viernes, 26 de febrero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXVII.

 

Desde que habían comprado su furgoneta, los hermanos Corona tomaron la decisión de mantener una llave en su poder, y dejar la otra copia oculta bajo el tapabarro, de manera que cualquiera de los dos tuviera acceso a ella en caso de necesitarla. Mientras que Vicente jamás se había interesado por el funcionamiento del vehículo y solo sabía manejarlo, Damián sí entendía un poco más, al tener que encargarse él de las mantenciones y reparaciones. Cuando abrió la furgoneta y la revisó, se dio cuenta en el acto que se trataba de un problema que ya había tenido un par de veces antes y que ya podía reconocer y solucionar; debido a la mala calidad del combustible, los inyectores solían taparse con cierta frecuencia y debían ser destapados, eso era todo. La furgoneta había demostrado ser un buen vehículo, pero no era perfecto. Mientras Damián trabajaba en ello, su hermano deshacía el trayecto en el único medio de transporte que había podido conseguir en aquellos lugares: un caballo, animal que no montaba desde que tenía once años y en el que ahora debería usar al menos tres días para llegar de vuelta a su furgoneta. Por su parte, Urrutia había decidido enfocarse en los pueblos que estaban en camino hacia Valle Verde y a una distancia máxima de hasta treinta kilómetros, lo que reducía mucho su trabajo, sin embargo, al mediodía aun no había tenido éxito y los pueblos con los que se había topado, no eran más que pequeños caseríos de veinte casas y poco más o grandes terrenos con casas muy separadas unas de otras. Para colmo, una mala desviación en el camino, lo llevó a un terreno baldío que parecía un descuido de Dios; mientras que por todos lados se podía ver vegetación y cultivos, allí no había nada, como si una sombra misteriosa hubiese envenenado esas tierras sin permitir que nada creciera allí, aunque para Urrutia no era más que una molesta anécdota y un retraso en su itinerario. Con un poco de mal humor, estaba a punto de seguir su camino, cuando vio algo en el suelo, algo grande, algo que no podía pertenecer a cualquiera, se bajó del auto para estudiarlas mejor y encontró más, eran huellas de neumáticos enormes, pesadas y abundantes que estaban claramente marcadas en el terreno arcilloso. No había duda razonable al respecto, en esos sitios remotos, lo único que podía dejar huellas así eran los camiones del circo de Cornelio Morris y eran huellas frescas. El circo había estado allí, se había detenido, y luego de algunas maniobras, había seguido su camino dejando la dirección que habían tomado marcada en el suelo, Urrutia se sintió con suerte, aunque no lograría explicarse para qué se habrían detenido allí.

 

El circo logró encontrar otro poblado, instalarse y ponerse a funcionar antes del mediodía, Cornelio simplemente se había quedado con la información de que el pueblo en el que habían caído antes, era demasiado miserable y las ganancias que podrían obtener allí, no valían la pena. El nuevo pueblo, en cambio, tenía cultivos, animales y su gente era claramente más entusiasta, el enano rápidamente los convenció de acercarse, de que solo tendrían una pequeña oportunidad de algunas horas, para vivir una experiencia que recordarían durante toda la vida, mientras Horacio Von Hagen gruñía y sacudía su jaula como una bestia salvaje y aterradora y Ángel Pardo se paseaba por allí causando la admiración de toda esa gente sencilla de campo. “No lo dude más, señor, señora, las maravillas que les aguardan dentro, no tendrán otra oportunidad de verlas en otro sitio…” Un extraño personaje entró en el circo ya en horas de la tarde, mientras Román anunciaba las asombrosas cualidades adivinatorias de Blanca Salomé, las cuales ignoró por completo el recién llegado, fijando su atención en el espectáculo que hacían los mellizos Monje, trasladándose mágicamente de un punto a otro, ante el desconcierto de la multitud. El personaje, que vestía bien, a diferencia de la gran mayoría de las personas de aquel pueblo, se cubría la cabeza con un buen sombrero y el resto del cuerpo con una capa muy ostentosa, dejó caer con desinterés, las monedas que le exigió Beatriz para entrar. Su mano era pálida, carente de trabajo y de uñas inusualmente bien cuidadas, a diferencia de su pelo, largo, canoso y sin brillo. Si alguno de los habitantes del circo le hubiese visto el rostro, lo hubiesen podido reconocer, pero era fácil pasar desapercibido entre tanta gente que visitaba el circo. Román anunciaba a su embobada multitud de seguidores, “…la visión más asombrosa hacía el increíble y maravilloso mundo de la fantasía y la mitología…” parado frente al estanque de Lidia. El extraño visitante miró la aparición de la sirena sin asombro, más allá, en el extremo del campamento, se podía ver la jaula completamente cubierta de Diego Perdiguero, el hombre consultó su reloj con distracción, a pesar de su apatía por el espectáculo, se mantenía allí con determinación, como quien llega demasiado temprano a una cita importante y debe esperar, pasaría una hora o más, antes de que apareciera lo que estaba buscando, el plato fuerte del circo de rarezas de Cornelio Morris, y lo hizo cuando Román Ibáñez la anunció, “Damas y caballeros, no piensen ni por un segundo que lo han visto todo en este mundo, porque nadie lo ha visto todo, si no ha visto el maravilloso circo de Cornelio Morris, y lo que verán a continuación, puedo jurarles, que nunca más volverán a verlo… Señoras y señores: Eloísa…” El desconocido se abrió paso con soberbia hasta la primera fila. Cuando se abrió el telón y la muchacha apareció envuelta en el hermoso plumaje gris de sus alas, la multitud retrocedió asombrada, y volvieron a hacerlo otro poco, cuando esas alas se abrieron con majestuosidad, todos menos el extraño visitante, que no se movió un centímetro y se quedó solo y desafiante frente a los demás, Eloísa lo miró y el visitante le sonrió, pero no era una sonrisa amigable, sino más bien, una sonrisa de malvada satisfacción, entonces ella lo reconoció con espanto, al tiempo que Federico Fuentes asomaba el cañón de su carabina de debajo de su capa, “Maldita mierda farsante, ¿crees que es divertido jugar a ser un ángel del Señor…?” Eusebio Monje se le abalanzó encima, pero Federico reaccionó con frialdad y precisión, descargándole un seco culatazo en la nariz, que lanzó a tierra al pobre viejo arrojando sangre por las fosas nasales, para luego levantar su arma hasta el rostro de Eloísa, “No dejaré que sigas esparciendo tu falsa fe, sucia perra hereje y embustera…” Iba a disparar, de hecho, estuvo a medio segundo de hacerlo, antes de que un poderoso y pesado codazo le cayera en la mandíbula y le descompusiera los sentidos por un rato, y de que un segundo y certero golpe en la sien lo aturdiera definitivamente. Eloísa, que se protegía inútilmente con sus alas, observó a su salvador y su rostro le pareció familiar, aunque no supo de donde. Aquel era Orlando Urrutia, quien había llegado justo a tiempo para salvar precisamente lo que andaba buscando.


