él, ¡Un peso muerto! “Bien, Nimir, cuidate mucho, ¿si? Nos veremos en un par de días…” Comenzó Migas, hablando con indiferencia, luego de dejar a su padre seguro en su hipogeo, y mientras aseguraba a su cerda con una cuerda en la parte trasera de su carreta, “…no te metas en problemas y todo estará bien… pero tú ya sabes eso, eres un tipo listo.” Agregó, intentando sonreír, montando en su carreta para irse y mirando de reojo al pobre de Nimir, quien no le ofrecía ni una sola reacción como respuesta, además de los mocos que debía sorber cada dos minutos. “Esto es culpa tuya, ¿está bien? ¡Te dije que no bebieras ese licor! Ahora ese ya no es mi problema…” Alegó el viejo, enojado y alardeando de estar dispuesto a irse, pero sin decidirse del todo a hacerlo, entonces, su perro soltó un ladrido y Migas se lo quedó mirando por varios segundos, como si el animal le hubiese planteado una idea que debía ser analizada cuidadosamente. “Nos vamos a arrepentir de esto, ya lo verás.” Le advirtió el viejo a su mascota, mientras bajaba de su carreta, negando con la cabeza, obstinado, como si hubiese recibido una orden superior que debe ser obedecida por más estúpida que suene. “Recuerda lo que te digo… esto es un error.” Insistió, dirigiéndose a algo o a alguien en algún punto sobre su cabeza o dentro de ella, luego cogiendo a su dócil amigo por las axilas, lo llevó hasta su carreta para montarlo encima y sentarse a su lado. Dos minutos después, Migas lo increpaba con asco en el rostro: “¡Quieres dejar de hacer eso!” Nimir volvía a sorberse los mocos.



El sonido agudo de un cuerno fue replicado desde varias direcciones, acompañado del grave repiqueteo de un tambor y luego, un extraño silencio se apoderó de la ciudad, era como si todo el ataque a Bosgos hubiera terminado de pronto. Yurba estaba desorientado, había dejado atrás las nubes de veneno, pero aún se sentía como en la peor de sus borracheras. Por la posición de la luna calculó que aún faltaban un par de horas para el amanecer, pero, por como se sentía, no podía estar seguro ni de su nombre. Debía volver con Rubi, el puñal que le salvaría la vida estaba listo, pero sinceramente, no se fiaba mucho de lo que esa bruja pensaba hacer con él y seguro que Rubi tampoco estaría muy de acuerdo con que usaran un puñal ensangrentado en ella. En ese momento se dio cuenta de que vagaba por las afueras de la ciudad, pero que no tenía ni la más tenue idea de en qué dirección iba, solo caminaba buscando un punto de referencia que le dijera dónde carajos estaba y hacia donde debía ir, pero no reconocía nada. Entonces un ruido lo alertó y debió pegarse a la oscuridad de la pared tan rápido como pudo, porque vio pequeños grupos de personas huyendo de la ciudad a toda prisa, como ratas escapando de un granero en llamas, aunque no se veían asustados, sino más bien organizados y concentrados. Le pareció extraño, pero Yurba no estaba interesado en participar en lo que fuera que estuviesen planeando hacer esa gente, por lo que, lo mejor que podía hacer era alejarse de la ciudad, descansar por un par de horas, porque en verdad se sentía agotado, despejar un poco el malestar que sentía en su cabeza y sus tripas y buscar a Rubi al amanecer, luego ya vería qué hacer con el dichoso puñal. Se internó en el pequeño bosque aledaño con paso torpe y sin ninguna idea concreta de en dónde estaba, hasta encontrar un sitio que le pareciera tranquilo y seguro para descansar y dormir un poco, pero algo en el entorno de pronto se le hizo incómodamente familiar, como si ya hubiese estado allí antes y no hace mucho. No podía ser, estaba muy desorientado y bastante atontado, pero no había forma de que, saliendo de la casa de esa bruja, hubiese regresado hasta allí de nuevo sin haber dado nunca la vuelta, ¿o sí? Ahora, como en un susurro de los dioses, sabía exactamente dónde estaba y qué debía hacer, debía devolverle su puñal a la bruja o no pararía nunca de regresar a ese sitio, una y otra vez, porque si no lo hacía, tal vez nunca más volvería a ver la luz del siguiente día, como los pobres desgraciados que desaparecen en el Bosque Muerto y no encuentran más que sus restos pálidos, desecados y consumidos por una noche eterna, o al menos eso es lo que cuentan. Yurba buscó la casa, su idea, que parecía buena, era devolver el puñal y que la bruja Circe lo guardara hasta que él pudiera llevar a Rubi hasta ella, pero para ella, las cosas no funcionaban así. “¿Crees que puedes atrapar el alma de un inocente por el tiempo que quieras, sin que haya consecuencias?” Le preguntó la bruja, con su rostro caprino inclinado hacia un lado, apenas comprendió sus intenciones. “¿Crees que puedes corromperla hasta convertirla en un ser imbuido de maldad y venganza porque tú no estás listo?” Yurba se sentía como un niño torpe siendo duramente regañado por alguna tía-abuela demasiado gruñona. “Pero tú puedes arreglarlo, ¿no?” Balbuceó, un poco ofendido por la reprimenda, ofreciendo el puñal de regreso como quien ha sido sorprendido robando. Circe se lo arrebató de las manos. “¡Inconsciente! ¡Egoísta! ¿Acaso te crees mejor que él!” Y luego de una extraña pausa, agregó: “Tú no eres mejor que nadie, Yurba Bucader.” Todo con esa mujer era demasiado extraño, pero que conociera su apellido cuando ni él mismo solía usarlo, era el colmo de los colmos. “¿Pero cómo demonios…” Quiso preguntar, pero entonces y de improviso, la bruja le clavó el puñal en el corazón hasta poder sentir el mango del arma haciendo presión en su pecho, su rostro, dividido entre la luz y la sombra, entre la belleza y la fealdad, lo miraba con la frialdad de un asesino; sintió el dolor de un corazón que se desangra, el tibio líquido vital esparramándose a borbotones dentro de él, arrebatándole la vida que parece caer a pedazos, la ausencia de aire, la debilidad en las piernas y finalmente el desvanecer de la mente. Abrió los ojos, aún no amanecía, estaba sentado bajo un árbol, le dolía un poco el pecho, como si se hubiese quemado con algo caliente, quiso recordar lo que estaba soñando pero su cabeza no estaba en condiciones de esforzarse mucho en ese momento, solo recordaba la sensación de caer al vacío justo antes de despertarse, luego de eso, bostezó aparatosamente y se acomodó para dormir un poco más.



