martes, 3 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


VII.

A falta de Jacinto, el sacristán, que no se encontraba del todo recuperado moralmente como para acompañar al cura en sus avatares, había sido elegido un voluntario, un preso flaco y viejo de confianza llamado Josué, para cargar con el incensario, indispensable en todo sahumerio “…Aunque ande en valle de sombras de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo…” El padre Benigno pronunciaba su salmo en el momento en que él y su comitiva llegaban frente al “Agujero,” la habitación en la que había muerto el doctor Ballesteros. Cuando el cura se detuvo frente a la puerta, se dio cuenta de que todos los hombres se habían quedado rezagados un par de metros atrás, los miró incrédulo y severo. Josué, parado entre la comitiva y el sacerdote, con el pebetero estático, lo miraba con la devoción del perrito que espera a que el amo le lance las sobras de lo que come. Una mano emergió de entre el grupo de hombres que le seguía, señalando el cerrojo, “La puerta está abierta, padre…” Aurelio los hubiese puesto en su lugar con su dedo todopoderoso y su voz de dios griego, recordándoles que eran hombres y no una panda de plañideras, pero Aurelio no estaba allí, él se había declarado abiertamente intolerante a la verborrea bíblica, con todo el respeto y la honestidad que el cura apreciaba en él, y además, aseguraba que cosas raras se habían visto siempre en la prisión, que si no se había cagado encima la primera vez, no lo haría ahora y que si la mayoría de sus muchachos aseguraba no temerle a ningún hombre vivo, mucho menos deberían de temerle a un hombre muerto. Se había quedado en su escritorio, donde según él, tenía trabajo que hacer, y no había permitido que ninguno de sus muchachos, ni siquiera los que estaban de acuerdo con su postura, se zafara de los sahumerios del cura. Algunos presos tras sus celdas, también aguardaban expectantes y asustados a que la puerta se abriera. Benigno la empujó con la yema de los dedos, sin hacer apenas esfuerzo ni ruido, la habitación estaba oscura y fría, apenas iluminada por la claridad de una pequeña ventana, pero eso era lo normal “…Dios, sálvanos con tu nombre y con tu poder. Barre la maldad de estas piedras con tu aliento purificador. Dios te salve María, llena eres de…” el sacerdote se quedó callado en el umbral de la puerta, podía oír lejano un sonido que lo petrificó, en algún punto indeterminado de esa habitación, o imposible de determinar, un piano tocaba el Minueto de Bach, aquella no era cualquier pieza musical, era su pieza favorita del repertorio que su madre le solía tocar en el piano cuando era niño. Su madre era una diminuta mujer pálida y delgada de aspecto frágil, pero tan obstinada que, según repetía constantemente su padre, jamás se podría ir al infierno porque era capaz de llevarle la contraria al mismísimo Diablo, nada la podía hacer cambiar de idea, ni los mejores argumentos, ni la rabieta más efusiva, ni siquiera las amenazas de una golpiza. Nada. Su padre era un gigante magro, duro como un árbol viejo, que se llevaba todo el día gruñendo sin llegar jamás a morder a nadie, de él había heredado Benigno la parquedad y sobriedad férrea hasta el punto de la tacañería. Y su altura. Éste era el quinto hijo, el tercero nacido vivo y el único varón. Así de obstinada era su madre, quien a pesar de su pobre corpulencia y escaso vigor, ya había decidido que tendría un hijo sacerdote y había sobrevivido, hecha un trémulo manojo de huesos, para ver su sueño cumplido. Su padre había muerto dos años antes de, según el diagnóstico médico, muerte repentina. Sin avisos, sin quejidos, sin razón aparente, como si se le hubiese caído la vida por el agujero de un bolsillo roto, sólo amaneció muerto, sentado en su sillón frente a las ascuas de su chimenea, con los ojos aún abiertos, una taza de té sin acabar y la biblia en la mano. Esto era lo más extraño: era su madre quien siempre leía la biblia, no él. El padre había declarado con orgullo y total convicción a los cuatro vientos, el día en que vio su primer hijo varón, que éste pertenecería al ejército, que sería un hombre de armas, pero que su hijo no sería carne de cañón, sería un oficial que con el tiempo llegaría a general, a comandante o a héroe. Su madre hizo lo mismo, pero sólo la escucharon quienes estaban más cerca: su hijo