León Faras.

sábado, 20 de febrero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXVI.

 

La luz del día despertó a los habitantes del circo en un nuevo pueblo my diferente de los anteriores, de hecho, era el sitio más miserable en el que jamás habían encallado. Las casas, a pesar de ser todas diferentes, no había una sola que destacara, todas parecían chabolas endebles construidas con desechos y desperdigadas sin orden, unas amontonadas por aquí y otras aisladas por allá, sin cultivos, como si a ese lugar no hubiese alcanzado a llegar la agricultura, aunque al menos se debía decir que ya dominaban el fuego, pues se podían ver algunas columnas de humo a primera hora de la mañana. El pueblo estaba atravesado a lo largo por un camino de barro, largo y afilado como una cicatriz, un barro formado por los mismos habitantes que arrojaban sus aguas a la vía pública. Estos habitantes, que observaban el campamento con recelo y curiosidad, como aborígenes que ven llegar barcos a sus costas, lucían como esclavos de una mina de carbón: sucios, flacos y zarrapastrosos; seres capaces de asustarse de su propio reflejo en un espejo, “¿Dónde diablos nos hemos venido a meter?” Comentó Román en un susurro que apenas llegó a los elevados oídos de Ángel Pardo, este, desde su privilegiado punto de vista, podía ver que el poblado era más grande de lo que parecía a simple vista y que estaba establecido en una tierra estéril en la que no crecía más que algunos hierbajos inservibles. El principal sustento de aquellas gentes, podía oírse y olerse: criaban cerdos, mucho mejor alimentados que sus supuestos amos, mientras que los niños, eran expertos cazadores de ratas. Beatriz dejó a Cornelio cuando este comenzó a extrañarse de que pasaban los minutos y no se oía la voz de Román a través del megáfono invitando a la gente a pasar, la mujer se encontró con todos los habitantes del circo admirando la miseria en su máximo esplendor, incluso Eloísa había salido de su tienda y observaba a un niño en cuclillas, con la piel oscura de mugre, que la observaba con su grandes ojos sin sorpresa, a pesar de la majestuosidad de sus alas, mientras se hurgaba la nariz con afán. Tanto Sofía, como los hermanos Monje, no se explicaban cómo habían caído ahí sin darse cuenta de la evidente pobreza del lugar, que contractaba duramente con la bella y ordenada ciudad que habían dejado atrás hace tan poco. El único personaje del circo que parecía causarles alguna impresión a los desgraciados habitantes de ese lugar, era Horacio, a pesar de que este ya estaba fuera de su jaula y fuera de su papel de bestia de los fríos bosques del norte. El enano miró a Beatriz con duda, pero esta lucía tan confundida como él, por lo que se animó a levantar su megáfono e invitar a esa gente a ver el espectáculo, que de seguro, algún dinerito tendrían para gastar, “¡Acérquense, damas y caballeros! Les aseguro que no encontrarán nada igual al circo de Cornelio Morris. Será una… experiencia…” Pero su voz se extinguió ante la indiferencia de las personas de ese lugar, Volvió a mirar a Beatriz, “¿Qué hacemos?” preguntó preocupado, esta pensaba que debían irse mientras tuvieran tiempo que aprovechar en otra parte, sobre todo ahora, que el circo se estaba movilizando todos los días, pero antes de eso, Sofía se acercó a uno de los habitantes del pueblo para preguntarles qué sucedía en ese lugar, por qué vivían así. Un hombre muy, muy flaco y de ojos asustados, solo le contestó señalando un punto del pueblo en el que se alzaba una delgada columna de humo blanco, allá fue la muchacha, seguida de su tía, Horacio, Román y Eloísa, hasta llegar a un precario cobertizo donde un viejo semidesnudo y con una barba muy larga y enmarañada, esculpía una cruz de madera alimentando el fuego con las virutas, Román, que parecía más joven y rechoncho al lado de ese viejo, le preguntó al Escultor por qué vivían así, pudiendo emigrar a tierras mejores, más fértiles, “…no hay tierras fértiles para nosotros, ya no…” respondió el viejo sin dejar de trabajar la madera con sus manos nudosas y plagadas de venas, rodeado de varios hombres, mujeres y niños que parecían muy respetuosos e interesados en su monótono trabajo, junto a él, una maceta colgada con un cedazo en su interior, goteaba insistentemente dentro de un cuenco de greda, un agua de color ocre suave, “Sean bienvenidos, hace mucho tiempo que no recibimos visitas, pero por su bien, es mejor que se vayan de aquí lo antes posible… esta es una tierra maldita” Les recomendó el viejo, tomando el cuenco de greda y bebiendo un sorbo de él, “¿Maldita? ¿Por qué?” preguntó Sofía, con una sonrisa mal disimulada, como si las palabras del viejo le hubiesen sonado de lo más desproporcionadas. El Escultor detuvo su trabajo para mirarla con unos ojos que parecían tener mil años, “Hace muchos años, fue cometido un pecado imperdonable y fuimos castigados por él…” El viejo quiso retomar su trabajo, pero antes agregó, “…la muerte de un inocente…” Román bufó burlesco, “Inocentes mueren todo el tiempo” dijo sonriendo confiado, el Escultor detuvo su trabajo en el acto, “No todo lo que llamas inocente, realmente lo es…”  dijo con severidad, como si estuviera corrigiendo a un pupilo insolente, y añadió, “…hay algunos que no deben ser asesinados…” El enano arrugó el ceño, como quien sabe que está oyendo una hipérbole descarada, Sofía intervino de nuevo, “Bueno, ¿Y qué pasó?” El viejo miró a los tristes e inexpresivos rostros de sus compañeros, pero no encontró nada en ellos, “Vino la gran noche…” Eloísa se acuclilló como para escuchar mejor, “¿Qué es eso de la gran noche?” Preguntó interesada. El Escultor la miró sin siquiera la más mínima atención en sus espectaculares alas, “El sol dejó de salir durante treinta y tres días, nos quedamos en la más absoluta oscuridad. Antes de que el último fuego se apagara, cogimos lo poco que teníamos y a diez de nuestros cerdos y empezamos a caminar, como una manada de ciegos encerrados en la noche absoluta, caminamos todo ese tiempo sin toparnos con nada ni con nadie, cogidos unos de otros para no perdernos, cuando por fin el sol volvió a salir, nos encontrábamos aquí, en este yermo estéril y supimos que aquí debíamos quedarnos…” “¿Una noche de treinta y tres días?” Preguntó Horacio, incrédulo, “Así fue…” respondió el escultor, y agregó, “…Cuando llegamos, once de los nuestros habían desaparecido, sin hacer un solo ruido en la oscuridad, a pesar de que nuestros oídos eran lo más atento que teníamos… de los cerdos, no se perdió ni uno” concluyó, dispuesto a reanudar su trabajo. Mientras esculpía, agregó, “Nos establecimos aquí, y esperamos la conclusión de nuestra pena, que sabemos que será muy, muy larga…” Román echó un vistazo en derredor, mientras los cerdos estaban gordos, las personas lucían escuálidas hasta los huesos, “¿Con qué alimentas a los cerdos? si aquí no hay nada” preguntó desafiante, el viejo negó con la cabeza, “Eso no te lo puedo decir…” dijo, arrojando un nuevo puñado de virutas a su fuego. “Interesante historia, abuelo…” intervino de pronto Beatriz, y luego, dándose la vuelta, agregó, “…muy bien, no hay nada que hacer aquí, nos vamos, mientras aún podemos aprovechar este día en otra parte” El Escultor estiró uno de sus magros brazos y cogió una de las muchas cruces que colgaban allí, era apenas del tamaño de un cigarrillo, pero de ángulos y proporciones perfectas, digna de alguien que no hacía otra cosa en su vida, más que hacer cruces, y se la estiró a Sofía, “Toma…” le dijo, “…nadie puede irse de aquí sin llevarse una cruz” la muchacha la aceptó con un “gracias” aunque no entendió a qué se refería el viejo exactamente.


León Faras.

martes, 16 de febrero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris

 

LXV.

