sábado, 24 de septiembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXI.



El tabernero, un hombre al que ya habían visto antes, con una amplia calvicie rodeada por una mata de pelo tan negro como el carbón acabada a ambos lados en un par de robustas patillas, y al que todos llamaban Mozi, miró a Emmer con el ceño apretado y la mandíbula floja como si estuviera frente a alguien que no tiene ni la más remota idea de lo imbécil que es. Aquel tipo, que sonreía confiado como quien sabe perfectamente lo que hace, quería que les diera de cenar y además un techo donde pasar la noche, a cambio de un puñado de monedas rimorianas, que en Rimos podían ser suficientes para lo que quisiera, pero en Bosgos apenas alcanzaba para pagar la cena y sin incluir las bebidas, el otro, en cambio, que parecía más enterado mirando a su amigo con cara de “Te lo dije…” le ofreció su caballo como pago, pero Mozi se negó meneando la cabeza y haciendo un puchero. Sin decir palabra, pues era un hombre de muy pocas palabras, casi inexistentes, lo que él consideraba muy conveniente en su oficio, señaló el cuchillo que Janzo llevaba al cinto, el fino cuchillo de un príncipe cizariano, y aunque valía más que la poco atractiva pero nutritiva mazamorra verdosa bañada en grasa de cerdo y chicharrones que el tabernero ofrecía aquel día como plato principal, con sus tortillas de cebada para untar y las jarras de cerveza que la acompañaba, Janzo se lo dio sin chistar, pues a él ya no le interesaba ser príncipe de nada y el elegante cuchillo no hacía más que delatarlo. El tabernero hizo una mueca parecida a la sonrisa de un muerto y Emmer se guardó las monedas, ofendido. Las cervezas llegaron traídas por una jovencita regordeta que no paraba de sonreírle a ambos, mordiéndose el labio inferior con una coquetería tan descarada que podía descolocar al más osado, y que continuó con lascivas miradas desde un rincón, luego de que la muchacha regresara a su puesto tras la barra. Los hombres estaban desconcertados, la chica no parecía prostituta y el local desde luego no era un lupanar, además de que ellos mismos estaban tan sudorosos y desaliñados luego del viaje que ya de por sí era raro que llamaran la atención de alguna mujer. Cuando Mozi llegó con los platos, le preguntaron quién era aquella señorita tan sonriente, el tabernero le echó un vistazo a la muchacha, quien se comportaba como la dama más recatada cuando él la estaba mirando, y se inclinó sobre la mesa de sus huéspedes con gesto hostil, “Es Nina, mi hija ¿Por qué?” Emmer y Janzo se miraron y al mismo tiempo lo recordaron como uno de los hombres que discutían por sus hijos al llegar a Bosgos, y de inmediato pudieron cambiar el tono de su pregunta, “¡Ah, entonces la pudo encontrar y está bien!” Celebró Janzo, Mozi se enderezó entonces, más relajado al reconocer sus rostros, “¡Y por los pelos! Ese viejo sucio está de vuelta, ¡Y la tenía atada dentro de su cabaña! De no haber llegado a tiempo…” Mozi sintió de pronto que ya había hablado demasiado y que debía seguir con su trabajo, “Hay que mandarlo de vuelta, nadie está seguro con él aquí” Concluyó.



