viernes, 23 de abril de 2021

Del otro lado.

 

XXXVII.

 

Laura salió de su casa y apoyando una mano en la barandilla, elevó todo su cuerpo sobre esta y se dejó caer al vacío desde el tercer piso, cayendo con gracia y sutileza y posándose en el piso con una suave reverencia, como si estuviera ante un público maravillado con su desarrollada habilidad para dejarse caer desde alturas considerables, luego de eso empezó a andar, tarareando la melodía de una canción vieja que se le vino a la mente esa mañana, aunque no pudo recordar el nombre del artista, cosa que podía ser muy molesto, porque no tenía forma de averiguarlo y a veces las dudas más fútiles podían ser las más persistentes. No encontró cerca ninguna bicicleta liberada para hurtar con su impunidad natural de muerta, lo que la llevó a considerar otras posibilidades: un automóvil, era más rápido y podía llegar más lejos antes de que el amanecer la llevara de vuelta a su cuarto, tal vez podría correr por las carreteras del mundo persiguiendo a la noche sin que el alba nunca la alcanzara. Se preguntó si eso sería posible, luego se preguntó si en su calidad de muerta tendría gasolina infinita o tendría que detenerse a cargar, luego desechó todas esas disparatadas ocurrencias, lo de correr incesantemente por las carreteras como una fugitiva del amanecer no iba con su personalidad, además qué gracia había si no podría detenerse nunca para disfrutar de algún lugar, al menos esa idea le había servido para olvidarse de la cancioncita esa y de su dichoso artista. Echó a caminar hacía donde los pies la llevaran, se detuvo frente a un escaparate, el cual estaba a contraluz por lo que no generaba reflejo a esa hora de la mañana, y se quedó mirando una guitarra puesta allí, eso era algo que le había quedado pendiente en la vida, siempre tuvo la intención de aprender aunque fuera lo más básico, pero sin embargo nunca lo hizo, nunca tuvo una guitarra y nunca aprendió ni siquiera su afinación, solo por postergarlo una y otra vez, ahora no tenía quién le enseñase. Se acordó fugazmente de Ángelo, él tocaba bien la guitarra, y hasta componía sus propias canciones, aunque a ella no le llamaba mucho la atención el toque melancólico-depresivo que les imprimía. Siguió caminando, alejándose del centro hasta llegar a un barrio de casas con varios años encima, pero que en su tiempo habían sido hermosas y bien cotizadas. Laura había generado una nueva costumbre con el paso del tiempo y su experiencia adquirida, ahora siempre contaba con un pequeño espejo en el bolsillo, para echar un vistazo a la realidad cuando quisiera. Efectivamente, eran casas grandes y bonitas con un amplio terreno, suficiente para aparcar dos autos uno al lado del otro. Solo fue un vistazo rápido para no tentar a su atemorizante persecutor, pero inmediatamente algo capturó su atención, en la calle circulaba gente, pasaban algunos vehículos en ese momento, incluso pudo ver un par de perros avanzando apurados y juntos, como si tuvieran cosas importantes que hacer, y en medio de todo, e ignorado por todos, un cabezón gato color ceniza, sentado en plena acera a la sombra de un árbol con aspecto ridículo por un feo podado. Laura, parada de espalda, escondió el espejo entre sus manos y se giró lentamente, el paisaje era desértico y sin vida, como siempre, salvo por el gato, sin embargo, algo muy raro pasaba con ese animal. No era el primero que veía, de hecho, y por alguna razón que se le escapaba, gatos eran los únicos seres vivos que había visto desde su muerte, y oído, sobre todo sus desagradables sonatas de apareo durante algunas noches, que aún le provocaban grima, pero este era el único que parecía verla a ella, sentado allí, impasible, la miraba como si también ella fuera la única forma de vida en el mundo, Laura estaba atónita, hasta el punto de no estar muy segura de querer fiarse, como si en cualquier momento ese bicho pudiera convertirse en quién sabe qué cosa aterradora y atacarla o darle un susto de muerte, sin embargo, había algo mucho más llamativo con ese gato que Laura no podía ignorar y que finalmente la obligó a acercarse, temerosa pero demasiado impresionada, y era que el gato permanecía sentado a la sombra de un árbol que ahora era inexistente. No había árbol, pero su sombra seguía amparando al ceniciento felino que parecía consciente de los privilegios que tenía, la muchacha en cambio, apenas podía cerrar la boca para contener la baba, aquella era la primera sombra de algo vivo que veía desde el día de su muerte, y era la única sombra que podía ver en toda la calle. Laura se acuclilló frente a él, sin duda el gato la miraba a ella a través de esas enigmáticas pupilas verticales que parecían saber más de lo que deberían. No era un gato callejero, este tenía collar y éste tenía un nombre escrito, Urano, era un nombre muy apropiado… para un planeta, pensó Laura, “Pensaremos en un apodo, si es que nos volvemos a ver” En ese momento, la chica quiso acercar la punta de su dedo a la cabeza del animal, con la intención de una leve caricia, más de comprobación que de afecto, pero antes del contacto el gato se paró y se fue, sin embargo, solo unos pocos metros más allá se detuvo a mirarla, Laura se puso de pie, miró al gato con suspicacia, luego a todo su alrededor, y luego otra vez al felino, ¿Acaso ese bicho quería que lo siguiera? La chica soltó una sonrisa chueca, como el que detecta cuando le quieren jugar una broma, echó a andar con naturalidad forzada y en el acto el gato reanudó su camino para volver a detenerse algunos metros más allá, Laura también se detuvo, y ya no sonreía. No, ella no estaba siguiendo a un gato, porque lo normal era lo contrario, ella solo seguía su camino y aquel era un animal paranoico que cada dos por tres se volteaba a mirarla. Al llegar a una esquina el gato dobló y se detuvo a esperarla, Laura caminó decidida a seguir de largo pero un débil maullido del animal la detuvo en seco. Aquello ya era demasiado, ese gato sí quería que le siguiera y eso no era nada normal, y sinceramente, no sabía si fiarse o no, pero después de largos segundos de indecisión, aceptó el juego del gato, “¡…pero más te vale que no me salgas con algo feo!” Le advirtió, aunque el animal no le hizo ni pizca de caso, “Este día había empezado genial…” Se lamentó la muchacha, mientras echaba a andar resignada.

