martes, 26 de marzo de 2019

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXIII.

A la mañana siguiente, las cosas no empezaban bien para Cornelio, Eusebio Monje lo despertaba de madrugada, prácticamente al alba, con sendos golpes en la puerta de su oficina. Más le valía tener una buena razón para hacer eso y sí que la tenía, Beatriz Blanco abrió la puerta, cubierta con una bata de levantarse, exagerando contrariedad en su voz y ademanes, el gemelo fue escueto y directo como un dardo, “Eugenio está mal.” Nada más, y se dio la vuelta y volvió por donde había venido. No era un hombre de muchas palabras, más bien pocas, duras y directas, lo contrario de su hermano, conciliador, evasivo y sensible, pero tampoco era que la mujer le agradara demasiado. Beatriz cambió el rostro, cerró la puerta y dos minutos después salía vestida y corriendo a la tienda de los gemelos. Eugenio había llegado a significar mucho para ella, era el tipo de hombre al que le hubiese gustado amar, pero por el que nunca pudo sentir más que un gran cariño, él sí la amó, alguna vez, y estuvo dispuesto a huir, a dejar el circo, incluso a abandonar a su hermano para irse con ella, pero ella no lo siguió, lo quería, pero en realidad, no deseaba abandonar a Cornelio Morris y no lo hizo. Eugenio lo aceptó, con todo el dolor de la decepción, pero él era un hombre bueno y no la iba a odiar por eso, ella no lo amaba y no había forma de que eso cambiara, luego, su habilidad para manipular el tiempo, hizo que se fuera poniendo viejo junto con su hermano, mucho más rápido que el resto de las personas y poco a poco sus ambiciones con Beatriz se fueron disipando hasta quedar relegadas a algún cajón olvidado en las bodegas del inconsciente. Sin embargo, su hermano Eusebio desde ese día comenzó a odiar a la mujer por el desprecio hacia su hermano, un odio mudo, inocuo, pero odio al fin y al cabo, y ese no se disipaba, estaba ahí, plantado como un árbol, que aunque no hiciera nada, era imposible de ignorar. Cuando llegó Cornelio, encontró a Beatriz arrodillada en el suelo junto al lecho de Eugenio Monje, tomando la mano de éste y acariciando su frente. Se veía de pronto mucho más viejo y débil, inconsciente, sudoroso y con una respiración apenas perceptible. Al otro lado estaba Eusebio, sentado sobre su litera, se veía profundamente agotado, era evidente que no había dormido nada en toda la noche, Morris le dirigió una mirada y sin una palabra se lo dijeron todo, estaban varados ahí, sin su hermano, el circo no iría a ningún lado. Eloísa se acercó a observar qué pasaba, “Trae al Curandero…” Susurró Eusebio a su jefe, Beatriz también lo miró anhelante, “Eso tiene un precio, además…” alcanzó a responder Morris, Eusebio lo interrumpió “Yo le daré la sangre que quiera…” Cornelio se lo negó, el mellizo insistió y Morris acabó la discusión con su vozarrón de capitán de barco “¡Idiota! de qué me sirve que salves a tu hermano si luego te mueres tú” “Yo le puedo dar la sangre…” dijo Beatriz con la voz más suave del mundo, pero Cornelio ni siquiera la tomó en serio, se dio la vuelta con una sonrisa de desprecio y salió de la tienda.

De pronto, las ratoneras para capturar ratones vivos, habían vuelto a hacerse muy populares en el circo. Se habían esparcido por todas partes y cada cierto tiempo, alguien tenía que revisarlas, como no, Von Hagen era uno de ellos. Éste estaba parado allí con una pequeña ratonera en la mano, en la que dos ratoncitos se colgaban de los alambres de la reja en busca de una salida. Estaba de pie frente a la jaula “del nuevo” Diego Perdiguero, quien permanecía acuclillado en un rincón con la cara pegada a la pared donde los barrotes estaban cubiertos por una lona gruesa, evitando a toda costa los rayos del sol. Lo escuchaba balbucear palabras como para sí mismo, mientras se preguntaba en qué nefasto momento de su vida había tenido la infeliz idea de pedir trabajo en este circo, cuando escuchó su nombre gritado estridentemente por Cornelio Morris, “¡Horacio, ven aquí!” Eloísa lo seguía expectante. Von Hagen se quedó ahí parado como un idiota hasta que escuchó el grito de su jefe por segunda vez, “¡Ahora!” entonces dio un respingo, soltó la ratonera y salió corriendo. “Ve al pueblo, busca un médico y tráelo aquí” Horacio dudó unos segundos, cuánto tiempo hacía que no salía de dentro de los dominios del circo, pero cuando por fin echaba a correr, Cornelio lo detuvo para darle algo de dinero para el doctor. Horacio se atrevió a preguntar para quién era el médico, Morris lo miró como si estuviera intentando cuestionarlo, pero pronto recapacitó y suavizó el rostro. Le entregó el dinero, “Es para Eugenio, está muy mal. ¡Date prisa!”