Teté no sabía qué hacer. Con el trabajo que le habían impuesto de hacerse cargo de una princesa recién nacida, de cuya salud y bienestar dependía su vida, según ella; apenas instalándose en un lugar extraño y lleno de gente que no conocía, y en el que aún no estaba segura ni siquiera de dónde debía hacer sus necesidades fisiológicas, qué haría con la pequeña Rubi, porque no estaba en su casa donde podría acogerla con toda libertad, ni tan solo tenía una propia, y aún no le habían dicho si podía recibir visitas o tener mascota, aunque estaba bastante segura de que no se lo permitirían. Para cuando emergió de esa avalancha de dudas y preocupaciones que ella misma se imponía a menudo, Dana la miraba entre sorprendida y admirada, “Debiste de ser muy joven cuando diste a luz. Es una suerte que hayas sobrevivido…” Teté quería explicar que ni siquiera había estado con un hombre todavía y que después de lo visto con la princesa Delia, le había cogido tirria a los partos, pero solo salieron balbuceos de su boca antes de que la mujer la volviera a interrumpir, “Está bien. Cuando te vi llegar pensé que serías una chiquilla a la que habría que explicarle todo, pero ya veo que hasta tienes experiencia” Sí, tenía experiencia con niños, sobre todo con los revoltosos, pero casi nada con bebés y solo esperaba aprender algo de las nodrizas de Falena. Dana continuó, mientras se despedían secamente del abuelo ese al que ninguna de las dos conocía de nada y reanudaban su camino, “Tranquilízate, si es tu hija puedes llevarla contigo, pero tendrán que compartirlo todo, incluyendo la comida, porque no recibirás nada más y tu primera obligación seguirá siendo la bebé. Por ella estás aquí.Si Dana podía aceptar la presencia de Rubi con tal facilidad, Teté se sentía aliviada de no tener que rechazarla; conocía a esa niña y sabía que su especialidad era la de pasar inadvertida y no estorbar y a veces incluso hasta podía ser útil, por lo que la cogió de la mano y se la llevó con ella a donde vivía, tal como la pequeña esperaba. Mientras andaban, la muchacha no podía entender cómo esa niña tan pequeña se había atrevido a salir de Rimos a buscarla ella sola, o ayudada por desconocidos, y es que la determinación era una cualidad de la que Teté carecía casi por completo, y por ello no la podía comprender, y mientras algunas personas podían coger un objetivo y avanzar hacia él sin distraerse ni perderlo de vista hasta alcanzarlo, tardase lo que tardase, ella era de las personas que solo podían ver con miedo la incertidumbre de la vida y la fragilidad de todas las cosas, en especial de las buenas, dejándose llevar por su entorno, mucho más grande y poderoso que ella, y engordado de pequeños y grandes temores en el que cualquier cosa que pudiera desear se desvanecía rápidamente en la bruma de sus dudas, como un náufrago que no importa cuanto reme, siempre siente que la corriente lo está alejando de cualquier costa en vez de acercarlo, mientras sufre viendo cómo sus provisiones se agotan.



Éscar, el instructor cizariano, era un hombre de unos cincuenta años, de cabello gris, corpulento aunque no obeso, y con el ojo izquierdo totalmente nublado, como si le hubiese caído un chorrito de crema de leche dentro, bajo la cual, su pupila se movía como un barco fantasma atrapado en la niebla, lo que provocaba respeto instantáneo mezclado con un poco de temor instintivo en los novatos, excepto en Demirel, quien no parecía impresionado por un ojo con catarata, manteniendo una obstinada actitud marcial en todo momento, incluso mientras descansaba, una obediencia absoluta por sus superiores y una total inmunidad a las burlas de estos o de sus compañeros, en su mayoría, unos palurdos más verdes que él, que creían que ser soldado era vestir una armadura brillante y andar con una espada para todas partes impresionando a las chicas. Apenas lo vio, Éscar le impuso que no comería nada ese día ni ningún otro hasta que él se lo ordenara porque estaba muy gordo para ser soldado, y tuvo que repetir la orden porque el chico se mantuvo tan impasible, que parecía que estaba con la cabeza en las nubes y no había atendido nada, pero no, solo estaba haciendo alarde de su impecable disciplina que le impedía mover un músculo mientras su instructor le estaba hablando. Éscar comprobó sin sorpresa al final de la jornada, que el muchacho no se había llevado a la boca nada más que agua ese día, sin haberse quejado ni una sola vez, y que mientras todos cenaban, él estaba sentado a la mesa recto y orgulloso sin prestarle atención a la sopa de vísceras con avena que los demás tragaban sin entusiasmo. Le agradaba el muchacho, tenía vocación, pero como todos, él también sabía que el chico había ingresado por orden directa del general Fagnar, y no le gustaban los que partían con ventaja, aunque siendo honesto, Demirel jamás hubiese sido aceptado de otra manera.


León Faras.



jueves, 15 de septiembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XX.