León Faras.

martes, 19 de septiembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LIX.



Menudo soldado que había resultado ser, en su primera batalla y ya estaba desertando sin haber siquiera desenvainado su espada. Su padre la cubriría, de eso no tenía por qué preocuparse, pero de verdad tenía ganas de probarse en un combate real contra enemigos de verdad… y matar. Su tío Demirel le habló de eso, matar era una cosa seria, le dijo, porque no estaba bien que uno asesinara personas porque se siente con ganas de hacerlo, o con el derecho o porque te despiertas una mañana con deseos de cortarle la garganta a algún pobre desgraciado que a tu juicio está de sobra en este mundo, eso no era correcto, pero se debía estar dispuesto a hacerlo en todo momento y sin dudarlo, porque ese era el trabajo de un soldado, y también la gran diferencia entre un soldado y un asesino. Falena tenía muchas dudas al respecto, pero su tío también le dijo que la primera muerte le diría todo lo que necesitaba saber, que le enseñaría cosas de sí misma que no conocía, que la haría madurar y que la cambiaría para siempre y eso era lo que ella quería, dejar de ser la niña y la princesa para convertirse en un soldado de verdad, y no lo haría hasta que le quitara la vida a su primer enemigo. Su papá le había dicho, con su tono grave y su estilo escueto, que el trabajo de un soldado era mucho más que solo matar, pero a ella no le pareció muy convincente, en cuestiones de soldado confiaba más en su tío Demirel. Ahora salía de la ciudad aledaña caminando delante de los caballos con un farol en la mano para iluminar un camino que le era completamente desconocido y que apenas se podía diferenciar del resto del suelo, un tanto desilusionada, pero convencida de que su madre y su hermana estaban primero que todo lo demás y que era su deber mantenerlas a salvo.