 

Orlando Urrutia estaba conmocionado, incapaz de quedarse un segundo quieto, se rascaba como si de pronto le tuviera alergia a los camiones que desaparecen y murmuraba sin parar un monólogo repetitivo y soez que apenas se podía entender. Casi era de noche, y Vicente fumaba dentro del auto, pensativo, acababa de caer en la cuenta de que la última vez que vio a Sofía era una niña, y ahora, de repente, era una adolescente como la que había aparecido en la foto que le tomó. No entendía qué había pasado, pero lo aceptaba porque era parte del circo aquel de las cosas más raras que había visto y de los camiones que se vuelven invisibles. De pronto, Urrutia interrumpió su soliloquio, y las cavilaciones de Vicente, con la gran duda que lo atormentaba, “¿Pero me puedes decir qué diablos ocurrió? ¡Y cómo demonios tú sabías que eso ocurriría?” Vicente se restregó los ojos, cansado, “Ya lo había visto antes el truco ese, con mi hermano, y quedamos tan pasmados como tú… no tengo ni idea de cómo lo hacen” Orlando tampoco se lo explicaba por más vueltas que le daba, y sintió que tampoco valía la pena seguir intentándolo, “¡Maldición! Debimos haber entrado, ¡Debimos evitar que se fueran!” Exclamó de sopetón, como un desahogo que madura de repente, Vicente lucía sin energía, como si de pronto el cuerpo le pesara el doble, “Créeme, no es bueno que le busques las cosquillas a ese Cornelio Morris” dijo, con los ojos cerrados, “Tampoco es como para tenerle miedo…” Afirmó Urrutia, con gesto altivo, Vicente lo miró a través de un solo ojo abierto, “¿Lo conoces?” Orlando le explicó cómo, junto al sargento Jiménez, había tenido que visitar el circo buscando a un tipo que supuestamente estaba secuestrado, “¿Diego Perdiguero?” Preguntó el otro con el ceño apretado y el cabo, tras pensárselo unos segundos, asintió, ese era un nombre fácil de recordar. Aquello era una casualidad más, en un mundo lleno de casualidades. Vicente le confesó que era él y su hermano quienes habían estado buscando a Perdiguero, y que ahora él solo, buscaba el circo para ver con sus propios ojos que su amigo no estaba allí, Urrutia se sentó a su lado mirándolo como a un bicho raro que hace cosas raras, “¿Cómo…?” fue todo lo que pudo soltar tras varios intentos, con el rostro plagado de arrugas, como una fruta que se seca bajo el sol, a pesar de lo joven que aún era. Vicente le explicó que Perdiguero les ayudaba a conseguir una fotografía dentro del circo y que de pronto desapareció, Urrutia recordaba haberlo visto, “Ese hombre no correspondía con la descripción, yo lo vi, era bastante más viejo, me pareció más pequeño, aunque se movía encorvado como un simio, con el pelo largo como los salvajes, y sus ojos… por Dios…” Urrutia hizo una mueca de desagrado, como quien se mete a la boca algo muy amargo, “…eran negros, ¿entiendes? completamente negros, con las pupilas enormes, y gruñía de una manera que podía helar la sangre a cualquiera… No, ese hombre no podía ser tu amigo, ¡Diablos! Tal vez ni siquiera era una persona” Vicente se quedó algunos segundos pensativo, considerando la posibilidad de que aquel tipo de las cavernas, en realidad no fuese Perdiguero, y que todo su esfuerzo, no era más que un ejercicio inútil para saciar un empeño absurdo de comprobarlo con sus propios ojos, pero por otro lado estaba viva la posibilidad de que sí fuese él, aunque transformado de alguna manera por los extrañísimos poderes del circo. “¿Qué piensas hacer?” Preguntó Urrutia de pronto, el rostro de Vicente mostraba que había tomado una decisión, “La muchacha dijo que se dirigían a Valle Verde, creo que tengo algunos días para regresar, recuperar mi furgoneta y luego dirigirme allá. No puedo quedarme con esto a medias” Urrutia asintió, se metió a su vehículo y salió con un mapa y un cuaderno, “He hecho una pequeña investigación…” dijo, abriendo su cuaderno, “…he estado averiguando por cuáles pueblos pasó el circo y cuánto tiempo se quedó y he descubierto que el circo se mueve un promedio de treinta kilómetros cada vez, y suele quedarse como máximo tres días en un sitio, aunque lo común son dos…” “En este, estuvo solo un día…” Le aclaró Vicente, Urrutia continuó, “Sí, pero lo más común, son dos. El hecho es que con esto, podemos calcular un avance de tan solo diez o quince kilómetros diarios, y a ese paso pueden tardar un mes en llegar a Valle Verde, un avance que incluso se puede hacer a pie” Vicente asintió convencido, “Suena bien, ¿Y tú qué piensas hacer?” Preguntó, Urrutia se rascó la nariz antes de responder, “Yo voy a continuar tras el circo, no tengo tantos días para esperar, debo regresar al trabajo” Mientras recogía su cuaderno, algo cayó al suelo de entre sus páginas, era una pluma, una enorme y bella pluma gris ceniza, que Vicente se apresuró en recoger. No la reconoció en un principio, y no lo haría tampoco después. Se durmieron encogidos dentro del diminuto vehículo, y por la mañana tomaron rumbos contrarios.

