martes, 31 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


XIII.

Mientras Rupano partía sin siquiera haber almorzado, pero sí con media pieza de pan, un buen trozo de queso y media botella de vino, que Guillermina le preparó para el camino, el padre invitaba al doctor Werner a quedarse a almorzar, quería preguntarle algo que hace tiempo le preocupaba pero no podía hacerlo frente a Elena. Ambos se reunieron en el despacho del cura luego de comer. “No estuvimos a tiempo para ayudar al doctor Ballesteros, pero tal vez estemos a tiempo para ayudar a su hija…” dijo el padre, cogiendo el antiguo diario de Horacio y soltándolo sobre su escritorio, el doctor Werner tomaba asiento sin comprender de qué le hablaba, “¿A qué se refiere, padre? Yo no noté nada raro en ella” El cura se masajeó la cara, pulcramente afeitada, como siempre, “Yo tampoco, doctor, pero eso es precisamente lo que me preocupa. Dígame doctor, ¿Existe la posibilidad de que Elena se vea afectada por alguna de las enfermedades mentales que sufrieron sus padres?” El doctor se rascó la calva mientras meditaba, “Lo cierto es que no conozco ningún antecedente de ningún estado de locura heredado por los padres a sus hijos, aunque es una posibilidad que nadie se atreve a descartar, pues el origen de la locura es un misterio y por lo tanto también sus causas. Hay quienes aseguran que la locura debe de estar ubicada en alguna zona puntual del cerebro y que con sólo ubicar esa zona, puede ser extirpada y curar al paciente, yo no creo eso, yo no creo que el problema esté en la máquina sino en su funcionamiento, si me permite la metáfora, sin embargo, sé de algunos colegas que están investigando el interior de las cabezas de sus pacientes muertos. Espero en Dios que tengan la sensatez de no estar empezando a trabajar con los vivos aún. Pero dígame, ¿Qué es lo que le hace sospechar algo así?” El cura estuvo a punto de decir que no era nada importante, pues al decir verdad, no había nada concreto que le demostrara algún rastro de locura en Elena, pero el doctor lo animó preguntando si aquel diario tenía algo que ver, y así se lo hizo ver, “Sí… lo que ocurre es que, tengo razones para creer que algunos pasajes de este diario están escritos por Elena de su puño y letra, sin embargo ella lo niega tajantemente, como si no lo recordara, aunque, por otro lado, podemos estar equivocados” El doctor sospechaba que había algo más, pues aquello no era suficiente para sospechar nada de nadie, el cura abrió el diario en la página donde conservaba la carta de Elena para comparar la caligrafía “Observe esto, el parecido es evidente” El doctor estiró la cara subiendo las cejas y bajando la boca, poco convencido. Era verdad, el parecido era evidente, pero aún no veía rastros de locura por ninguna parte. El sacerdote insistió, “El contenido de esos párrafos es impúdico e inmoral en extremo, y nada tienen que ver con la persona que los escribió” “Pero padre, si la inmoralidad fuese sinónimo de locura, todos seríamos catalogados de locos en algún momento, usted debe saberlo mejor que nadie” Respondió el doctor lo más amable que pudo, el sacerdote se dejó caer en el respaldo de su silla respirando hondo, aquello era cierto. El doctor continuó, “Tal vez lo escribió siendo una jovencita como parte de una broma para escandalizar a sus padres, y luego por supuesto que lo negó. Los jóvenes a menudo hacen eso, experimentar con lo que la sociedad califica de obsceno e inmoral es parte del desarrollo y el aprendizaje” Al sacerdote no le quedó más que dejarse convencer, era posible que Elena no fuera la muchacha que él pensaba después de todo. El doctor Werner concluyó, “A mí me pareció una señorita muy amable y educada, no creo que tenga nada de qué preocuparse” “Tal vez tenga razón…” admitió el cura.