 

El lugar al que llegaron era un desastre, un pequeño oasis de porquería y fealdad en medio de esa villa de casas bien cuidadas y calles limpias, una casa aislada del resto como un apestado, encerrada con latas de zinc deterioradas por los años y coronada con un cartel que al parecer hacía rato que nadie leía: “Se vende.” El interior era peor. No fue difícil entrar para la muchacha por una abertura que los vecinos habían reparado hasta el hartazgo y siempre alguien volvía a romper para meterse. El amplio patio estaba lleno de maleza muerta y todo tipo de basura desperdigada sin orden ni forma, de la pintura original de la casa, quedaba más bien poco, así como de todo lo demás que pudo ser arrancado o destrozado, como las puertas, las ventanas o los aparatos sanitarios. El techo parecía haber sido atravesado en buena parte por un meteorito, uno muy curioso que había dejado las vigas enteras, y arrasado con todo lo demás. Laura no podía sentir ningún olor aún, pero ese lugar podía verse que apestaba, con la basura equitativamente distribuida por toda la casa, y los excrementos y manchas de incontables orines estratégicamente colocados en las esquinas, también había mucha pintura aerosol en los muros aprovechada en consignas de protesta, mensajes obscenos o simplemente las ilegibles firmas de quienes habían pasado por allí. El sitio daba mala espina y Laura lo sentía, explorando el lugar como si fuese el refugio de un horrible monstruo, y para colmo, el dichoso gato que la había llevado hasta allí la había dejado sola. Se asomó a lo que quedaba de un antiguo dormitorio, pero no dio ni un paso más hacia dentro. Bajo la ventana había tres cruces pintadas de blanco en la pared, flores resecas y restos consumidos de velas en el suelo y el tiempo, también podía verse un biberón muy viejo y un cascabel de juguete roto, Laura retrocedió, al fondo del pasillo el gato la esperaba en la sala, esta no se diferenciaba mucho del resto, salvo por un sofá corroído rescatado de algún vertedero y un televisor antiguo de catorce pulgadas y deslucido color blanco, acomodado sobre dos neumáticos viejos, que inexplicablemente estaba encendido. Aquello debía de ser una más de esas cosas raras de muertos, porque, aunque el televisor estuviera bueno, era del todo imposible que esa casa tuviera electricidad, probablemente ni siquiera los cables. Urano estaba junto al televisor, mirándola a ella con cara de sabelotodo, mientras el aparato definía una imagen sin sonido, que era el interior de un autobús. La imagen se veía granulosa y pobre de color, casi como un sueño o un lejano recuerdo, en ella, la tranquilidad del vehículo se veía interrumpida por un violento empellón recibido desde afuera y que no dejó a nadie ileso. Laura reconocía ese sitio y también la situación, y pronto no tuvo dudas, porque pudo verse a sí misma tirada en el piso del autobús, tenía una expresión de dolor pero estaba consciente, y con los ojos abiertos. La imagen se acerca hacia ella, ella mira la imagen como pidiendo ayuda, pero la imagen se desvía hacia el suelo donde hay un arma, el arma es recogida y casi en el mismo movimiento es dirigida hacia ella y disparada, luego se puede ver cómo el líquido de un diminuto recipiente es vaciado en el interior de su boca. Laura no recordaba nada de eso, ni tampoco el rostro de aquella persona que al parecer le había disparado. El televisor estaba apagado y el gato ya se había ido.