sería sacerdote. Benigno, inculcado por su padre, toda su infancia y parte de su adolescencia soñó con ser soldado, con manejar armas, con guiar ejércitos, pero nada de eso sirvió al final, en el fondo se su corazón, padre e hijo sabían que eran sólo sueños. “Beni, por Dios ¿Te has peleado otra vez?” El agujero olía a liebre desollada, a ajo y albahaca. La empleada de su casa era la única que le llamaba Beni, su cocina siempre olía así, y también sus manos. A ella recurría cada vez que tenía una riña con otros chicos, a menudo mayores que él debido a su altura, lo que era una o dos veces por semana, los muchachos adoraban las peleas a puñetazos y Benigno era fácil de provocar. La empleada lo limpiaba y le remendaba la ropa para no darle disgustos a su madre, su padre por otra parte, no decía nada, apoyaba las pendencias de su hijo clandestinamente. La causa de las peleas era casi siempre la misma, en ese aspecto, los otros chicos no eran nada creativos: sus hermanas. La belleza de la mayor y el color de piel y cabello, ligeramente más oscuro que el resto de la familia de la del medio, lo que daba pauta para que los muchachos insinuaran que era hija de la empleada, lo que era un embuste descarado, pero siempre válido para generar una buena pelea. “¿Dejarás que te manipulen toda la vida, Benigno?” La voz de Elisa sonó enojada, sonó dentro de su cabeza. La hija del herrero había sido siempre su mejor amiga, de pequeños pasaban días enteros atrapando bichos y luego nadando en el lago, ya de grandes sólo hablaban, paseaban y se besaban a escondidas. Se querían, ella era capaz de controlar su carácter, lo amansaba, le enseñaba que no debía darle importancia a lo que los demás dijeran o pensaran, que sólo lo hacían para enfurecerlo, manipularlo y siempre lo conseguían. Él le prometía que junto a ella no le importaba nada lo que los demás dijeran o pensaran, ella le decía que no podrían estar juntos, porque sus padres no la veían con buenos ojos, él le respondía que si era necesario, huirían juntos, de todo y de todos, ella sólo lo abrazaba y se quedaba con la oreja pegada a su pecho oyendo los latidos de su corazón. El sonido de un cristal estrellándose contra el piso exigió su atención, era su taza de café el día en que le dijeron que en su ausencia de dos días, Elisa y su familia se habían mudado muy lejos, su padre, el herrero, había conseguido una oferta de trabajo en la compañía de ferrocarriles, imposible de rechazar, de hecho, era una oferta estupenda. Mucho tiempo después, ya a punto de convertirse en cura, Benigno se enteraría de que su padre había movido influencias para ello y que la idea había sido de su madre. Nunca más volvió a ver a la muchacha y con el tiempo sólo fue convenciéndose a sí mismo de que no era nadie para contradecir la voluntad de Dios, que ése era el lugar que Éste había elegido para él, y que no había nada que se pudiera hacer. “¿Padre? ¡Padre! ¡Benigno!” Cuando el padre Benigno volvió a la realidad, era sacudido por los hombros por Aurelio que lo miraba alarmado, “¡Y quién diablos es Elisa!”. La botella de agua bendita se había hecho trizas y Josué lo miraba angustiado, con el pebetero en el suelo, estrujándose las manos, como una madre que ve como su hijo se ahoga y es rescatado. Él había dejado todo tirado y partido corriendo a buscar a Aurelio, quien roncaba en su asiento, para que se hiciera cargo de la locura que estaba poseyendo al padre momentáneamente. Benigno no se recuperaba del todo, había vivido todo eso como un vívido sueño que lo había abstraído de la realidad y llevado al pasado sin que hubiese sido capaz de resistirse. Tenía sudor en la frente y lágrimas en los ojos. “Será mejor que se vaya, padre, ha sido suficiente incienso por hoy” le dijo Aurelio, muy en serio, quien había llegado a asustarse al ver señales de locura en los ojos del sacerdote, éste quiso disculparse pero el guardia insistió, “No es una sugerencia, padre.” Nadie había visto ni oído nada raro, el cura por si solo había comenzado a comportarse muy extraño, como un poseído que en su cabeza está en otro lugar y con otras personas. Ahora nadie lograría tranquilizarse después de esto y ninguno de los guardias querría acercarse al Agujero, por miedo a perder la cordura. El sahumerio había resultado un desastre.



León Faras.

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