LXVII.
Desde
que habían comprado su furgoneta, los hermanos Corona tomaron la decisión de mantener
una llave en su poder, y dejar la otra copia oculta bajo el tapabarro, de
manera que cualquiera de los dos tuviera acceso a ella en caso de necesitarla.
Mientras que Vicente jamás se había interesado por el funcionamiento del
vehículo y solo sabía manejarlo, Damián sí entendía un poco más, al tener que
encargarse él de las mantenciones y reparaciones. Cuando abrió la furgoneta y
la revisó, se dio cuenta en el acto que se trataba de un problema que ya había
tenido un par de veces antes y que ya podía reconocer y solucionar; debido a la
mala calidad del combustible, los inyectores solían taparse con cierta
frecuencia y debían ser destapados, eso era todo. La furgoneta había demostrado
ser un buen vehículo, pero no era perfecto. Mientras Damián trabajaba en ello,
su hermano deshacía el trayecto en el único medio de transporte que había
podido conseguir en aquellos lugares: un caballo, animal que no montaba desde
que tenía once años y en el que ahora debería usar al menos tres días para
llegar de vuelta a su furgoneta. Por su parte, Urrutia había decidido enfocarse
en los pueblos que estaban en camino hacia Valle Verde y a una distancia máxima
de hasta treinta kilómetros, lo que reducía mucho su trabajo, sin embargo, al
mediodía aun no había tenido éxito y los pueblos con los que se había topado,
no eran más que pequeños caseríos de veinte casas y poco más o grandes terrenos
con casas muy separadas unas de otras. Para colmo, una mala desviación en el
camino, lo llevó a un terreno baldío que parecía un descuido de Dios; mientras
que por todos lados se podía ver vegetación y cultivos, allí no había nada,
como si una sombra misteriosa hubiese envenenado esas tierras sin permitir que
nada creciera allí, aunque para Urrutia no era más que una molesta anécdota y
un retraso en su itinerario. Con un poco de mal humor, estaba a punto de seguir
su camino, cuando vio algo en el suelo, algo grande, algo que no podía
pertenecer a cualquiera, se bajó del auto para estudiarlas mejor y encontró
más, eran huellas de neumáticos enormes, pesadas y abundantes que estaban
claramente marcadas en el terreno arcilloso. No había duda razonable al
respecto, en esos sitios remotos, lo único que podía dejar huellas así eran los
camiones del circo de Cornelio Morris y eran huellas frescas. El circo había
estado allí, se había detenido, y luego de algunas maniobras, había seguido su
camino dejando la dirección que habían tomado marcada en el suelo, Urrutia se
sintió con suerte, aunque no lograría explicarse para qué se habrían detenido
allí.
El
circo logró encontrar otro poblado, instalarse y ponerse a funcionar antes del
mediodía, Cornelio simplemente se había quedado con la información de que el
pueblo en el que habían caído antes, era demasiado miserable y las ganancias
que podrían obtener allí, no valían la pena. El nuevo pueblo, en cambio, tenía
cultivos, animales y su gente era claramente más entusiasta, el enano
rápidamente los convenció de acercarse, de que solo tendrían una pequeña
oportunidad de algunas horas, para vivir una experiencia que recordarían
durante toda la vida, mientras Horacio Von Hagen gruñía y sacudía su jaula como
una bestia salvaje y aterradora y Ángel Pardo se paseaba por allí causando la
admiración de toda esa gente sencilla de campo. “No lo dude más, señor, señora,
las maravillas que les aguardan dentro, no tendrán otra oportunidad de verlas
en otro sitio…” Un extraño personaje entró en el circo ya en horas de la tarde,
mientras Román anunciaba las asombrosas cualidades adivinatorias de Blanca
Salomé, las cuales ignoró por completo el recién llegado, fijando su atención
en el espectáculo que hacían los mellizos Monje, trasladándose mágicamente de
un punto a otro, ante el desconcierto de la multitud. El personaje, que vestía bien,
a diferencia de la gran mayoría de las personas de aquel pueblo, se cubría la
cabeza con un buen sombrero y el resto del cuerpo con una capa muy ostentosa, dejó
caer con desinterés, las monedas que le exigió Beatriz para entrar. Su mano era
pálida, carente de trabajo y de uñas inusualmente bien cuidadas, a diferencia
de su pelo, largo, canoso y sin brillo. Si alguno de los habitantes del circo
le hubiese visto el rostro, lo hubiesen podido reconocer, pero era fácil pasar
desapercibido entre tanta gente que visitaba el circo. Román anunciaba a su
embobada multitud de seguidores, “…la visión más asombrosa hacía el increíble y
maravilloso mundo de la fantasía y la mitología…” parado frente al estanque de
Lidia. El extraño visitante miró la aparición de la sirena sin asombro, más
allá, en el extremo del campamento, se podía ver la jaula completamente
cubierta de Diego Perdiguero, el hombre consultó su reloj con distracción, a
pesar de su apatía por el espectáculo, se mantenía allí con determinación, como
quien llega demasiado temprano a una cita importante y debe esperar, pasaría
una hora o más, antes de que apareciera lo que estaba buscando, el plato fuerte
del circo de rarezas de Cornelio Morris, y lo hizo cuando Román Ibáñez la
anunció, “Damas y caballeros, no piensen ni por un segundo que lo han visto
todo en este mundo, porque nadie lo ha visto todo, si no ha visto el
maravilloso circo de Cornelio Morris, y lo que verán a continuación, puedo
jurarles, que nunca más volverán a verlo… Señoras y señores: Eloísa…” El
desconocido se abrió paso con soberbia hasta la primera fila. Cuando se abrió
el telón y la muchacha apareció envuelta en el hermoso plumaje gris de sus
alas, la multitud retrocedió asombrada, y volvieron a hacerlo otro poco, cuando
esas alas se abrieron con majestuosidad, todos menos el extraño visitante, que
no se movió un centímetro y se quedó solo y desafiante frente a los demás,
Eloísa lo miró y el visitante le sonrió, pero no era una sonrisa amigable, sino
más bien, una sonrisa de malvada satisfacción, entonces ella lo reconoció con espanto,
al tiempo que Federico Fuentes asomaba el cañón de su carabina de debajo de su
capa, “Maldita mierda farsante, ¿crees que es divertido jugar a ser un ángel del
Señor…?” Eusebio Monje se le abalanzó encima, pero Federico reaccionó con
frialdad y precisión, descargándole un seco culatazo en la nariz, que lanzó a
tierra al pobre viejo arrojando sangre por las fosas nasales, para luego
levantar su arma hasta el rostro de Eloísa, “No dejaré que sigas esparciendo tu
falsa fe, sucia perra hereje y embustera…” Iba a disparar, de hecho, estuvo a
medio segundo de hacerlo, antes de que un poderoso y pesado codazo le cayera en
la mandíbula y le descompusiera los sentidos por un rato, y de que un segundo y
certero golpe en la sien lo aturdiera definitivamente. Eloísa, que se protegía
inútilmente con sus alas, observó a su salvador y su rostro le pareció
familiar, aunque no supo de donde. Aquel era Orlando Urrutia, quien había
llegado justo a tiempo para salvar precisamente lo que andaba buscando.
León Faras.