 

Román Ibáñez, era un hombre nuevo. Sonreía sin parar gracias a su nuevo trabajo como presentador y animador del circo, una labor que realmente le encantaba, la disfrutaba y sabía perfectamente que la hacía muy bien, tanto que solo podía ser reemplazado por el dueño del circo, y este no parecía tener intenciones de volver muy pronto. Las salidas fuera de la oficina de Cornelio Morris, eran más frecuentes pero siempre breves y silenciosas, como si solo hablar ya le representara un gran esfuerzo. Se paseaba con su bastón con pasitos cortos y andar rígido de aspecto decrépito, enmudeciendo a todos los habitantes del circo que se cruzaban con él, con ese silencio respetuoso, reservado para los difuntos, sin embargo, aquello no disminuía la felicidad del enano por cada día que pasaba sin acercarse a Mustafá, y que en vez de eso, animaba a las manadas de visitantes a maravillarse con las atracciones y dejar su dinero en cada una de ellas. El campamento cenaba una reconfortante ración de puré de arvejas con chorizo frito. Aquella noche, Sofía cenó lo mismo que el resto, algo que cada vez se hacía más común. Beatriz llegó cuando ya terminaba, había estado atendiendo a Cornelio; ella era la única que se preocupaba de él en aquellas cosas con las que nadie quiere ensuciarse las manos, Sofía la miró con reproche mientras su tía se servía un vaso de vino y se sentaba fuera de su tienda, “¿Por qué te preocupas tanto por él?” Quiso saber la muchacha, Beatriz sorbió un poco de su vino y lo saboreó varios segundos antes de tragarlo, “Alguien tiene que hacerlo…” Respondió con un tono tan pasivo y simple que esa conversación se terminó en ese mismo momento. Pero Sofía quería saber algo más, le había preguntado a Eugenio y a Eusebio Monje y ninguno de los dos conocía el porqué, pero estaba segura de que su tía lo sabría, “¿Conoces Valle Verde?” Beatriz lo conocía, aunque nunca había estado allí; era un sitio con mucho campo, tierras de cultivo y crianza de animales, con pequeños caseríos aislados, “…Tiene un nombre de lo más apropiado. ¿Por qué?” “Cornelio ha ordenado que nos dirijamos allá, dice que tiene un asunto pendiente en ese sitio, ¿sabes a qué se refiere?” Preguntó la chica sentándose a su lado, Beatriz se quedó pensando, confundida, miró su vaso largos segundos y luego a su sobrina, para luego responder con gesto elocuente, “No tengo ni idea”


León Faras.

miércoles, 10 de febrero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXIV.

 

