martes, 6 de abril de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

Epílogo.

 

“Te lo juro, esa mula del demonio me llevó justo hasta donde estaba la furgoneta, como si el maldito bicho ese, lo hubiese sabido desde siempre…” Era la primera hora de la mañana y Vicente narraba a Diego Perdiguero, todas las aventuras por las que habían pasado desde que supieron que se había convertido en una atracción del circo, este, bañado, afeitado y desayunado con comida para gente normal, viajaba a su lado tratando de procesar toda esa información, mientras que en el asiento de adelante, Gloria escuchaba maravillada la historia y se preguntaba si sería cierto que aquel hombre comía ratas vivas como caramelos y ahora no recordaba nada de eso. Al llegar a la ciudad, el ambiente estaba enrarecido, aunque ellos no lo notaron en un primer momento, había sucedido una lamentable desgracia que había conmocionado a todo el mundo durante la noche: el hombre aquel, que se había retratado en el taller de los Corona, con su hijo de pocos meses y su escopeta, y quien tenía un campito en las afueras, había matado a su joven esposa de un tiro en la espalda por accidente, mientras limpiaba su preciada arma sobre la mesa de la cocina, aquel hombre, destrozado por la tragedia, pensó de inmediato en quitarse la vida, auto imponiéndose inflexiblemente la ley del talión, pero se detuvo al pensar en su hijo, su primogénito y sabiendo que la culpa no le permitiría criarlo ni tampoco deseaba permitírselo él mismo, lo cogió, lo subió a su caballo y se lo llevó durante la madrugada para dejárselo al cuidado del único hombre que desde el primer día, cuando llegó solo con su esposa a esas tierras, se había ganado toda su confianza y amistad, más que el mismísimo cura de la iglesia incluso. Hugo Hidalgo, quien dormía en un cuarto sobre el taller de fotografía, se estaba preparando un café, cuando, antes incluso de que despuntara el alba, comenzaron a golpearle la puerta con urgencia, cuando logró llegar, se encontró con algo que jamás olvidaría, su amigo Rufino Sierra estaba allí con un aspecto de muerto viviente, hediondo a alcohol, cubierto de sangre hasta el mostacho y con el envoltorio del bebé también manchado, como si lo hubiese revolcado sobre algún animal muerto. Rufino casi que se lo tiró encima, sin siquiera un biberón de leche para alimentarlo “Amigo Hugo, cuídeme al crío porque yo no puedo…” Hugo se quedó ahí, con un hijo de otro en los brazos y todas las preguntas del mundo en la boca, porque Rufino Sierra tenía algo muy importante que hacer y azotó su caballo tan pronto como se deshizo del niño, luego se enteraría el viejo durante la mañana que aquello tan urgente que tenía que hacer, era reunirse con su mujer en el más allá ya que él también se puso un tiro en la base de la mandíbula aquella misma mañana, y dejó junto al cuerpo de su mujer, una nota que decía escrita con pésima caligrafía: “Fue un accidente, lo juro.” Así fue como Gloria obtuvo a su hijo, tan pronto e inesperado como se lo había predicho Blanca Salomé, la adivina del circo.

 

