martes, 31 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


XIII.

Mientras Rupano partía sin siquiera haber almorzado, pero sí con media pieza de pan, un buen trozo de queso y media botella de vino, que Guillermina le preparó para el camino, el padre invitaba al doctor Werner a quedarse a almorzar, quería preguntarle algo que hace tiempo le preocupaba pero no podía hacerlo frente a Elena. Ambos se reunieron en el despacho del cura luego de comer. “No estuvimos a tiempo para ayudar al doctor Ballesteros, pero tal vez estemos a tiempo para ayudar a su hija…” dijo el padre, cogiendo el antiguo diario de Horacio y soltándolo sobre su escritorio, el doctor Werner tomaba asiento sin comprender de qué le hablaba, “¿A qué se refiere, padre? Yo no noté nada raro en ella” El cura se masajeó la cara, pulcramente afeitada, como siempre, “Yo tampoco, doctor, pero eso es precisamente lo que me preocupa. Dígame doctor, ¿Existe la posibilidad de que Elena se vea afectada por alguna de las enfermedades mentales que sufrieron sus padres?” El doctor se rascó la calva mientras meditaba, “Lo cierto es que no conozco ningún antecedente de ningún estado de locura heredado por los padres a sus hijos, aunque es una posibilidad que nadie se atreve a descartar, pues el origen de la locura es un misterio y por lo tanto también sus causas. Hay quienes aseguran que la locura debe de estar ubicada en alguna zona puntual del cerebro y que con sólo ubicar esa zona, puede ser extirpada y curar al paciente, yo no creo eso, yo no creo que el problema esté en la máquina sino en su funcionamiento, si me permite la metáfora, sin embargo, sé de algunos colegas que están investigando el interior de las cabezas de sus pacientes muertos. Espero en Dios que tengan la sensatez de no estar empezando a trabajar con los vivos aún. Pero dígame, ¿Qué es lo que le hace sospechar algo así?” El cura estuvo a punto de decir que no era nada importante, pues al decir verdad, no había nada concreto que le demostrara algún rastro de locura en Elena, pero el doctor lo animó preguntando si aquel diario tenía algo que ver, y así se lo hizo ver, “Sí… lo que ocurre es que, tengo razones para creer que algunos pasajes de este diario están escritos por Elena de su puño y letra, sin embargo ella lo niega tajantemente, como si no lo recordara, aunque, por otro lado, podemos estar equivocados” El doctor sospechaba que había algo más, pues aquello no era suficiente para sospechar nada de nadie, el cura abrió el diario en la página donde conservaba la carta de Elena para comparar la caligrafía “Observe esto, el parecido es evidente” El doctor estiró la cara subiendo las cejas y bajando la boca, poco convencido. Era verdad, el parecido era evidente, pero aún no veía rastros de locura por ninguna parte. El sacerdote insistió, “El contenido de esos párrafos es impúdico e inmoral en extremo, y nada tienen que ver con la persona que los escribió” “Pero padre, si la inmoralidad fuese sinónimo de locura, todos seríamos catalogados de locos en algún momento, usted debe saberlo mejor que nadie” Respondió el doctor lo más amable que pudo, el sacerdote se dejó caer en el respaldo de su silla respirando hondo, aquello era cierto. El doctor continuó, “Tal vez lo escribió siendo una jovencita como parte de una broma para escandalizar a sus padres, y luego por supuesto que lo negó. Los jóvenes a menudo hacen eso, experimentar con lo que la sociedad califica de obsceno e inmoral es parte del desarrollo y el aprendizaje” Al sacerdote no le quedó más que dejarse convencer, era posible que Elena no fuera la muchacha que él pensaba después de todo. El doctor Werner concluyó, “A mí me pareció una señorita muy amable y educada, no creo que tenga nada de qué preocuparse” “Tal vez tenga razón…” admitió el cura.

En el vagón del tren estancado, la gente se divertía como podía para matar las horas de espera. Úrsula se hizo amiga muy rápidamente de un señor muy simpático de nombre Dionisio Rossi, un hombre de cincuenta años, con abundante cabellera y unos mostachos muy bien cuidados que provocaron la envidia instantánea del doctor Cifuentes. Dionisio junto con su hermano Regino, con el que pretendía reunirse en la ciudad, eran constructores de Mausoleos que viajaban constantemente de un cementerio a otro, trabajando para las familias más acaudaladas a las que les encantaba las edificaciones mortuorias como mansiones en miniatura con esculturas de ángeles entristecidos en la entrada o estatuas de la mismísima virgen María implorándole a los cielos por el alma de sus difuntos y ellos les daban exactamente lo que necesitaban. Era un constructor de casas sólidas y lujosas pero para muertos, un negocio que a Úrsula jamás se le hubiese ocurrido. Era un hombre muy agradable al que no dudaron en invitar a unirse a ellos cuando Rupano apareciera a buscarlos, lo que Dionisio aceptó encantado y más que agradecido. Aquel llegó cuando aún quedaban un par de horas de luz, llegarían de noche al pueblo, pero al menos dormirían en sus camas. “Así que es usted el nuevo doctor, conocí al antiguo personalmente, el doctor Ballesteros, yo y mi hermano hicimos el mausoleo de su familia, una construcción preciosa, estilo clásico. Hace muy poco me enteré de su muerte, incluso decía la gente que lo habían matado en prisión o algo así, ¡la gente habla cada cosa! Pero bueno, lo que sí me consta es que no fue enterrado en el mausoleo que hicimos para él y su familia, ¡Quién sabe por qué!” Dionisio era un auténtico parlanchín y tanto a Úrsula como al doctor Cifuentes, no le quedaba más que asentir una y otra vez sin apenas poder decir nada, aunque era un hombre al que no daba trabajo escuchar. “En mi trabajo pueden suceder todo tipo de cosas extrañas, ¡si yo les contara, seguro no me creerían!, sin embargo, a riesgo de que me consideren un embustero, les contaré una anécdota a propósito del mausoleo de la familia Ballesteros, que nos ocurrió hace hará un par de meses: ¿Recuerdan ustedes el aguacero que cayó hace un tiempo? Pues no sé cómo fue para ustedes, pero para nosotros en la ciudad parecía un auténtico diluvio que no paraba ni un segundo y cada vez que parecía que lo iba a hacer, se reanudaba con más ganas. Aquella vez, el terreno se ablandó tanto que terminó cediendo y resquebrajando parte de una de las paredes y el mármol de la tumba de la esposa del doctor Ballesteros, muerta hace mucho años…” En aquella oportunidad, Dionisio y su hermano se vieron obligados a acudir para hacer las reparaciones necesarias, cambiar la losa de mármol y volver a sellar la tumba de Diana, cuando lo hicieron, se encontraron con el hallazgo más inesperado. Al principio no fue más que una gran sorpresa, pero luego, mientras más lo pensaban, más extraño se hacía. “¿Qué encontraron?” preguntó Úrsula profundamente interesada en la historia, Dionisio los miraba haciéndose el interesante, “Los restos de un recién nacido…” Soltó con total ceremonia, pues esa era la parte más importante de su narración, “…Era una de esas situaciones a las que, mientras más se le busca explicación, más complicada se pone, porque ¿Cómo había llegado un bebé allí sin que nadie se diera cuenta o para qué? Tal como les digo, era inverosímil, pero allí estaba” Úrsula y el doctor se miraron incrédulos, lo más seguro era que el simpático de Dionisio les estuviera jugando una broma para amenizar el viaje, Rupano también le echaba vistazos de desconfianza por encima del hombro, Dionisio en cambio continuaba muy serio, “Eso no fue todo, porque luego Regino, mi hermano, me dice que el cajón tiene un agujero a los pies, un agujero redondo por el que cabía todo el brazo de un hombre, ¿Sabe lo que hicimos? Retiramos los restos del bebé, pusimos la losa nueva y nos olvidamos del asunto” Ya había oscurecido, los viajeros se habían cubierto con mantas y sólo se iluminaban con el par de faroles que llevaba la carreta de Rupano, “¿Y qué hicieron con los restos de aquel neonato?” preguntó el doctor como parte del juego, Dionisio respondió en el acto, “Se los dimos al único hombre que se presentó ese día, un antiguo amigo de la familia Ballesteros y de la difunta, un señor refinado e importante, ya saben. Nosotros ya estábamos pensando qué hacer con él, buscarle una sepultura o un lugar en la fosa común, o algo, pero este señor nos dijo que él se encargaría, y que prefería no comentarle nada a la familia. Yo la verdad, le encontré toda la razón, las damas de la alta sociedad se escandalizan por cualquier cosa y luego la agarran con cualquiera, hasta con nosotros. Un peso que nos quitó de encima” Concluyó Dionisio.