Algunas veces los demonios pueden juegan a tu favor y otras veces hasta los ángeles pueden jugar en tu contra. Urrutia y Vicente, comenzaron muy bien su día, durmieron cómodos en un cuarto arrendado en el pueblo, pudieron darse un baño, se levantaron al alba y desayunaron una contundente ración de huevos fritos con cebolla y pan caliente, luego salieron del pueblo, con las oportunas indicaciones del dueño de casa para llegar a la ciudad sin problemas y las bendiciones del resto de habitantes que a esa hora estaban allí, que no eran muchos. La ciudad solo estaba a medio día a caballo, según les repitieron varias veces y haciéndoles pensar que el vehículo tardaría bastante menos, lo que no les dijeron, fue que con el caballo podían atravesar el monte por un angosto sendero abierto entre la dura vegetación sin problemas, pero con un coche, el monte debía ser rodeado sí o sí, lo que emparejaba los tiempos, tampoco les hablaron que ese camino los obligaba a cruzar un río, que aunque ancho, era de muy poco caudal en esa época del año, poco menos que una anécdota para una carreta con su caballo, pero un grueso escollo para el minúsculo automóvil para soltero de Orlando Urrutia que apenas se despegaba del piso, y que se detuvo agobiado ante la adversidad a apenas dos metros de la orilla. Lo bueno, era que el peso del vehículo les permitió empujarlo, lo malo es que debieron esperar más de una hora para que algunas piezas botaran el agua que habían tragado y se secaran. Cuando por fin lograron que arrancara el motor, ya habían pasado el medio día que se supone, requería el trayecto, y encima, Urrutia era un hombre con una baja tolerancia a la frustración; ya no hablaba, sujetaba el volante como si lo estuviera estrangulado y miraba el horizonte como un bárbaro miraría a su peor enemigo, esa mala disposición solo podía traer más cosas malas: un bache, solo uno en varios kilómetros de camino limpio, que fue suficiente para hacer explotar un neumático delantero y arrojar el vehiculito a la orilla del camino donde un grupo de cañas silvestres evitó que se hicieran más daño. Orlando golpeó el volante con ambas manos para desahogar su ira y luego de bajarse con un sonoro portazo, descargó un puntapié en el neumático roto, sumado a un buen puñado de insultos arrojados al viento, que hace rato traía atragantados. Vicente solo se rascaba la cabeza y se sobaba la cara como si hubiese recibido una bofetada doble, consciente de que llevaban una gran nube negra sobre sus cabezas, contra la que solo se podía luchar apaciguando los ánimos y actuando con calma, así se lo hizo ver a su compañero, pero este parecía estar a punto de golpearlo de pura rabia, el problema era que, aunque el vehículo contaba con su rueda de repuesto, no tenía el gato necesario para elevar la máquina, “Cuando compré el automóvil, me dijeron que debía conseguir el gato. Se supone que lo iba a comprar lo antes posible, pero nunca lo hice…” Se excusó Urrutia, furioso consigo mismo. Vicente se dejó caer al suelo, vencido, apoyó la espalda en el auto y encendió un cigarro. A veces es prudente rendirse… le había dicho una vez su padre, detenerse y considerar otras opciones, “¿Es importante encontrar ese circo para ti?” le preguntó, mirándolo de soslayo, Urrutia asintió con los dientes apretados, “¿y para ti?” le preguntó de vuelta, Vicente soltó el humo de su cigarro, pensativo “No lo sé…” confesó con un poco de vergüenza, como si le estuviera confesando a su hermano que estaba cansado, que temía quedarse sin dinero y que el tiempo le estaba quitando el interés por el paradero de Perdiguero, lo que también lo hacía sentirse un poco mal, “…tal vez estoy llegando demasiado lejos” Agregó. Urrutia forzó una sonrisa dentro de todo el mal humor con el que cargaba, “¿Te vas a arrepentir y rendir ahora que estamos a solo unos kilómetros de llegar?” Vicente puso cara de incredulidad. El cabo se acuclilló frente a su derrotado compañero, “No sé por qué estás buscando el circo, ni me interesa, pero si has llegado hasta aquí, es porque esa razón te importaba. Solo hemos tenido un mal día, ¡Golpea algo, maldice al cielo y luego sigue con lo tuyo!” Después se puso de pie observando a su alrededor, “buscaré un leño, una rama gruesa o algo para levantar el coche” dijo, con su ira completamente superada. Al cabo de media hora de buen esfuerzo, y gracias a la potencia física del cabo Urrutia, ya tenían cambiada la rueda y estaban listos para continuar, cuando este último se dio cuenta de que no tenía las llaves, en todo su ataque de ira y frustración, no sabía dónde las había dejado y se registraba los bolsillos una y otra vez con desesperación, pero solo fue una falsa alarma, porque no tardaron en notar que las llaves aún estaban puestas en el contacto del vehículo y pudieron irse.

 