Para nadie fue extraño en el circo que los trabajadores se evaporaran sin hacer ruido y sin que apenas alguien lo notara, fieles a su naturaleza espectral. Román había despertado, aunque aún estaba débil, mientras que su hija se recuperaba mucho más rápido que él. Los habitantes del circo, con Beatriz y los mellizos Monje a la cabeza, decidieron repartirse el dinero acumulado en partes iguales para todos, de esa manera tendrían algo para empezar de nuevo su vida en otra parte. En una carreta alquilada tenían dos cadáveres cubiertos con una manta, uno era el de Cornelio Morris, el otro era el de Mustafá, el cual nunca había sido un muñeco de verdad. Cuando reveló su verdadera forma, Eugenio Monje confesó a todos, incluida Eloísa, que hace muchos años, tantos como los que tenía la misma muchacha, en un amanecer que hicieron durar una semana con su magia, él y su hermano habían descubierto el pozo por órdenes de Cornelio, y habían recuperado el cuerpo de Hilario Cruces para luego volver a aterrar el agujero. Ellos, como cuales soldados bien entrenados, jamás hacían demasiadas preguntas, solo obedecían. El cuerpo de Hilario siempre estuvo allí y ni siquiera Román lo sabía. En un acto de compasión, Sofía se quitó del cuello la pequeña cruz de madera que le había regalado el Escultor en aquel pueblucho que moría de hambre a pesar de criar montones de cerdos, y la puso sobre el pecho de Cornelio, fue muy extraño, porque al poco rato, esta comenzó a arder sin apenas encender llamas, hasta atravesar la manta que cubría el cadáver y seguir bajando, la muchacha no supo qué hacer, pero en ese momento una atractiva voz masculina le habló por la espalda, “No te preocupes, solo durará un rato…” Sofía, y los que estaban con ella, Beatriz incluida, miraron al hombre sin entender del todo de dónde diablos había salido, aquel era un tipo joven, elegante y con un curioso aspecto que recordaba a Jesucristo, se presentó como David Franco, antiguo socio de Cornelio y que venía a buscar algo que le pertenecía. El dinero ya estaba repartido y no se lo darían a un hombre que no conocían de nada, pero David, con una sonrisa encantadora, les dijo que el dinero a él no le interesaba, pero que no se molestaran, porque él sabía perfectamente lo que venía a buscar y donde encontrarlo, mientras tanto, la cruz seguía chirriando sobre el pecho de Cornelio como si le estuviese friendo la carne. Se dirigió campante hasta la oficina de Cornelio Morris y salió de ella con la caja del Curandero al hombro, el cual, probablemente, había hecho su última curación luego de la muerte de Cornelio Morris, pero nadie se oponía a que se lo llevara si eso quería. Lo otro que podía vérsele metido dentro del pantalón y bajo la chaqueta, era el hermoso revólver Colt45. David Franco se fue caminando con naturalidad con la caja sobre el hombro, como si viviera a la vuelta de la esquina, solo le faltaba silbar una tonadita. En ese momento, cuando el hombre parecido a Jesús se había alejado lo suficiente, la cruz de madera dejó de arder, pero ya estaba a medio camino incrustada en el esternón.

 