En el vagón del tren estancado, la gente se divertía como podía para matar las horas de espera. Úrsula se hizo amiga muy rápidamente de un señor muy simpático de nombre Dionisio Rossi, un hombre de cincuenta años, con abundante cabellera y unos mostachos muy bien cuidados que provocaron la envidia instantánea del doctor Cifuentes. Dionisio junto con su hermano Regino, con el que pretendía reunirse en la ciudad, eran constructores de Mausoleos que viajaban constantemente de un cementerio a otro, trabajando para las familias más acaudaladas a las que les encantaba las edificaciones mortuorias como mansiones en miniatura con esculturas de ángeles entristecidos en la entrada o estatuas de la mismísima virgen María implorándole a los cielos por el alma de sus difuntos y ellos les daban exactamente lo que necesitaban. Era un constructor de casas sólidas y lujosas pero para muertos, un negocio que a Úrsula jamás se le hubiese ocurrido. Era un hombre muy agradable al que no dudaron en invitar a unirse a ellos cuando Rupano apareciera a buscarlos, lo que Dionisio aceptó encantado y más que agradecido. Aquel llegó cuando aún quedaban un par de horas de luz, llegarían de noche al pueblo, pero al menos dormirían en sus camas. “Así que es usted el nuevo doctor, conocí al antiguo personalmente, el doctor Ballesteros, yo y mi hermano hicimos el mausoleo de su familia, una construcción preciosa, estilo clásico. Hace muy poco me enteré de su muerte, incluso decía la gente que lo habían matado en prisión o algo así, ¡la gente habla cada cosa! Pero bueno, lo que sí me consta es que no fue enterrado en el mausoleo que hicimos para él y su familia, ¡Quién sabe por qué!” Dionisio era un auténtico parlanchín y tanto a Úrsula como al doctor Cifuentes, no le quedaba más que asentir una y otra vez sin apenas poder decir nada, aunque era un hombre al que no daba trabajo escuchar. “En mi trabajo pueden suceder todo tipo de cosas extrañas, ¡si yo les contara, seguro no me creerían!, sin embargo, a riesgo de que me consideren un embustero, les contaré una anécdota a propósito del mausoleo de la familia Ballesteros, que nos ocurrió hace hará un par de meses: ¿Recuerdan ustedes el aguacero que cayó hace un tiempo? Pues no sé cómo fue para ustedes, pero para nosotros en la ciudad parecía un auténtico diluvio que no paraba ni un segundo y cada vez que parecía que lo iba a hacer, se reanudaba con más ganas. Aquella vez, el terreno se ablandó tanto que terminó cediendo y resquebrajando parte de una de las paredes y el mármol de la tumba de la esposa del doctor Ballesteros, muerta hace mucho años…” En aquella oportunidad, Dionisio y su hermano se vieron obligados a acudir para hacer las reparaciones necesarias, cambiar la losa de mármol y volver a sellar la tumba de Diana, cuando lo hicieron, se encontraron con el hallazgo más inesperado. Al principio no fue más que una gran sorpresa, pero luego, mientras más lo pensaban, más extraño se hacía. “¿Qué encontraron?” preguntó Úrsula profundamente interesada en la historia, Dionisio los miraba haciéndose el interesante, “Los restos de un recién nacido…” Soltó con total ceremonia, pues esa era la parte más importante de su narración, “…Era una de esas situaciones a las que, mientras más se le busca explicación, más complicada se pone, porque ¿Cómo había llegado un bebé allí sin que nadie se diera cuenta o para qué? Tal como les digo, era inverosímil, pero allí estaba” Úrsula y el doctor se miraron incrédulos, lo más seguro era que el simpático de Dionisio les estuviera jugando una broma para amenizar el viaje, Rupano también le echaba vistazos de desconfianza por encima del hombro, Dionisio en cambio continuaba muy serio, “Eso no fue todo, porque luego Regino, mi hermano, me dice que el cajón tiene un agujero a los pies, un agujero redondo por el que cabía todo el brazo de un hombre, ¿Sabe lo que hicimos? Retiramos los restos del bebé, pusimos la losa nueva y nos olvidamos del asunto” Ya había oscurecido, los viajeros se habían cubierto con mantas y sólo se iluminaban con el par de faroles que llevaba la carreta de Rupano, “¿Y qué hicieron con los restos de aquel neonato?” preguntó el doctor como parte del juego, Dionisio respondió en el acto, “Se los dimos al único hombre que se presentó ese día, un antiguo amigo de la familia Ballesteros y de la difunta, un señor refinado e importante, ya saben. Nosotros ya estábamos pensando qué hacer con él, buscarle una sepultura o un lugar en la fosa común, o algo, pero este señor nos dijo que él se encargaría, y que prefería no comentarle nada a la familia. Yo la verdad, le encontré toda la razón, las damas de la alta sociedad se escandalizan por cualquier cosa y luego la agarran con cualquiera, hasta con nosotros. Un peso que nos quitó de encima” Concluyó Dionisio.



León Faras.

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