Horacio se internó en el pueblo como un animal salvaje se interna en los dominios del hombre, asustado y fuera de su hábitat y de la misma manera la gente con la que se encontró lo recibió, con sorpresa, incluso miedo, como si se tratara de alguna criatura peligrosa escapada de un circo. Muchos que ya habían visto el circo, pensaron de hecho que así había sido. Les costaba ver a un ser humano debajo de todo ese pelo que le cubría la cara y todo el cuerpo, además Von Hagen no era un gran socializador dentro del circo y mucho menos fuera de él, con completos desconocidos, sólo se limitaba a pedir un doctor a viva voz, preocupando aún más a las personas que de inmediato se imaginaban que el pobre tenía una enfermedad rarísima que con toda seguridad sería contagiosa y pronto todo el pueblo estaría criando pelos hasta los ojos. Casi como si se tratara de un leproso, una bondadosa mujer, con la boca y la nariz tapada con el delantal, le indicó una dirección que seguir con el dedo y dos palabras rápidas, que más parecía que lo estaba tratando de sacar lo antes posible de su barrio, pero en realidad la indicación sí era correcta. Un poco más allá, un señor un poco borracho, a pesar de la hora, pero con los prejuicios ahogados en alcohol, incluso asegurando que en su vida había conocido hombres mucho más peludos que él, le señaló con exactitud, y un tufo que pateaba como una mula, el lugar exacto donde el único médico del pueblo atendía: un edificio de dos pisos, rojo con los bordes blancos, apretujado contra el final de la calle, con una escalera en la entrada y una placa de metal junto a la puerta que rezaba “Remigio Parragorda. Médico” Sí, en cuestión de apellidos, uno se podía encontrar cosas muy raras.

Una mujer madura, pero muy maquillada, con un peinado de salón y unos coquetos anteojos en la punta de una naricilla afilada, se puso de pie de un salto y con un agudo gritito de adolescente, al ver irrumpir en su recepción a un hombre parecido a un orangután atolondrado, urgido por ver a un doctor. Sólo se tranquilizó cuando éste depositó en su escritorio un puñado de billetes arrugados y ovillados entre sí. La mujer volvió a sentarse con desconfianza y la punta de los dedos de su mano izquierda en medio de su prominente busto, como queriendo calmar su acelerado corazón después del susto, “El doctor está ocupado ahora. Tiene que esperar unos minutitos, ¿Sí?” le dijo con sus delineadas cejas bien levantadas y mirando por encima del marco de los anteojos, Von Hagen intentó explicar que el doctor no era para él, sino para que lo acompañara al circo donde un amigo se había puesto muy enfermo, pero la mujer, ya completamente repuesta del susto, le repitió con voz de estar hablándole a un niño pequeño, que aquellos minutitos eran sagrados y le recalcó que no había absolutamente nada que se pudiera hacer al respecto, entonces sonó el teléfono y la mujer respondió. Horacio recordó la foto en su bolsillo trasero, el número anotado allí, pensó que allí no habría peligro. Se preguntó si la mujer le permitiría hacer una pequeñísima llamada.

Veinte minutos después, un chico corría a toda velocidad, enviado por el turco Emre con un mensaje para Vicente Corona.



León Faras.

lunes, 18 de marzo de 2019

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.


XXXV.

