domingo, 29 de enero de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXIV.



Váspoli ya era todo un soldado, con su pechera de hierro bruñido, su yelmo y su Pétalo de Laira al cinto, consumado en la batalla y con su primera cicatriz de combate real, de la que no podía presumir como quisiera porque la tenía en una nalga, pero eso no le restaba valor. Meneaba la cabeza de un lado al otro viendo como su antiguo colega, Demirel, se paseaba tan campante por todas partes con una gigantesca espada al hombro, similar a la de madera que usaba cuando ellos eran los Machacadores, con tablas de barril atadas al dorso simulando una armadura. Sonreía luciendo sus enormes incisivos, ahora coronados por un modesto bigote que crecía como musgo sobre una roca, pensando en que jamás creyó que el ejército aceptaría a su gordo amigo debido a su peso, pero al fin lo había logrado y de la mejor manera, y eso era de admirar, pues tenía que reconocer que no conocía a nadie que amara la carrera militar como él. Pero no estaba allí para admirar a Demirel, estaba allí para recibir al primer grupo de jóvenes rimorianos que venían a cumplir con su servicio militar obligatorio impuesto por el rey de Cízarin, al menos una centena de hombres de todas las edades entre los quince y los treinta, entre ellos, el joven Cal Desci y Aregel, hijo de Sinaro.



En Rimos, el rey Ovardo de los ojos muertos, como han empezado a llamarle, aún tiene que ser levantado, aseado y vestido como un muñeco de trapo por Neila, su criada, porque él es un muerto en vida, un hombre despojado de su voluntad y con el espíritu quebrado, que solo anhela vivir en sus sueños. En algunas ocasiones, mientras era acicalado por su sirvienta, se animaba a cogerle la mano y murmurar el nombre de su difunta esposa. Al principio Neila lo corregía, le recordaba que la princesa Delia estaba muerta y que ella solo era su criada, pero aquello, además de hundir moralmente aun más a su rey durante horas, no tenía efectos permanentes, pues pocos días después Ovardo, confundido en su permanente oscuridad, volvía a llamarla Delia esbozando una sonrisa de viejo, aunque aún no llegara a los treinta, buscando su mano para sujetarla y ella le respondía con una caricia y un tono dulce “Aquí estoy, amor mío” Lo que parecía reconfortarlo e inyectarle pequeñas dosis de vitalidad que solo ella podía apreciar porque ella era la única que se preocupaba realmente por él y la que siempre le acompañaba. Ovardo solo era un rey de nombre que no gobernaba nada, pues todas las órdenes reales venían de Cízarin ahora, así que a nadie le preocupaba en realidad que una sirvienta se hiciera pasar a veces por una princesa muerta y se metiera no solo en el corazón del rey, sino también en su cama, para reconfortar un poco a ese hombre destruido y miserable y de paso compartir con él algo del inmenso amor que ella tenía para dar.



