XII.
Elena
cruzaba el centro del pueblo rumbo a la casa del doctor Cifuentes, estaba
convencida de que en los viejos papeles de su padre, estarían los recuerdos de
los peores días de su madre y las apariciones de esa mujer que aseguraba ser
quemada viva y con su hijo en el vientre. Iba con paso firme cuando la detuvo
la espigada e inconfundible silueta negra del padre Benigno, quien paseaba
acompañado de otro hombre cuya figura, también se le hizo muy familiar al
instante. Aquel hombre no había cambiado nada en años, parecía que incluso ese
ceñido y grueso traje granate era el mismo de cuando ella era niña, del resto,
la barba y los ateojitos, eran inconfundibles, no podía estar tan equivocada.
Se plantó en frente de ambos señores que caminaban de vuelta desde la prisión.
El sacerdote vio a la muchacha y se detuvo, ésta no le quitaba los ojos de
encima al psiquiatra, escarbando en los recuerdos de su infancia el nombre de
éste, para estar completamente segura, pero no fue necesario escarbar
demasiado, pues el cura sació su evidente interés presentándole al doctor,
“Elena, que gusto verte. Te presento al doctor Darwin Werner, psiquiatra del
sanatorio de San Benito” El doctor se sintió tan incómodo y presionado bajo la
intensa mirada de la joven, que debió preguntar si se conocían de antes al
momento de estrecharle la mano, Elena respondió que sí, sin dejar de mirarlo,
pero que era poco probable que él la recordara, “…Era yo apenas una niña, usted
atendía a mi madre, Diana Ballesteros” El doctor la recordó inmediatamente,
“¡Oh, pero si es usted la hija del doctor Ballesteros!” Al instante el doctor
pasó de la alegría a la congoja, “Por favor, reciba mis condolencias, señorita
Ballesteros, recién ahora me entero de la lamentable muerte de su padre, un
gran hombre, sin duda, un gran hombre” “Me sorprende mucho verlo, ¿Qué está
haciendo aquí?” preguntó la chica, el doctor nuevamente debió poner cara de
circunstancia para justificarse, “Pues, tenía la intención de ayudar a su padre
en lo que pudiera, al menos, darle una estancia más cómoda y hacer lo más
llevadera su situación, pero lamentablemente no llegué a tiempo. No sabe cuánto
lo siento” Elena aceptó las disculpas, la muerte de su padre había sido
precipitada para todos, “Doctor, ¿Tendrá usted algunos minutos que darme? Me
gustaría hacerle un par de preguntas, tengo algunos recuerdos de mi madre que
me gustaría mucho aclarar” El doctor era un hombre dispuesto, el sacerdote
ofreció su casa para hablar con más comodidad.
Para
Guillermina, ver entrar a Elena en su casa le cayó como un golpe en la nariz,
no dijo nada, pero la miró con un desprecio infinito debido a todo lo que le
había contado Gumurria sobre ella, y además porque el doctor de nombre raro la
trataba con toda atención, “Esa chiquilla no tiene vergüenza” se dijo a sí
misma, al tiempo que iba a la cocina a ver sus ollas. La muchacha no le hizo
gran caso, Guillermina era así, exteriorizaba a veces sus emociones sin ningún
disimulo esperando la reacción de la gente. Se sentaron en el comedor. “Bueno,
la enfermedad de tu madre era muy particular, tanto que yo no he vuelto nunca a
ver algo parecido. El caso de tu madre es conocido como posesión” “¿Posesión,
dice?” Preguntó el cura, sorprendido. Guillermina prestaba oídos desde la
cocina mientras pelaba papas. El doctor Werner continuó con una sonrisa
incómoda, “Sí, pero no la idea de posesión que usted cree, padre, es lo que
algunos preferimos llamar “personalidades múltiples” que es cuando el sujeto
asegura ser otra persona, con ideas propias, una historia convincente e incluso
aseguran llamarse diferente. Unos pueden ser amables y educados, mientras otros
son groseros y violentos. Realmente de los casos más raros con los que uno