León Faras.

viernes, 16 de abril de 2021

Del otro lado.

 

XXXVI.

 

El padre José María trabaja en redactar algunos documentos atrasados, siempre había información que actualizar o datos que corregir, por lo general, estaba solo en su casa, y ese día así era cuando hicieron sonar su timbre, pero eso no era de extrañar, todos los días sonaba el timbre de esa casa. El cura le dio un buen estirón a su columna antes de ponerse de pie. En casa vestía como cualquier mortal, aunque su ropa gastada y anticuada le daba cierto aire hippie, cuando vio a sus visitantes, supo que hace rato se estaba preguntando cuándo aparecerían. Aquellos no eran otros más que Gloria Verdugo y su hija Lucía. Las mujeres pasaron y se acomodaron en el sofá del padre, este movió una silla, luego de servir tres pequeñas tazas de té aromatizado con alguna hierba, sin preguntarle a nadie si quería. Él, desde luego, sí. Como él, su mobiliario también era anticuado, seguramente había sido usado por varias generaciones de curas antes que él. “Muy bien, ustedes dirán” Dijo el sacerdote, cruzando una pierna por encima de la otra, Gloria respiró hondo, “Escuche padre, sé muy bien lo que opina la iglesia de los fantasmas, pero estamos conviviendo con uno en casa, y no sabemos qué hacer…” “Vivimos en una casa embrujada…” Añadió Lucía, totalmente en serio.  Gloria le contó al cura lo de la lámpara destrozada sin razón, lo de las escrituras aparecidas de la nada, lo de los ruidos constantes en una habitación vacía, sobre todo por la madrugada. Finalmente, aclaró, “…No se trata de que estemos asustadas o nos sintamos en peligro, es solo que se trata de mi hija, y no está bien que siga aquí, cuando debería estar… bueno, en compañía de Dios… ¿no?” Aquellas eran palabras casi textuales del funeral de Laura. El cura sorbió un poco de su té, y se empujó las gafas, “…Yo también sé muy bien lo que opina la iglesia sobre los fantasmas: las almas de los difuntos no permanecen en la tierra porque para ellos existe el paraíso, el purgatorio y, en el peor de los casos, el infierno, pero…” y el cura se inclinó hacia delante y cruzó los aguzados dedos de sus manos de artista, “…me gustaría, si me lo permiten, hablarles como José María Werner y dejar de lado por un rato al sacerdote” La mujer cogió su taza por primera vez y probó el té mientras aceptaba la propuesta. El cura no le había puesto azúcar ni nada. A su lado, Lucía tomaba fotos de la habitación con su teléfono y las borraba luego de verlas, algo que no había parado de hacer desde la aparición de Alan, captado por su cámara, y las escalofriantes declaraciones de su abuelo que decía “a veces” hablar con un muerto. Había probado muchas veces en la habitación de su hermana, sin éxito. José María comenzó, “Dejando afuera lo que afirma la Santa Iglesia, ha habido estudios bastante serios, dentro de lo que cabe, que han llegado a la conclusión de que hay tres tipos de muertos…” Dijo el hombre, tratando de sonar verosímil, las mujeres en cambio, se miraron con el ceño apretado temiendo que una de esas tres categorías fuese la de “muerto viviente,” José María imaginaba que pensarían algo así, así que se apresuró a continuar, “El primer tipo, y la inmensa mayoría, son aquello que luego de morir, simplemente se van, no sabemos a dónde, pero abandonan este mundo, eso es seguro; luego hay un segundo tipo, que son aquellos que, por las más variadas razones y voluntad propia, deciden quedarse…” “De ese tipo es Laura, ¿verdad?” Saltó Lucía, quien cada vez parecía menos convencida de los argumentos del cura, este negó con la cabeza, “Creo que no. Laura no ha llegado al momento en el que pueda decidir si irse o quedarse, creo que ella es del tercer tipo, creo que ella es de los que no pueden irse…” Gloria lo miró desorientada e incrédula, realmente no estaba preparada para algo así, ella esperaba que los curas tuviesen algún tipo de ceremonia ritual para guiar a las almas perdidas hacia el descanso eterno, o algo por el estilo, no todo este discurso mitológico y pagano sobre el más allá, “Perdóneme padre, pero…” El otro la interrumpió, “Recuerde que no le hablo como sacerdote, soy José” Gloria empezó de nuevo, “José, perdóneme, pero a mí todo esto me suena demasiado difícil de creer, ¿Cómo que no puede irse? ¿Está atrapada o algo así?” José María asintió comprensivo, “Lo sé, sé que es extraño y difícil de tragar, pero es todo lo que tenemos, y no, no está atrapada ni nada de eso, pero es lo que suele suceder con las muertes inesperadas y repentinas, es un cambio brusco para el que nadie está preparado y toma cierto tiempo adaptarse…” “O sea que no solo te mueres y te vas al cielo, sino que hay todo un proceso de adaptación y tal” Propuso Lucía, tratando de digerir lo que había estado oyendo, José limpiaba sus gafas empañadas por el vapor del té, “Como ya dije, la inmensa mayoría se va de este mundo, pero como en todas las cosas, hay excepciones…” No mencionaría lo del Escolta que persigue a Laura para engullirla y hacerla desaparecer de la faz del universo, eso sí que lo acabaría desprestigiando como sacerdote definitivamente, “…Laura no es un fantasma como los de las películas, no tiene un propósito particular ni busca aterrar a nadie, solo falleció repentinamente y está en proceso de transición, deben tener paciencia” Gloria se quedó asimilando todo por unos segundos, “Entonces ¿no hay nada que se pueda hacer?” preguntó finalmente, la expresión en el rostro de José María, respondía por sí sola, “Como familiares y amigos no podemos hacer nada más que esperar, pero como sacerdote, les prometo que oraré insistentemente para que el Señor la ilumine y la guíe hacia su seno” “Deberíamos hacer una sesión espiritista…” sugirió Lucía, en broma, para alivianar el ambiente que se había vuelto demasiado denso de repente, sin embargo, nadie rió.

