lunes, 18 de marzo de 2019

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.


XXXV.

Damir era un hombrecito pequeño, delgado, musculoso y profusamente velludo, una cualidad poderosa en él que heredaba a todos sus hijos e hijas, pero no era la que lo identificaba, Damir era definido por su personalidad nerviosa, ansiosa y acelerada, no paraba de moverse aun cuando estaba quieto; comía, bebía y dormía como si el mundo estuviera a punto de acabarse y lo más notorio, no paraba de sonreír, aun en los momentos más inadecuados, mantenía esa sonrisa nerviosa, obsesa y falsa. Corría con pacitos cortos y rápidos detrás de los gemelos Éger y Egan que iban delante improvisando una ruta de escape, tras él venía Cransi, moviendo su enorme humanidad tan rápido como le era posible. Más atrás venían el religioso Garma y al último, Cherman, el cojo, el cual se movía con bastante habilidad sobre su pierna de madera, pero muy lejos de la velocidad de un hombre con sus dos piernas completas. Huyeron entre callejones y callejuelas hasta que notaron que ya no les perseguían, la lluvia no les golpeaba en la cara y no había más barro ni agua bajo sus pies; estaban en unas galerías de madera iluminadas con antorchas y lámparas por todos lados, construidas sobre innumerables pilotes anclados al lecho del torrentoso río Jazza, había escaleras, plataformas, toldos que protegían del sol y la lluvia, comercios y más galerías sobre esa galería y gente, gente que parecía no haberse enterado de nada, algunos amontonados en casuchas, otros en botes amarrados a los postes, la mayoría apiñados en los bordes y rincones, sentados en el suelo y con los pies colgando. En cierto modo, el lugar recordaba a Rimos; era conocido como Jazzabar, el puerto fluvial de Cízarin y también, en cierto sentido, era un pequeño reino independiente dentro de otro, que contaba con su propio territorio, en su mayoría construido artificialmente sobre el río, sus propias reglas y por supuesto, como todo reino, su propio rey: lo llamaban Cegarra, “El Feo”, un hombre de unos cincuenta años, tal vez un poco menos, flaco, aunque de prominente pecho y brazos musculosos, con el rostro cuadrado, una gran y tosca mandíbula, una nariz pequeña y machacada a golpes, cejas casi inexistentes y un parche en el ojo derecho del que sobresalía una profunda cicatriz desde la frente al pómulo. Los Rimorianos aminoraron la marcha, no había rastro de los soldados que les perseguían, de seguro, con ayuda de la oscuridad y la lluvia, los habían logrado despistar. Eran observados por todos pero nadie les dirigía ni una sola palabra, caminaban despacio acariciando las armas como si quisieran tranquilizarlas, debían salir de allí, pero volver por donde habían llegado, no era opción. Un griterío se sentía cada vez un poco más fuerte por sobre el estrépito de la lluvia, entonces, un hombre los señaló con el dedo y un anciano magro, con el sol de un siglo acumulado en la piel, se apresuró a interceptarlos, parecía contrariado, “¡Pero qué rayos! se suponía que debían llegar ayer, el gran Tigar actuó ayer y sólo lo hizo con algunos perros, fue de lo más deplorable e indigno que se haya visto en años, ¡Por los dioses! nunca había visto gente yéndose de La Rueda antes de que el espectáculo terminase, ¡Nunca!... incluso fue meado uno de esos pobres desgraciados…” El viejo se detuvo unos segundos para echarles un vistazo, la lluvia los había empapado, pero aun así se podía ver la maza de Cransi manchada de sangre aún brillante entre las púas, el escudo de Éger atravesado de extremo a extremo por un chorro de sangre espesa como la crema y la armadura de cuero marrón y negra de Damir, igualmente manchada de sangre como si la hubiese usado para destazar animales, lo mismo que su espada corta. El viejo dudó, pero disipó sus dudas con un gesto de su mano casi en el acto “Ya veo por qué han tardado. Síganme” Antes de Ponerse a caminar, Cransi preguntó a Garma si sabía qué cosa era aquello del gran Tigar, éste sólo se limitó a poner cara de dolor y a asentir, “¿Y crees que vamos a verlo actuar?...” agregó Cransi achicando los ojos y enseñando los dientes. Garma ya caminaba, pero aun así se dio el tiempo para voltear y asentir con más entusiasmo y más gesto de dolor en el rostro.

