XXXVI.
El
padre José María trabaja en redactar algunos documentos atrasados, siempre
había información que actualizar o datos que corregir, por lo general, estaba
solo en su casa, y ese día así era cuando hicieron sonar su timbre, pero eso no
era de extrañar, todos los días sonaba el timbre de esa casa. El cura le dio un
buen estirón a su columna antes de ponerse de pie. En casa vestía como
cualquier mortal, aunque su ropa gastada y anticuada le daba cierto aire hippie,
cuando vio a sus visitantes, supo que hace rato se estaba preguntando cuándo
aparecerían. Aquellos no eran otros más que Gloria Verdugo y su hija Lucía. Las
mujeres pasaron y se acomodaron en el sofá del padre, este movió una silla,
luego de servir tres pequeñas tazas de té aromatizado con alguna hierba, sin
preguntarle a nadie si quería. Él, desde luego, sí. Como él, su mobiliario
también era anticuado, seguramente había sido usado por varias generaciones de
curas antes que él. “Muy bien, ustedes dirán” Dijo el sacerdote, cruzando una
pierna por encima de la otra, Gloria respiró hondo, “Escuche padre, sé muy bien
lo que opina la iglesia de los fantasmas, pero estamos conviviendo con uno en
casa, y no sabemos qué hacer…” “Vivimos en una casa embrujada…” Añadió Lucía,
totalmente en serio. Gloria le contó al
cura lo de la lámpara destrozada sin razón, lo de las escrituras aparecidas de
la nada, lo de los ruidos constantes en una habitación vacía, sobre todo por la
madrugada. Finalmente, aclaró, “…No se trata de que estemos asustadas o nos
sintamos en peligro, es solo que se trata de mi hija, y no está bien que siga
aquí, cuando debería estar… bueno, en compañía de Dios… ¿no?” Aquellas eran
palabras casi textuales del funeral de Laura. El cura sorbió un poco de su té,
y se empujó las gafas, “…Yo también sé muy bien lo que opina la iglesia sobre
los fantasmas: las almas de los difuntos no permanecen en la tierra porque para
ellos existe el paraíso, el purgatorio y, en el peor de los casos, el infierno,
pero…” y el cura se inclinó hacia delante y cruzó los aguzados dedos de sus
manos de artista, “…me gustaría, si me lo permiten, hablarles como José María
Werner y dejar de lado por un rato al sacerdote” La mujer cogió su taza por
primera vez y probó el té mientras aceptaba la propuesta. El cura no le había
puesto azúcar ni nada. A su lado, Lucía tomaba fotos de la habitación con su
teléfono y las borraba luego de verlas, algo que no había parado de hacer desde
la aparición de Alan, captado por su cámara, y las escalofriantes declaraciones
de su abuelo que decía “a veces” hablar con un muerto. Había probado muchas
veces en la habitación de su hermana, sin éxito. José María comenzó, “Dejando
afuera lo que afirma la Santa Iglesia, ha habido estudios bastante serios,
dentro de lo que cabe, que han llegado a la conclusión de que hay tres tipos de
muertos…” Dijo el hombre, tratando de sonar verosímil, las mujeres en cambio,
se miraron con el ceño apretado temiendo que una de esas tres categorías fuese
la de “muerto viviente,” José María imaginaba que pensarían algo así, así que
se apresuró a continuar, “El primer tipo, y la inmensa mayoría, son aquello que
luego de morir, simplemente se van, no sabemos a dónde, pero abandonan este
mundo, eso es seguro; luego hay un segundo tipo, que son aquellos que, por las
más variadas razones y voluntad propia, deciden quedarse…” “De ese tipo es
Laura, ¿verdad?” Saltó Lucía, quien cada vez parecía menos convencida de los
argumentos del cura, este negó con la cabeza, “Creo que no. Laura no ha llegado
al momento en el que pueda decidir si irse o quedarse, creo que ella es del
tercer tipo, creo que ella es de los que no pueden irse…” Gloria lo miró
desorientada e incrédula, realmente no estaba preparada para algo así, ella
esperaba que los curas tuviesen algún tipo de ceremonia ritual para guiar a las
almas perdidas hacia el descanso eterno, o algo por el estilo, no todo este
discurso mitológico y pagano sobre el más allá, “Perdóneme padre, pero…” El
otro la interrumpió, “Recuerde que no le hablo como sacerdote, soy José” Gloria
empezó de nuevo, “José, perdóneme, pero a mí todo esto me suena demasiado
difícil de creer, ¿Cómo que no puede irse? ¿Está atrapada o algo así?” José
María asintió comprensivo, “Lo sé, sé que es extraño y difícil de tragar, pero
es todo lo que tenemos, y no, no está atrapada ni nada de eso, pero es lo que
suele suceder con las muertes inesperadas y repentinas, es un cambio brusco
para el que nadie está preparado y toma cierto tiempo adaptarse…” “O sea que no
solo te mueres y te vas al cielo, sino que hay todo un proceso de adaptación y
tal” Propuso Lucía, tratando de digerir lo que había estado oyendo, José
limpiaba sus gafas empañadas por el vapor del té, “Como ya dije, la inmensa
mayoría se va de este mundo, pero como en todas las cosas, hay excepciones…” No
mencionaría lo del Escolta que persigue a Laura para engullirla y hacerla
desaparecer de la faz del universo, eso sí que lo acabaría desprestigiando como
sacerdote definitivamente, “…Laura no es un fantasma como los de las películas,
no tiene un propósito particular ni busca aterrar a nadie, solo falleció
repentinamente y está en proceso de transición, deben tener paciencia” Gloria
se quedó asimilando todo por unos segundos, “Entonces ¿no hay nada que se pueda
hacer?” preguntó finalmente, la expresión en el rostro de José María, respondía
por sí sola, “Como familiares y amigos no podemos hacer nada más que esperar,
pero como sacerdote, les prometo que oraré insistentemente para que el Señor la
ilumine y la guíe hacia su seno” “Deberíamos hacer una sesión espiritista…”
sugirió Lucía, en broma, para alivianar el ambiente que se había vuelto
demasiado denso de repente, sin embargo, nadie rió.
A
pesar de que sus respectivos hijos se habían distanciado con el tiempo, Lorenzo
Valdés y Mario Fuentes seguían siendo grandes amigos, como el día en que
comenzaron a vivir como vecinos del mismo bloque. El primero era un viudo de
cincuenta y tantos años, irremediablemente flaco y con la gracia de mantener su
cabellera completa como cuando tenía quince años, apenas jaspeada de canas pero
sin una mínima calva. Su amigo, similar en edad y altura, era un amante de las
barbas, y la suya era prácticamente el único capricho que aún se resistía a ser
destruido por la constante y metódica corrección de su mujer, Virginia, quien
elegía hasta los calcetines que debía usar. Fuera de eso, era un tipo corriente
como pocos, con una moderada pero persistente panza que se resistía a retroceder
a pesar de todos los esfuerzos de su mujer, que desde hace años se la había tomado
como algo personal. Salvo contadas ocasiones, cada vez que se reunían, lo hacían
en casa de Lorenzo, sitio en el que Virginia no había entrado jamás, y en el que
se juntaban con la excusa de beberse una cerveza y ver algún partido de fútbol,
pero que realmente empleaban para debatir temas con los que se apasionaban presentando
los argumentos más irrefutables, que rápidamente eran refutados con desdén por el
otro, tales como la probabilidad de vida en el universo, los recursos energéticos
ignorados, la solución definitiva para la hambruna en el mundo y últimamente, también,
la vida después de la muerte.
León Faras.
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