 

A pesar de que sus respectivos hijos se habían distanciado con el tiempo, Lorenzo Valdés y Mario Fuentes seguían siendo grandes amigos, como el día en que comenzaron a vivir como vecinos del mismo bloque. El primero era un viudo de cincuenta y tantos años, irremediablemente flaco y con la gracia de mantener su cabellera completa como cuando tenía quince años, apenas jaspeada de canas pero sin una mínima calva. Su amigo, similar en edad y altura, era un amante de las barbas, y la suya era prácticamente el único capricho que aún se resistía a ser destruido por la constante y metódica corrección de su mujer, Virginia, quien elegía hasta los calcetines que debía usar. Fuera de eso, era un tipo corriente como pocos, con una moderada pero persistente panza que se resistía a retroceder a pesar de todos los esfuerzos de su mujer, que desde hace años se la había tomado como algo personal. Salvo contadas ocasiones, cada vez que se reunían, lo hacían en casa de Lorenzo, sitio en el que Virginia no había entrado jamás, y en el que se juntaban con la excusa de beberse una cerveza y ver algún partido de fútbol, pero que realmente empleaban para debatir temas con los que se apasionaban presentando los argumentos más irrefutables, que rápidamente eran refutados con desdén por el otro, tales como la probabilidad de vida en el universo, los recursos energéticos ignorados, la solución definitiva para la hambruna en el mundo y últimamente, también, la vida después de la muerte.


León Faras.

martes, 6 de abril de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

Epílogo.

 

“Te lo juro, esa mula del demonio me llevó justo hasta donde estaba la furgoneta, como si el maldito bicho ese, lo hubiese sabido desde siempre…” Era la primera hora de la mañana y Vicente narraba a Diego Perdiguero, todas las aventuras por las que habían pasado desde que supieron que se había convertido en una atracción del circo, este, bañado, afeitado y desayunado con comida para gente normal, viajaba a su lado tratando de procesar toda esa información, mientras que en el asiento de adelante, Gloria escuchaba maravillada la historia y se preguntaba si sería cierto que aquel hombre comía ratas vivas como caramelos y ahora no recordaba nada de eso. Al llegar a la ciudad, el ambiente estaba enrarecido, aunque ellos no lo notaron en un primer momento, había sucedido una lamentable desgracia que había conmocionado a todo el mundo durante la noche: el hombre aquel, que se había retratado en el taller de los Corona, con su hijo de pocos meses y su escopeta, y quien tenía un campito en las afueras, había matado a su joven esposa de un tiro en la espalda por accidente, mientras limpiaba su preciada arma sobre la mesa de la cocina, aquel hombre, destrozado por la tragedia, pensó de inmediato en quitarse la vida, auto imponiéndose inflexiblemente la ley del talión, pero se detuvo al pensar en su hijo, su primogénito y sabiendo que la culpa no le permitiría criarlo ni tampoco deseaba permitírselo él mismo, lo cogió, lo subió a su caballo y se lo llevó durante la madrugada para dejárselo al cuidado del único hombre que desde el primer día, cuando llegó solo con su esposa a esas tierras, se había ganado toda su confianza y amistad, más que el mismísimo cura de la iglesia incluso. Hugo Hidalgo, quien dormía en un cuarto sobre el taller de fotografía, se estaba preparando un café, cuando, antes incluso de que despuntara el alba, comenzaron a golpearle la puerta con urgencia, cuando logró llegar, se encontró con algo que jamás olvidaría, su amigo Rufino Sierra estaba allí con un aspecto de muerto viviente, hediondo a alcohol, cubierto de sangre hasta el mostacho y con el envoltorio del bebé también manchado, como si lo hubiese revolcado sobre algún animal muerto. Rufino casi que se lo tiró encima, sin siquiera un biberón de leche para alimentarlo “Amigo Hugo, cuídeme al crío porque yo no puedo…” Hugo se quedó ahí, con un hijo de otro en los brazos y todas las preguntas del mundo en la boca, porque Rufino Sierra tenía algo muy importante que hacer y azotó su caballo tan pronto como se deshizo del niño, luego se enteraría el viejo durante la mañana que aquello tan urgente que tenía que hacer, era reunirse con su mujer en el más allá ya que él también se puso un tiro en la base de la mandíbula aquella misma mañana, y dejó junto al cuerpo de su mujer, una nota que decía escrita con pésima caligrafía: “Fue un accidente, lo juro.” Así fue como Gloria obtuvo a su hijo, tan pronto e inesperado como se lo había predicho Blanca Salomé, la adivina del circo.