puede encontrarse” “¿Y cómo puede ayudar a alguien así?” preguntó el cura,
interesado. El doctor se quitó los anteojos para limpiarlos, “Me temo que no había
mucho que se pudiera hacer, todos mis intentos fracasaron, al final, sólo
quedaban dos caminos: los bestiales tratamientos experimentales, debo decir, a
los que por suerte el doctor Ballesteros, atendiendo mis consejos, se negó, y
la fe. El antiguo sacerdote vino y entregó su alma rezando el rosario, pero no
le fue mejor que a mí. El propio doctor Ballesteros estuvo dispuesto a ponerse
de rodillas y rezar si eso ayudaba a su joven esposa, pero de nada sirvió”
Concluyó Werner con pesadumbre “De haber logrado algo, las ideas de Horacio con
respecto a la iglesia hubiesen sido muy diferentes” Meditó el sacerdote en voz
baja. El día que él llegó al pueblo, el anterior sacerdote, el padre Juan Tadeo,
era cuidado por las Hermanas de la Resignación en su convento. Era un hombre
maduro, pero no un anciano, sin embargo cuando Benigno lo vio por primera vez,
tuvo la impresión de que era mucho mayor, había adelgazado dramáticamente
mientras su sangre se diluía en sus venas, chupándole la energía hasta
consumirlo como a una vela. Mantenía noche y día la biblia apretada contra su
pecho, decía que podía morir en paz mientras estuviera sujeto a su biblia. Si
sentía algún dolor, no lo demostraba. Su pulso era cada día más débil hasta que
finalmente se apagó, el padre Juan murió en paz, en silencio, sin apenas hacer
ruido. “Recuerdo de niña oír a mi madre gritar que la iban a quemar…” comentó
la muchacha como una anécdota, el doctor Werner también la recordaba, “¡Ah, esa
era Oriana!” “¿Quién?” respondieron Elena y el cura casi al unísono,
Guillermina también prestaba oídos desde la cocina, la conversación se ponía de
lo más interesante. El doctor Werner continuó con tono solemne, como quien
narra una antigua leyenda, “Oriana era el nombre de una de las personalidades
más recurrentes que adoptaba Diana, se trataba de una mujer joven que
proclamaba que sería injustamente quemada viva y además estando embarazada, por
lo que gritaba tanto por ella como por su bebé. La recuerdo bien, porque, hay
un hecho insólito y sin precedentes que llamó profundamente mi atención…” hizo
una pausa sólo para crear tensión, “…Sin tener yo intenciones de indagar en
nada, me encontré por casualidad con unos documentos antiguos en los que
estaban registrados los nombres de los últimos desdichados sometidos a los
horribles tormentos por motivos supersticiosos, religiosos o paganos y también
los condenados a muerte, en la lista de estos últimos, sólo figuraba uno, el
nombre de una mujer, curiosamente aquella también se llamaba Oriana y por increíble
que parezca, por lo que se podía deducir, era una mujer joven que estaba
condenada a ser quemada viva en la hoguera, acusada de llevar al hijo del
Diablo en su vientre…” “Dios mío…” se lamentó el cura, “…cuánta sangre inocente
derramada” el doctor concluyó su historia mientras Guillermina, en la cocina,
comprobaba con espanto que se le había pasado la hora y todavía no tenía listo
el almuerzo, “Así es, padre, al parecer la mitad de la acusación se
fundamentaba en una rara condición que tenía Oriana, muy rara, pero que nada
tiene que ver con el diablo: Heterocromía” Elena no conocía el concepto, el
sacerdote se lo aclaró, “Es cuando una persona tiene los ojos de diferente
color” “Por Dios …” dijo la muchacha, recordando la historia contada por
Gracia. En ese momento golpearon la puerta, un muchacho desaliñado y sudoroso
traía una nota para el cura, era del doctor Cifuentes que necesitaba ser
rescatado por Rupano.
León Faras.
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