Darlén, apenas se convenció de que había algo diferente con ella, empezó a visitar a Circe, la bruja, una vez a la semana, aunque no sin algo de recelo al principio y siempre a escondida de Janzo, pues este no entendería ni aprobaría lo que iba a hacer allí, pero para ello contaba con Gilda, quien estaba siempre dispuesta a respaldar todas sus pequeñas mentiras con tal de que no desperdiciara su potencial. La primera vez que fue allí sola, fue más o menos un año después de su primera visita. Se encontró con una chica muy bonita que canturreaba dulcemente mientras desmalezaba el huerto y cosechaba los tomates más rojos, gordos y saludables que Darlén hubiese visto nunca. Rayos de luz la bañaban y mariposas amarillas revoloteaban a su alrededor como polillas al rededor de una vela. Darlén iba a preguntar por la bruja, cuando tuvo la certeza de que sin duda estaba frente a ella, entonces un pájaro grande y pardo cantó fuerte al otro lado de la casa, aunque más que canto, sonó como un grito de advertencia, Darlén lo miró, el pájaro voló y cuando se volteó otra vez, la chica había desaparecido junto con sus tomates y sus mariposas, pero ahora, la puerta de la cabaña estaba ligeramente abierta invitándola a pasar, “Finalmente has venido… ¿por qué?” Preguntó Circe desde las sombras una vez la muchacha entró. Había vuelto a su aspecto caprino y la cesta de tomates lucía pesada en sus manos, “Tengo sueños en los que le ordeno a un árbol que se aparte y este se mueve a un lado, o le digo al lago que no me engulla y puedo caminar sobre él…” Confesó la chica, como si tales cosas le avergonzaran, “Y despiertas aterrada” Adivinó la bruja. Darlén preguntó quién se lo había dicho y Circe rio suavemente, “¿Qué clase de bruja sería si necesitara que me contaran todas las cosas?” “Eso es cierto…” Pensó la chica. “El poder puede provocar euforia o terror, ambos son muy malos, porque ambos se alejan del control y es eso lo que has venido a buscar, ¿no?” Darlén creía que sí, pero no estaba muy segura, “Supongo que sí… aunque en realidad he venido porque querría saber si usted podría ayudarme con…” “¿Comes carne?” Preguntó Circe, como ignorando completamente lo que la chica intentaba decir, y cuando la chica intentó responder, la bruja la volvió a interrumpir, “Debes dejar de comer carne, no es buena para personas como tú” Darlén se preguntó si tenía algo que ver el aspecto de cabra de la bruja con lo que comía, pero no insinuó nada, mejor quiso insistir en pedir la ayuda de la mujer, pero esta la volvió a interrumpir una vez más, “¡Ya lo sé! Todos quieren algo ¿verdad?” Darlén sentía que estaba ante una persona muy maleducada. Circe cogió algo de una repisa, un cristal sujeto con una cadena, Darlén creyó que era una especie de collar, pero la bruja la corrigió, “Es un péndulo…” Le dijo. La muchacha jamás había oído sobre tal cosa. La chica cogió el péndulo de una argolla en su extremo, y dejó el resto colgando, siguiendo las instrucciones de la bruja, “Cierra los ojos…” Le recomendó, pero al ver la duda de la muchacha en sus ojos, añadió, “Es sobre tu padre, ¿verdad? Eso es lo que quieres saber… Cierra los ojos” Darlén se dejó guiar, la voz de Circe era arrullante, “Siente como si esa cadena brotara desde dentro de ti, de lo más profundo. Muévela desde allí, no solo con tu mano. No intentes controlar nada, solo piensa en tu padre y déjate guiar…” Darlén seguía las instrucciones sin saber muy bien lo que estaba haciendo, pero casi en un estado de trance gracias a la poderosa voz de Circe. Ya se sentía totalmente ajena a la realidad, cuando una ligera descarga eléctrica le sacudió la mano y por instinto abrió los ojos. Sin saber cómo, estaba sentada en el suelo, sobre un paño que tenía dibujado cinco anillos con raros dibujos en cada uno; el péndulo se había detenido sobre uno de ellos. Circe la miraba inexpresiva, “Enhorabuena, tu padre sigue en el reino de los vivos” Dijo, luego le arrebató el péndulo de las manos, “Esto es mío, tú deberás conseguirte el tuyo.”


León Faras.

domingo, 22 de enero de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXIII.



