Epílogo.
“Te
lo juro, esa mula del demonio me llevó justo hasta donde estaba la furgoneta,
como si el maldito bicho ese, lo hubiese sabido desde siempre…” Era la primera
hora de la mañana y Vicente narraba a Diego Perdiguero, todas las aventuras por
las que habían pasado desde que supieron que se había convertido en una
atracción del circo, este, bañado, afeitado y desayunado con comida para gente
normal, viajaba a su lado tratando de procesar toda esa información, mientras
que en el asiento de adelante, Gloria escuchaba maravillada la historia y se
preguntaba si sería cierto que aquel hombre comía ratas vivas como caramelos y
ahora no recordaba nada de eso. Al llegar a la ciudad, el ambiente estaba
enrarecido, aunque ellos no lo notaron en un primer momento, había sucedido una
lamentable desgracia que había conmocionado a todo el mundo durante la noche:
el hombre aquel, que se había retratado en el taller de los Corona, con su hijo
de pocos meses y su escopeta, y quien tenía un campito en las afueras, había
matado a su joven esposa de un tiro en la espalda por accidente, mientras
limpiaba su preciada arma sobre la mesa de la cocina, aquel hombre, destrozado
por la tragedia, pensó de inmediato en quitarse la vida, auto imponiéndose
inflexiblemente la ley del talión, pero se detuvo al pensar en su hijo, su
primogénito y sabiendo que la culpa no le permitiría criarlo ni tampoco deseaba
permitírselo él mismo, lo cogió, lo subió a su caballo y se lo llevó durante la
madrugada para dejárselo al cuidado del único hombre que desde el primer día,
cuando llegó solo con su esposa a esas tierras, se había ganado toda su
confianza y amistad, más que el mismísimo cura de la iglesia incluso. Hugo
Hidalgo, quien dormía en un cuarto sobre el taller de fotografía, se estaba
preparando un café, cuando, antes incluso de que despuntara el alba, comenzaron
a golpearle la puerta con urgencia, cuando logró llegar, se encontró con algo
que jamás olvidaría, su amigo Rufino Sierra estaba allí con un aspecto de
muerto viviente, hediondo a alcohol, cubierto de sangre hasta el mostacho y con
el envoltorio del bebé también manchado, como si lo hubiese revolcado sobre
algún animal muerto. Rufino casi que se lo tiró encima, sin siquiera un biberón
de leche para alimentarlo “Amigo Hugo, cuídeme al crío porque yo no puedo…”
Hugo se quedó ahí, con un hijo de otro en los brazos y todas las preguntas del
mundo en la boca, porque Rufino Sierra tenía algo muy importante que hacer y
azotó su caballo tan pronto como se deshizo del niño, luego se enteraría el
viejo durante la mañana que aquello tan urgente que tenía que hacer, era
reunirse con su mujer en el más allá ya que él también se puso un tiro en la base
de la mandíbula aquella misma mañana, y dejó junto al cuerpo de su mujer, una
nota que decía escrita con pésima caligrafía: “Fue un accidente, lo juro.” Así
fue como Gloria obtuvo a su hijo, tan pronto e inesperado como se lo había predicho
Blanca Salomé, la adivina del circo.
Para
nadie fue extraño en el circo que los trabajadores se evaporaran sin hacer
ruido y sin que apenas alguien lo notara, fieles a su naturaleza espectral.
Román había despertado, aunque aún estaba débil, mientras que su hija se
recuperaba mucho más rápido que él. Los habitantes del circo, con Beatriz y los
mellizos Monje a la cabeza, decidieron repartirse el dinero acumulado en partes
iguales para todos, de esa manera tendrían algo para empezar de nuevo su vida
en otra parte. En una carreta alquilada tenían dos cadáveres cubiertos con una
manta, uno era el de Cornelio Morris, el otro era el de Mustafá, el cual nunca
había sido un muñeco de verdad. Cuando reveló su verdadera forma, Eugenio Monje
confesó a todos, incluida Eloísa, que hace muchos años, tantos como los que
tenía la misma muchacha, en un amanecer que hicieron durar una semana con su
magia, él y su hermano habían descubierto el pozo por órdenes de Cornelio, y
habían recuperado el cuerpo de Hilario Cruces para luego volver a aterrar el agujero.