Damir era un hombrecito pequeño, delgado, musculoso y profusamente velludo, una cualidad poderosa en él que heredaba a todos sus hijos e hijas, pero no era la que lo identificaba, Damir era definido por su personalidad nerviosa, ansiosa y acelerada, no paraba de moverse aun cuando estaba quieto; comía, bebía y dormía como si el mundo estuviera a punto de acabarse y lo más notorio, no paraba de sonreír, aun en los momentos más inadecuados, mantenía esa sonrisa nerviosa, obsesa y falsa. Corría con pacitos cortos y rápidos detrás de los gemelos Éger y Egan que iban delante improvisando una ruta de escape, tras él venía Cransi, moviendo su enorme humanidad tan rápido como le era posible. Más atrás venían el religioso Garma y al último, Cherman, el cojo, el cual se movía con bastante habilidad sobre su pierna de madera, pero muy lejos de la velocidad de un hombre con sus dos piernas completas. Huyeron entre callejones y callejuelas hasta que notaron que ya no les perseguían, la lluvia no les golpeaba en la cara y no había más barro ni agua bajo sus pies; estaban en unas galerías de madera iluminadas con antorchas y lámparas por todos lados, construidas sobre innumerables pilotes anclados al lecho del torrentoso río Jazza, había escaleras, plataformas, toldos que protegían del sol y la lluvia, comercios y más galerías sobre esa galería y gente, gente que parecía no haberse enterado de nada, algunos amontonados en casuchas, otros en botes amarrados a los postes, la mayoría apiñados en los bordes y rincones, sentados en el suelo y con los pies colgando. En cierto modo, el lugar recordaba a Rimos; era conocido como Jazzabar, el puerto fluvial de Cízarin y también, en cierto sentido, era un pequeño reino independiente dentro de otro, que contaba con su propio territorio, en su mayoría construido artificialmente sobre el río, sus propias reglas y por supuesto, como todo reino, su propio rey: lo llamaban Cegarra, “El Feo”, un hombre de unos cincuenta años, tal vez un poco menos, flaco, aunque de prominente pecho y brazos musculosos, con el rostro cuadrado, una gran y tosca mandíbula, una nariz pequeña y machacada a golpes, cejas casi inexistentes y un parche en el ojo derecho del que sobresalía una profunda cicatriz desde la frente al pómulo. Los Rimorianos aminoraron la marcha, no había rastro de los soldados que les perseguían, de seguro, con ayuda de la oscuridad y la lluvia, los habían logrado despistar. Eran observados por todos pero nadie les dirigía ni una sola palabra, caminaban despacio acariciando las armas como si quisieran tranquilizarlas, debían salir de allí, pero volver por donde habían llegado, no era opción. Un griterío se sentía cada vez un poco más fuerte por sobre el estrépito de la lluvia, entonces, un hombre los señaló con el dedo y un anciano magro, con el sol de un siglo acumulado en la piel, se apresuró a interceptarlos, parecía contrariado, “¡Pero qué rayos! se suponía que debían llegar ayer, el gran Tigar actuó ayer y sólo lo hizo con algunos perros, fue de lo más deplorable e indigno que se haya visto en años, ¡Por los dioses! nunca había visto gente yéndose de La Rueda antes de que el espectáculo terminase, ¡Nunca!... incluso fue meado uno de esos pobres desgraciados…” El viejo se detuvo unos segundos para echarles un vistazo, la lluvia los había empapado, pero aun así se podía ver la maza de Cransi manchada de sangre aún brillante entre las púas, el escudo de Éger atravesado de extremo a extremo por un chorro de sangre espesa como la crema y la armadura de cuero marrón y negra de Damir, igualmente manchada de sangre como si la hubiese usado para destazar animales, lo mismo que su espada corta. El viejo dudó, pero disipó sus dudas con un gesto de su mano casi en el acto “Ya veo por qué han tardado. Síganme” Antes de Ponerse a caminar, Cransi preguntó a Garma si sabía qué cosa era aquello del gran Tigar, éste sólo se limitó a poner cara de dolor y a asentir, “¿Y crees que vamos a verlo actuar?...” agregó Cransi achicando los ojos y enseñando los dientes. Garma ya caminaba, pero aun así se dio el tiempo para voltear y asentir con más entusiasmo y más gesto de dolor en el rostro.