Lo cierto era que Teté y Rubi hacían un excelente equipo. La muchacha hacía su papel de madre mejor de lo que ella misma se lo hubiese esperado, y la niña, seria y madura por naturaleza, se tomaba muy en serio su papel de hermana mayor y segunda al mando, criando a Falena con responsabilidad y hosca disciplina, como a una mascota a la que se le debe corregir todo para que algún día, se comporte adecuadamente. También era ella la que, desde hace un tiempo, había notado las constantes miradas que un joven soldado le dirigía a su madre cada vez que salían, y la torpeza con la que esta fingía no darse cuenta. Rubi no entendía muy bien lo que estaba sucediendo, sabía que esas miradas eran de interés por conocerse, pero no entendía por qué, mientras él mantenía la distancia, observando siempre desde lejos como un ladrón, ella aparentaba que no le importaba aunque el nerviosismo la traicionaba sin misericordia. Había intentado tratar el asunto con ella, pero Teté no hacía más que sonreír nerviosa y negar lo evidente, a pesar de lo evidente que era, y eso exasperaba un poco a la pequeña. “¿Crees que debamos golpearlo si se acerca?” Preguntó Rubi de pronto mientras entrenaba a la bebé en sus primeros pasos, Teté, que lavaba paños en ese momento, respondió con su voz tenue característica un vagamente convincente, “No creo que debamos golpear a nadie…” Rubi continuó planteando sus teorías, “Puede que lo que quiera sea robarnos a Lena. Hay gente que come bebés, ¿sabes?” Teté abrió tremendos ojos, a ella también le habían contado terribles historias sobre eso de niña, pero hasta ahora no sabía de ninguna que fuera real, ademas… “No creo que sea eso lo que quiere…” Respondió, intentando sonreír confiada, Rubi la miró con suspicacia, como si sospechara que le están ocultando algo, “¿Y entonces?” Dijo, mientras dejaba al bebé tirado en el piso y se cruzaba de brazos, adoptando una postura que la hacía verse amenazante a pesar de su pequeño tamaño. Telina estaba buscando algo sensato que responder y que generara respuestas y no más preguntas, cuando golpearon a su puerta y su mente se quedó en blanco. Sus temores la acorralaron. No podía ser aquel joven y apuesto soldado cuya sola mirada la hacía ponerse toda nerviosa, no en ese preciso momento, aunque los dioses a veces demostraban tener un sentido del humor muy activo y ella, ser una de sus víctimas favoritas. Rubi se giró hacia la puerta sobre su cintura, lento y sin afectar su postura de poder, su mamá estaba pálida y muda, casi se podía decir que contenía la respiración. Lo sabía, ella le ocultaba algo y la respuesta estaba detrás de esa puerta, por lo que se dirigió hacia ella con autoridad pero sin prisa, la abrió con temple y resultó que solo estaba Dana parada ahí fuera, con sus encargos de siempre. Rubi no entendía mucho por qué su mamá parecía tan aliviada de ver a Dana.



Realmente Demirel cumplía con la recomendación al pie de la letra, y nadie mejor que Tibrón lo sabía: no se separaba de su descomunal espada en todo el día, bueno, para ser justos, él tampoco lo hacía, pero al menos su espada tenía una funda que colgaba de su cinturón, y no la cargaba sobre el hombro temiendo golpear cosas o personas cada vez que se giraba. “¿Qué crees que signifique Gindri?” Preguntó Demirel mientras tomaban un descanso de su entrenamiento con sus nuevas armas, “Ese es un nombre de mujer, se refiere al primer rayo de luz del alba. En Rimos se usa, aunque no es rimoriano.” Respondió Tibrón, luego de saborear un largo trago de agua, su compañero lo miró como a un imbécil que de pronto se ha vuelto inteligente, “…lo sé porque mi padre es rimoriano, y la mitad de mi familia es de allá” Explicó Tibrón, y luego agregó, “Seguramente era el nombre de alguien importante para el forjador, su esposa, una hija o…” “La amante anhelada…” Interrumpió Demirel mirando su espada como si esta pudiera haberle revelado algún secreto, para luego continuar con gravedad, “La senda de un verdadero soldado es una senda solitaria, amigo, en la que te casas con tu espada y siempre estará ella primero que todos los demás… Sé que te interesa esa chica, Telina, pero no es fácil para una mujer ser la segunda esposa de un soldado, ni menos lo será ser una viuda antes de tiempo.” Ahora era Tibrón quien le devolvía la misma mirada de incredulidad a su compañero, “Tú no piensas casarte nunca, ¿verdad?” Demirel se rascó su insipiente barba en el mentón y respondió con la circunspección que lo caracterizaba, como quien anuncia una gran verdad, “No lo entiendes… las espadas son compañeras fieles; feroces pero celosas, si la honras, te protegerá de todo ataque enemigo, te mantendrá a salvo en la batalla y te otorgará gloria al final, pero si no muestras compromiso con ella, será descuidada y negligente en el combate, te ignorará en cuanto te descuides y te dejará solo cuando más la necesites. Puedes casarte si quieres, lo que no podrás hacer es poner a tu esposa por encima de tu espada.” Dicho esto, besó su espada en la cruz y se puso de pie para seguir entrenando.