¡Vamos, mujer! Solo será por un momento, volveremos antes de que te des cuenta…” Insistía Pidras con un forzado gesto suplicante, “La gente no vendrá al negocio hasta que termine el espectáculo…” Argumentaba Chad, gesticulando elocuentemente para sonar convincente, “La chica ha trabajado duro, Gris… dale un respiro.” Agregaba Gorman, con tono indiferente y los hombros encogidos. Grisélida, en cambio, no comprendía en qué momento todos ellos se habían vuelto aliados de Nazli, la chica nueva, y se agrupaban para defender sus propósitos, “Ya terminé con toda la limpieza, y te prometo que regresaré antes de que el público de la Rueda comience a llegar… ¡Solo será por un rato!” Rogaba la muchacha, consciente del corazón noble de la mujer, debajo de esa cáscara dura y el semblante permanentemente fastidiado que la caracterizaba, “¿Acaso no sabes qué clase de mujeres que van a ese lugar? ¿Quieres ser tú una de ellas?” Replicó Grisélida, muy poco convencida con la idea. Nazli era como una colegiala que deseaba con afán ir al baile, “¡Lo sé! Pero seré discreta, solo quiero ver al nuevo campeón del que tanto hablan…” “Se te hiela la sangre en las venas cuando ves como sus heridas se encostran sin soltar una sola gota de sangre” Aseguró Pidras, arrugando el rostro y apretando los dientes, como si sintiera un escalofrío, “Ese viejo es de otro mundo…” Corroboró Chad, asintiendo emocionado como un fanático refiriéndose a su estrella favorita, “Vamos, Grisélida, sabes que sé cuidarme bien, además, los chicos me acompañarán” Rogó una vez más Nazli, “No le quitaremos los ojos de encima” Aseguró uno, “Te la traeremos de vuelta sana y salva” Afirmó el otro. La mujer los miró a ambos con ojos pequeños pero intensos, los mismos que usaba para soltar amenazas y juramentos, “Saben muy bien lo que pienso de ese circo de sangre e insultos y que solo lo bendigo por la clientela que nos provee, pero, aunque les cueste creerlo, yo también fui joven, y también quise ver por mí misma algunas cosas que no debía…” Y luego dirigiéndose a Nazli, añadió “Sé que no soy tu madre pero soy tu jefa, así que ve y sacia tu curiosidad, pero si no regresas para cuando el aceite de Gorman comience a hervir, te quedarás sin cena, lo juroLos tres se fueron de inmediato con la intención de volver lo antes posible, pues a la chica en realidad, no le interesaba el espectáculo para nada, pues ya había visto suficiente sangre y muerte en su vida como para sentir curiosidad por algo así, cosa que Chad ya había comenzado a sospechar, pero sí por saber quién era el inmortal de Rimos que al igual que ella, había logrado sobrevivir.