La Rueda era una barraca enorme, construida con forma de barril en cuya base, redonda y con un agujero en medio, se llevaba a cabo, uno de los actos de entretenimiento más antiguos y populares del mundo: las peleas a muerte. En aquel preciso instante, luchaban dos hombres desnudos, aquellas eran llamadas, peleas de “perros” pues se trataba de dos o más hombres que luchaban desarmados y atados por el cuello con largas cuerdas, lo que indicaba que no estaban allí por gusto. Las cuerdas no eran para evitar que aquellos huyeran, no había forma de que lo hicieran, en realidad, eran para que el que cayera o fuera arrojado por el agujero, muriera estrangulado y se le diera vencedor al otro, aunque habían casos en que aquello no sucedía. Los guerreros se diferenciaban de los perros porque éstos entraban a la Rueda por voluntad propia: vestidos, armados y sin ataduras de ningún tipo. Aquellos podían acceder con mayor facilidad a obtener el beneplácito y apoyo del público, que los podía llegar a tratar con respeto e incluso admiración, cosa que no sucedía con los perros, los que generalmente eran tratados como basura, insultados y vilipendiados sin importar si ganaban o perdían. Las formas ingeniosas de desprecio y humillación hacia los perros eran parte del espectáculo, el público, que se amontonaba en numerosos pisos de galerías en las paredes de la Rueda, tenía todo el derecho de expresarse libremente y como mejor les pareciera, eso significaba insultos, objetos arrojadizos e incluso sus propios orines. No eran pocos los perros que, si tenían suerte en su primer combate, optaban a convertirse en guerreros, para obtener un trato más digno y algo de ganancias, por otro lado, los guerreros convertidos en perro también podían darse, aunque con mucho menos frecuencia, hombres, por lo general buenos guerreros, pues aún estaban vivos, caídos en desgracia, cuyas deudas les obligaban a luchar para pagarlas. Nunca un guerrero lucha con un perro.

Los Rimorianos fueron ingresados a la Rueda por un pasillo especial para los luchadores, un sitio oscuro, lleno de rejas protegidas por guardias rechonchos y malhumorados para acceder y algunas jaulas deprimentes, donde encerraban a los perros condenados a luchar. El griterío de la Rueda retumbaba ahí dentro de forma intimidante, el piso de tierra, estaba pavimentado con sangre, sudor y orina, su olor era algo difícil de describir, único y se grababa a fuego junto con las emociones que ese lugar inspiraba: angustia, ansiedad, temor; la muerte inminente. Cegarra recibió a los guerreros una vez que la pelea de perros acabó, y uno de éstos aún se movía con desesperación colgado del cuello bajo el suelo de la Rueda, los inspeccionó uno a uno, complacido, notó que la pechera de Damir y el escudo de Éger eran Rimorianos, también notó la sangre en ellos, pero no dijo nada, el espectáculo estaba primero que su curiosidad y los presentó al público como los guerreros extranjeros prometidos para enfrentarse al gran Tigar, luego se dirigió al anciano que acompañaba a los guerreros, “Los metes a pelear de uno en uno, si ves que el espectáculo está muy flojo, dejas entrar dos. Comienza con el lisiado…” dijo, apuntando la pierna falsa de Cherman, “…no quiero que arruine el espectáculo a la mitad. Luego, el pequeño peludo, parece ansioso por pelear…” apuntó a Damir. “…Deja al gordo para el final…” agregó, señalando a Cransi, el cual se sintió un poco ofendido. Cegarra concluyó, “…tal vez dé buena pelea con el gran Tigar ya agotado.”

Cherman era un guerrero de vocación de la vieja escuela, de esos que aún creían en el honor y la lealtad, tanto para con el compañero como para con el enemigo. Un hombre siempre sereno, que llevaba un demonio atado en su interior, como todos, que sólo podía ser controlado gracias al constante entrenamiento de la mente, el cuerpo y los sentimientos. Nunca tuvo descendencia, su vida fue aprender, practicar y enseñar cómo ser un buen guerrero. Tenía más de cincuenta años y un cuerpo flaco y nervudo, sin rastros de grasa. El pelo, aun negro en su mayoría, le colgaba en la espalda en una cola de caballo, usaba una tupida y larga barba tipo candado que hacía juego con sus pronunciadas cejas. Nunca usó armadura para una lucha, según él, volvía a los hombres lentos, torpes y confiados, sin embargo, eran buenas para entrenar y conseguir velocidad. Usaba una espada curva, poco común, pensada para cortar y no para desmembrar, su  espada no era para matar, sino para preservar la vida, para eso era un guerrero, para eso había vivido y entrenado toda su vida. Preservar la vida, era eliminar a ese gran Tigar.

Cransi, tras la reja, volvió a preguntar a Garma que qué era ese gran Tigar, “Dicen que es el hombre más grande nacido de una mujer. Yo creo que ninguna mujer en el mundo ha sido capaz de parir semejante bestia…” respondió Garma, aferrado a los barrotes que lo separaba de la Rueda y pendiente de Cherman, que aguardaba tranquilo la llegada de su colosal enemigo.



