domingo, 22 de enero de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXIII.



Lo cierto era que Teté y Rubi hacían un excelente equipo. La muchacha hacía su papel de madre mejor de lo que ella misma se lo hubiese esperado, y la niña, seria y madura por naturaleza, se tomaba muy en serio su papel de hermana mayor y segunda al mando, criando a Falena con responsabilidad y hosca disciplina, como a una mascota a la que se le debe corregir todo para que algún día, se comporte adecuadamente. También era ella la que, desde hace un tiempo, había notado las constantes miradas que un joven soldado le dirigía a su madre cada vez que salían, y la torpeza con la que esta fingía no darse cuenta. Rubi no entendía muy bien lo que estaba sucediendo, sabía que esas miradas eran de interés por conocerse, pero no entendía por qué, mientras él mantenía la distancia, observando siempre desde lejos como un ladrón, ella aparentaba que no le importaba aunque el nerviosismo la traicionaba sin misericordia. Había intentado tratar el asunto con ella, pero Teté no hacía más que sonreír nerviosa y negar lo evidente, a pesar de lo evidente que era, y eso exasperaba un poco a la pequeña. “¿Crees que debamos golpearlo si se acerca?” Preguntó Rubi de pronto mientras entrenaba a la bebé en sus primeros pasos, Teté, que lavaba paños en ese momento, respondió con su voz tenue característica un vagamente convincente, “No creo que debamos golpear a nadie…” Rubi continuó planteando sus teorías, “Puede que lo que quiera sea robarnos a Lena. Hay gente que come bebés, ¿sabes?” Teté abrió tremendos ojos, a ella también le habían contado terribles historias sobre eso de niña, pero hasta ahora no sabía de ninguna que fuera real, ademas… “No creo que sea eso lo que quiere…” Respondió, intentando sonreír confiada, Rubi la miró con suspicacia, como si sospechara que le están ocultando algo, “¿Y entonces?” Dijo, mientras dejaba al bebé tirado en el piso y se cruzaba de brazos, adoptando una postura que la hacía verse amenazante a pesar de su pequeño tamaño. Telina estaba buscando algo sensato que responder y que generara respuestas y no más preguntas, cuando golpearon a su puerta y su mente se quedó en blanco. Sus temores la acorralaron. No podía ser aquel joven y apuesto soldado cuya sola mirada la hacía ponerse toda nerviosa, no en ese preciso momento, aunque los dioses a veces demostraban tener un sentido del humor muy activo y ella, ser una de sus víctimas favoritas. Rubi se giró hacia la puerta sobre su cintura, lento y sin afectar su postura de poder, su mamá estaba pálida y muda, casi se podía decir que contenía la respiración. Lo sabía, ella le ocultaba algo y la respuesta estaba detrás de esa puerta, por lo que se dirigió hacia ella con autoridad pero sin prisa, la abrió con temple y resultó que solo estaba Dana parada ahí fuera, con sus encargos de siempre. Rubi no entendía mucho por qué su mamá parecía tan aliviada de ver a Dana.



Realmente Demirel cumplía con la recomendación al pie de la letra, y nadie mejor que Tibrón lo sabía: no se separaba de su descomunal espada en todo el día, bueno, para ser justos, él tampoco lo hacía, pero al menos su espada tenía una funda que colgaba de su cinturón, y no la cargaba sobre el hombro temiendo golpear cosas o personas cada vez que se giraba. “¿Qué crees que signifique Gindri?” Preguntó Demirel mientras tomaban un descanso de su entrenamiento con sus nuevas armas, “Ese es un nombre de mujer, se refiere al primer rayo de luz del alba. En Rimos se usa, aunque no es rimoriano.” Respondió Tibrón, luego de saborear un largo trago de agua, su compañero lo miró como a un imbécil que de pronto se ha vuelto inteligente, “…lo sé porque mi padre es rimoriano, y la mitad de mi familia es de allá” Explicó Tibrón, y luego agregó, “Seguramente era el nombre de alguien importante para el forjador, su esposa, una hija o…” “La amante anhelada…” Interrumpió Demirel mirando su espada como si esta pudiera haberle revelado algún secreto, para luego continuar con gravedad, “La senda de un verdadero soldado es una senda solitaria, amigo, en la que te casas con tu espada y siempre estará ella primero que todos los demás… Sé que te interesa esa chica, Telina, pero no es fácil para una mujer ser la segunda esposa de un soldado, ni menos lo será ser una viuda antes de tiempo.” Ahora era Tibrón quien le devolvía la misma mirada de incredulidad a su compañero, “Tú no piensas casarte nunca, ¿verdad?” Demirel se rascó su insipiente barba en el mentón y respondió con la circunspección que lo caracterizaba, como quien anuncia una gran verdad, “No lo entiendes… las espadas son compañeras fieles; feroces pero celosas, si la honras, te protegerá de todo ataque enemigo, te mantendrá a salvo en la batalla y te otorgará gloria al final, pero si no muestras compromiso con ella, será descuidada y negligente en el combate, te ignorará en cuanto te descuides y te dejará solo cuando más la necesites. Puedes casarte si quieres, lo que no podrás hacer es poner a tu esposa por encima de tu espada.” Dicho esto, besó su espada en la cruz y se puso de pie para seguir entrenando.



Nila y Emmer tenían su propia casa en Bosgos y se dedicaban al siempre próspero negocio del queso y lo mejor de todo es que casi no habían tenido que hacer nada, porque dicha casa perteneció a una familia que, según les dijeron, se mudó repentinamente lejos, sin intenciones de regresar, les aseguraron, y ellos solo la tomaron con la espontánea aprobación de todos. Nadie les dijo que en esa casa había perecido una familia completa con la sangre endurecida en las venas y los tendones del rostro contraídos en una mueca de risa intolerable de ver, porque en verdad preferían que esa casa estuviera ocupada, con la rebosante vida de una pareja joven y su hija pequeña, antes que seca y abandonada como un cadáver que nadie quiere sepultar y que no hace más que propagar su mal olor y su miseria. Incluso Darlén guardó silencio cuando apenas visitar la casa percibió la presencia muy clara de invisibles allí. Janzo no la tomó en serio, ni siquiera cuando la buena de Nina, la ex-amante de Tobi, le chismorreó los horribles acontecimientos sucedidos en esa casa. Emma, la pequeña hija de Emmer y Nila que ya pasaba de los dos años de edad, era una regordeta parlanchina que prescindía casi por completo de la presencia de sus padres y se pasaba el día balbuceando frases que se inventaba, a seres que solo ella veía y que la mantenían entretenida entre comida y comida, lo que aliviaba mucho a sus padres en sus labores, pero que al mismo tiempo no podían evitar sentirse muy incómodos con ello.


León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario