martes, 5 de septiembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LVIII.



Emmer cayó al suelo agarrándose el pecho ante la mirada de incredulidad de Demirel, quien no podía creer que estuviera viviendo la misma escena otra vez, y de Qrima, quien tampoco podía creer que de nuevo estuvieran en la misma situación. El viejo arrastró al herido por en medio de la trifulca y zalagarda de gente cargando a montones contra otras gentes, hasta encontrar una pared donde reposarlo y reposar él también, porque se sentía como si hubiese arrastrado un buey atrapado en un lodazal, en vez de solo tirar de un hombre. “¿Vas a estar bien?” Preguntó Qrima, con cara de afligido debido a que le faltaba el aire en ese momento y su corazón corría como no lo había hecho en mucho tiempo. Emmer respiraba con dificultad, demostrando dolor en cada suspiro, entonces, se abrió la camisa y con la yema de los dedos palpó la bola de hierro incrustada en su esternón, estaba ahí, podía sentirla, cogió la mano de Qrima y se la llevó a la bala, “¡Sácala!” le ordenó. Aquello sorprendió un poco al viejo, pero pronto comprendió que su amigo no era precisamente un hombre ordinario, por lo que se puso en posición, cogió su puñal y apretando los labios con fuerza, como si aquello sirviese para algo, lo enterró en el pecho de su compañero, justo al lado de la bola de hierro, para removerla luego con un movimiento de palanca hacia afuera. Emmer no se contuvo, soltó el grito que le brotó del cuerpo sin remilgos ni delicadezas, aunque en medio de ese bullicio tuvo el mismo impacto que una meada bajo la lluvia, su cicatrización de inmortal hizo el resto y pronto estaba listo para volver a la batalla, no así su viejo amigo, Qrima, cuyo cansancio era más profundo que solo el ajetreo de aquel día. Vanter y Gúnur aparecieron pronto, traían sus armas teñidas de rojo casi por completo. La brecha había sido abierta y la gente huía en masa por ahí. El guerrero de la espada desmesurada, era bueno, pero no podía contenerlos a todos él solo, además, habían llegado refuerzos de la ciudad aledaña y las cosas se estaban poniendo al fin de su lado. En ese momento, la pared contra la que Qrima estaba apoyado, voló en pedazos tras el disparo de un Tronador, a los que cada vez se les estaba haciendo más difícil ganarse el respeto de esa gente. Luego del estruendo y la polvareda, encontraron al viejo tirado en el suelo, estaba cubierto de tierra, medio sordo y profundamente consternado, pero vivo, claramente, todo eso había sido demasiado para él en un solo día. Debían llevarlo con Nina, ella y su gente tenían organizado un grupo para sacar a los heridos hacia un lugar seguro.



Yurba tenía un problema, él quería ayudar a Rubi porque Rubi en verdad le gustaba, pero toda esa experiencia con la mujer con cara de cabra fue demasiado rara, él no había sido del todo él en ese lugar, se sentía manipulado como un pelele, y además, ¿cómo carajos había llegado hasta esa casa en primer lugar? si ahora no sabría decir dónde está ni aunque se lo preguntaran a azotes. Caminaba de regreso a la ciudad con un puñal manchado de sangre y la misión de asesinar a un inocente con él para salvar la vida de su chica, que ni siquiera era su chica, porque Rubi lo trataba la mayoría del tiempo como a una molestia, como si fuera caca en sus zapatos, y no la culpaba, si era él el que no dejaba de hostigarla y ella de rechazarlo, pero si no insistía estaba jodido. La peste que emanaba de la ciudad lo hizo sentir un poco enfermo, al principio lo resistió pero no se le pasaba el malestar, sino por el contrario, el efecto era acumulativo. El aire no se movía esa noche y los gases no se dispersaban, olía como a huevos podridos y orines acumulados; como a orines acumulados dentro de un huevo podrido. Como a estar encerrado dentro de ese huevo. Se sintió mareado y con deseos de vomitar, y lo hizo, aunque no fue mucho lo que salió de su estómago, pues hace rato que no había mucho ahí. Estaba solo y no era difícil de adivinar el porqué. Halló una escalera y trepó al techo de una casa, una vez arriba, notó que varias sombras oscuras se movilizaban por sobre los tejados de la ciudad, eran bosgoneses que sabían que arriba el aire era más respirable que abajo. Divisó un grupo de ellos destruyendo un Tronador atrapado entre los escombros y a sus operadores que luchaban por liberarlo, lanzándose sobre ellos como una manada de ratas hambrientas sobre una alimaña indefensa y luego desapareciendo como asaltantes en la noche, cada uno con un trozo de la víctima. Comenzó a moverse sobre cuatro patas, no porque le temiera a las alturas, que tampoco eran casas demasiado altas, sino porque aún se sentía mareado y porque creía que así pasaría más desapercibido, pero no fue así, se encontró casi de frente con un pequeño grupo de bosgoneses agazapados sobre un techo que lo vieron mucho antes de que él pudiera verlos: eran tres adolescentes, dos chicos y una chica. “¿Quién eres?” Preguntó uno de ellos y Yurba, aún un poco atontado por los gases tóxicos, respondió torpemente dándole su nombre, como si lo conocieran. “¡Quién?” Replicó el otro con el ceño apretado, porque jamás había oído nombre parecido a ese. Yurba soltó una risa de borracho por su torpeza. “Escuchen, yo solo quiero un poco de aire fresco, eso es todo.” Se excusó mostrando las palmas de sus manos desnudas en señal amistosa. No tenía espada, nada excepto el puñal que la bruja le dio, pero ni siquiera alcanzó a sacarlo, porque los muchachos convinieron de inmediato en que aquel hombre pequeño y calvo no era de los suyos y por lo tanto, no merecía gastar su aire fresco. Yurba recibió un bastonazo en la cabeza que nunca vio venir, y que lo arrojó de vuelta al suelo apestoso de donde venía, esta vez para quedarse allí por un rato, inconsciente.



Respirar a ras de suelo era mejor que hacerlo de pie, eso fue algo que Yurba descubrió cuando despertó. Lo hizo de pronto cuando sintió que manos ajenas lo estaban registrando con vivacidad, su mente reaccionó rápido, recordó la guerra, el golpe en la cabeza, el puñal y a Rubi, todo en el tiempo que le tomó abrir los ojos. Cogió al que le estaba robando sus cosas por las solapas y sin pensar en nada, clavó su puñal en el cuello del malhechor. Lo hizo sin decir una palabra, sin un gesto en la cara, sin emociones, ni buenas ni malas, lo hizo como quien usa su cuchillo para despellejar una liebre. Solo vio sus ojos, abiertos como platos, cejas gruesas y abundante cabello alborotado, el resto de su cara estaba tapada por un pañuelo empapado en orina, también pudo oír la carrera de sus compinches que huían como ratas ante la desgracia de un camarada. Yurba tardó unos segundos en asimilar lo que estaba sucediendo y lo que acababa de hacer, en darse cuenta de que, al que acababa de matar, no era más que un niño de diez años, doce a lo mucho, chiquillos que aprovechaban la noche y la guerra para saquear cadáveres y obtener algo de ganancias en medio de tantas pérdidas; en notar que el maldito puñal estaba seco, como si hubiese absorbido la sangre en vez de derramarla y que, fuera como fuera, ya tenía la vida del inocente que la bruja le pidió.


León Faras.

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