Nila y Emmer tenían su propia casa en Bosgos y se dedicaban al siempre próspero negocio del queso y lo mejor de todo es que casi no habían tenido que hacer nada, porque dicha casa perteneció a una familia que, según les dijeron, se mudó repentinamente lejos, sin intenciones de regresar, les aseguraron, y ellos solo la tomaron con la espontánea aprobación de todos. Nadie les dijo que en esa casa había perecido una familia completa con la sangre endurecida en las venas y los tendones del rostro contraídos en una mueca de risa intolerable de ver, porque en verdad preferían que esa casa estuviera ocupada, con la rebosante vida de una pareja joven y su hija pequeña, antes que seca y abandonada como un cadáver que nadie quiere sepultar y que no hace más que propagar su mal olor y su miseria. Incluso Darlén guardó silencio cuando apenas visitar la casa percibió la presencia muy clara de invisibles allí. Janzo no la tomó en serio, ni siquiera cuando la buena de Nina, la ex-amante de Tobi, le chismorreó los horribles acontecimientos sucedidos en esa casa. Emma, la pequeña hija de Emmer y Nila que ya pasaba de los dos años de edad, era una regordeta parlanchina que prescindía casi por completo de la presencia de sus padres y se pasaba el día balbuceando frases que se inventaba, a seres que solo ella veía y que la mantenían entretenida entre comida y comida, lo que aliviaba mucho a sus padres en sus labores, pero que al mismo tiempo no podían evitar sentirse muy incómodos con ello.


León Faras.

sábado, 14 de enero de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXII.



Tras dos años de arduo entrenamiento, no era ninguna novedad quienes habían terminado destacándose del resto, Tibrón y Demirel, y no solo por su fuerza y tamaño, sino que por su determinación, compromiso y disciplina. Ambos eran grandes amigos y camaradas, sin necesidad de demostraciones; ambos serios, formales y sobrios, que además combatían entre sí como enemigos que se odian a muerte. Helsen, su instructor de combate, muchas veces creyó que había entre ellos una rivalidad nociva, casi como una tirria hacia el otro, pero cuando los reprendió por su falta de compañerismo, ambos respondieron con humildad casi lo mismo, “…Es que él es mucho mejor que yo y debo esforzarme para no ser derrotado.” Hasta ese momento, los dos usaban armaduras de cuero y la clásica espada Pétalo de Laira de reglamento, como todos, pero el soldado que se destacaba del resto en cada generación tenía derecho a elegir una espada diferente de la armería, su propia espada, y ese año la armería estaba especialmente llena de espadas. Al ser la Pétalo de Laira una espada corta y maniobrable de empuñadura para solo una mano, estaba diseñada para ser acompañada de un escudo, cosa que a Tibrón le acomodaba mucho y solo buscaba una espada similar pero un poco más larga, de acuerdo con su tamaño y la que encontró era especial para él. Él no lo sabía en ese momento, y a nadie allí le importaba demasiado, pero esa bonita espada que escogió, le perteneció desde su forjado a un inmortal de nombre Sinaro. Demirel, por su parte, nunca fue partidario de las espadas pequeñas y los escudos, se sentía restringido, contenido al luchar, como si le faltara la mitad de cada brazo, a él le gustaban los mandobles y mientras más grande, mejor y buscando esperanzado como un niño en la juguetería, en un polvoriento rincón, estaba la espada de sus sueños, esa en la que se inspiraba de niño cuando construía gigantescos espadones de madera, parecía construida para un gigante de Tribalia, era tan grande y pesada que debía ser afilada entre dos. Su filo era completo por un lado y solo la mitad superior del otro, pues, al no tener vaina, estaba diseñada para ser cargada sobre el hombro durante la batalla, y apoyada en el piso durante el reposo, por esto su punta no era aguzada, más bien su corte era diagonal, como la hoja de una guillotina, aunque muchos creyeran que estaba quebrada. “¿Estás seguro, hijo?” Preguntó Éscar con su sequedad habitual, pues elegir una espada no era un juego, sino un privilegio, no se podía estar cambiando de opinión luego como si se tratara de un par de botas, y esa espada en concreto, era un arma difícil y pesada, por lo mismo llevaba tantos años allí sin que nadie se arriesgara a escogerla, pero para Demirel, esa era la suya, siempre lo había sido, “Deberás llevarla contigo hasta para ir a cagar…” Le dijo Helsen, sin tono de bromas, y agregó, “…solo así te acostumbrarás a su tamaño y peso” Demirel no respondió, no era necesario, pero embobado como estaba, preguntó si la espada tenía un nombre, Éscar y Helsen se miraron, era curioso que lo preguntara, pues de común, una espada no tenía por qué tener un nombre, pero había algunas bautizadas caprichosamente y esta era una de esas, “Su forjador la llamó Gindri… no tengo idea del porqué” Respondió su instructor.



