XXIII.
A
la mañana siguiente, las cosas no empezaban bien para Cornelio, Eusebio Monje
lo despertaba de madrugada, prácticamente al alba, con sendos golpes en la
puerta de su oficina. Más le valía tener una buena razón para hacer eso y sí
que la tenía, Beatriz Blanco abrió la puerta, cubierta con una bata de
levantarse, exagerando contrariedad en su voz y ademanes, el gemelo fue escueto
y directo como un dardo, “Eugenio está mal.” Nada más, y se dio la vuelta y
volvió por donde había venido. No era un hombre de muchas palabras, más bien
pocas, duras y directas, lo contrario de su hermano, conciliador, evasivo y
sensible, pero tampoco era que la mujer le agradara demasiado. Beatriz cambió
el rostro, cerró la puerta y dos minutos después salía vestida y corriendo a la
tienda de los gemelos. Eugenio había llegado a significar mucho para ella, era
el tipo de hombre al que le hubiese gustado amar, pero por el que nunca pudo
sentir más que un gran cariño, él sí la amó, alguna vez, y estuvo dispuesto a
huir, a dejar el circo, incluso a abandonar a su hermano para irse con ella,
pero ella no lo siguió, lo quería, pero en realidad, no deseaba abandonar a
Cornelio Morris y no lo hizo. Eugenio lo aceptó, con todo el dolor de la
decepción, pero él era un hombre bueno y no la iba a odiar por eso, ella no lo
amaba y no había forma de que eso cambiara, luego, su habilidad para manipular
el tiempo, hizo que se fuera poniendo viejo junto con su hermano, mucho más
rápido que el resto de las personas y poco a poco sus ambiciones con Beatriz se
fueron disipando hasta quedar relegadas a algún cajón olvidado en las bodegas
del inconsciente. Sin embargo, su hermano Eusebio desde ese día comenzó a odiar
a la mujer por el desprecio hacia su hermano, un odio mudo, inocuo, pero odio
al fin y al cabo, y ese no se disipaba, estaba ahí, plantado como un árbol, que
aunque no hiciera nada, era imposible de ignorar. Cuando llegó Cornelio,
encontró a Beatriz arrodillada en el suelo junto al lecho de Eugenio Monje,
tomando la mano de éste y acariciando su frente. Se veía de pronto mucho más
viejo y débil, inconsciente, sudoroso y con una respiración apenas perceptible.
Al otro lado estaba Eusebio, sentado sobre su litera, se veía profundamente
agotado, era evidente que no había dormido nada en toda la noche, Morris le
dirigió una mirada y sin una palabra se lo dijeron todo, estaban varados ahí,
sin su hermano, el circo no iría a ningún lado. Eloísa se acercó a observar qué
pasaba, “Trae al Curandero…” Susurró Eusebio a su jefe, Beatriz también lo miró
anhelante, “Eso tiene un precio, además…” alcanzó a responder Morris, Eusebio
lo interrumpió “Yo le daré la sangre que quiera…” Cornelio se lo negó, el
mellizo insistió y Morris acabó la discusión con su vozarrón de capitán de
barco “¡Idiota! de qué me sirve que salves a tu hermano si luego te mueres tú”
“Yo le puedo dar la sangre…” dijo Beatriz con la voz más suave del mundo, pero
Cornelio ni siquiera la tomó en serio, se dio la vuelta con una sonrisa de
desprecio y salió de la tienda.
De
pronto, las ratoneras para capturar ratones vivos, habían vuelto a hacerse muy
populares en el circo. Se habían esparcido por todas partes y cada cierto
tiempo, alguien tenía que revisarlas, como no, Von Hagen era uno de ellos. Éste
estaba parado allí con una pequeña ratonera en la mano, en la que dos
ratoncitos se colgaban de los alambres de la reja en busca de una salida.
Estaba de pie frente a la jaula “del nuevo” Diego Perdiguero, quien permanecía
acuclillado en un rincón con la cara pegada a la pared donde los barrotes
estaban cubiertos por una lona gruesa, evitando a toda costa los rayos del sol.