León Faras.

miércoles, 6 de marzo de 2019

Autopsia. Tercera parte.


II.

Después de dos días y sus correspondientes noches casi completas de lluvia sin parar, amaneció un día hermoso con un sol radiante, como si alguna divinidad responsable, quisiera enmendarse con la humanidad de alguna manera, luego de un aguacero tan intenso. Úrsula también estaba radiante, muy recuperada y con un excelente humor tendía al sol parte de su ropa que aún permanecía húmeda en compañía de su madre, mientras su padre y su hermano habían salido temprano en busca de algo de madera para reparar algunos muebles, sobre todo la cama, quebrada a la mitad como si un árbol le hubiese caído encima. Pero, no sólo el buen clima alimentaba el buen humor de la muchacha, también una idea que se le había ocurrido y que, tras hablarla con su madre, habían acordado ambas visitar al padre Benigno en cuanto parara de llover para proponérsela.

Heraldo Castro era un hombre mayor, dueño de la única hostal de la ciudad, la “Coronación.” Un establecimiento pequeño pero adecuado para las necesidades del pueblo, en el que se notaba que se había invertido tiempo y dinero para hacer del lugar, un sitio agradable y acogedor. Allí se alojaba el, luego de los dos días de lluvia, moralmente destruido, Ignacio Ballesteros, frustrado, al verse obligado a perder el tiempo de la forma más absurda e improductiva posible, se había dedicado a beber coñac para soportar el hastío y poder enfurecerse a gusto con el maldito clima que lo retenía en ese lugar perdido, solo y lejos de la vida que estaba acostumbrado a llevar y sin poder hacer nada por encontrar a su hermana que seguía desaparecida. Heraldo caminaba hacia su negocio luego de atender los encargos que le había hecho su mujer, cuando encontró en su camino a Clarita, de pie en una esquina, con las manos atrás y esa expresión en el rostro de estar misteriosamente ocultando algo tras una sonrisita de satisfacción, se veía bien, más limpia que de costumbre, con la ropa lavada y remendada y hasta un poco peinada, tal vez había encontrado alguien que se ocupara de ella, no parecía haber sufrido mayormente con el despiadado aguacero de casi cincuenta horas que había caído. El viejo, la saludó y le preguntó con una sonrisa amable, su mejor sonrisa, la misma que usaba con sus buenos clientes, que qué estaba haciendo allí parada, “Estoy esperando a mi hermana…” respondió la niña sin borrar esa iluminada e inocente sonrisilla, digna de alguien que ha encontrado el secreto de la felicidad, mientras el resto de la humanidad seguía revolcándose en su miseria. La sonrisa en el rostro de Heraldo se desvaneció con desilusión, como una sonrisa dibujada en el agua; la niña podía verse mejor, pero seguía igual de mal de la cabeza, viendo hermanas imaginarias y quién sabe qué cosas más. La locura: ese era el único secreto de la felicidad. Casi al mismo tiempo, Ignacio Ballesteros salía del cuarto que alquilaba, dispuesto a sacar de donde estuviera a su hombre para reanudar la búsqueda de su hermana, cuando Adelaida, la sonriente, condescendiente y zalamera esposa de Heraldo, lo detuvo con dulce urgencia para entregarle una carta, un sobre que había aparecido sobre la mesa de la sala que hacía las veces de recepción, no sabía cómo o desde cuándo estaba allí, sólo que de pronto, había reparado en él. El hombre notó que la escritura de su nombre en el sobre, se había hecho con pincel, en vez de con pluma y con una tinta de pésima calidad, pero aun así, podía decirse que era la exquisita caligrafía de su hermana, inculcada hasta el hartazgo desde pequeña, como el piano y el bordado, aunque no tenía remitente, sin embargo, si cupo alguna duda, al leerla esa duda desapareció. Afuera, Clarita veía llegar a su hermana Gracia y ambas se echaban a caminar alejándose de la hostal de Heraldo, con acartonado disimulo, como quien evita torpemente levantar sospechas, “¿Entregaste la carta?” preguntó la niña mirando hacia los árboles de la plaza, “La puse sobre la mesa…” respondió Gracia con desgano, Clarita, en cambio, se veía complacida, “¿Alguien te vio?” volvió a preguntar la niña, esta vez, mirando con gesto casual un escaparate lleno de zapatos. Gracia la miró incrédula pero no respondió, sólo se limitó a girar la vista al suelo y acelerar el paso.