Gan era un hombre precavido y le gustaba pensar que también astuto. Se instaló con su asno, ya liberado de cargas y amarres, en un claro a la orilla del camino, unos pocos kilómetros antes de llegar a Bosgos. Comenzó por despellejar algunas ratas con la cabeza machacada a palos que sorprendió medio ahogadas por la inundación en las afueras de Cízarin, y que pensaba comer esa misma noche de no haber sido por su encuentro con Qrima, porque, y aunque no era la primera vez que lo hacía, le costaba un poco admitir que comía ratas de vez en cuando. Luego, y con sus manos embadurnadas de sangre y otros fluidos, se dispuso a encender una esbelta fogata antes de que la oscuridad fuese total, confiando en que la sangre de rata evitaría que una simple chispa sobre sus manos lo convirtiera en una bola de fuego y acabara incinerado por completo como los otros. Ninguna chispa lo tocó esa noche. Empezó a asarlas sin apuro mientras mordisqueaba los tallos de una planta silvestre similar al hinojo que halló por el camino, cuando oyó el andar quedo de al menos un par de hombres, tal vez más, que se acercaban totalmente a oscuras y en silencio. Debieron ver su cara de profunda desconfianza a la luz de la fogata, porque los hombres, que en realidad eran dos y un asno llamado “Cantinero” se acercaron enseñando la palma de una mano y sonriendo con humildad, en señal de buena fe, “Que los dioses hayan bendecido tu jornada y vigilen tu descanso, viajero ¿Nos permites compartir tu fuego?” Saludó el más viejo. De inmediato, el pequeño campamento de Gan se vio invadido por media docena de perros que lo registraron y lo olisquearon todo sin miramientos, como los matones contratados por un mafioso para intimidar a los comerciantes, mientras un mastín especialmente grande, se plantaba delante de Gan mirándolo amenazante hacia abajo, como el matón encargado de negociar y evitar que el dueño del negocio haga algo estúpido. Su dueño le gritó una vez, pero debió repetir la orden para que el animal obedeciera y dejara en paz a su anfitrión, aunque con poco entusiasmo. Gan sonrió sin ganas, como se suele hacer ante las visitas indeseadas a las que no se les puede correr, pero su buen ánimo volvió cuando el viejo se sentó a su lado y compartió con él su pellejo de vino, “Mi nombre es Barros, sí, así me llamaron de crío y ese fue el único nombre que conocí…” Se presentó y justificó el viejo, “Él es mi hijo, Petro…” Añadió, señalando al otro, quien se encargaba de descargar y liberar a Cantinero para que paciera a gusto junto al asno de Gan, luego le echó un vistazo a la triste cena de este: una tríada de gordas ratas empaladas asándose a fuego lento, “¡Ah, benditas ratas! El creador las puso en el mundo para que el hombre jamás padeciera hambre, ¿verdad?” Petro se acercaba en ese momento con una suculenta gallina silvestre con el cogote roto atrapada esa misma tarde, Barros la señaló con orgullo, “¿Qué le parece si compartimos sus ratas mientras esta pájara esta lista para comerla?” Le ofreció el viejo y Gan no se pudo negar. La verdad era que Gan no conocía de nada a esos hombres, pero por su aspecto y su hablar le pareció gente de confianza, de los que no tenían ningún interés en robarle o asesinarlo a uno mientras dormía. Gan se consideraba un hombre astuto, y le gustaba pensar que su criterio era lo bastante acertado a la hora de juzgar a las personas que apenas conocía, y al menos en esta oportunidad, consideraba que no se equivocaba con esos hombres. Entrada ya la noche, apenas habían comenzado a disfrutar de la carne del ave, cuando los asnos comenzaron a rebuznar escandalosamente, tanto como para imaginar que estaban siendo atacados por una serpiente o espantados por un espectro del Bosque Muerto, los hombres se pusieron de pie de un brinco, machetes y palos en mano, Gan con un trozo de carne a medio masticar en la boca que tuvo que obligarse a tragar por el apuro; los perros también despertaron y se voltearon a ver, pero ninguno se molestó en ladrar siquiera, ni ellos ni sus amos podían hacer algo, solo quedarse mirando con la expresión congelada entre el alivio, la incredulidad y la desilusión. No había ningún peligro al que enfrentarse, era solo que el burro de Gan en realidad era una burra, cosa que este nunca se molestó en definir, y la burra junto con Cantinero, al verse ambos libres y juntos, se dejaron llevar por sus instintos más básicos y acabaron fornicando en la penumbra.


León Faras.



miércoles, 7 de septiembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XIX.



Gilda no estaba dispuesta a esperar a que su hermano le devolviera su carreta para continuar con su trabajo, por lo que, lo primero que hizo apenas este se fue, fue buscar un carpintero para que desarmara el hermoso carruaje que Qrima le dejó, se quedara con la fina madera con la que estaba construido y a ella le dejara una sencilla carreta con la que poder trabajar y transportarse. El carpintero, encantado se llevó el coche a su taller, pues este no tenía desperdicio alguno y todo en él era de primera calidad, desde los ensambles hasta los tapices, y para la mujer, le armó una carreta de segunda mano con los repuestos que apilaba en su negocio, la que no valía ni la mitad de lo que valía el carruaje, ni en estructura ni en materiales, pero que podía garantizar que estaba bien construida, como todo lo que él hacía y que cubriría perfectamente las necesidades de la mujer por varios años sin ningún problema. Gilda aceptó, pero no sin antes exigir algo de dinero extra para amortiguar la colosal diferencia entre lo que había dado y lo que había recibido, el carpintero accedió a regañadientes y ambos cerraron el negocio. Era la última hora de luz antes del ocaso y la vieja, junto con Cicuta, su cabra que la seguía a todas partes, se apresuraron a regresar a casa en su flamante carreta nueva, la que era tirada por los majestuosos caballos del carruaje, los cuales, por su aspecto podían ser los corceles de guerra de algún dios romano, capaz de surcar los cielos con ellos tirando de su carro dorado y, sin embargo, estaban destinados a tirar de una triste carreta armada con partes recicladas de otras carretas y conducida por una vieja con facha de bruja malvada cuya mascota era una cabra impávida y carente de emociones. En su camino, a una orilla de la calle, se encontró con un extranjero con muy mal aspecto; sucio y cansado, que ofrecía de forma un tanto desesperada un trozo de carne curada con muy buena pinta. La vieja se detuvo a su lado sin bajar de su carreta, y con su resplandeciente sonrisa, la cual era de todo menos normal para una mujer de su edad y estatus, preguntó por el valor de la carne y luego de un breve regateo, acordaron un precio, “¿Aceptas dinero rimoriano, hijo?” Preguntó la mujer con tono inocentón y dulzura senil en los ojos, el hombre aceptó encantado y Gilda rió para sus adentros, orgullosa de sí misma por conseguir tan buen producto con unas monedas tan poco apreciadas en Bosgos. Cuando la mujer se fue, Emmer se quedó mirando con curiosidad lo increíblemente hermosos que eran aquellos caballos al punto de desentonar drásticamente con el vehículo del que tiraban, pero ni por un segundo se le ocurrió pensar que ya había visto antes a esos animales… de noche y bajo un buen aguacero.