Lo escuchaba balbucear palabras como para sí mismo, mientras se preguntaba en
qué nefasto momento de su vida había tenido la infeliz idea de pedir trabajo en
este circo, cuando escuchó su nombre gritado estridentemente por Cornelio
Morris, “¡Horacio, ven aquí!” Eloísa lo seguía expectante. Von Hagen se quedó
ahí parado como un idiota hasta que escuchó el grito de su jefe por segunda
vez, “¡Ahora!” entonces dio un respingo, soltó la ratonera y salió corriendo. “Ve
al pueblo, busca un médico y tráelo aquí” Horacio dudó unos segundos, cuánto
tiempo hacía que no salía de dentro de los dominios del circo, pero cuando por
fin echaba a correr, Cornelio lo detuvo para darle algo de dinero para el doctor.
Horacio se atrevió a preguntar para quién era el médico, Morris lo miró como si
estuviera intentando cuestionarlo, pero pronto recapacitó y suavizó el rostro.
Le entregó el dinero, “Es para Eugenio, está muy mal. ¡Date prisa!”
Horacio
se internó en el pueblo como un animal salvaje se interna en los dominios del
hombre, asustado y fuera de su hábitat y de la misma manera la gente con la que
se encontró lo recibió, con sorpresa, incluso miedo, como si se tratara de
alguna criatura peligrosa escapada de un circo. Muchos que ya habían visto el
circo, pensaron de hecho que así había sido. Les costaba ver a un ser humano
debajo de todo ese pelo que le cubría la cara y todo el cuerpo, además Von
Hagen no era un gran socializador dentro del circo y mucho menos fuera de él,
con completos desconocidos, sólo se limitaba a pedir un doctor a viva voz,
preocupando aún más a las personas que de inmediato se imaginaban que el pobre
tenía una enfermedad rarísima que con toda seguridad sería contagiosa y pronto
todo el pueblo estaría criando pelos hasta los ojos. Casi como si se tratara de
un leproso, una bondadosa mujer, con la boca y la nariz tapada con el delantal,
le indicó una dirección que seguir con el dedo y dos palabras rápidas, que más
parecía que lo estaba tratando de sacar lo antes posible de su barrio, pero en
realidad la indicación sí era correcta. Un poco más allá, un señor un poco
borracho, a pesar de la hora, pero con los prejuicios ahogados en alcohol,
incluso asegurando que en su vida había conocido hombres mucho más peludos que
él, le señaló con exactitud, y un tufo que pateaba como una mula, el lugar
exacto donde el único médico del pueblo atendía: un edificio de dos pisos, rojo
con los bordes blancos, apretujado contra el final de la calle, con una
escalera en la entrada y una placa de metal junto a la puerta que rezaba “Remigio
Parragorda. Médico” Sí, en cuestión de apellidos, uno se podía encontrar cosas muy raras.
Una
mujer madura, pero muy maquillada, con un peinado de salón y unos coquetos
anteojos en la punta de una naricilla afilada, se puso de pie de un salto y con
un agudo gritito de adolescente, al ver irrumpir en su recepción a un hombre parecido
a un orangután atolondrado, urgido por ver a un doctor. Sólo se tranquilizó
cuando éste depositó en su escritorio un puñado de billetes arrugados y
ovillados entre sí. La mujer volvió a sentarse con desconfianza y la punta de
los dedos de su mano izquierda en medio de su prominente busto, como queriendo
calmar su acelerado corazón después del susto, “El doctor está ocupado ahora.
Tiene que esperar unos minutitos, ¿Sí?” le dijo con sus delineadas cejas bien levantadas
y mirando por encima del marco de los anteojos, Von Hagen intentó explicar que
el doctor no era para él, sino para que lo acompañara al circo donde un amigo
se había puesto muy enfermo, pero la mujer, ya completamente repuesta del
susto, le repitió con voz de estar hablándole a un niño pequeño, que aquellos
minutitos eran sagrados y le recalcó que no había absolutamente nada que se
pudiera hacer al respecto, entonces sonó el teléfono y la mujer respondió. Horacio
recordó la foto en su bolsillo trasero, el número anotado allí, pensó que allí
no habría peligro. Se preguntó si la mujer le permitiría hacer una pequeñísima
llamada.
Veinte
minutos después, un chico corría a toda velocidad, enviado por el turco Emre
con un mensaje para Vicente Corona.
León Faras.