Ya eran las primeras horas del ocaso, cuando entraron en la pequeña ciudad que les habían indicado. No estaban seguros de si aquel era el lugar correcto, pero había algo bastante claro que les hacía sospechar que sí: el lugar lucía desierto como una ciudad fantasma, “¿Hacia dónde?” Preguntó Urrutia, observando en todas direcciones, Vicente hacía lo mismo por su lado, “No lo sé, sigue por ahí…” Respondió, señalando la misma dirección que ya seguían, mientras el coche avanzaba lento y prudente, como quien se adentra en territorio enemigo. Debieron detenerse bruscamente, cuando unos niños se cruzaron frente a ellos jugando y riendo divertidos, tras ellos venían más niños, y luego de ellos una multitud como para llenar una pequeña ciudad, esa ciudad. Ese efecto de vaciar un pueblo completo solo lo podía producir el circo de Cornelio Morris, ambos lo sabían, pero aun así preguntaron a un grupo de ancianas que caminaban en bloque, sujetas unas a otras, las señoras se quedaron mirando el coche como si fuera una aberración a la que se le debía temer, solo porque el bicharraco ese era capaz de moverse sin que nada tirara de él, pero luego respondieron con amabilidad a los jóvenes que viajaban dentro, “…sí, sí, un espectáculo maravilloso” dijo una, “…a mis años, nunca creí ver algo así” comentó la otra, “…casi nos da un patatús cuando esa niña con alas echó a volar” afirmó una tercera, entonces Urrutia las interrumpió, “¿Dónde está?” exclamó ansioso. Las veteranas les indicaron la dirección que ellas habían recorrido, pero esa dirección no les serviría con el vehículo, por lo que debían dirigirse “…hasta al extremo de la ciudad y cortar por los sembradíos de uvas hasta el álamo viejo, desde donde…” Vicente no quiso oír más, y se bajó del auto, “Muchas gracias señoras, iremos a pie” les dijo con galantería y empezó a caminar sin mirar si Urrutia le seguía, “¡Pero el circo ya se va!” Le gritó una de las viejas, con increíble fuerza para el aspecto frágil que tenía, entonces ambos hombres echaron a correr. Efectivamente, el campamento no era más que un montón de bultos cosechados y atados como haces de alfalfa que los trabajadores cargaban sin apuro. Ambos se detuvieron devorando oxígeno para recuperarse de la carrera, mientras intentaban ansiosos ver lo que buscaban. Una muchacha que ajustaba algo en las tripas de uno de los camiones, se les acercó al reconocer a uno de ellos, “Creí que ya no te volvería a ver…” le dijo amistosa, Vicente no le respondió igual, “Quiero verlo, necesito saber si es él” Sofía comprendió el asunto, “No puedes, ya está empacado” Respondió con sequedad, Vicente quiso insistir, pero la muchacha lo detuvo una vez más, “Olvídalo, no te lo permitirán, y si te pones molesto, te sacarán a patadas. Son buenos muchachos, pero algo brutos…” Comentó la chica. Vicente comenzaba a desesperarse, “Pero no puedo continuar siguiendo este circo por todas partes, al menos dime a dónde se dirigen…” Urrutia solo miraba, un poco a ellos y el resto al circo que se reducía rápidamente a dos camiones sin poder siquiera ver lo que deseaba. La muchacha negó con gesto de lástima, en verdad no lo sabía, nunca antes había estado en ese lugar y jamás usaban mapas, pero recordó algo que le habían dicho los hermanos Monje “Mira, solo sé que nos dirigimos a Valle Verde, si te sirve, puedes encontrarnos allá…” Eso estaba más o menos lejos, pero irían deteniéndose en cada pueblo como siempre lo hacían. El circo ya estaba listo para irse, cuando llegó Beatriz junto a Sofía para preguntarle qué ocurría, la chica mintió a medias, “Estos señores solo querían ver el circo, pero les dije que ya nos vamos” Luego de eso se fue con su tía, Urrutia pensó en el acto en ir por el automóvil para seguir los camiones, pero Vicente lo detuvo, “No puedes seguir a este circo” dijo aquello con tonito de sabelotodo, Orlando estaba seguro de que sí, pero Vicente lo sujetó del brazo y lo arrastró con la autoridad del que sabe hasta detrás de unos arbustos, en el momento justo en que los motores se ponían en marcha, “Mira…” le dijo con una mezcla de suficiencia y derrota anticipada, Urrutia miró, y tan espantado como desolado, vio los enormes camiones desvanecerse en el aire ante sus propias narices, “Ya te lo dije… no puedes seguir a este circo” Repitió Vicente, mientras caminaba hacia el vehículo con toda calma, como si aquello hubiese sido lo más normal del mundo.