Por su parte, Tibrón y sus hombres estaban en graves problemas, luchando pegados espalda con espalda contra oleadas de enemigos que no parecían acabar nunca, ni estar dispuestos a ceder. No resistirían mucho así, pero los demás no estaban mejor, habían perdido mucho más que solo el respeto de esa gente, los Tronadores se quedaban sin munición y algunos ya habían sido destruidos, además, todos estaban tan dispersos que cada uno tenía su propia batalla particular y sus propios problemas personales. Váspoli, con tan solo una docena de hombres montados a caballo y con los rostros cubiertos como bandidos, había logrado agrupar a poco más de cincuenta, rescatándolos, literalmente, de las garras del enemigo y de la muerte, y trayéndolos de regreso a la seguridad del grupo. Ellos llegaron a apoyar al menguado grupo de Tibrón, abriendo paso con el pecho de sus caballos y las puntas de sus espadas hasta ellos y dándoles un respiro a sus agotados músculos. “¡Creí que era el fin!” Alegó Cal Desci, dejando caer los brazos por un segundo y tomando el aire a bocanadas, “¡Todavía lo es!” le replicó Aregel, indicándole que debían salir del atolladero en el que estaban metidos antes de creerse estar a salvo. Esa era la idea de Váspoli, rescatar y reagrupar a los que aún estaban luchando, pero entonces se oyó un cuerno, agudo como una trompetilla, que se replicó por todas partes de la ciudad como aullido de lobos, y luego todos los habitantes de la ciudad que aún peleaban comenzaron a retirarse, a desaparecer como recibiendo una orden superior a la cual todos obedecían. Demirel, Váspoli, Tibrón y todos los demás quedaron perplejos, salvo por algunos perros disputándose el cadáver de algún pobre desgraciado caído en esa batalla infame, estaban completamente solos dentro de una ciudad a medio destruir y casi en completo silencio. Aquello no podía ser nada bueno, esa gente no se había ido para darles un respiro, ahora eran ellos los que estaban dentro del círculo y los bosgoneses afuera y seguro que tenían un plan. Demirel llamó a Váspoli y a otro de sus soldados, uno que estaba herido en una pierna, y los envió de regreso a Cízarin, algo le decía que si no los enviaba ahora, no saldría nadie de allí para contar la historia. Apenas el sonido de sus cascos desapareció, un ruido lejano de silbidos y ladridos de perros empezó a hacerse latente, seguido del insistente balido de cabras y murmullo de algo muy grande acercándose. “¡Oh, mierda, no puede ser!” Dijo alguien al que todos voltearon a mirar nada más oír su voz, ese era Éscar y estaba vivo, parecía como si hubiese rodado montaña abajo sobre rocas escarpadas y multitud de espinas, pero estaba vivo y sobándose el cuello donde la soga le había dejado un verdugón rugoso y negro. Todos lo miraban como si se hubiese levantado de su tumba, pero él solo se limitó a terminar lo que iba a decir, “¡¿Nos van atacar con un ejército de putas cabras?!” Sonaba estúpido, pero pronto se vieron invadidos por un mar de cabras que entraban por todos lados, pero que no hacían más que estorbar sin causar ningún daño, eso, hasta que les lanzaron el Urticario encima. Aquella era una jugarreta muy popular entre los muchachos en Bosgos, y todos habían sido muchachos alguna vez; consistía en deleitarse insanamente viendo a los pobres animales enloquecer y desesperarse durante algunos minutos por la comezón. El Urticario en líquido era más fuerte, pero una vez que caía no se esparcía, en cambio, el en polvo, no era tan poderoso pero sí mucho más duradero, porque era capaz de mantenerse suspendido como una nube gracias al mismo ajetreo de las cabras, y de esa manera también trasladarse por el aire. Usaron ambos, y obviamente, no era que solo afectara a las cabras, sino que a todo lo que tuviera piel también. Las bombas tóxicas de Urticario estallaron sobre todos y en un segundo todo cambió, los animales literalmente enloquecieron, y al estar apretujados unos contra otros, la locura se volvió en masa. Las cabras comenzaron a golpear lo que estuviera cerca con tal de alejarse de la comezón que les rodeaba, pero sin lograr ir a ningún lado, los hombres que aún estaban montados fueron derribados de sus caballos al no poder controlarlos y los otros, que resistían lo mejor que podían el embate de una multitud de bestias coléricas y fuera de sí, pronto descubrirían el infierno de sentir el Urticario bajo el metal de sus armaduras, adherido a su piel gracias al sudor que los cubría, moviéndose bajo esta como lombrices endemoniadas; la desesperación de estar luchando contra un enemigo despiadado al que no se le puede enfrentar. Resistieron hasta donde pudieron y más, hasta que la comezón se volvió insostenible y comenzó a ocupar todos los espacios de su mente, hasta que ya no pudieron controlar los espasmos musculares que surgían por todas partes de su cuerpo, hasta que su propio sudor se volvió su enemigo y hasta que los hombres empezaron a caer uno a uno, presas de la desesperación y de una locura temporal incontenible; a desaparecer en un mar agitado y violento de cabras furiosas del que, la mayoría, no volvería a salir. Entonces Demirel, viendo que la voluntad de sus hombres flaqueaba tanto como la suya ante ese enemigo implacable adherido a su piel, ordenó la retirada, que más bien fue un ¡Huyan! O un, ¡sálvese quién pueda! Pero que ninguno de los que quedaban en pie se atrevió a cuestionar. Era la retirada más vergonzosa de sus vidas, además de complicada porque las cabras no se lo ponían nada fácil, pero entonces hubo un estallido justo enfrente de ellos, y los animales les abrieron el paso como si se tratara de un milagro. Furio estaba del otro lado con uno de sus hombres y armado con un Tronador que aún se mantenía en pie, cojeaba y había perdido un ojo, pero por alguna razón, su compañero se veía peor que él, como si estuviera a la mitad de un terrible calvario. “Te ves feo, amigo, ¿qué mierda te pasó?” Preguntó Éscar, el primero en llegar. Furio lo miró incapaz de responder tal cosa, hasta que el otro lo zamarreó cogiéndolo amistosamente por los hombros y riendo, “¡Solo bromeo!” Por algún motivo que nadie concebía, ese maldito instructor, además de ser el hombre más inestable e impredecible sobre la tierra, y de regresar tan campante de la muerte, parecía ser inmune al Urticario, o resistía sus efectos sorprendentemente bien. Mientras los demás estaban al borde de la locura, él solo bromeaba.


