XXXV.
Damir
era un hombrecito pequeño, delgado, musculoso y profusamente velludo, una
cualidad poderosa en él que heredaba a todos sus hijos e hijas, pero no era la
que lo identificaba, Damir era definido por su personalidad nerviosa, ansiosa y
acelerada, no paraba de moverse aun cuando estaba quieto; comía, bebía y dormía
como si el mundo estuviera a punto de acabarse y lo más notorio, no paraba de
sonreír, aun en los momentos más inadecuados, mantenía esa sonrisa nerviosa,
obsesa y falsa. Corría con pacitos cortos y rápidos detrás de los gemelos Éger
y Egan que iban delante improvisando una ruta de escape, tras él venía Cransi,
moviendo su enorme humanidad tan rápido como le era posible. Más atrás venían
el religioso Garma y al último, Cherman, el cojo, el cual se movía con bastante
habilidad sobre su pierna de madera, pero muy lejos de la velocidad de un
hombre con sus dos piernas completas. Huyeron entre callejones y callejuelas
hasta que notaron que ya no les perseguían, la lluvia no les golpeaba en la
cara y no había más barro ni agua bajo sus pies; estaban en unas galerías de
madera iluminadas con antorchas y lámparas por todos lados, construidas sobre
innumerables pilotes anclados al lecho del torrentoso río Jazza, había
escaleras, plataformas, toldos que protegían del sol y la lluvia, comercios y
más galerías sobre esa galería y gente, gente que parecía no haberse enterado
de nada, algunos amontonados en casuchas, otros en botes amarrados a los
postes, la mayoría apiñados en los bordes y rincones, sentados en el suelo y
con los pies colgando. En cierto modo, el lugar recordaba a Rimos; era conocido como Jazzabar, el puerto fluvial
de Cízarin y también, en cierto sentido, era un pequeño reino independiente
dentro de otro, que contaba con su propio territorio, en su mayoría construido
artificialmente sobre el río, sus propias reglas y por supuesto, como todo
reino, su propio rey: lo llamaban Cegarra, “El Feo”, un hombre de unos
cincuenta años, tal vez un poco menos, flaco, aunque de prominente pecho y
brazos musculosos, con el rostro cuadrado, una gran y tosca mandíbula, una
nariz pequeña y machacada a golpes, cejas casi inexistentes y un parche en el
ojo derecho del que sobresalía una profunda cicatriz desde la frente al pómulo.
Los Rimorianos aminoraron la marcha, no había rastro de los soldados que les
perseguían, de seguro, con ayuda de la oscuridad y la lluvia, los habían
logrado despistar. Eran observados por todos pero nadie les dirigía ni una sola
palabra, caminaban despacio acariciando las armas como si quisieran
tranquilizarlas, debían salir de allí, pero volver por donde habían llegado, no
era opción. Un griterío se sentía cada vez un poco más fuerte por sobre el
estrépito de la lluvia, entonces, un hombre los señaló con el dedo y un anciano
magro, con el sol de un siglo acumulado en la piel, se apresuró a interceptarlos,
parecía contrariado, “¡Pero qué rayos! se suponía que debían llegar ayer, el
gran Tigar actuó ayer y sólo lo hizo con algunos perros, fue de lo más
deplorable e indigno que se haya visto en años, ¡Por los dioses! nunca había
visto gente yéndose de La Rueda antes de que el espectáculo terminase,
¡Nunca!... incluso fue meado uno de esos pobres desgraciados…” El viejo se
detuvo unos segundos para echarles un vistazo, la lluvia los había empapado,
pero aun así se podía ver la maza de Cransi manchada de sangre aún brillante
entre las púas, el escudo de Éger atravesado de extremo a extremo por un chorro
de sangre espesa como la crema y la armadura de cuero marrón y negra de Damir,
igualmente manchada de sangre como si la hubiese usado para destazar animales, lo
mismo que su espada corta. El viejo dudó, pero disipó sus dudas con un gesto de
su mano casi en el acto “Ya veo por qué han tardado. Síganme” Antes de Ponerse
a caminar, Cransi preguntó a Garma si sabía qué cosa era aquello del gran
Tigar, éste sólo se limitó a poner cara de dolor y a asentir, “¿Y crees que
vamos a verlo actuar?...” agregó Cransi achicando los ojos y enseñando los dientes.
Garma ya caminaba, pero aun así se dio el tiempo para voltear y asentir con más
entusiasmo y más gesto de dolor en el rostro.