León Faras.

viernes, 27 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


XII.

Elena cruzaba el centro del pueblo rumbo a la casa del doctor Cifuentes, estaba convencida de que en los viejos papeles de su padre, estarían los recuerdos de los peores días de su madre y las apariciones de esa mujer que aseguraba ser quemada viva y con su hijo en el vientre. Iba con paso firme cuando la detuvo la espigada e inconfundible silueta negra del padre Benigno, quien paseaba acompañado de otro hombre cuya figura, también se le hizo muy familiar al instante. Aquel hombre no había cambiado nada en años, parecía que incluso ese ceñido y grueso traje granate era el mismo de cuando ella era niña, del resto, la barba y los ateojitos, eran inconfundibles, no podía estar tan equivocada. Se plantó en frente de ambos señores que caminaban de vuelta desde la prisión. El sacerdote vio a la muchacha y se detuvo, ésta no le quitaba los ojos de encima al psiquiatra, escarbando en los recuerdos de su infancia el nombre de éste, para estar completamente segura, pero no fue necesario escarbar demasiado, pues el cura sació su evidente interés presentándole al doctor, “Elena, que gusto verte. Te presento al doctor Darwin Werner, psiquiatra del sanatorio de San Benito” El doctor se sintió tan incómodo y presionado bajo la intensa mirada de la joven, que debió preguntar si se conocían de antes al momento de estrecharle la mano, Elena respondió que sí, sin dejar de mirarlo, pero que era poco probable que él la recordara, “…Era yo apenas una niña, usted atendía a mi madre, Diana Ballesteros” El doctor la recordó inmediatamente, “¡Oh, pero si es usted la hija del doctor Ballesteros!” Al instante el doctor pasó de la alegría a la congoja, “Por favor, reciba mis condolencias, señorita Ballesteros, recién ahora me entero de la lamentable muerte de su padre, un gran hombre, sin duda, un gran hombre” “Me sorprende mucho verlo, ¿Qué está haciendo aquí?” preguntó la chica, el doctor nuevamente debió poner cara de circunstancia para justificarse, “Pues, tenía la intención de ayudar a su padre en lo que pudiera, al menos, darle una estancia más cómoda y hacer lo más llevadera su situación, pero lamentablemente no llegué a tiempo. No sabe cuánto lo siento” Elena aceptó las disculpas, la muerte de su padre había sido precipitada para todos, “Doctor, ¿Tendrá usted algunos minutos que darme? Me gustaría hacerle un par de preguntas, tengo algunos recuerdos de mi madre que me gustaría mucho aclarar” El doctor era un hombre dispuesto, el sacerdote ofreció su casa para hablar con más comodidad.