León Faras.

martes, 5 de septiembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LVIII.



Emmer cayó al suelo agarrándose el pecho ante la mirada de incredulidad de Demirel, quien no podía creer que estuviera viviendo la misma escena otra vez, y de Qrima, quien tampoco podía creer que de nuevo estuvieran en la misma situación. El viejo arrastró al herido por en medio de la trifulca y zalagarda de gente cargando a montones contra otras gentes, hasta encontrar una pared donde reposarlo y reposar él también, porque se sentía como si hubiese arrastrado un buey atrapado en un lodazal, en vez de solo tirar de un hombre. “¿Vas a estar bien?” Preguntó Qrima, con cara de afligido debido a que le faltaba el aire en ese momento y su corazón corría como no lo había hecho en mucho tiempo. Emmer respiraba con dificultad, demostrando dolor en cada suspiro, entonces, se abrió la camisa y con la yema de los dedos palpó la bola de hierro incrustada en su esternón, estaba ahí, podía sentirla, cogió la mano de Qrima y se la llevó a la bala, “¡Sácala!” le ordenó. Aquello sorprendió un poco al viejo, pero pronto comprendió que su amigo no era precisamente un hombre ordinario, por lo que se puso en posición, cogió su puñal y apretando los labios con fuerza, como si aquello sirviese para algo, lo enterró en el pecho de su compañero, justo al lado de la bola de hierro, para removerla luego con un movimiento de palanca hacia afuera. Emmer no se contuvo, soltó el grito que le brotó del cuerpo sin remilgos ni delicadezas, aunque en medio de ese bullicio tuvo el mismo impacto que una meada bajo la lluvia, su cicatrización de inmortal hizo el resto y pronto estaba listo para volver a la batalla, no así su viejo amigo, Qrima, cuyo cansancio era más profundo que solo el ajetreo de aquel día. Vanter y Gúnur aparecieron pronto, traían sus armas teñidas de rojo casi por completo. La brecha había sido abierta y la gente huía en masa por ahí. El guerrero de la espada desmesurada, era bueno, pero no podía contenerlos a todos él solo, además, habían llegado refuerzos de la ciudad aledaña y las cosas se estaban poniendo al fin de su lado. En ese momento, la pared contra la que Qrima estaba apoyado, voló en pedazos tras el disparo de un Tronador, a los que cada vez se les estaba haciendo más difícil ganarse el respeto de esa gente. Luego del estruendo y la polvareda, encontraron al viejo tirado en el suelo, estaba cubierto de tierra, medio sordo y profundamente consternado, pero vivo, claramente, todo eso había sido demasiado para él en un solo día. Debían llevarlo con Nina, ella y su gente tenían organizado un grupo para sacar a los heridos hacia un lugar seguro.