Ellos, como cuales soldados bien entrenados, jamás hacían demasiadas preguntas,
solo obedecían. El cuerpo de Hilario siempre estuvo allí y ni siquiera Román lo
sabía. En un acto de compasión, Sofía se quitó del cuello la pequeña cruz de
madera que le había regalado el Escultor en aquel pueblucho que moría de hambre
a pesar de criar montones de cerdos, y la puso sobre el pecho de Cornelio, fue
muy extraño, porque al poco rato, esta comenzó a arder sin apenas encender
llamas, hasta atravesar la manta que cubría el cadáver y seguir bajando, la
muchacha no supo qué hacer, pero en ese momento una atractiva voz masculina le
habló por la espalda, “No te preocupes, solo durará un rato…” Sofía, y los que
estaban con ella, Beatriz incluida, miraron al hombre sin entender del todo de
dónde diablos había salido, aquel era un tipo joven, elegante y con un curioso
aspecto que recordaba a Jesucristo, se presentó como David Franco, antiguo
socio de Cornelio y que venía a buscar algo que le pertenecía. El dinero ya
estaba repartido y no se lo darían a un hombre que no conocían de nada, pero
David, con una sonrisa encantadora, les dijo que el dinero a él no le
interesaba, pero que no se molestaran, porque él sabía perfectamente lo que
venía a buscar y donde encontrarlo, mientras tanto, la cruz seguía chirriando
sobre el pecho de Cornelio como si le estuviese friendo la carne. Se dirigió
campante hasta la oficina de Cornelio Morris y salió de ella con la caja del
Curandero al hombro, el cual, probablemente, había hecho su última curación
luego de la muerte de Cornelio Morris, pero nadie se oponía a que se lo llevara
si eso quería. Lo otro que podía vérsele metido dentro del pantalón y bajo la
chaqueta, era el hermoso revólver Colt45. David Franco se fue caminando con
naturalidad con la caja sobre el hombro, como si viviera a la vuelta de la esquina,
solo le faltaba silbar una tonadita. En ese momento, cuando el hombre parecido
a Jesús se había alejado lo suficiente, la cruz de madera dejó de arder, pero
ya estaba a medio camino incrustada en el esternón.
Con
uno de los camiones, se quedaron los hermanos Monje, en el otro viajaba Sofía
junto a su madre, Lidia, quien conservaba unas curiosas y pálidas líneas en el
cuello, como marcas de su pasado como sirena y al lado de esta, Horacio. También
viajaban con ellos en la parte de atrás, Ángel Pardo y Sara Sin apellido,
aunque pronto se convertiría en Sara Pardo. Cogieron todo lo que les servía y
el resto lo dejaron. Román y Eloísa usarían la carreta, su viaje era más corto
y llevarían los cuerpos con ellos. Desde su camión, Lidia llamó a su hermana para
animarla a subirse, a que viajara con ellos, incluso se apretujó contra Horacio
para hacerle un espacio dentro de la cabina, pero Beatriz se negó con una
sonrisa amable, y les dijo que pensaba quedarse en Sosiego, y con su parte del
dinero dedicarse a la pastelería, algo que siempre se le había dado bien. El
hecho fue que, cuando los camiones se marcharon, el enano le pidió con humildad
a Beatriz que condujera la carreta, ya que él estaba demasiado débil todavía y
Eloísa no tenía nada de experiencia, además así podría estar presente en el
entierro de Cornelio, tampoco era pedir demasiado, ya que Valle Verde estaba
prácticamente al lado de Sosiego. Eloísa la animó con una sonrisa y un pícaro
movimiento de cejas y la mujer aceptó. Cuando llegaron, se podía ver que la
hacienda Ibáñez de Valle Verde era enorme, con muchas casitas desperdigadas,
establos, cercos de madera y una casona preciosa y muy bien cuidada en primer