Para Guillermina, ver entrar a Elena en su casa le cayó como un golpe en la nariz, no dijo nada, pero la miró con un desprecio infinito debido a todo lo que le había contado Gumurria sobre ella, y además porque el doctor de nombre raro la trataba con toda atención, “Esa chiquilla no tiene vergüenza” se dijo a sí misma, al tiempo que iba a la cocina a ver sus ollas. La muchacha no le hizo gran caso, Guillermina era así, exteriorizaba a veces sus emociones sin ningún disimulo esperando la reacción de la gente. Se sentaron en el comedor. “Bueno, la enfermedad de tu madre era muy particular, tanto que yo no he vuelto nunca a ver algo parecido. El caso de tu madre es conocido como posesión” “¿Posesión, dice?” Preguntó el cura, sorprendido. Guillermina prestaba oídos desde la cocina mientras pelaba papas. El doctor Werner continuó con una sonrisa incómoda, “Sí, pero no la idea de posesión que usted cree, padre, es lo que algunos preferimos llamar “personalidades múltiples” que es cuando el sujeto asegura ser otra persona, con ideas propias, una historia convincente e incluso aseguran llamarse diferente. Unos pueden ser amables y educados, mientras otros son groseros y violentos. Realmente de los casos más raros con los que uno puede encontrarse” “¿Y cómo puede ayudar a alguien así?” preguntó el cura, interesado. El doctor se quitó los anteojos para limpiarlos, “Me temo que no había mucho que se pudiera hacer, todos mis intentos fracasaron, al final, sólo quedaban dos caminos: los bestiales tratamientos experimentales, debo decir, a los que por suerte el doctor Ballesteros, atendiendo mis consejos, se negó, y la fe. El antiguo sacerdote vino y entregó su alma rezando el rosario, pero no le fue mejor que a mí. El propio doctor Ballesteros estuvo dispuesto a ponerse de rodillas y rezar si eso ayudaba a su joven esposa, pero de nada sirvió” Concluyó Werner con pesadumbre “De haber logrado algo, las ideas de Horacio con respecto a la iglesia hubiesen sido muy diferentes” Meditó el sacerdote en voz baja. El día que él llegó al pueblo, el anterior sacerdote, el padre Juan Tadeo, era cuidado por las Hermanas de la Resignación en su convento. Era un hombre maduro, pero no un anciano, sin embargo cuando Benigno lo vio por primera vez, tuvo la impresión de que era mucho mayor, había adelgazado dramáticamente mientras su sangre se diluía en sus venas, chupándole la energía hasta consumirlo como a una vela. Mantenía noche y día la biblia apretada contra su pecho, decía que podía morir en paz mientras estuviera sujeto a su biblia. Si sentía algún dolor, no lo demostraba. Su pulso era cada día más débil hasta que finalmente se apagó, el padre Juan murió en paz, en silencio, sin apenas hacer ruido. “Recuerdo de niña oír a mi madre gritar que la iban a quemar…” comentó la muchacha como una anécdota, el doctor Werner también la recordaba, “¡Ah, esa era Oriana!” “¿Quién?” respondieron Elena y el cura casi al unísono, Guillermina también prestaba oídos desde la cocina, la conversación se ponía de lo más interesante. El doctor Werner continuó con tono solemne, como quien narra una antigua leyenda, “Oriana era el nombre de una de las personalidades más recurrentes que adoptaba Diana, se trataba de una mujer joven que proclamaba que sería injustamente quemada viva y además estando embarazada, por lo que gritaba tanto por ella como por su bebé. La recuerdo bien, porque, hay un hecho insólito y sin precedentes que llamó profundamente mi atención…” hizo una pausa sólo para crear tensión, “…Sin tener yo intenciones de indagar en nada, me encontré por casualidad con unos documentos antiguos en los que estaban registrados los nombres de los últimos desdichados sometidos a los horribles tormentos por motivos supersticiosos, religiosos o paganos y también los condenados a muerte, en la lista de estos últimos, sólo figuraba uno, el nombre de una mujer, curiosamente aquella también se llamaba Oriana y por increíble que parezca, por lo que se podía deducir, era una mujer joven que estaba condenada a ser quemada viva en la hoguera, acusada de llevar al hijo del Diablo en su vientre…” “Dios mío…” se lamentó el cura, “…cuánta sangre inocente derramada” el doctor concluyó su historia mientras Guillermina, en la cocina, comprobaba con espanto que se le había pasado la hora y todavía no tenía listo el almuerzo, “Así es, padre, al parecer la mitad de la acusación se fundamentaba en una rara condición que tenía Oriana, muy rara, pero que nada tiene que ver con el diablo: Heterocromía” Elena no conocía el concepto, el sacerdote se lo aclaró, “Es cuando una persona tiene los ojos de diferente color” “Por Dios …” dijo la muchacha, recordando la historia contada por Gracia. En ese momento golpearon la puerta, un muchacho desaliñado y sudoroso traía una nota para el cura, era del doctor Cifuentes que necesitaba ser rescatado por Rupano.



León Faras.

martes, 24 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


XI.

Aquella mañana, el tren se veía obligado a mantener una velocidad más que prudente, ya que la visibilidad era muy limitada debido a la densa neblina mañanera y los obstáculos en las vías eran relativamente frecuentes, desde pequeños grupos de vacas que devoraban los hierbajos que crecían entre las líneas, hasta ramas de grueso calibre que se desprendían de los árboles aledaños y podían provocar serios daños al ser arrastradas, o incluso los derrumbes o desprendimientos de rocas que aunque no eran tan comunes, ciertamente podían ser mortales y las zonas de las laderas de los cerros por las que pasaba el tren, no eran pocas. Con mucha suerte para los viajeros en el tren de la mañana, incluyendo al doctor Cifuentes y a su ilusionada prometida, que usaban los primeros vagones destinados a la clase acomodada, un lugareño atento y madrugador que pasaba por allí, a pesar de que por allí no pasaba nunca nadie, porque se trataba de un sitio de monte inhabitado, hosco y sin poblados cercanos, vio el desprendimiento de tierra y roca que había caído sobre las líneas férreas aquella noche y encendió un fuego a varios metros por delante de éste para avisar a tiempo a los conductores de la locomotora que debían detenerse. El tren se detuvo a tiempo y la mayoría de los pasajeros, por no decir todos, bajaron a ver qué sucedía y opinar al respecto. Al pasar las horas y disiparse la neblina, se pudo ver la envergadura del problema: tardarían varios días en despejar las vías, pues necesitarían varios hombres y herramientas que no tenían para mover toda esa tierra y una que otra roca imposible de ser tomada a la ligera. El otro inconveniente era que la locomotora no estaba diseñada para hacer el viaje en reversa, por lo que el armatoste metálico y sus pasajeros estaban irremediablemente estancados allí. El pueblo más cercano estaba a varios kilómetros todavía por lo que algunos hombres fueron despachados en ambas direcciones para dar aviso y conseguir ayuda. Tardarían hasta bien entrada la tarde para volver los primeros con carretas y caballos. El doctor Cifuentes y Úrsula, ya podían ir olvidándose del viaje, la locomotora no correría hasta dentro de varios días y avanzar hasta el siguiente pueblo para hacer el resto del viaje hasta la ciudad en carreta o a caballo era impensable. Lo mejor que pudo hacer, fue enviarle recados al cura con unos muchachos que partieron de regreso al pueblo a pie, con algo de suerte, Rupano llegaría a por ellos antes del anochecer.