La Rueda era una barraca enorme, construida con forma de barril en cuya base, redonda y con un agujero en medio, se llevaba a cabo, uno de los actos de entretenimiento más antiguos y populares del mundo: las peleas a muerte. En aquel preciso instante, luchaban dos hombres desnudos, aquellas eran llamadas, peleas de “perros” pues se trataba de dos o más hombres que luchaban desarmados y atados por el cuello con largas cuerdas, lo que indicaba que no estaban allí por gusto. Las cuerdas no eran para evitar que aquellos huyeran, no había forma de que lo hicieran, en realidad, eran para que el que cayera o fuera arrojado por el agujero, muriera estrangulado y se le diera vencedor al otro, aunque habían casos en que aquello no sucedía. Los guerreros se diferenciaban de los perros porque éstos entraban a la Rueda por voluntad propia: vestidos, armados y sin ataduras de ningún tipo. Aquellos podían acceder con mayor facilidad a obtener el beneplácito y apoyo del público, que los podía llegar a tratar con respeto e incluso admiración, cosa que no sucedía con los perros, los que generalmente eran tratados como basura, insultados y vilipendiados sin importar si ganaban o perdían. Las formas ingeniosas de desprecio y humillación hacia los perros eran parte del espectáculo, el público, que se amontonaba en numerosos pisos de galerías en las paredes de la Rueda, tenía todo el derecho de expresarse libremente y como mejor les pareciera, eso significaba insultos, objetos arrojadizos e incluso sus propios orines. No eran pocos los perros que, si tenían suerte en su primer combate, optaban a convertirse en guerreros, para obtener un trato más digno y algo de ganancias, por otro lado, los guerreros convertidos en perro también podían darse, aunque con mucho menos frecuencia, hombres, por lo general buenos guerreros, pues aún estaban vivos, caídos en desgracia, cuyas deudas les obligaban a luchar para pagarlas. Nunca un guerrero lucha con un perro.

Los Rimorianos fueron ingresados a la Rueda por un pasillo especial para los luchadores, un sitio oscuro, lleno de rejas protegidas por guardias rechonchos y malhumorados para acceder y algunas jaulas deprimentes, donde encerraban a los perros condenados a luchar. El griterío de la Rueda retumbaba ahí dentro de forma intimidante, el piso de tierra, estaba pavimentado con sangre, sudor y orina, su olor era algo difícil de describir, único y se grababa a fuego junto con las emociones que ese lugar inspiraba: angustia, ansiedad, temor; la muerte inminente. Cegarra recibió a los guerreros una vez que la pelea de perros acabó, y uno de éstos aún se movía con desesperación colgado del cuello bajo el suelo de la Rueda, los inspeccionó uno a uno, complacido, notó que la pechera de Damir y el escudo de Éger eran Rimorianos, también notó la sangre en ellos, pero no dijo nada, el espectáculo estaba primero que su curiosidad y los presentó al público como los guerreros extranjeros prometidos para enfrentarse al gran Tigar, luego se dirigió al anciano que acompañaba a los guerreros, “Los metes a pelear de uno en uno, si ves que el espectáculo está muy flojo, dejas entrar dos. Comienza con el lisiado…” dijo, apuntando la pierna falsa de Cherman, “…no quiero que arruine el espectáculo a la mitad. Luego, el pequeño peludo, parece ansioso por pelear…” apuntó a Damir. “…Deja al gordo para el final…” agregó, señalando a Cransi, el cual se sintió un poco ofendido. Cegarra concluyó, “…tal vez dé buena pelea con el gran Tigar ya agotado.”

Cherman era un guerrero de vocación de la vieja escuela, de esos que aún creían en el honor y la lealtad, tanto para con el compañero como para con el enemigo. Un hombre siempre sereno, que llevaba un demonio atado en su interior, como todos, que sólo podía ser controlado gracias al constante entrenamiento de la mente, el cuerpo y los sentimientos. Nunca tuvo descendencia, su vida fue aprender, practicar y enseñar cómo ser un buen guerrero. Tenía más de cincuenta años y un cuerpo flaco y nervudo, sin rastros de grasa. El pelo, aun negro en su mayoría, le colgaba en la espalda en una cola de caballo, usaba una tupida y larga barba tipo candado que hacía juego con sus pronunciadas cejas. Nunca usó armadura para una lucha, según él, volvía a los hombres lentos, torpes y confiados, sin embargo, eran buenas para entrenar y conseguir velocidad. Usaba una espada curva, poco común, pensada para cortar y no para desmembrar, su  espada no era para matar, sino para preservar la vida, para eso era un guerrero, para eso había vivido y entrenado toda su vida. Preservar la vida, era eliminar a ese gran Tigar.

Cransi, tras la reja, volvió a preguntar a Garma que qué era ese gran Tigar, “Dicen que es el hombre más grande nacido de una mujer. Yo creo que ninguna mujer en el mundo ha sido capaz de parir semejante bestia…” respondió Garma, aferrado a los barrotes que lo separaba de la Rueda y pendiente de Cherman, que aguardaba tranquilo la llegada de su colosal enemigo.



León Faras.

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