Con uno de los camiones, se quedaron los hermanos Monje, en el otro viajaba Sofía junto a su madre, Lidia, quien conservaba unas curiosas y pálidas líneas en el cuello, como marcas de su pasado como sirena y al lado de esta, Horacio. También viajaban con ellos en la parte de atrás, Ángel Pardo y Sara Sin apellido, aunque pronto se convertiría en Sara Pardo. Cogieron todo lo que les servía y el resto lo dejaron. Román y Eloísa usarían la carreta, su viaje era más corto y llevarían los cuerpos con ellos. Desde su camión, Lidia llamó a su hermana para animarla a subirse, a que viajara con ellos, incluso se apretujó contra Horacio para hacerle un espacio dentro de la cabina, pero Beatriz se negó con una sonrisa amable, y les dijo que pensaba quedarse en Sosiego, y con su parte del dinero dedicarse a la pastelería, algo que siempre se le había dado bien. El hecho fue que, cuando los camiones se marcharon, el enano le pidió con humildad a Beatriz que condujera la carreta, ya que él estaba demasiado débil todavía y Eloísa no tenía nada de experiencia, además así podría estar presente en el entierro de Cornelio, tampoco era pedir demasiado, ya que Valle Verde estaba prácticamente al lado de Sosiego. Eloísa la animó con una sonrisa y un pícaro movimiento de cejas y la mujer aceptó. Cuando llegaron, se podía ver que la hacienda Ibáñez de Valle Verde era enorme, con muchas casitas desperdigadas, establos, cercos de madera y una casona preciosa y muy bien cuidada en primer plano. Sin embargo, dos hombres, uno maduro y el otro más joven custodiaban la entrada y les impedían el paso a cualquiera que quisiera pasar, el más viejo reconoció a la muchacha apenas verla, “Tú eres la nieta de Hilario, ¿verdad? Me da gusto ver que estás bien…” La chica preguntó qué ocurría y el viejo respondió de inmediato, “Una peste, niña, la gente comenzó a caer como envenenados, escupiendo sus propias entrañas y ahogándose con ellas… nunca había visto nada igual” Luego de un rato, para que las mujeres digirieran sus palabras, añadió, “…no quedó ni un solo Ibáñez en pie” “Todavía queda uno, Remigio” se escuchó la voz desde la parte trasera de la carreta, ambos, el viejo y el joven echaron un vistazo, “¡Oye, ese es el enano del circo!” Exclamó el muchacho con una sonrisa de lo más tonta, Román, sentado dignamente junto a los dos cadáveres que llevaba, lo miró sin dirigirse a él, “Este debe ser tu hijo Raimundo, ¿no? La última vez que lo vi, no hacía más que perseguir gallinas con una varilla para pincharles el culo” Remigio, quien no había visitado el circo, miró al enano con un esfuerzo tal, como si se encontrara sumamente lejos, “¿Román? No puede ser. Nadie volvió a saber nada de ti durante todos estos años, hasta pensamos que tu hermano…” No se atrevió a terminar, el enano se lo pidió, y el viejo finalmente lo hizo, “Bueno, que se había deshecho de ti, como lo hizo con el viejo Hilario…” Y se quedó mirando a Eloísa, como si sintiera remilgos de culpa, pues él mismo se había visto obligado a tirar paladas de tierra sobre un hombre que aún respiraba y aquello le pesaba con un sabor amargo, “No, no lo hizo…” respondió el enano con gravedad, y luego añadió, “Sabes que tengo derecho sobre estas tierras, ¿verdad?” “Por supuesto…” Respondió Remigio con seriedad absoluta, y agregó, “Tú, tu hija y tu esposa son los nuevos dueños de la hacienda Ibáñez” El enano ni se inmutó, pero Beatriz se vio obligada a echarle un vistazo de sorpresa, a lo menos, por tal comentario, porque la acababan de tomar por la mujer de Román. No dijo nada, solo se limitó a soportar dignamente las risitas de Eloísa. Se lo reprocharía luego, cuando la carreta ya atravesaba el camino principal de la hacienda, el enano solo se encogió de hombros, “Digas lo que digas, la gente siempre sacará sus propias conclusiones” Por su parte, Eloísa, ya pensaba en la carta que le escribiría a Orlando Urrutia para contarle lo que había ocurrido y dónde podía encontrarla. Más atrás, en la entrada de la hacienda, el joven Raimundo le comentaba a su padre, “¿No le parece mucha coincidencia que justo cuando todos los Ibáñez están muertos de golpe, su hijo, desaparecido hace un rimero de años, regresa para quedarse con todo?” El viejo lo miró severo, pero lentamente comenzó a asentir, “Sí, pero entre este y el otro, prefiero a este…”

 

Aquello era lo que Román había deseado, sin embargo, cuando vio los catorce cajones alineados uno junto al otro, que pertenecían a su familia, algunos de ellos muy pequeños; cuando tuvo que ver los inocentes rostros desencajados de miedo y dolor de sus hermanas y sobrinos, congelados en una muerte espantosa, como también el de su anciana madre, no pudo menos que romper en un llanto violento y derrumbarse hasta tocar con la frente el suelo y mojar este con sus lágrimas y babas, sintiendo a Cornelio Morris decirle, desde donde fuera que estuviera, que aquello era justo lo que se merecía.

 

FIN.

 

León Faras.

 

Este texto es un borrador sujeto a cambios y correcciones.

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