Aurelio se bebió directamente de un trago el pequeño vaso de aguardiente que mantenía a su lado e hizo gesto de fastidio cuando vio entrar al padre Benigno acompañado de un anciano que de seguro sería algún obispo o cardenal vestido con ropa de calle, tal vez algún experto en sahumerios o un hechicero poderoso de la iglesia, de los que envían a los espíritus molestos de regreso a donde deben estar, imaginó el carcelero. Lo cierto es que el doctor Darwin Werner no tenía ninguna relación con la iglesia, ni siquiera era cristiano. El padre lo presentó lo mejor que pudo, pero para Aurelio, la visita de un psiquiatra a estas alturas era poco menos que graciosa y particularmente irónica, “Sólo me gustaría hacerle unas preguntas sobre el suicidio del doctor Ballesteros” dijo el doctor Werner con cordialidad, Aurelio los miró como si ambos le estuvieran jugando una broma, una a la que no le encontraba la gracia. Dejó de lado lo que estaba haciendo para centrar toda su atención en el cura “¿Eso fue lo que le dijo, sólo suicidio?” El sacerdote notó cierta arrogancia etílica en el tono del guardia, el doctor quiso saber la razón de tal comentario. Aurelio continuó, “La verdad es que Horacio permanecía solo y con ambas manos atadas a una camilla en el momento en que fue encontrado pendiendo del cuello… un suicidio de lo más peculiar” El doctor Werner miró al cura en busca de confirmación, éste asintió en silencio. “Pero eso es imposible, alguien debe haberle ayudado” afirmó el doctor como una aserción revolucionaria que nadie había considerado, Aurelio lo miró fingiendo profundo agotamiento “Pues si fue así, quien lo haya hecho se evaporó en el aire, ¡se hizo humo! Nunca mejor dicho…” El carcelero sonrió, pero ninguno le devolvió el gesto. Continuó “¡Diablos! El doctor Cifuentes acababa de tranquilizarlo luego de una crisis de ira. Quedó tirado como un muñeco de trapo y completamente solo” “Entonces el doctor Ballesteros era un hombre violento, por eso estaba atado y dopado ¿no?” preguntó el psiquiatra tratando de ordenar sus sospechas, el sacerdote se adelantó esta vez, “No, Horacio nunca se comportó como un hombre violento, él debió ser atado porque ya había intentado quitarse la vida antes y era la única forma de evitarlo…” Para el doctor Werner, la violencia contra sí mismo o contra los demás podía ser una forma tradicional de expresar ciertos tipos de locura, pero el suicidio, como vía de escape, era muy poco probable en casos de demencia, lo más factible era que Horacio no estuviera loco, o no del todo, más bien atormentado por sus propios sentimientos y emociones, un hombre con una profunda degradación interna debido a la culpa y al arrepentimiento, así se lo hizo ver al sacerdote y al guardia, pero mientras el primero asentía con gravedad, el segundo negaba efusivamente, “No, Horacio era un hombre que lo mismo estallaba en risas que en llanto de la nada y sin saber él mismo el porqué, o al poco rato era sorprendido teniendo conversaciones con seres imaginarios que luego negaba, como si ni siquiera se hubiese enterado de que hace un minuto estaba hablando con la jodida muralla. Si eso no es estar como una puta cabra, no sé qué lo sea” El doctor Werner asimilaba todo aquello acariciándose la barba, “¿Diría usted que el doctor Ballesteros tenía episodios en los que parecía estar completamente cuerdo?” preguntó al fin dirigiendo apenas la vista en dirección al guardia, éste miró al cura antes de responder, “Yo diría que sí” Afirmó sin un dejo de duda. El sacerdote también estaba de acuerdo. “Ya veo…” respondió el doctor, satisfecho, “…es lo que yo llamo “Realidad onírica” Un estado de locura muy particular, en el que la mente del sujeto es capaz de mezclar la convicción absoluta de los sueños, por muy absurdos e imposibles que parezcan, con la realidad material que todos vivimos, sin ser capaz de separar una de la otra ni de tan solo reconocerlas…” Explicó el doctor, Aurelio lo miraba con el ceño apretado y la boca abierta, “¿Es eso posible?” preguntó. El doctor Werner continuó con un brillo en los ojos de entusiasmo y una suave sonrisa, “Al parecer sí, querido amigo mío. El suicidio vendría como respuesta del individuo al asimilar, con impotencia, que es incapaz de reconocer lo que es real de lo que no es real, al sueño de la vigilia, y por lo tanto sentir que su propia mente es un ente aparte, cuyo único propósito es acosarlo y jugarle bromas, algunas de ellas, muy crueles, sintiendo que ellos mismos están cuerdos, pero a merced de su propio inconsciente. Al final acaban convencidos de que están poseídos por alguna entidad sobrenatural basada en sus propios miedos y creencias, de la que la única escapatoria, es la muerte.” Aurelio estaba como idiotizado con la explicación, el cura en cambio, se limitaba a oír y asentir en silencio y de brazos cruzados. “La locura es un amplio y yermo terreno al que apenas, y con mucho esfuerzo, hemos rascado la superficie” Concluyó el psiquiatra con resignación.



León Faras.

domingo, 22 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


X.

Sus padres madrugaron para venir desde Casas Viejas a despedirla, Guillermina le preparó bocadillos para el viaje y hasta el cura se levantó para estar presente en el momento en que Úrsula y su prometido se iban a la estación montados en la carreta de Rupano, que no tenía intenciones de despedir a nadie, pero que igualmente tuvo que hacerlo. Era un viaje de varias horas en tren hasta la ciudad, un lugar que Úrsula sólo podía imaginar por las maravillas que le había contado el doctor: el barrio aristocrático y sus mansiones, los enormes edificios estatales, los caminos pavimentados y el alumbrado público, pero por otro lado también la cada vez más extensa, fétida e insalubre barriada marginal que crecía cada día con gente pobre que llegaba en busca de oportunidades y mejores condiciones y sólo podía encontrar un hueco sucio en la periferia de la ciudad donde acomodarse junto con los piojos, las ratas y los piojos de éstas. Pero nada de esto alcanzaría a conocer Úrsula, al menos no en esta oportunidad.

Luego de ver a su hija montar en el tren y perderse en la neblina, que aquella mañana estaba como para cortarse con un cuchillo, Ismael y su mujer se presentaron frente al cura, traían la cara de preocupación o arrepentimiento, como si fueran niños que habían sido sorprendidos haciendo algo malo y esperan a ser reprendidos, sostenían algo en la mano envuelto en tela que pusieron sobre el escritorio frente al padre Benigno sin decir palabra, como si se tratara de una ofrenda, que por algún motivo tácito, el padre ya sospechaba que no era así. El cura descubrió de entre los dobleces de la tela una cruz de madera chamuscada y se quedó allí, esperando una explicación que tardaba en llegar. Al cogerla en las manos para examinar si es que había algo que estuviera pasando por alto, notó que aún estaba tibia, seguramente porque la traían bien protegida, pero además de eso, no era más que una simple cruz de madera rescatada del fuego, “No es una simple cruz de madera, padre…” Se excusó Ismael con humildad, como si estuviera confesando un crimen ante la autoridad, “¿Es que esta cruz es capaz de obrar algún tipo de milagro?” preguntó el cura, soltando lo primero que se le venía a la mente, la pareja de viejos se miró, luego contestó Lucila negando con la cabeza, “No precisamente, padre…” Y sacó la imagen de la virgen de Lourdes cuidadosamente doblada de su bolso para enseñarla como evidencia y narrarle lo sucedido con la cruz incrustada en el muro, con el intento frustrado de quemarla y con las ascuas que habían “revivido misteriosamente” en su interior para quemar la imagen de la virgen. La marca en la imagen coincidía a la perfección con la cruz, el cura lo comprobó, pero por lo demás, la cruz se veía de lo más ordinaria, “¿Y qué esperan que haga con ella?” preguntó el cura con auténtico desconcierto, Ismael también parecía confundido, “Pues esperábamos que usted supiera qué hacer con ella…” dijo encogiéndose de hombros. Lucila a su lado, agregó, “Tal vez pueda usted santiguarla o algo… usted sabe, padre, para que la abandone el mal y pueda ser destruida…” El cura asintió con la cabeza por varios segundos, pensativo “No se preocupen, yo me haré cargo” dijo poniéndose de pie para estrechar la mano de Ismael, mientras éste y su mujer se iban satisfechos. El padre envolvió la cruz en la tela nuevamente y la guardó en el cajón de su escritorio, luego se la entregaría a Guillermina para que ésta la metiera en su cocina y se asegurara de quemarla. Los pobladores, aunque creyentes y buenos cristianos, eran personas muy supersticiosas que podían atribuirle cualidades sobrenaturales a casi cualquier cosa y de esa manera constantemente se alejaban de la verdadera fe, como ovejas miopes que siempre necesitan ser devueltas a su redil, pero como sacerdote, ése era su trabajo.

