sábado, 14 de enero de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXII.



Tras dos años de arduo entrenamiento, no era ninguna novedad quienes habían terminado destacándose del resto, Tibrón y Demirel, y no solo por su fuerza y tamaño, sino que por su determinación, compromiso y disciplina. Ambos eran grandes amigos y camaradas, sin necesidad de demostraciones; ambos serios, formales y sobrios, que además combatían entre sí como enemigos que se odian a muerte. Helsen, su instructor de combate, muchas veces creyó que había entre ellos una rivalidad nociva, casi como una tirria hacia el otro, pero cuando los reprendió por su falta de compañerismo, ambos respondieron con humildad casi lo mismo, “…Es que él es mucho mejor que yo y debo esforzarme para no ser derrotado.” Hasta ese momento, los dos usaban armaduras de cuero y la clásica espada Pétalo de Laira de reglamento, como todos, pero el soldado que se destacaba del resto en cada generación tenía derecho a elegir una espada diferente de la armería, su propia espada, y ese año la armería estaba especialmente llena de espadas. Al ser la Pétalo de Laira una espada corta y maniobrable de empuñadura para solo una mano, estaba diseñada para ser acompañada de un escudo, cosa que a Tibrón le acomodaba mucho y solo buscaba una espada similar pero un poco más larga, de acuerdo con su tamaño y la que encontró era especial para él. Él no lo sabía en ese momento, y a nadie allí le importaba demasiado, pero esa bonita espada que escogió, le perteneció desde su forjado a un inmortal de nombre Sinaro. Demirel, por su parte, nunca fue partidario de las espadas pequeñas y los escudos, se sentía restringido, contenido al luchar, como si le faltara la mitad de cada brazo, a él le gustaban los mandobles y mientras más grande, mejor y buscando esperanzado como un niño en la juguetería, en un polvoriento rincón, estaba la espada de sus sueños, esa en la que se inspiraba de niño cuando construía gigantescos espadones de madera, parecía construida para un gigante de Tribalia, era tan grande y pesada que debía ser afilada entre dos. Su filo era completo por un lado y solo la mitad superior del otro, pues, al no tener vaina, estaba diseñada para ser cargada sobre el hombro durante la batalla, y apoyada en el piso durante el reposo, por esto su punta no era aguzada, más bien su corte era diagonal, como la hoja de una guillotina, aunque muchos creyeran que estaba quebrada. “¿Estás seguro, hijo?” Preguntó Éscar con su sequedad habitual, pues elegir una espada no era un juego, sino un privilegio, no se podía estar cambiando de opinión luego como si se tratara de un par de botas, y esa espada en concreto, era un arma difícil y pesada, por lo mismo llevaba tantos años allí sin que nadie se arriesgara a escogerla, pero para Demirel, esa era la suya, siempre lo había sido, “Deberás llevarla contigo hasta para ir a cagar…” Le dijo Helsen, sin tono de bromas, y agregó, “…solo así te acostumbrarás a su tamaño y peso” Demirel no respondió, no era necesario, pero embobado como estaba, preguntó si la espada tenía un nombre, Éscar y Helsen se miraron, era curioso que lo preguntara, pues de común, una espada no tenía por qué tener un nombre, pero había algunas bautizadas caprichosamente y esta era una de esas, “Su forjador la llamó Gindri… no tengo idea del porqué” Respondió su instructor.



No lejos de allí, un viejo debilucho pero de aspecto pedante, los miraba royendo una manzana verde y apoyando un hombro en una verja como un vaquero de película, estaba tan orgulloso de sí mismo que en ese momento todas las actividades humanas le parecían cosas de imbéciles, y en especial las relacionadas con las espadas, las que en nada, pasarían de moda gracias a su invento: “los cañones lanza-bolas de hierro” Sí, era un nombre demasiado largo y necesitaba otro más concreto, como “Los Estrepitosos” o algo así, pero por el momento no estaba seguro, el hecho era que sus nuevas armas estaban siendo todo un éxito, pues el mismísimo Siandro, rey de Cízarin había quedado tan impresionado, que aprobó la construcción de una docena de ellos y mandó a buscar a los tres mejores herreros de Rimos para ponerlos bajo sus órdenes, además de encargar la fabricación de una centena de bolas de hierro también, y esto solo para empezar. Con respecto a sus “polvos de fuego,” como los llamaba, dejó muy en claro que él y solo él se encargaría de su fabricación y que solo necesitaría que le consiguieran algunos materiales, Fagnar estuvo de acuerdo en dejarlo solo y darle todo lo que necesitara, pero le exigió la fórmula de los polvos por escrito, comprobada y garantizada, o lo obligaría a tener que ordenar a sus hombres que se la arrancaran con dolor de las entrañas, junto con todos sus privilegios, pues si le ocurría algo o simplemente decidía marcharse un día, todos los cañones que estaban haciendo y los que harían en el futuro, no servirían para absolutamente nada sin esos polvos. Larzo aceptó a regañadientes, tampoco es que le dejara muchas opciones, pero exigiendo que se le debía respetar su derecho a ser el único que se beneficiaría de su invento, en el que había trabajado toda su vida. Fagnar, quien siempre ha sido un hombre templado y poco impresionante físicamente, poseía el don de expresarse muy bien con el rostro, con el gesto, y su expresión en ese momento era de odio, puro y profundo odio, “Solo deme la fórmula, y todo estará bien…” Dijo, con palabras que sin querer sonaron a una amenaza gansteril, Larzo no dijo nada más, solo asintió apretando los labios.



Darlén se consideraba una mujer feliz, por fin viviendo con el hombre que amaba, el que había abandonado su vida de príncipe por ella y su hijo, en su propia casa, construida por ellos mismos, pero había algo que le preocupaba demasiado como para ignorarlo y no la dejaba disfrutar plenamente de su nueva vida y era que, mientras ella estaba ahí, siendo una mujer feliz, no sabía nada de su padre desde hacía dos años. Qrima había regresado a Cízarin en varias oportunidades y luego de vuelta a Bosgos, y en todos esas idas y venidas no halló ni pistas del viejo Ontardo, al que conocía de los tiempos en que ambos servían al rey, uno como arquero y el otro como herrero. Los campos habían ardido y la antigua casa de Darlén también estaba medio quemada, el aguacero de esa noche había salvado la mitad de todo, pero del dueño de casa no encontró nada. Lo más probable era que, de haber muerto esa noche, hubiese sido sepultado al día siguiente junto con todos los demás, pero nadie estaba seguro de haber visto su cadáver. El viejo Ontardo tenía fastidiadas ambas rodillas, por el trabajo, el clima y los años, los tres factores que erosionan el cuerpo humano, pero podía caminar trechos cortos si se ayudaba de un bastón y si se esforzaba un poco, seguro que también podía montar, seguramente había huído. Eso era lo que el viejo Qrima le decía a Darlén, para tranquilizarla, pero ambos sabían que, si logró montar y aún no había noticias de él, era porque no había logrado llegar muy lejos.


León Faras.

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