 

Para nadie fue extraño en el circo que los trabajadores se evaporaran sin hacer ruido y sin que apenas alguien lo notara, fieles a su naturaleza espectral. Román había despertado, aunque aún estaba débil, mientras que su hija se recuperaba mucho más rápido que él. Los habitantes del circo, con Beatriz y los mellizos Monje a la cabeza, decidieron repartirse el dinero acumulado en partes iguales para todos, de esa manera tendrían algo para empezar de nuevo su vida en otra parte. En una carreta alquilada tenían dos cadáveres cubiertos con una manta, uno era el de Cornelio Morris, el otro era el de Mustafá, el cual nunca había sido un muñeco de verdad. Cuando reveló su verdadera forma, Eugenio Monje confesó a todos, incluida Eloísa, que hace muchos años, tantos como los que tenía la misma muchacha, en un amanecer que hicieron durar una semana con su magia, él y su hermano habían descubierto el pozo por órdenes de Cornelio, y habían recuperado el cuerpo de Hilario Cruces para luego volver a aterrar el agujero. Ellos, como cuales soldados bien entrenados, jamás hacían demasiadas preguntas, solo obedecían. El cuerpo de Hilario siempre estuvo allí y ni siquiera Román lo sabía. En un acto de compasión, Sofía se quitó del cuello la pequeña cruz de madera que le había regalado el Escultor en aquel pueblucho que moría de hambre a pesar de criar montones de cerdos, y la puso sobre el pecho de Cornelio, fue muy extraño, porque al poco rato, esta comenzó a arder sin apenas encender llamas, hasta atravesar la manta que cubría el cadáver y seguir bajando, la muchacha no supo qué hacer, pero en ese momento una atractiva voz masculina le habló por la espalda, “No te preocupes, solo durará un rato…” Sofía, y los que estaban con ella, Beatriz incluida, miraron al hombre sin entender del todo de dónde diablos había salido, aquel era un tipo joven, elegante y con un curioso aspecto que recordaba a Jesucristo, se presentó como David Franco, antiguo socio de Cornelio y que venía a buscar algo que le pertenecía. El dinero ya estaba repartido y no se lo darían a un hombre que no conocían de nada, pero David, con una sonrisa encantadora, les dijo que el dinero a él no le interesaba, pero que no se molestaran, porque él sabía perfectamente lo que venía a buscar y donde encontrarlo, mientras tanto, la cruz seguía chirriando sobre el pecho de Cornelio como si le estuviese friendo la carne. Se dirigió campante hasta la oficina de Cornelio Morris y salió de ella con la caja del Curandero al hombro, el cual, probablemente, había hecho su última curación luego de la muerte de Cornelio Morris, pero nadie se oponía a que se lo llevara si eso quería. Lo otro que podía vérsele metido dentro del pantalón y bajo la chaqueta, era el hermoso revólver Colt45. David Franco se fue caminando con naturalidad con la caja sobre el hombro, como si viviera a la vuelta de la esquina, solo le faltaba silbar una tonadita. En ese momento, cuando el hombre parecido a Jesús se había alejado lo suficiente, la cruz de madera dejó de arder, pero ya estaba a medio camino incrustada en el esternón.

 

Con uno de los camiones, se quedaron los hermanos Monje, en el otro viajaba Sofía junto a su madre, Lidia, quien conservaba unas curiosas y pálidas líneas en el cuello, como marcas de su pasado como sirena y al lado de esta, Horacio. También viajaban con ellos en la parte de atrás, Ángel Pardo y Sara Sin apellido, aunque pronto se convertiría en Sara Pardo. Cogieron todo lo que les servía y el resto lo dejaron. Román y Eloísa usarían la carreta, su viaje era más corto y llevarían los cuerpos con ellos. Desde su camión, Lidia llamó a su hermana para animarla a subirse, a que viajara con ellos, incluso se apretujó contra Horacio para hacerle un espacio dentro de la cabina, pero Beatriz se negó con una sonrisa amable, y les dijo que pensaba quedarse en Sosiego, y con su parte del dinero dedicarse a la pastelería, algo que siempre se le había dado bien. El hecho fue que, cuando los camiones se marcharon, el enano le pidió con humildad a Beatriz que condujera la carreta, ya que él estaba demasiado débil todavía y Eloísa no tenía nada de experiencia, además así podría estar presente en el entierro de Cornelio, tampoco era pedir demasiado, ya que Valle Verde estaba prácticamente al lado de Sosiego. Eloísa la animó con una sonrisa y un pícaro movimiento de cejas y la mujer aceptó. Cuando llegaron, se podía ver que la hacienda Ibáñez de Valle Verde era enorme, con muchas casitas desperdigadas, establos, cercos de madera y una casona preciosa y muy bien cuidada en primer plano. Sin embargo, dos hombres, uno maduro y el otro más joven custodiaban la entrada y les impedían el paso a cualquiera que quisiera pasar, el más viejo reconoció a la muchacha apenas verla, “Tú eres la nieta de Hilario, ¿verdad? Me da gusto ver que estás bien…” La chica preguntó qué ocurría y el viejo respondió de inmediato, “Una peste, niña, la gente comenzó a caer como envenenados, escupiendo sus propias entrañas y ahogándose con ellas… nunca había visto nada igual” Luego de un rato, para que las mujeres digirieran sus palabras, añadió, “…no quedó ni un solo Ibáñez en pie” “Todavía queda uno, Remigio” se escuchó la voz desde la parte trasera de la carreta, ambos, el viejo y el joven echaron un vistazo, “¡Oye, ese es el enano del circo!” Exclamó el muchacho con una sonrisa de lo más tonta, Román, sentado dignamente junto a los dos cadáveres que llevaba, lo miró sin dirigirse a él, “Este debe ser tu hijo Raimundo, ¿no? La última vez que lo vi, no hacía más que perseguir gallinas con una varilla para pincharles el culo” Remigio, quien no había visitado el circo, miró al enano con un esfuerzo tal, como si se encontrara sumamente lejos, “¿Román? No puede ser. Nadie volvió a saber nada de ti durante todos estos años, hasta pensamos que tu hermano…” No se atrevió a terminar, el enano se lo pidió, y el viejo finalmente lo hizo, “Bueno, que se había deshecho de ti, como lo hizo con el viejo Hilario…” Y se quedó mirando a Eloísa, como si sintiera remilgos de culpa, pues él mismo se había visto obligado a tirar paladas de tierra sobre un hombre que aún respiraba y aquello le pesaba con un sabor amargo, “No, no lo hizo…” respondió el enano con gravedad, y luego añadió, “Sabes que tengo derecho sobre estas tierras, ¿verdad?” “Por supuesto…” Respondió Remigio con seriedad absoluta, y agregó, “Tú, tu hija y tu esposa son los nuevos dueños de la hacienda Ibáñez” El enano ni se inmutó, pero Beatriz se vio obligada a echarle un vistazo de sorpresa, a lo menos, por tal comentario, porque la acababan de tomar por la mujer de Román. No dijo nada, solo se limitó a soportar dignamente las risitas de Eloísa. Se lo reprocharía luego, cuando la carreta ya atravesaba el camino principal de la hacienda, el enano solo se encogió de hombros, “Digas lo que digas, la gente siempre sacará sus propias conclusiones” Por su parte, Eloísa, ya pensaba en la carta que le escribiría a Orlando Urrutia para contarle lo que había ocurrido y dónde podía encontrarla. Más atrás, en la entrada de la hacienda, el joven Raimundo le comentaba a su padre, “¿No le parece mucha coincidencia que justo cuando todos los Ibáñez están muertos de golpe, su hijo, desaparecido hace un rimero de años, regresa para quedarse con todo?” El viejo lo miró severo, pero lentamente comenzó a asentir, “Sí, pero entre este y el otro, prefiero a este…”

 

Aquello era lo que Román había deseado, sin embargo, cuando vio los catorce cajones alineados uno junto al otro, que pertenecían a su familia, algunos de ellos muy pequeños; cuando tuvo que ver los inocentes rostros desencajados de miedo y dolor de sus hermanas y sobrinos, congelados en una muerte espantosa, como también el de su anciana madre, no pudo menos que romper en un llanto violento y derrumbarse hasta tocar con la frente el suelo y mojar este con sus lágrimas y babas, sintiendo a Cornelio Morris decirle, desde donde fuera que estuviera, que aquello era justo lo que se merecía.