Casi inmediatamente después de que los padres de Úrsula se marcharan, apareció un hombre en casa del cura, uno que Guillermina nunca antes había visto, era un hombre mayor, calvo, que llevaba unos pequeños anteojos redondos y barba ermitaña, el anciano preguntó por el cura con un marcado acento extranjero, Guillermina lo miró con infinito recelo antes de decidir ir a decirle al cura que le buscaba “un señor con un nombre muy raro y que hablaba como si le faltara un pedazo de lengua” El padre Benigno se quedó con la boca abierta unos segundos antes de decirle que lo invitara a pasar. El visitante era un anciano sumamente educado y amable, “Buenos días, padre, soy el doctor Darwin Werner, soy el psiquiatra del sanatorio de San Benito” “Un gusto de conocerlo, ¿En qué puedo ayudarlo?” El doctor se quedó unos segundos en blanco, como si esperara que con sólo mencionar su nombre, era suficiente para que supieran el motivo de su visita, pero el sacerdote, al parecer, no se enteraba de nada. El anciano continuó, “Bueno… usted me envió una carta mencionando el lamentable estado en el que se encontraba el doctor Ballesteros…” El padre se disculpó avergonzado, lo había olvidado por completo. Había enviado esa carta, junto con varias otras, en un intento desesperado en su momento por sacar a Horacio de la prisión y luego todo se había precipitado de tal manera que se olvidó completamente del doctor Werner, éste continuó amable, “Conocí personalmente al doctor Ballesteros, un gran hombre y un buen médico, atendí a uno de sus pacientes hace tiempo, un joven de apellido Montenegro, lo recuerdo bien. Vine en cuanto recibí la noticia y podemos ir a verlo cuando usted quiera” Guillermina entraba en ese momento con dos cafés, había oído la última parte de la conversación y miraba al doctor Werner con una mezcla de compasión y vergüenza ajena. Por primera vez en su vida, no sabía qué comentar al respecto. El sacerdote tuvo que dar explicaciones, “Doctor Werner, lamento decirle que ya no hay nada que hacer, el doctor Ballesteros falleció hace ya varios días” El doctor lo lamentó con poco entusiasmo, como a quien le rechazan un préstamo de poca importancia, “¿Y cuál fue la causa del deceso?” Preguntó. Guillermina quiso corregirlo levantando la voz como si el doctor fuera sordo, “No, no descendió. Se murió, ¿Entiende?” El doctor asintió emocionado, como si le estuvieran contando algo novedoso. Benigno dio las explicaciones del caso sin exaltarse en lo más mínimo, “Él se suicidó, colgándose con un trozo de tela” El psiquiatra se acarició su larga barba, pensativo, aquello le parecía muy curioso, “…eligió la misma muerte que su antiguo paciente, el joven Montenegro. Es curioso porque, contrario a lo que la mayoría de la gente se imagina, el suicidio no es un recurso frecuentemente empleado por los orates, de hecho, se necesita de algo de cordura para considerarlo” “¿Se refiere a Domingo Montenegro?” Preguntó el padre, estirando el cuello hacia el doctor, éste asintió con los labios apretados, “Efectivamente” Guillermina no se había movido, profundamente interesada en las palabras del doctor, “Entonces, dice que el doctor estaba cuerdo cuando se colgó del cuello…” dijo, con una innecesaria mímica de quien está siendo estrangulado. El comentario sorprendió al sacerdote. El doctor se empujó sus diminutos ateojitos buscando las palabras más adecuadas para responder, “Lo cierto es que la demencia es un pozo sin fondo al cual apenas le hemos echado un vistazo ¿Cómo saberlo?” Se quedó varios segundos pensativo mientras Guillermina se iba de vuelta a la cocina con cara de haber quedado inconforme con la respuesta, “Bueno…” dijo el doctor, poniéndose de pie “…ya que estoy aquí y que reservé un cuarto en la hostal, iré a hablar con los encargados de la prisión, ya sólo por curiosidad profesional” “Si gusta, puedo acompañarlo” Se ofreció el cura, lo que aceptó gustoso el doctor Werner.



León Faras.

viernes, 13 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


IX.

“¿Se siente usted bien, padre?” preguntó Guillermina mientras depositaba un plato de lentejas con chorizo frente al cura “Sí Guillermina, gracias” respondió el cura afable. La vieja lo miraba con profunda duda y recelo, como si el cura estuviera tramando algo a sus espaldas. Lo cierto era que el cura no era el mismo desde que había ido a hacer ese sahumerio a la prisión: se había ablandado, envejecido y ahora se veía siempre cansado. Su expresión era diferente y hasta el tono de su voz sonaba extrañamente amable. La mujer estaba realmente preocupada mientras veía al sacerdote comer sus lentejas con dulce parsimonia, ni siquiera le había reprochado la ración extra de chorizo que le había puesto a su plato para tentar su fuerte reacción a los derroches y los excesos. La cosa era tal, que incluso cuando ella le comentó lo de la relación entre Úrsula y el doctor Cifuentes, con intenciones de tantear el terreno para la pareja de jóvenes, él le respondió con una sonrisa satisfecha de lo más sospechosa. En ese momento golpearon a su puerta, Gustavo Gumurria estaba allí, el cura, apenas lo vio le invitó a pasar, “Gustavo, hombre, pase ¿Ya comió?” Guillermina y Gumurria se miraron con el rostro desencajado, en todos sus años trabajando ahí el cura nunca había invitado a nadie a comer junto a él así de esa manera, tan espontánea, Gustavo sólo atinó a poner cara de idiota y disculparse sin saber bien qué decir, la invitación también lo había tomado por sorpresa a él. El hombre sólo venía a dejar unos encargos para la despensa de la casa, como ya lo había hecho muchas veces antes. “Oiga, ¿Y qué carajos le pasa al padre?” preguntó Gustavo en tono confidencial, mientras descargaba una caja con tomates en la cocina, la mujer mantenía la cara contraída de preocupación, “Ay, yo no sé, Oiga, pero está más raro que un perro verde” Gumurria abrazaba un saco de papas, “Pobre hombre, con todo lo que ha pasado últimamente, no me extrañaría nada que se le esté afectando la mollera” “¿Usted cree?” replicó la vieja arrugando la cara, como si estuviera viendo algo muy feo, Gustavo le devolvió un gesto de suficiencia, como si no fuera necesario mucho para darse cuenta de algo que está a la vista, “En este pueblo, ultimadamente, todo el mundo está terminando chalado.” Guillermina se persignó impulsivamente y echó un vistazo fugaz para comprobar que no estaban siendo oídos por el cura, “¡Ay, ni Dios lo quiera, Oiga! ¿Se imagina?” El hombre se detuvo un rato luego de descargar una caja, mitad de pimentones rojos y mitad de zanahorias. Levantó el índice, categórico, “Y no es para menos, con la cochinada que mantenían el doctor Ballesteros y su hija… ¡Si eran como marido y mujer!” Guillermina retrocedió atemorizada y volvió a santiguarse, como si de alguna forma aquello la limpiara o la librara de algo, “¡Ay no! Si era el doctor el que abusaba de su hija” replicó ella, pobre de convicción. Gustavo detuvo en el aire la caja de cebollas que transportaba para responder con gritos susurrados a corta distancia, “¡Si eran los dos! ¡Si el investigador, don Clodomiro, lo descubrió y por eso el doctor se mató! ¡Y por eso su hijo, don Ignacio, se fue y dejó a su hermana aquí!” La vieja se apretaba y estiraba las mejillas con ambas manos, incapaz de digerir tal información, tan repentinamente proporcionada, “¡Por Diosito Santo! ¡Pero será posible!” “¡Es que no lo supo!...” le reprochó el hombre, alarmado, como si se tratara de una enorme irresponsabilidad cometida por la mujer, ésta se limitó a negar con la cabeza, espantada. Gumurria continuó, más tranquilo, como quien se sabe dueño de la verdad, “…Si así fue, si esa chiquilla no es lo que parece, ¡Es el Diablo vestido de señorita! No se extrañe de que ahora esté buscando a otros hombres… y encima, se disfraza muy bien, ¡Si su hermano la tuvo enfrente y no la reconoció, oiga!” ya había terminado de descargar y también le daba los últimos toques a su historia, “…Hay quienes dicen que la han visto metiéndose a la casa del nuevo doctor a mitad de la noche. Así como vamos, vamos a terminar igualito que Sodoma” concluyó, justo antes de asomar la cabeza dentro de la casa y despedirse del cura con un gritito amistoso, el cual hace un rato había acabado sus lentejas y esperaba pacientemente su café. Luego se despidió de la vieja y se montó en su carreta como si nada, mientras la pobre Guillermina no sabía cómo organizar toda esa información.