 

En ese mismo momento, Damián detenía su coche junto a la furgoneta negra de ambos.


León Faras.

jueves, 4 de febrero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXIII.

 

Con la luz del día, Urrutia pudo comprobar algo que ya más o menos sospechaba: que el lugar donde habían ido a parar, le era totalmente desconocido, “¿Estamos perdidos?” Preguntó Vicente, alarmado, Urrutia lo miró, como se le mira a un niño ajeno haciendo una pataleta, “No, solo debemos tomar el mismo camino de regreso para volver a orientarnos” Era muy simple, pero les llevó varias horas encontrar el camino principal, entre una maraña de senderos que solo existían para guiar a los nativos a sitios indeterminados y engañar a los forasteros, y tampoco fue fácil dar con el pueblo correcto con la cantidad de caseríos aislados que tenía la región y que ni siquiera aparecían en los mapas. Por la tarde, y mientras Damián Corona llegaba al edificio para hablar con el sargento Leopoldo Jiménez sobre la última ubicación conocida del circo de Cornelio Morris, su hermano Vicente junto a Orlando Urrutia entraban en un pueblo desierto, en el que solo algunos perros se habían quedado para montar guardia. Cuando parecía que se habían equivocado una vez más de lugar, una multitud de gente comenzó a llenar las calles como por arte de magia, todos parecían venir del mismo sitio, en cuanto pudieron hablar con un lugareño, este les contó lo sucedido con la sirena y como el circo había tenido que largarse lo más rápido posible en busca de un médico, “Podemos seguirlos…” Sugirió Urrutia con determinación, “No, no podemos…” Afirmó Vicente con conocimiento de causa, “…esos camiones son más rápido de lo que parecen, además, necesitamos conseguir combustible si no queremos quedar varados en medio de la nada. Al menos ya sabemos hacia dónde se fue el circo” Concluyó, haciendo alarde de sensatez. Urrutia lo miró con disgusto, pero aceptando que su compañero tenía toda la razón. El lugar del incendio, estaba marcado por una gran cicatriz de tierra chamuscada, y restos inservibles de lonas y sogas a medio quemarse, “Dicen los lugareños, que el incendio fue apagado por una lluvia milagrosa…” comentó Urrutia en tono de burla, Vicente no compartía su humor, “Cosas más raras se han visto” comentó sin interés. Al parecer, allí el combustible era tan escaso como los médicos, y cuando pudieron conseguirlo, la noche ya se les venía encima otra vez, Urrutia era partidario de conducir durante toda la noche una vez más, pero Vicente lo convenció de que buscaran una cama donde dormir, la ciudad no estaba tan lejos, aparecía en el mapa y podían hacer el trayecto con más seguridad a primera hora de la mañana, y así evitar perderse y tener que pasar la noche durmiendo encogidos dentro del diminuto vehículo de Urrutia otra vez.