No lejos de allí, un viejo debilucho pero de aspecto pedante, los miraba royendo una manzana verde y apoyando un hombro en una verja como un vaquero de película, estaba tan orgulloso de sí mismo que en ese momento todas las actividades humanas le parecían cosas de imbéciles, y en especial las relacionadas con las espadas, las que en nada, pasarían de moda gracias a su invento: “los cañones lanza-bolas de hierro” Sí, era un nombre demasiado largo y necesitaba otro más concreto, como “Los Estrepitosos” o algo así, pero por el momento no estaba seguro, el hecho era que sus nuevas armas estaban siendo todo un éxito, pues el mismísimo Siandro, rey de Cízarin había quedado tan impresionado, que aprobó la construcción de una docena de ellos y mandó a buscar a los tres mejores herreros de Rimos para ponerlos bajo sus órdenes, además de encargar la fabricación de una centena de bolas de hierro también, y esto solo para empezar. Con respecto a sus “polvos de fuego,” como los llamaba, dejó muy en claro que él y solo él se encargaría de su fabricación y que solo necesitaría que le consiguieran algunos materiales, Fagnar estuvo de acuerdo en dejarlo solo y darle todo lo que necesitara, pero le exigió la fórmula de los polvos por escrito, comprobada y garantizada, o lo obligaría a tener que ordenar a sus hombres que se la arrancaran con dolor de las entrañas, junto con todos sus privilegios, pues si le ocurría algo o simplemente decidía marcharse un día, todos los cañones que estaban haciendo y los que harían en el futuro, no servirían para absolutamente nada sin esos polvos. Larzo aceptó a regañadientes, tampoco es que le dejara muchas opciones, pero exigiendo que se le debía respetar su derecho a ser el único que se beneficiaría de su invento, en el que había trabajado toda su vida. Fagnar, quien siempre ha sido un hombre templado y poco impresionante físicamente, poseía el don de expresarse muy bien con el rostro, con el gesto, y su expresión en ese momento era de odio, puro y profundo odio, “Solo deme la fórmula, y todo estará bien…” Dijo, con palabras que sin querer sonaron a una amenaza gansteril, Larzo no dijo nada más, solo asintió apretando los labios.



Darlén se consideraba una mujer feliz, por fin viviendo con el hombre que amaba, el que había abandonado su vida de príncipe por ella y su hijo, en su propia casa, construida por ellos mismos, pero había algo que le preocupaba demasiado como para ignorarlo y no la dejaba disfrutar plenamente de su nueva vida y era que, mientras ella estaba ahí, siendo una mujer feliz, no sabía nada de su padre desde hacía dos años. Qrima había regresado a Cízarin en varias oportunidades y luego de vuelta a Bosgos, y en todos esas idas y venidas no halló ni pistas del viejo Ontardo, al que conocía de los tiempos en que ambos servían al rey, uno como arquero y el otro como herrero. Los campos habían ardido y la antigua casa de Darlén también estaba medio quemada, el aguacero de esa noche había salvado la mitad de todo, pero del dueño de casa no encontró nada. Lo más probable era que, de haber muerto esa noche, hubiese sido sepultado al día siguiente junto con todos los demás, pero nadie estaba seguro de haber visto su cadáver. El viejo Ontardo tenía fastidiadas ambas rodillas, por el trabajo, el clima y los años, los tres factores que erosionan el cuerpo humano, pero podía caminar trechos cortos si se ayudaba de un bastón y si se esforzaba un poco, seguro que también podía montar, seguramente había huído. Eso era lo que el viejo Qrima le decía a Darlén, para tranquilizarla, pero ambos sabían que, si logró montar y aún no había noticias de él, era porque no había logrado llegar muy lejos.


León Faras.

martes, 3 de enero de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXI.



Cuando decidieron separarse para cubrir la ciudad, Emmer ya sabía de antemano qué haría ese día y no se iba a poner a patear las calles sin rumbo como un perro callejero. Si quería encontrar a alguien, lo lógico era acercarse al lugar donde todo el mundo debía ir al menos una vez al día, el pozo de agua, y esperar allí a que llegara la persona que busca, el asunto era que en Bosgos había tres pozos de agua, por lo que tampoco era un plan perfecto, pero el pozo elegido era un muy buen pozo, generoso, concurrido, en el que se manejaba muchísima información a su alrededor: nacimientos, defunciones, líos de alcoba o chismes varios, lo que lo convertía en un buen lugar para probar suerte, pero no tuvo más suerte de la que le tocó a su compañero. A eso del mediodía y medio hambriento, ya había visto a la mitad de la gente de la ciudad aglomerándose al rededor del pozo en animadas conversaciones que aunque no comprendía del todo su contexto, le servía al menos para mantenerlo entretenido husmeando en el intrincado mundo del parloteo ajeno. En eso estaba, cuando vio pasar una carreta conducida por una anciana, era la primera cara conocida que veía en el día, aquella era la mujer que le había comprado la pieza de carne curada, e iba acompañada esta vez de una chica realmente bonita, la que se cubría la cabeza con un pañuelo en muestra de recato, o tal vez solo para protegerse el cabello del sol y el polvo, pero su rostro parecía esculpido por el más talentoso de los artistas. Emmer las vio pasar y un segundo después se quedó con el rostro contraído y la vista en el suelo, estudiando una alarma que acababa de encenderse en su cabeza, “Esa chica… ¿Acaso no era… Cómo se llamaba? Era… era…” Tuvo que agudizar los sentidos de sus recuerdos para obtener la revelación que buscaba, “¡Esa era la chica que cuidaba Qrima, la que tenía un hijo del príncipe Rianzo! ¡O sea Janzo!” Un rostro como ese era difícil de pasarlo por alto, pero para cuando lo recordó, la carreta ya se había alejado y era engullida por la multitud.