Cuando llegó Úrsula a casa del cura para dormir, pues aún no estaba debidamente casada y debía seguir usando su cuarto, Guillermina la esperaba como de costumbre, pero esta vez mirándola como asustada, la chiquilla le contó alegre y entusiasmada lo bien que había salido la visita a casa de sus padres y que ya tenían todo listo para visitar a los padres del doctor y que se había puesto muy nerviosa con todo eso pero Hugo (le daba todo el nervio del mundo llamarlo así) la había abrazado y la había tranquilizado. Y a todo eso la vieja no hacía más que asentir sin ganas y responder con sonrisitas hasta que Úrsula ya no pudo continuar, “¿Le pasa algo, Guillermina?” Guillermina quiso hablar, pero con todas las fuerzas de su alma se contuvo de mencionarle las terribles sospechas que le habían metido en la cabeza sobre Elena Ballesteros y sus posibles visitas nocturnas a casa del doctor, a la que, si antes repelía por haber sido capaz de apuñalar a un cura, ahora le parecía casi la encarnación del mal y a la que se le podía culpar de cualquiera de los males que caían sobre la tierra, porque un comportamiento como el suyo, era razón más que suficiente para incentivar y atraer las calamidades de todos los santos en el cielo, y muy en particular la de san Lorenzo, que no era precisamente famoso por su tolerancia. Sequías, pestes y hambrunas. Guillermina se santiguó mentalmente para no asustar a Úrsula que esperaba preocupada una respuesta, “No es nada niña, es que me ha estado doliendo un poco la cabeza y ésta sólo quiere que me meta pronto a la cama, es todo” dijo la vieja, simulando una aflicción inexistente “Métase a la cama entonces que yo le llevo un agua de manzanilla ahora mismo” replicó la muchacha parándose en el acto, servicial. La verdad era que a Guillermina no le dolía nada, pero aún así aceptó el té de buena gana. Ella había tenido una hija hace tiempo, de un hombre al que no volvió a ver nunca, la crió sola, trabajando como un burro, más que un burro, Amparo la llamó. A los dieciséis años la niña se murió de tos, duró un par de meses, ella quiso morirse también, pero la tos no se la llevó a ella, ni la tocó, aunque no se despegó del lado de su hija en todo ese tiempo, como si la condenada peste la hubiese evitado a propósito y se hubiese empeñado en llevarse sólo a su hija. Años después se casó y enviudó, pero por alguna razón, no tuvo más hijos que su Amparo. A su pesar, Úrsula le recordaba a ella, a su pesar porque no quería volver a pasar por lo que ya había pasado.


León Faras

domingo, 8 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


VIII.

“Hay algo muy importante para mí de lo que me gustaría hablarle, padre…” Comenzó diciendo el doctor Cifuentes, parado frente al escritorio del cura con el sombrero en las manos, con la actitud de un empleado que pretende conseguir un aumento de su salario, el padre lo miró cansado, parecía haber envejecido de pronto, como si algo o alguien le hubiese chupado parte de su energía vital, “¿Es por lo de usted y Úrsula, verdad?” A Cifuentes se le despegaron las cejas y se le aflojó la mandíbula, había estado practicando mentalmente por varios días y sus noches sobre cuál era la mejor forma de hablarle al sacerdote sobre su intención de casarse con Úrsula y ahora resultaba que él estaba al tanto de todo. El sacerdote adivinó la sorpresa en el rostro del doctor, “Guillermina me comentó el asunto…” explicó resignado, como quien se ve obligado a enterarse de cosas que en realidad no le incumben, “…ya sabe cómo es ella, y debo decir que me parece bien que consideren el sagrado sacramento del matrimonio antes de comenzar con una relación fuera de los mandatos de Dios… dígame, ¿Ya hablaron con sus padres?” Debía suponer que Guillermina no le había mencionado nada al cura sobre el embarazo, que por cierto, ya era un hecho médicamente comprobado. Era increíble lo fácil que le estaba resultando esto, “No, padre, aún no, pero tenemos planeado un viaje a casa de sus padres para esta misma tarde…” El cura se puso de pie con un esfuerzo mal disimulado, “Entonces podremos preparar todo para celebrar la ceremonia dentro de un par de meses” “Pensábamos casarnos dentro de dos semanas, si todos están de acuerdo, por supuesto” sugirió el doctor, inocente, el padre lo miró con un dejo de severa suspicacia, pero pronto su mirada de suavizó, como si hubiese sido incapaz de sostenerla, “Supongo que estará bien…” respondió el cura, saliendo de la habitación con un andar cansino.