¡¿Aceptaste dinero rimoriano?!” Exclamó Janzo, alarmado, casi como si su amigo hubiese sido estafado. Emmer, como buen rimoriano, naturalmente, no comprendía qué había de malo con el dinero rimoriano, “¡Olvídalo!” Replicó su compañero, como quien se rehúsa a iniciar una discusión sobre una obviedad, ya se daría cuenta por sí solo cuando intentaran gastarlo.



No era fácil encontrar a esa tal Dana, ya que por lo visto, era la encargada de todos los aspectos domésticos dentro del palacio de Cízarin y estaba bajo su responsabilidad que toda la servidumbre hiciera su trabajo a tiempo y de forma correcta. Además, los guardias apostados afuera eran demasiado jóvenes para conocer a alguien como Qrima, y muy quisquillosos como para ser amables con desconocidos a esas horas, por lo que, lo único que el viejo consiguió para ayudar a su pequeña compañera, fue una banca en las cercanías, frente a la cual, la tal Dana debía pasar en algún momento rumbo a su habitación una vez finalizada sus obligaciones, claro. Primero fue la niña la que empezó a bambolearse sobre su asiento, inestable como una boya, como si a su cuerpo se le hiciera difícil mantener el equilibrio bajo el peso de sus párpados, que se cerraban ahogando incluso las voces en su mente que trataban de mantener vivo su propósito, pero sin éxito ante el inexorable poder del cansancio. Tras pocos minutos de una resistencia casi heroica, su pequeña cabeza por si sola buscó apoyo en las costillas del abuelo y se entregó al sueño junto con todo el resto de su cuerpo, incluida su débil y floja mandíbula. Qrima la miró con sorpresa al principio, y luego con una sonrisa tenue, pero piadosa, como compadeciéndose de esa pobre niña y su facilidad para sucumbir al sueño. Esa era una facultad especial de los niños, pero también lo era de los abuelos. El viejo pronto dejó escapar un largo bostezo, poderoso y reconfortante, de esos que parecen relajar cada músculo del cuerpo y que provocan la necesidad de estirar los miembros, rascarse donde no pica y restregarse la cara sin necesidad alguna, para luego volver a arrellanarse en el asiento y esperar a que el proceso se repita. Todo estaba muy tranquilo y silencioso, la noche ya lo envolvía todo con su manto y Qrima comenzó a notar cómo, poco a poco, su cuello perdía consistencia dejando caer su cabeza sobre su pecho, al tiempo que sus ojos se cerraban como si hubiesen dejado de pertenecerle y alguien más los gobernara. Sabía lo que estaba sucediendo, pero su mente ya no protestaba, solo se dejaba ir, como un ahogado que deja de luchar por salir a flote y se rinde a las profundidades del océano y su incuestionable paz. La escena debía de ser de lo más conmovedora, un abuelo y una niña pequeña durmiendo juntos en una banca bajo el cielo negro, cada uno apoyado en el otro, tanto, que cuando Dana y su acompañante pasaron por ahí, se detuvieron a contemplarla. Cargaban con ropas y telas para satisfacer las necesidades de una bebé que había llegado desnuda al mundo y seguía casi igual. La acompañante no conocía al abuelo, pero se quedó mirando a la niña con incredulidad: era increíblemente parecida a alguien que ella conocía de antes, pero que era muy difícil de creer que fuese ella… Sin embargo, le pareció que sí cuando un perro pequeño que dormía enrollado bajo la banca, y al que también conocía, le ladró animado y se le acercó agitando la cola. Con el ladrido, la niña y el abuelo despertaron. Teté vio el trozo de leña que ella misma pintarrajeó hace tiempo para una niña pequeña, quien aún lo conservaba y no tuvo dudas… “¿Rubi?” Dijo, sintiéndose muy extraña, como si se tratara de una alucinación o de un sueño raro, la niña la miró de igual forma, todavía inestable entre el sueño y la vigilia, “¿mamá…?”