 

A esa hora, el circo había instalado su campamento en las afueras de la ciudad y humeaban los fondos con un guiso pastoso de constitución indeterminada, pero de apetitoso aroma, que era la cena de sus habitantes. Sara, sentada en la litera junto a Pardo, miraba el suelo con preocupación, como si algo muy malo estuviera sucediendo allá abajo, fue Von Hagen, quien había aceptado el desafío de Eloísa de jugar una nueva partida de ajedrez, el que lo notó, “No te preocupes, Lidia está muy bien ahora” Sara lo miró un poco espantada, como si hubiese sido arrancada bruscamente de sus cavilaciones, “No, sé que ella está bien, el que me preocupa mucho es el señor Morris” Comentó con timidez, “¿Cornelio, qué pasa con Cornelio?” Preguntó Eloísa, con un vistazo rápido, como temiendo que alguna de sus piezas se moviera sola al menor descuido, “No sé qué es, pero algo malo va a suceder… lo vi, yo lo vi…” Von Hagen estaba a punto de ganar la partida nuevamente, pero se detuvo, “¿A qué te refieres? ¿Algo malo le sucederá a él?” “Más jodido de lo que ya está, no puede estar…” Comentó Román Ibáñez, quien en ese momento entraba con un plato de guiso caliente en las manos y un pan amasado bajo el brazo, luego agregó “…Florentino hizo el pan, y ese hombre tiene las manos de una monja” Von Hagen hizo el amago de ponerse de pie para ir por su cena, pero Eloísa lo detuvo sin quitar la vista del tablero, “Si abandonas la partida, gano yo…” Sentenció. Al final, el bueno de Pardo trajo la ración de todos en una olla que luego repartieron. Por la mañana, la responsabilidad de animar a las personas para que se acercaran al circo, recayó, para sorpresa de todos, en las pequeñas manos de Román Ibáñez. Ni él mismo era capaz de creerlo cuando Beatriz le alcanzó el megáfono de Cornelio Morris, se sentía como si estuviera recibiendo alguna especie de báculo de mando o algo así, Beatriz sonreía levemente, aunque su sonrisa parecía algo cínica, “…te escuché ayer cuando presentaste a Sara y quiero que hagas lo mismo con los demás, eso es todo” Y el enano lo hizo, encaramándose sobre una caja, con la ayuda del amigo de todos, Ángel Pardo, y el megáfono en la boca, comenzó a gritar con su voz aguda y aguardentosa  las maravillas del circo, “¡Acérquense, Damas y caballeros! No dejen para después lo que solo podrán ver hoy. El animal más extraño de la naturaleza, mitad hombre, mitad mono; habitante del frío, cazador de focas, lobos… y hombres” La gente se agrupaba para oírlo divertida, como si él mismo fuese una atracción en sí. Desde corta distancia, en su jaula y ya listo para actuar, Von Hagen oía incrédulo de que aquella fuese su presentación, Beatriz por otro lado, cobraba las entradas conforme de haber puesto al enano allí, quien no paraba de gritar y gesticular como un muñeco mecánico incapaz de cansarse, “¡Pasen, señores! No sean cicateros, que este no es solo un espectáculo más, es una experiencia única que jamás olvidarán en toda su vida” El circo se llenó de abundante público, y el enano seguía yendo de un lado para otro gritando sin parar cuanto salía de su cabeza, “Si creían haberlo visto todo, ¡El circo de las Maravillas de Cornelio Morris les mostrará lo equivocados que están y…!” Su voz y su entusiasmo se extinguieron en ese momento, a tan solo un par de metros de él estaba parado Cornelio Morris con su decrépita figura sujeta en un bastón, quien ya comenzaba a ponerse de pie, aunque solo fuese capaz de hacerlo durante algunos minutos. El enano se quedó sin habla, como si hubiese visto al mismísimo diablo, pero Morris, sin abrir la boca, asintió con la cabeza y le animó a seguir con un leve gesto de la mano, Román no comprendía nada, solo pudo asentir con nerviosa rapidez y seguir con su repertorio. Hasta Cornelio debía admitirlo: el enano hacía un excelente trabajo, y su pequeña y estrambótica figura, era un imán para la gente, que disfrutaba con solo verlo y oírlo, y que lo seguían como un rebaño de jóvenes gansos a su madre. Unos segundos después, Román echó un nuevo vistazo a su jefe, pero este ya no estaba, y por más que lo buscó con la vista no logró verlo. Cornelio Morris ya descansaba nuevamente en su sofá, gracias a los hermanos Monje quienes lo transportaron de regreso a su oficina sin pérdida de tiempo, literalmente. “¿Entonces, zarpamos esta misma tarde?” preguntó Eusebio, con el rostro contraído, mientras Cornelio recibía un té con un corto de coñac de manos de Eugenio, “Sí…” respondió su jefe, y agregó “…ya no podemos pasar tanto tiempo en un solo sitio, no tengo las mismas fuerzas de antes” Los mellizos asintieron obedientes. Antes de salir, Cornelio les recordó su propósito, “Recuerden, quiero que enfilen hacia Valle Verde, tengo un asunto que atender allí” Los hermanos se miraron, pero ni Eugenio ni Eusebio tenían alguna idea de qué asunto podría tener su jefe en ese lugar, por lo que solo se limitaron a volver a asentir.


León Faras.