 

FIN.

 

León Faras.

 

Este texto es un borrador sujeto a cambios y correcciones.

viernes, 2 de abril de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXXIV.

 

Beatriz lloraba en silencio sentada en el escritorio de Cornelio Morris, lloraba porque ahora que Cornelio estaba destruido se daba cuenta de que nunca había dejado de amarlo y de todo lo que había hecho y perdido por ese amor. Lloraba porque había amado toda su vida al hombre que asesinó a su hijo y encerró a su hermana en una prisión permanente y no había valido para nada que valiese la pena, “No hubiese valido para nada…” Dijo Cornelio de repente con un hilo de voz cansado, la mujer lo miró espantada, como si le hubiese leído los pensamientos, Cornelio giró un poco la cara para agregar, “…el Curandero, nada podía hacer por mí…” Luego de volver la vista al frente otra vez, añadió algo más, “…pensé que llorabas por eso” Pasaron varios segundos y más de algún amago por parte de la mujer de querer decir algo, pero justo cuando por fin se decidía a hacerlo, Cornelio se le adelanto, “Mi abuelo, murió a los ciento veintiún años y murió porque la viga de una carreta le cayó encima de la cabeza y le rompió el cuello, porque los años no se le veían por ninguna parte…” Hizo una pausa, que Beatriz no podía interpretar porque no sabía si ya había terminado aquella historia sobre su abuelo que no venía a cuento para nada, o aún le quedaba más. La mujer probó hacer un amague de querer hablar algo y funcionó. Cornelio continuó, “En mi familia, siempre hemos sido más lentos para envejecer, mi padre decía que era un don, como un regalo de Dios o algo así. Tenía ciento diecisiete años él cuando yo dejé mi pueblo, edad que no demostraba, y era guarda de un piojento cementerio en un pueblo miserable…” Cornelio sonrió con malicia y un poco de esfuerzo mirando la imagen de su padre proyectada en su mente, “…En eso se gastaba el “regalo de Dios”, en arrancarle la maleza seca a tumbas que ni el nombre les quedaba, y mi tío Cipriano, tres años menor, no era mejor, él no hizo en su vida nada más que reparar carretas y herrar caballos, como mi abuelo… y vino…” Cornelio pareció reflexionar sobre esto último, luego asintió convencido, “Sí, hacía un buen vino mi tío, pero era más lo que se bebía él, que lo que vendía…” Beatriz hace rato ya no lloraba, la verdad, ya no sabía bien qué hacer en ese momento, solo guardó silencio y esperó. Cornelio no tardó en continuar, “¡Quién, carajo, quiere vivir tanto para nada!” Dijo, como queriendo reprender a alguien invisible frente a él, negó con resignación y volteó la cara hacia la mujer “¿Quieres darme un trago?” Le suplicó a Beatriz, la mujer dudó, en su estado podía hasta matarlo un vaso de coñac, pero negárselo era una crueldad, así que le llenó el vaso hasta la mitad y se lo alcanzó. Al menos Cornelio podía llevárselo a la boca y beberlo por sí solo, “Quiero que hagas una última cosa por mí…” dijo luego de tragar una buena dosis de licor, la mujer lo miró con las cejas arqueadas, aquello de “última cosa” le sonaba preocupante. Cornelio continuó sin esperar una respuesta verbal, “…Quiero que me alcances el arma, y salgas de aquí” La mujer le miraba como si no hubiese comprendido bien, luego, y por instinto, comenzó a negar con la cabeza, Cornelio la miró a los ojos, “Mírame. No me voy a recuperar de esto, solo será peor y no quiero que me sigan arrastrando de pueblo en pueblo como un bulto que no puede ni cagar por sí solo. No lo permitiré” Hablaba con cierta dificultad, pero su mirada era poderosa como en sus mejores años. Trató de respirar hondo, “Solo hay una salida, para ti, para mí, para todos, siempre lo has sabido y mi elección no es tuya…” Beatriz no se movía, solo lo miraba, pero ya no negaba con la cabeza. Parecía muy confundida. Cornelio continuó, “Yo no sé si exista el cielo o el infierno, pero francamente no me importa, porque creer en esas tonterías es renunciar a tu vida y solo cuando renuncias a vivir, comienzas a tener miedo a morir. Pierdes el tiempo, porque haya lo que haya del otro lado, lo único que no hay es memoria… recuerda eso” Sonrió con amargura, hizo una pausa de otro trago de coñac y luego agregó con sequedad, “Solo dame la maldita arma…” Beatriz se puso de pie, pero inmediatamente se dirigió a la salida, “¡Beatriz!” Su voz sonó lo suficientemente poderosa como para detenerla antes de salir.