Según como acordaron, Janzo estaba de regreso al mediodía; más desanimado que cansado y más sudado que sediento. Su amigo no estaba por ningún lado así que buscó un lugar donde sentarse a esperarlo. Frente a él, en el pozo, la gente iba y venía sin parar y pensó que hubiese sido una buena idea quedarse allí a solo esperar, en vez de salir a recorrer la ciudad sin un rumbo claro. La gran mayoría de las personas que frecuentaban el pozo eran mujeres con sus hijos pequeños a cuestas, atados a sus espaldas o caminando agarrados a sus faldas, como si pendieran de ellas. Muchos niños, pero ninguno era su pequeño Brelio, y es que si no estaba su mujer allí, difícilmente estaría su hijo, aunque por un momento le pareció verlo caminando aferrado a la falda de una mujer que no era Darlén, la que cargaba un bebé a la espalda y un cubo de agua en los brazos. El niño, sin embargo, estaba lejos y de espaldas a él, y la verdad era que, a esa distancia, podía ser cualquier otro niño similar a su hijo, y aquella ilusión no eran más que sus deseos por encontrar a su familia, pero cuando quiso abandonar la idea, no pudo, porque su cabeza estaba obstinada en decirle que ese niño era Brelio, y además, en recordarle que Darlén estaba junto con la mujer de Emmer cuando huyeron y que aquella tenía un bebé, y que esa mujer que había visto con su hijo, en realidad era Nila y que ahora debería correr si quería alcanzarla. Su cabeza se lo demandó, Janzo incluso se puso de pie de un brinco, pero ya era tarde, ya no los veía y de pronto ya no estaba tan convencido de que aquel niño hubiese sido en realidad su hijo. Estaba allí, consolándose de la duda y resignándose al engaño de sus sentidos, cuando Emmer regresó, venía jadeante y brillante de sudor, diciendo que le pareció haber visto pasar a Darlén en una carreta, pero que la perdió y no pudo comprobarlo, así que no podía estar seguro de lo que había visto, “¿Qué hacemos ahora?” Preguntó este último, Janzo volvió a sentarse y se cruzó de brazos, ya había vendido incluso al caballo y no le quedaba nada más por hacer, “No sé tú, pero yo no pienso moverme de aquí hasta no ver pasar delante de mí un rostro conocido…” Emmer se dejó caer a su lado, tampoco era que tuviera algo mejor que hacer, y dejaron pasar varias horas hasta que, por las últimas de la tarde, una carreta se detuvo frente a ellos por sí sola y un rostro conocido y malhumorado los miró. Era el viejo Qrima.



Oh, padre, aún queda algo por hacer antes de sacarte de ahí… ten paciencia por favor” Decía Migas, hurgando entre los restos chamuscados de su cabaña buscando cualquier cosa que pudiera salvarse, “Lo sé, padre, lo sé… ¿pero es que acaso tenemos otra opción?” Se miraba con desagrado las manos ennegrecidas por el hollín, pensando en que se ensuciaría todo con esa porquería y luego sería un fastidio darse un baño de cuerpo completo para quitársela, cuando una idea se le cruzó por la cabeza, “Oh, padre, ¡pero que gran idea! ¿En serio crees que funcione?” Y empezó a fregarse las manos con ganas, entre ellas y por toda la cara, como si se tratara del más aromático jabón. Continuó esparciéndose el hollín cubriendo hasta las orejas y los brazos hasta los codos; cuello y nuca también. Lo hizo con meticuloso cuidado, pues no contaba con nada parecido a un espejo y la idea era parecer un hombre de piel oscura y no solo alguien que se ha ensuciado con carbón a propósito, luego, y asumiendo el sacrificio de su misión, se cogió su querido cabello en una cola de caballo que cortó con su cuchillo, con eso, más una capa, no lo reconocería ni su propia madre, si esta aún viviera, y si no hubiese sido ciega desde tan joven. Había tomado, junto con su padre, la drástica decisión de regresar a Cízarin por el cuarto de oro enterrado en el suelo de su casa, bajo la calavera de su madre, y que ahora necesitaba para reconstruir su cabaña, oro que, por cierto, su padre en sus años mozos hurtó al mismísimo rey de Cízarin, al anterior del anterior, pero que al conseguirlo, no supo qué hacer con él más que enterrarlo, pues no podía usarlo y explicar de dónde lo había sacado. Desde entonces que estaba allí escondido. Migas sentía pesar, pues siempre había sentido ese oro como una pequeña fortuna que lo ponía, en secreto, un poquito por encima de los demás, aunque no le fuera de ningún provecho, lo reconfortaba saber que estaba ahí, pero ahora debía hacer lo que un hombre debe hacer, hacerse cargo de la situación, y eso es lo que haría, reconstruiría su hogar.


León Faras.