domingo, 8 de marzo de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


VIII.

“Hay algo muy importante para mí de lo que me gustaría hablarle, padre…” Comenzó diciendo el doctor Cifuentes, parado frente al escritorio del cura con el sombrero en las manos, con la actitud de un empleado que pretende conseguir un aumento de su salario, el padre lo miró cansado, parecía haber envejecido de pronto, como si algo o alguien le hubiese chupado parte de su energía vital, “¿Es por lo de usted y Úrsula, verdad?” A Cifuentes se le despegaron las cejas y se le aflojó la mandíbula, había estado practicando mentalmente por varios días y sus noches sobre cuál era la mejor forma de hablarle al sacerdote sobre su intención de casarse con Úrsula y ahora resultaba que él estaba al tanto de todo. El sacerdote adivinó la sorpresa en el rostro del doctor, “Guillermina me comentó el asunto…” explicó resignado, como quien se ve obligado a enterarse de cosas que en realidad no le incumben, “…ya sabe cómo es ella, y debo decir que me parece bien que consideren el sagrado sacramento del matrimonio antes de comenzar con una relación fuera de los mandatos de Dios… dígame, ¿Ya hablaron con sus padres?” Debía suponer que Guillermina no le había mencionado nada al cura sobre el embarazo, que por cierto, ya era un hecho médicamente comprobado. Era increíble lo fácil que le estaba resultando esto, “No, padre, aún no, pero tenemos planeado un viaje a casa de sus padres para esta misma tarde…” El cura se puso de pie con un esfuerzo mal disimulado, “Entonces podremos preparar todo para celebrar la ceremonia dentro de un par de meses” “Pensábamos casarnos dentro de dos semanas, si todos están de acuerdo, por supuesto” sugirió el doctor, inocente, el padre lo miró con un dejo de severa suspicacia, pero pronto su mirada de suavizó, como si hubiese sido incapaz de sostenerla, “Supongo que estará bien…” respondió el cura, saliendo de la habitación con un andar cansino.

Lucila estaba encantada, no sólo por el cambio de su hija que se veía radiante de felicidad y más madura que nunca, sino que también porque su yerno sería un médico. Ismael por su parte le restaba importancia a esto último, médico o no, le preocupaba que no se estuvieran aprovechando de su hija. Rupano fue a dejar a la pareja, donde, luego de un vaso de borgoña frío, se volvió. Allí el doctor tenía el terreno allanado, porque lo del embarazo no era ningún secreto, Úrsula no había tardado en confesárselo a su madre, lo que ésta ya sospechaba desde hacía días atrás, y entre ambas se habían encargado de suavizar la noticia para que el padre la tomara de la mejor forma. Al principio Ismael había pensado en retirar a su hija de inmediato de ese trabajo, el cual siempre le pareció una pésima idea, pero luego de enterarse de las intenciones del doctor de casarse con su hija, poco a poco había ido aceptando la idea, aunque con toda la precaución del mundo. Su hijo, Ismael Segundo, también lo veía todo desde cierta distancia y con recelo, no muy seguro aún de que si debía estrecharle la mano al doctor o golpearlo en la nariz. Dos semanas era un plazo de tiempo muy poco cristiano para organizar una boda, todo el mundo sospecharía lo del embarazo y las sospechas no tardarían en confirmarse, pero era mejor eso a esperar más tiempo y que la novia llegara al altar con una barriga indisimulable o una criatura en brazos, lo que era mucho menos ortodoxo, por lo que todos estuvieron de acuerdo. El siguiente paso era un poco más delicado para el doctor Cifuentes, presentar a Úrsula a su familia y hablarle a ésta del embarazo y de la boda. Ya les había mandado un telegrama para informarles que tomarían el tren a primera hora de la mañana. Antes de irse, Lucila acompañó a su hija a coger algo de ropa a su habitación y algunos artículos personales, el cuarto de Úrsula lucía renovado, los muebles habían cobrado vida otra vez con la habilidad del padre para la mueblería y las paredes se veían nuevas, repasadas una y otra vez con pintura de cal. Un ligero olor como a papel quemado se sintió en ese momento en la habitación, pero aquello no llamó la atención de las mujeres, un olor como ese podía venir de cualquier parte, de la cocina, del horno del patio o de cualquiera de los vecinos que quemaban cosas de forma habitual, sin embargo, antes de salir del cuarto de la muchacha, Lucila vio algo que llamó su atención y ensombreció su ánimo y su rostro, el que disimuló rápidamente para que su hija no se llevara una preocupación más, sin embargo, no le ocultó su preocupación a su marido. En cuanto Úrsula se fue, volvieron a la habitación de la muchacha, el olor a papel quemado era más intenso, Lucila señaló la pared, “¿Qué vamos a hacer, Ismael?” preguntó con el rostro contraído, aquel y su hijo, que llegaba más atrás, se miraron: la imagen de la Virgen de Lourdes lucía la marca negra de una cruz perfectamente dibujada en medio que se consumía en el papel, y que aún soltaba un ligero cordón de humo azulado. Bajo ésta, la pared lucía la misma marca de la cruz de madera ardiendo dentro del muro, “Trae el martillo y un cincel, hay que llevársela al cura, él sabrá qué hacer”

Encerradas en su cuarto, donde nadie les pudiera oír, Clarita le contó paso a paso y con el mismo tono de macabra clandestinidad con el que Gracia se lo había contado a ella, todo lo que había visto en la iglesia el día que a Cristo le rompieron los brazos, Elena lo escuchó con total atención, pero quedándose al final con la sensación de que parte de esa historia, ya la había oído antes, o una muy similar y se esforzaba por recordar más detalles de esa historia, la niña la miró boquiabierta, ¿dónde podía haber escuchado una historia semejante? pero la pregunta no era dónde, sino cuándo. “Era sólo una niña como tú, o tal vez algo más pequeña. Mi madre estaba enferma y solía comportarse diferente, como si jugara a ser otras personas pero pensando que las era en verdad…” Elena trataba de explicarse lo mejor posible para que Clarita comprendiera, ésta asentía sin apenas pestañear “…había una que a mí me daba mucho miedo, porque era la que más gritaba. No recuerdo su nombre, pero se parecía mucho a la de tu historia…” Elena no quiso entrar en más detalles de lo que recordaba frente a Clarita, que ya tenía suficiente con lo que su hermana le había narrado, pero lo cierto es que recordaba esos episodios de locura de su madre, los últimos antes de que muriera, como los peores, y en ellos aparecía con frecuencia la mujer que clamaba que sería quemada viva, que la pira estaba encendida para ella y para el hijo que llevaba en sus entrañas y que ambos eran inocentes cuya sangre no debía ser derramada así. Que la atrocidad y el horror se podían acallar pero no quemar. Elena no recordaba las palabras exactas, era sólo una niña que corría a esconderse cuando su madre tenía sus terribles ataques de locura, pero si recordaba las amenazas que ésta impartía sin piedad entre alaridos de dolor por el fuego que sólo ella podía ver y sentir y que ningún tratamiento médico podía calmar. Elena tuvo una idea en ese momento, tuvo sus dudas pero tal vez valdría la pena: su padre dejaba constancia escrita de casi todo, tal vez entre sus documentos encontraría algo sobre esa mujer.



León Faras.

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