plano. Sin embargo, dos hombres, uno maduro y el otro más joven custodiaban la
entrada y les impedían el paso a cualquiera que quisiera pasar, el más viejo
reconoció a la muchacha apenas verla, “Tú eres la nieta de Hilario, ¿verdad? Me
da gusto ver que estás bien…” La chica preguntó qué ocurría y el viejo
respondió de inmediato, “Una peste, niña, la gente comenzó a caer como
envenenados, escupiendo sus propias entrañas y ahogándose con ellas… nunca
había visto nada igual” Luego de un rato, para que las mujeres digirieran sus
palabras, añadió, “…no quedó ni un solo Ibáñez en pie” “Todavía queda uno,
Remigio” se escuchó la voz desde la parte trasera de la carreta, ambos, el
viejo y el joven echaron un vistazo, “¡Oye, ese es el enano del circo!” Exclamó
el muchacho con una sonrisa de lo más tonta, Román, sentado dignamente junto a
los dos cadáveres que llevaba, lo miró sin dirigirse a él, “Este debe ser tu
hijo Raimundo, ¿no? La última vez que lo vi, no hacía más que perseguir
gallinas con una varilla para pincharles el culo” Remigio, quien no había
visitado el circo, miró al enano con un esfuerzo tal, como si se encontrara
sumamente lejos, “¿Román? No puede ser. Nadie volvió a saber nada de ti durante
todos estos años, hasta pensamos que tu hermano…” No se atrevió a terminar, el
enano se lo pidió, y el viejo finalmente lo hizo, “Bueno, que se había deshecho
de ti, como lo hizo con el viejo Hilario…” Y se quedó mirando a Eloísa, como si
sintiera remilgos de culpa, pues él mismo se había visto obligado a tirar
paladas de tierra sobre un hombre que aún respiraba y aquello le pesaba con un
sabor amargo, “No, no lo hizo…” respondió el enano con gravedad, y luego
añadió, “Sabes que tengo derecho sobre estas tierras, ¿verdad?” “Por supuesto…”
Respondió Remigio con seriedad absoluta, y agregó, “Tú, tu hija y tu esposa son
los nuevos dueños de la hacienda Ibáñez” El enano ni se inmutó, pero Beatriz se
vio obligada a echarle un vistazo de sorpresa, a lo menos, por tal comentario,
porque la acababan de tomar por la mujer de Román. No dijo nada, solo se limitó
a soportar dignamente las risitas de Eloísa. Se lo reprocharía luego, cuando la
carreta ya atravesaba el camino principal de la hacienda, el enano solo se
encogió de hombros, “Digas lo que digas, la gente siempre sacará sus propias
conclusiones” Por su parte, Eloísa, ya pensaba en la carta que le escribiría a Orlando
Urrutia para contarle lo que había ocurrido y dónde podía encontrarla. Más atrás,
en la entrada de la hacienda, el joven Raimundo le comentaba a su padre, “¿No le
parece mucha coincidencia que justo cuando todos los Ibáñez están muertos de
golpe, su hijo, desaparecido hace un rimero de años, regresa para quedarse con
todo?” El viejo lo miró severo, pero lentamente comenzó a asentir, “Sí, pero
entre este y el otro, prefiero a este…”
Aquello
era lo que Román había deseado, sin embargo, cuando vio los catorce cajones
alineados uno junto al otro, que pertenecían a su familia, algunos de ellos muy
pequeños; cuando tuvo que ver los inocentes rostros desencajados de miedo y
dolor de sus hermanas y sobrinos, congelados en una muerte espantosa, como también
el de su anciana madre, no pudo menos que romper en un llanto violento y
derrumbarse hasta tocar con la frente el suelo y mojar este con sus lágrimas y
babas, sintiendo a Cornelio Morris decirle, desde donde fuera que estuviera,
que aquello era justo lo que se merecía.
FIN.
León
Faras.
Este
texto es un borrador sujeto a cambios y correcciones.
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