 

Cuando Beatriz salió y cerró la puerta de la oficina de Cornelio Morris tras ella, todos los habitantes del circo, a excepción de Román y Eloísa, estaban reunidos fuera, aguardando a ver qué sucedía. Algunos curiosos también permanecían por allí, amontonados en pequeños grupos que aún cuchicheaban y observaban sin nada mejor que hacer con sus vidas en ese momento. Los que sí estaban esperando a averiguar algo eran los hermanos Corona, que luego de ver lo que le había ocurrido a Eloísa y entender que algo malo estaba sucediendo con Cornelio Morris, porque este no se había dejado ver en todo el día, se daban cuenta de que aquel no era un día normal en el circo. Beatriz caminaba acongojada, restregándose los brazos con las manos como si sintiera frío, Sara, sujeta a las faldas del saco de Pardo, la miraba expectante, “¿Y cómo está?” Preguntó Sofía adelantándose a todos, “¿Se recuperará?” Agregó Eugenio, como si aquella fuese una doctora que acaba de visitar a su paciente. Beatriz solo miraba el piso, evadiendo la mirada de los demás “Él… él…” Sara hundió el rostro en el vientre de Pardo y comenzó a sollozar sin razón alguna, Beatriz continuaba intentando decir algo, “Él… lo que él quiere…” Beatriz generó tal grado de expectación, y todos estaban tan concentrados en sus palabras liberadas con un cuentagotas, que la detonación los hizo encogerse de hombros y cerrar los ojos a todos, y Sara ahora sí, reventó en llanto sin aprensiones. No había duda, el disparo era de la poderosa Colt45 y había sonado dentro de la oficina de Cornelio Morris, y hasta donde se podía deducir, él estaba allí solo, sin embargo no sería necesario corroborarlo, puesto que Sofía, admirada, tocó la piel blanca y ligeramente velluda del brazo de Von Hagen, quien además de su poblada barba color cobre añejo, era perfectamente normal. Sara había alcanzado el hombro de Ángel Pardo cuando se despegó de él, y no era que había crecido, como le dio la impresión en un primer momento, sino que él había recuperado su estatura normal, la misma que cuando llegó al circo, que por cierto, era bastante similar a la de ella. Beatriz había envejecido de golpe un poco, y los mellizos Monje había perdido para siempre su magia. En ese momento alguien gritó, y hasta los hermanos Corona, junto a Gloria, pudieron ver absolutamente estupefactos, como el estanque de agua de Lidia había desaparecido con agua y todo y la mujer permanecía encerrada en un precario gallinero, el cual ya habían visto antes en la fotografía, del que gritaba como no lo había hecho en años, llamando a su hija. No tardó en ser liberada, cubrirse con el saco de Pardo y abrazar a Sofía y Horacio, pero se separó de ellos en cuanto vio a su hermana Beatriz. Esta no se lo esperaba, pero Lidia no hizo más que correr hacia ella y colgarse de su cuello en un abrazo largo y de profundo cariño, “Gracias por cuidar de mi hija todos estos años” Le dijo. Vicente Corona se acercó en ese momento para recordarles que se estaban olvidando de alguien, y hizo un diminuto gesto con el dedo para señalarlo: el hombre de las cuevas de Pravia ya no era más tal cosa, sino que solo un Diego Perdiguero desorientado y confundido que no entendía donde estaba ni cuánto tiempo había pasado, porque no recordaba nada desde el día en que llegó al circo y despertó en un sitio oscuro. Cuando salió de su encierro, caminaba con dificultad, debido al entumecimiento por el tiempo pasado dentro de esa estrecha jaula, también la vista le molestaba, aunque solo tardaría unos minutos en acostumbrarse a la pobre luz del atardecer, pero eso no era todo, porque en ese momento su estómago comenzó a hacer contracciones muy fuertes, junto con el diafragma y los músculos del esófago hasta expulsar hacia afuera una egagrópila que Perdiguero miró con todo el asco y la sorpresa del mundo, “Pero qué mierda…” Gloria se quedó perpleja, Damián puso cara de lástima y Vicente fue el único que sonrió mientras se quitaba la chaqueta y se la ponía sobre los hombros de Perdiguero, “Tranquilo amigo, ya te contaremos todo lo que ha pasado…”


León Faras.