Lucila estaba encantada, no sólo por el cambio de su hija que se veía radiante de felicidad y más madura que nunca, sino que también porque su yerno sería un médico. Ismael por su parte le restaba importancia a esto último, médico o no, le preocupaba que no se estuvieran aprovechando de su hija. Rupano fue a dejar a la pareja, donde, luego de un vaso de borgoña frío, se volvió. Allí el doctor tenía el terreno allanado, porque lo del embarazo no era ningún secreto, Úrsula no había tardado en confesárselo a su madre, lo que ésta ya sospechaba desde hacía días atrás, y entre ambas se habían encargado de suavizar la noticia para que el padre la tomara de la mejor forma. Al principio Ismael había pensado en retirar a su hija de inmediato de ese trabajo, el cual siempre le pareció una pésima idea, pero luego de enterarse de las intenciones del doctor de casarse con su hija, poco a poco había ido aceptando la idea, aunque con toda la precaución del mundo. Su hijo, Ismael Segundo, también lo veía todo desde cierta distancia y con recelo, no muy seguro aún de que si debía estrecharle la mano al doctor o golpearlo en la nariz. Dos semanas era un plazo de tiempo muy poco cristiano para organizar una boda, todo el mundo sospecharía lo del embarazo y las sospechas no tardarían en confirmarse, pero era mejor eso a esperar más tiempo y que la novia llegara al altar con una barriga indisimulable o una criatura en brazos, lo que era mucho menos ortodoxo, por lo que todos estuvieron de acuerdo. El siguiente paso era un poco más delicado para el doctor Cifuentes, presentar a Úrsula a su familia y hablarle a ésta del embarazo y de la boda. Ya les había mandado un telegrama para informarles que tomarían el tren a primera hora de la mañana. Antes de irse, Lucila acompañó a su hija a coger algo de ropa a su habitación y algunos artículos personales, el cuarto de Úrsula lucía renovado, los muebles habían cobrado vida otra vez con la habilidad del padre para la mueblería y las paredes se veían nuevas, repasadas una y otra vez con pintura de cal. Un ligero olor como a papel quemado se sintió en ese momento en la habitación, pero aquello no llamó la atención de las mujeres, un olor como ese podía venir de cualquier parte, de la cocina, del horno del patio o de cualquiera de los vecinos que quemaban cosas de forma habitual, sin embargo, antes de salir del cuarto de la muchacha, Lucila vio algo que llamó su atención y ensombreció su ánimo y su rostro, el que disimuló rápidamente para que su hija no se llevara una preocupación más, sin embargo, no le ocultó su preocupación a su marido. En cuanto Úrsula se fue, volvieron a la habitación de la muchacha, el olor a papel quemado era más intenso, Lucila señaló la pared, “¿Qué vamos a hacer, Ismael?” preguntó con el rostro contraído, aquel y su hijo, que llegaba más atrás, se miraron: la imagen de la Virgen de Lourdes lucía la marca negra de una cruz perfectamente dibujada en medio que se consumía en el papel, y que aún soltaba un ligero cordón de humo azulado. Bajo ésta, la pared lucía la misma marca de la cruz de madera ardiendo dentro del muro, “Trae el martillo y un cincel, hay que llevársela al cura, él sabrá qué hacer”

Encerradas en su cuarto, donde nadie les pudiera oír, Clarita le contó paso a paso y con el mismo tono de macabra clandestinidad con el que Gracia se lo había contado a ella, todo lo que había visto en la iglesia el día que a Cristo le rompieron los brazos, Elena lo escuchó con total atención, pero quedándose al final con la sensación de que parte de esa historia, ya la había oído antes, o una muy similar y se esforzaba por recordar más detalles de esa historia, la niña la miró boquiabierta, ¿dónde podía haber escuchado una historia semejante? pero la pregunta no era dónde, sino cuándo. “Era sólo una niña como tú, o tal vez algo más pequeña. Mi madre estaba enferma y solía comportarse diferente, como si jugara a ser otras personas pero pensando que las era en verdad…” Elena trataba de explicarse lo mejor posible para que Clarita comprendiera, ésta asentía sin apenas pestañear “…había una que a mí me daba mucho miedo, porque era la que más gritaba. No recuerdo su nombre, pero se parecía mucho a la de tu historia…” Elena no quiso entrar en más detalles de lo que recordaba frente a Clarita, que ya tenía suficiente con lo que su hermana le había narrado, pero lo cierto es que recordaba esos episodios de locura de su madre, los últimos antes de que muriera, como los peores, y en ellos aparecía con frecuencia la mujer que clamaba que sería quemada viva, que la pira estaba encendida para ella y para el hijo que llevaba en sus entrañas y que ambos eran inocentes cuya sangre no debía ser derramada así. Que la atrocidad y el horror se podían acallar pero no quemar. Elena no recordaba las palabras exactas, era sólo una niña que corría a esconderse cuando su madre tenía sus terribles ataques de locura, pero si recordaba las amenazas que ésta impartía sin piedad entre alaridos de dolor por el fuego que sólo ella podía ver y sentir y que ningún tratamiento médico podía calmar. Elena tuvo una idea en ese momento, tuvo sus dudas pero tal vez valdría la pena: su padre dejaba constancia escrita de casi todo, tal vez entre sus documentos encontraría algo sobre esa mujer.



León Faras.

martes, 3 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


VII.