El hijo de Ismael Agüero detuvo la carreta frente a la casa del padre Benigno para que su madre y su hermana bajaran y siguió su camino con la promesa de recogerlas una hora después. Las mujeres fueron atendidas por Guillermina. El cura y el médico, habían almorzado juntos y ahora bebían una taza de té, para Úrsula y su madre aquello era particularmente bueno, lo que venían a proponerle al sacerdote, también le concernía al doctor. Guillermina, por supuesto, quiso enterarse primero y Lucila la puso al corriente sin problemas. Cuando el doctor las vio, se puso de pie de un salto para saber si todo estaba bien con Úrsula, pero antes que ésta dijera media palabra, Guillermina intervino con total autoridad, “Esta niña dice que, como el doctor no tiene ama de llaves ni nada todavía, ella puede encargarse de la comida y del aseo en su casa…” Luego, y sin que nadie se lo preguntara, soltó su opinión personal, “…A mí me parece bien que la niña trabaje, esa es la mejor medicina decía mi abuela, y ella vivió muchos años. Así me ayuda un poco a mí también que, a mis años, tampoco puedo andar de arriba para abajo todo el santo día…” y se quedó de brazos cruzados y firme como un poste junto a Lucila y su hija que no habían abierto la boca. Era cierto que el doctor necesitaba de alguien que se encargara de las labores domésticas como lo hacía María Cruces, antes de que ésta se fuera y no volviera, y también era cierto que la recuperación de Úrsula era más que evidente y sorprendentemente rápida, salvo por algunos hematomas que no se habían disipado del todo aún, pero que estaban en claro proceso de desaparecer, sin embargo, por otra parte, era demasiado incómodo e incorrecto el hecho de que ambos fueran jóvenes y solteros y tuvieran que convivir juntos, en una misma casa, durante el día y durante la noche. Aun sabiendo que ambos eran personas responsables y temerosas de Dios, no era nada sensato tentar el pecado de una manera tan imprudente. Esa era la opinión del cura y por lo tanto, la de cualquiera que se llamara a sí mismo, un cristiano. Fue Úrsula quien mostró de antemano que aquella no era para nada su intención, declarando que haría el trabajo solamente durante el día, que estaba acostumbrada a madrugar y que por la tarde, volvería a su casa para pasar la noche, “Nada de eso, niña…” la interrumpió Guillermina, con gesto de estar tratando con un completo ignorante, “…eso de estar yendo y viniendo es una tontería, te vas a poner vieja antes de tiempo con tanto sacrificio, si en esta casa hay cuartos de sobra. Podemos arreglar uno junto al mío para que te quedes ahí y asunto arreglado, ¿no es cierto, Padre?” No hubo objeción, tanto el cura como el médico, y Lucila, estuvieron dispuestos a probar. Guillermina, conforme de tener la razón y no recibir objeciones, cogió a la niña y su madre con autoridad, como a un par de peleles y se las llevó para mostrarles el cuarto que Úrsula podía usar. Mientras tanto, el sacerdote y el doctor, terminaban su conversación sobre la interesante visita de éste último a la prisión y el estado de deterioro mental en el que había encontrado al doctor Ballesteros, lo que confirmaba aquello que ya suponía luego de leer el diario personal de aquel. El padre Benigno no había leído tal diario, pero le bastó la exposición que le hizo el médico, “He visto muchos locos en mi vida, doctor, y Horacio Ballesteros, no era uno de ellos…” el doctor mantenía el codo apoyado sobre la mesa y la cabeza sostenida con la punta de los dedos en la frente, como un filósofo o un mentalista “Hay más de un tipo de locura, padre, la mente es un completo misterio, un terreno inexplorado…” “También el corazón del hombre…” lo interrumpió el cura con controlada severidad, “…pero no para Dios, para Él todos somos un libro abierto incapaz de ocultar nada ante sus ojos. Si lo que Ballesteros quiere es que vaya, iré a verlo. Estoy obligado a guiar las almas hacia la salvación, aun la del más réprobo de los hombres, ese es mi deber, si éste así lo desea, pero si es locura o no la culpa de su punible comportamiento, eso no es algo a lo que yo esté llamado a juzgar”



León Faras.