La
Rueda era una barraca enorme, construida con forma de barril en cuya base,
redonda y con un agujero en medio, se llevaba a cabo, uno de los actos de
entretenimiento más antiguos y populares del mundo: las peleas a muerte. En
aquel preciso instante, luchaban dos hombres desnudos, aquellas eran llamadas,
peleas de “perros” pues se trataba de dos o más hombres que luchaban desarmados
y atados por el cuello con largas cuerdas, lo que indicaba que no estaban allí
por gusto. Las cuerdas no eran para evitar que aquellos huyeran, no había forma
de que lo hicieran, en realidad, eran para que el que cayera o fuera arrojado por
el agujero, muriera estrangulado y se le diera vencedor al otro, aunque habían
casos en que aquello no sucedía. Los guerreros se diferenciaban de los perros porque
éstos entraban a la Rueda por voluntad propia: vestidos, armados y sin ataduras
de ningún tipo. Aquellos podían acceder con mayor facilidad a obtener el
beneplácito y apoyo del público, que los podía llegar a tratar con respeto e
incluso admiración, cosa que no sucedía con los perros, los que generalmente
eran tratados como basura, insultados y vilipendiados sin importar si ganaban o
perdían. Las formas ingeniosas de desprecio y humillación hacia los perros eran
parte del espectáculo, el público, que se amontonaba en numerosos pisos de galerías
en las paredes de la Rueda, tenía todo el derecho de expresarse libremente y
como mejor les pareciera, eso significaba insultos, objetos arrojadizos e
incluso sus propios orines. No eran pocos los perros que, si tenían suerte en
su primer combate, optaban a convertirse en guerreros, para obtener un trato
más digno y algo de ganancias, por otro lado, los guerreros convertidos en
perro también podían darse, aunque con mucho menos frecuencia, hombres, por lo
general buenos guerreros, pues aún estaban vivos, caídos en desgracia, cuyas
deudas les obligaban a luchar para pagarlas. Nunca un guerrero lucha con un
perro.
Los
Rimorianos fueron ingresados a la Rueda por un pasillo especial para los
luchadores, un sitio oscuro, lleno de rejas protegidas por guardias rechonchos
y malhumorados para acceder y algunas jaulas deprimentes, donde encerraban a
los perros condenados a luchar. El griterío de la Rueda retumbaba ahí dentro de
forma intimidante, el piso de tierra, estaba pavimentado con sangre, sudor y
orina, su olor era algo difícil de describir, único y se grababa a fuego junto
con las emociones que ese lugar inspiraba: angustia, ansiedad, temor; la muerte
inminente. Cegarra recibió a los guerreros una vez que la pelea de perros
acabó, y uno de éstos aún se movía con desesperación colgado del cuello bajo el
suelo de la Rueda, los inspeccionó uno a uno, complacido, notó que la pechera
de Damir y el escudo de Éger eran Rimorianos, también notó la sangre en ellos,
pero no dijo nada, el espectáculo estaba primero que su curiosidad y los
presentó al público como los guerreros extranjeros prometidos para enfrentarse
al gran Tigar, luego se dirigió al anciano que acompañaba a los guerreros, “Los
metes a pelear de uno en uno, si ves que el espectáculo está muy flojo, dejas
entrar dos. Comienza con el lisiado…” dijo, apuntando la pierna falsa de
Cherman, “…no quiero que arruine el espectáculo a la mitad. Luego, el pequeño peludo,
parece ansioso por pelear…” apuntó a Damir. “…Deja al gordo para el final…” agregó,
señalando a Cransi, el cual se sintió un poco ofendido. Cegarra concluyó, “…tal
vez dé buena pelea con el gran Tigar ya agotado.”
Cherman
era un guerrero de vocación de la vieja escuela, de esos que aún creían en el
honor y la lealtad, tanto para con el compañero como para con el enemigo. Un
hombre siempre sereno, que llevaba un demonio atado en su interior, como todos,
que sólo podía ser controlado gracias al constante entrenamiento de la mente,
el cuerpo y los sentimientos. Nunca tuvo descendencia, su vida fue aprender,
practicar y enseñar cómo ser un buen guerrero. Tenía más de cincuenta años y un
cuerpo flaco y nervudo, sin rastros de grasa. El pelo, aun negro en su mayoría,
le colgaba en la espalda en una cola de caballo, usaba una tupida y larga barba
tipo candado que hacía juego con sus pronunciadas cejas. Nunca usó armadura
para una lucha, según él, volvía a los hombres lentos, torpes y confiados, sin
embargo, eran buenas para entrenar y conseguir velocidad. Usaba una espada
curva, poco común, pensada para cortar y no para desmembrar, su espada no era para matar, sino para preservar
la vida, para eso era un guerrero, para eso había vivido y entrenado toda su
vida. Preservar la vida, era eliminar a ese gran Tigar.
Cransi,
tras la reja, volvió a preguntar a Garma que qué era ese gran Tigar, “Dicen que
es el hombre más grande nacido de una mujer. Yo creo que ninguna mujer en el mundo
ha sido capaz de parir semejante bestia…” respondió Garma, aferrado a los barrotes
que lo separaba de la Rueda y pendiente de Cherman, que aguardaba tranquilo la llegada
de su colosal enemigo.
León Faras.
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