A falta de Jacinto, el sacristán, que no se encontraba del todo recuperado moralmente como para acompañar al cura en sus avatares, había sido elegido un voluntario, un preso flaco y viejo de confianza llamado Josué, para cargar con el incensario, indispensable en todo sahumerio “…Aunque ande en valle de sombras de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo…” El padre Benigno pronunciaba su salmo en el momento en que él y su comitiva llegaban frente al “Agujero,” la habitación en la que había muerto el doctor Ballesteros. Cuando el cura se detuvo frente a la puerta, se dio cuenta de que todos los hombres se habían quedado rezagados un par de metros atrás, los miró incrédulo y severo. Josué, parado entre la comitiva y el sacerdote, con el pebetero estático, lo miraba con la devoción del perrito que espera a que el amo le lance las sobras de lo que come. Una mano emergió de entre el grupo de hombres que le seguía, señalando el cerrojo, “La puerta está abierta, padre…” Aurelio los hubiese puesto en su lugar con su dedo todopoderoso y su voz de dios griego, recordándoles que eran hombres y no una panda de plañideras, pero Aurelio no estaba allí, él se había declarado abiertamente intolerante a la verborrea bíblica, con todo el respeto y la honestidad que el cura apreciaba en él, y además, aseguraba que cosas raras se habían visto siempre en la prisión, que si no se había cagado encima la primera vez, no lo haría ahora y que si la mayoría de sus muchachos aseguraba no temerle a ningún hombre vivo, mucho menos deberían de temerle a un hombre muerto. Se había quedado en su escritorio, donde según él, tenía trabajo que hacer, y no había permitido que ninguno de sus muchachos, ni siquiera los que estaban de acuerdo con su postura, se zafara de los sahumerios del cura. Algunos presos tras sus celdas, también aguardaban expectantes y asustados a que la puerta se abriera. Benigno la empujó con la yema de los dedos, sin hacer apenas esfuerzo ni ruido, la habitación estaba oscura y fría, apenas iluminada por la claridad de una pequeña ventana, pero eso era lo normal “…Dios, sálvanos con tu nombre y con tu poder. Barre la maldad de estas piedras con tu aliento purificador. Dios te salve María, llena eres de…” el sacerdote se quedó callado en el umbral de la puerta, podía oír lejano un sonido que lo petrificó, en algún punto indeterminado de esa habitación, o imposible de determinar, un piano tocaba el Minueto de Bach, aquella no era cualquier pieza musical, era su pieza favorita del repertorio que su madre le solía tocar en el piano cuando era niño. Su madre era una diminuta mujer pálida y delgada de aspecto frágil, pero tan obstinada que, según repetía constantemente su padre, jamás se podría ir al infierno porque era capaz de llevarle la contraria al mismísimo Diablo, nada la podía hacer cambiar de idea, ni los mejores argumentos, ni la rabieta más efusiva, ni siquiera las amenazas de una golpiza. Nada. Su padre era un gigante magro, duro como un árbol viejo, que se llevaba todo el día gruñendo sin llegar jamás a morder a nadie, de él había heredado Benigno la parquedad y sobriedad férrea hasta el punto de la tacañería. Y su altura. Éste era el quinto hijo, el tercero nacido vivo y el único varón. Así de obstinada era su madre, quien a pesar de su pobre corpulencia y escaso vigor, ya había decidido que tendría un hijo sacerdote y había sobrevivido, hecha un trémulo manojo de huesos, para ver su sueño cumplido. Su padre había muerto dos años antes de, según el diagnóstico médico, muerte repentina. Sin avisos, sin quejidos, sin razón aparente, como si se le hubiese caído la vida por el agujero de un bolsillo roto, sólo amaneció muerto, sentado en su sillón frente a las ascuas de su chimenea, con los ojos aún abiertos, una taza de té sin acabar y la biblia en la mano. Esto era lo más extraño: era su madre quien siempre leía la biblia, no él. El padre había declarado con orgullo y total convicción a los cuatro vientos, el día en que vio su primer hijo varón, que éste pertenecería al ejército, que sería un hombre de armas, pero que su hijo no sería carne de cañón, sería un oficial que con el tiempo llegaría a general, a comandante o a héroe. Su madre hizo lo mismo, pero sólo la escucharon quienes estaban más cerca: su hijo sería sacerdote. Benigno, inculcado por su padre, toda su infancia y parte de su adolescencia soñó con ser soldado, con manejar armas, con guiar ejércitos, pero nada de eso sirvió al final, en el fondo se su corazón, padre e hijo sabían que eran sólo sueños. “Beni, por Dios ¿Te has peleado otra vez?” El agujero olía a liebre desollada, a ajo y albahaca. La empleada de su casa era la única que le llamaba Beni, su cocina siempre olía así, y también sus manos. A ella recurría cada vez que tenía una riña con otros chicos, a menudo mayores que él debido a su altura, lo que era una o dos veces por semana, los muchachos adoraban las peleas a puñetazos y Benigno era fácil de provocar. La empleada lo limpiaba y le remendaba la ropa para no darle disgustos a su madre, su padre por otra parte, no decía nada, apoyaba las pendencias de su hijo clandestinamente. La causa de las peleas era casi siempre la misma, en ese aspecto, los otros chicos no eran nada creativos: sus hermanas. La belleza de la mayor y el color de piel y cabello, ligeramente más oscuro que el resto de la familia de la del medio, lo que daba pauta para que los muchachos insinuaran que era hija de la empleada, lo que era un embuste descarado, pero siempre válido para generar una buena pelea. “¿Dejarás que te manipulen toda la vida, Benigno?” La voz de Elisa sonó enojada, sonó dentro de su cabeza. La hija del herrero había sido siempre su mejor amiga, de pequeños pasaban días enteros atrapando bichos y luego nadando en el lago, ya de grandes sólo hablaban, paseaban y se besaban a escondidas. Se querían, ella era capaz de controlar su carácter, lo amansaba, le enseñaba que no debía darle importancia a lo que los demás dijeran o pensaran, que sólo lo hacían para enfurecerlo, manipularlo y siempre lo conseguían. Él le prometía que junto a ella no le importaba nada lo que los demás dijeran o pensaran, ella le decía que no podrían estar juntos, porque sus padres no la veían con buenos ojos, él le respondía que si era necesario, huirían juntos, de todo y de todos, ella sólo lo abrazaba y se quedaba con la oreja pegada a su pecho oyendo los latidos de su corazón. El sonido de un cristal estrellándose contra el piso exigió su atención, era su taza de café el día en que le dijeron que en su ausencia de dos días, Elisa y su familia se habían mudado muy lejos, su padre, el herrero, había conseguido una oferta de trabajo en la compañía de ferrocarriles, imposible de rechazar, de hecho, era una oferta estupenda. Mucho tiempo después, ya a punto de convertirse en cura, Benigno se enteraría de que su padre había movido influencias para ello y que la idea había sido de su madre. Nunca más volvió a ver a la muchacha y con el tiempo sólo fue convenciéndose a sí mismo de que no era nadie para contradecir la voluntad de Dios, que ése era el lugar que Éste había elegido para él, y que no había nada que se pudiera hacer. “¿Padre? ¡Padre! ¡Benigno!” Cuando el padre Benigno volvió a la realidad, era sacudido por los hombros por Aurelio que lo miraba alarmado, “¡Y quién diablos es Elisa!”. La botella de agua bendita se había hecho trizas y Josué lo miraba angustiado, con el pebetero en el suelo, estrujándose las manos, como una madre que ve como su hijo se ahoga y es rescatado. Él había dejado todo tirado y partido corriendo a buscar a Aurelio, quien roncaba en su asiento, para que se hiciera cargo de la locura que estaba poseyendo al padre momentáneamente. Benigno no se recuperaba del todo, había vivido todo eso como un vívido sueño que lo había abstraído de la realidad y llevado al pasado sin que hubiese sido capaz de resistirse. Tenía sudor en la frente y lágrimas en los ojos. “Será mejor que se vaya, padre, ha sido suficiente incienso por hoy” le dijo Aurelio, muy en serio, quien había llegado a asustarse al ver señales de locura en los ojos del sacerdote, éste quiso disculparse pero el guardia insistió, “No es una sugerencia, padre.” Nadie había visto ni oído nada raro, el cura por si solo había comenzado a comportarse muy extraño, como un poseído que en su cabeza está en otro lugar y con otras personas. Ahora nadie lograría tranquilizarse después de esto y ninguno de los guardias querría acercarse al Agujero, por miedo a perder la cordura. El sahumerio había resultado un desastre.



León Faras.