Yurba tenía un problema, él quería ayudar a Rubi porque Rubi en verdad le gustaba, pero toda esa experiencia con la mujer con cara de cabra fue demasiado rara, él no había sido del todo él en ese lugar, se sentía manipulado como un pelele, y además, ¿cómo carajos había llegado hasta esa casa en primer lugar? si ahora no sabría decir dónde está ni aunque se lo preguntaran a azotes. Caminaba de regreso a la ciudad con un puñal manchado de sangre y la misión de asesinar a un inocente con él para salvar la vida de su chica, que ni siquiera era su chica, porque Rubi lo trataba la mayoría del tiempo como a una molestia, como si fuera caca en sus zapatos, y no la culpaba, si era él el que no dejaba de hostigarla y ella de rechazarlo, pero si no insistía estaba jodido. La peste que emanaba de la ciudad lo hizo sentir un poco enfermo, al principio lo resistió pero no se le pasaba el malestar, sino por el contrario, el efecto era acumulativo. El aire no se movía esa noche y los gases no se dispersaban, olía como a huevos podridos y orines acumulados; como a orines acumulados dentro de un huevo podrido. Como a estar encerrado dentro de ese huevo. Se sintió mareado y con deseos de vomitar, y lo hizo, aunque no fue mucho lo que salió de su estómago, pues hace rato que no había mucho ahí. Estaba solo y no era difícil de adivinar el porqué. Halló una escalera y trepó al techo de una casa, una vez arriba, notó que varias sombras oscuras se movilizaban por sobre los tejados de la ciudad, eran bosgoneses que sabían que arriba el aire era más respirable que abajo. Divisó un grupo de ellos destruyendo un Tronador atrapado entre los escombros y a sus operadores que luchaban por liberarlo, lanzándose sobre ellos como una manada de ratas hambrientas sobre una alimaña indefensa y luego desapareciendo como asaltantes en la noche, cada uno con un trozo de la víctima. Comenzó a moverse sobre cuatro patas, no porque le temiera a las alturas, que tampoco eran casas demasiado altas, sino porque aún se sentía mareado y porque creía que así pasaría más desapercibido, pero no fue así, se encontró casi de frente con un pequeño grupo de bosgoneses agazapados sobre un techo que lo vieron mucho antes de que él pudiera verlos: eran tres adolescentes, dos chicos y una chica. “¿Quién eres?” Preguntó uno de ellos y Yurba, aún un poco atontado por los gases tóxicos, respondió torpemente dándole su nombre, como si lo conocieran. “¡Quién?” Replicó el otro con el ceño apretado, porque jamás había oído nombre parecido a ese. Yurba soltó una risa de borracho por su torpeza. “Escuchen, yo solo quiero un poco de aire fresco, eso es todo.” Se excusó mostrando las palmas de sus manos desnudas en señal amistosa. No tenía espada, nada excepto el puñal que la bruja le dio, pero ni siquiera alcanzó a sacarlo, porque los muchachos convinieron de inmediato en que aquel hombre pequeño y calvo no era de los suyos y por lo tanto, no merecía gastar su aire fresco. Yurba recibió un bastonazo en la cabeza que nunca vio venir, y que lo arrojó de vuelta al suelo apestoso de donde venía, esta vez para quedarse allí por un rato, inconsciente.



Respirar a ras de suelo era mejor que hacerlo de pie, eso fue algo que Yurba descubrió cuando despertó. Lo hizo de pronto cuando sintió que manos ajenas lo estaban registrando con vivacidad, su mente reaccionó rápido, recordó la guerra, el golpe en la cabeza, el puñal y a Rubi, todo en el tiempo que le tomó abrir los ojos. Cogió al que le estaba robando sus cosas por las solapas y sin pensar en nada, clavó su puñal en el cuello del malhechor. Lo hizo sin decir una palabra, sin un gesto en la cara, sin emociones, ni buenas ni malas, lo hizo como quien usa su cuchillo para despellejar una liebre. Solo vio sus ojos, abiertos como platos, cejas gruesas y abundante cabello alborotado, el resto de su cara estaba tapada por un pañuelo empapado en orina, también pudo oír la carrera de sus compinches que huían como ratas ante la desgracia de un camarada. Yurba tardó unos segundos en asimilar lo que estaba sucediendo y lo que acababa de hacer, en darse cuenta de que, al que acababa de matar, no era más que un niño de diez años, doce a lo mucho, chiquillos que aprovechaban la noche y la guerra para saquear cadáveres y obtener algo de ganancias en medio de tantas pérdidas; en notar que el maldito puñal estaba seco, como si hubiese absorbido la sangre en vez de derramarla y que, fuera como fuera, ya tenía la vida del inocente que la bruja le pidió.


León Faras.