León Faras.



jueves, 1 de septiembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XVIII.



Ahí estaba Cherman, con su pata de fierro y una espada en la mano que no era la de él, sino la de Boras. Le estiró la mano a su impresionado compañero para ayudarlo a pararse, pero el otro le enseñó el muñón, sintiéndose tonto por ello, y se puso de pie por sí solo. Entonces, Cherman le dio un breve pero afectuoso abrazo, y lo invitó a sentarse junto al fuego, cosa que Féctor rechazó con una sonrisa incómoda, instalándose a una distancia más bien ridícula de su camarada y de las llamas. Este lo miró como tratando de leerle el pensamiento, pero dedujo que su comportamiento era normal debido al impresionante tamaño del gran Tigar, su nuevo amigo, “Él es Nut… o algo así… creo, no te preocupes por él, no intentará matarte si no intentas matarlo… y con respecto a su olor, sé que cuesta creerlo ahora pero te acostumbrarás” Concluyó sonriendo maliciosamente. Féctor, lo que en realidad veía espantado en ese momento, era como Cherman removía las brasas y alimentaba las llamas con total desenfado, quizá sin saber que el más mínimo contacto con el fuego, lo convertiría en una antorcha humana que duraría lo mismo que una estrella fugaz antes de consumirse por completo, pero no se atrevía a decírselo porque tal vez era como Vanter, que lo sabía pero no le importaba, “¿Cómo sobreviviste?” Preguntó Féctor, desde una más que prudente distancia y su compañero lo miró pensativo durante unos segundos, porque aquella no dejaba de ser una pregunta rara, si se consideraba que estaba dirigida a un inmortal, entonces Nut, sentándose con pesadez junto a Cherman, gruñó algunas palabras en la tosca lengua de los antepasados de su padre, que el rimoriano se esforzó en entender con su escaso dominio del idioma alcanzado en tan poco tiempo, pues el gigante entendía perfectamente el idioma de los hombres luego de convivir con ellos durante años, pero no se esforzaba en pronunciar ni una sola de sus palabras. Luego de un breve diálogo cargado más de señas y gestos que de palabras coherentes, Cherman dedujo que al gigante le había llamado la atención que a ambos les faltara una parte del cuerpo, que ambos estaban mutilados como si aquello fuese una especie de ritual, “Es solo una coincidencia…” Aclaró el rimoriano, para luego empezar a contarle a su camarada cómo, lo disparatado de un ataque sin tino ni estrategia, los había llevado a acabar en un circo de peleas a muerte en el puerto de Jazzabar, en el que él y su gigante amigo se habían debido enfrentar y terminado cayendo juntos al río por un agujero en el piso. Nut mantenía entre los dientes un trozo de leña como si se tratase de un cigarro, asintiendo y haciendo breves y acertados comentarios que nadie apenas entendía, pero que a él le parecían indispensables para una correcta y completa narración de la historia, lo que admiraba a Féctor, pues ya podía ver en él un rastro muy claro de humanidad con una notoria huella de civilidad y cierta inteligencia incluso, lo que estaba muy lejos de la primera impresión que le había causado: la de una atemorizante bestia enorme. Cherman continuó con su historia. De quienes lo acompañaban en ese momento, solo sabía del destino de Damir, muerto ante sus ojos en la Rueda. Nut, nuevamente comentó algo señalándose una herida en la barriga, la que ya había dejado de sangrar hace rato, hecha por el pequeño guerrero durante el combate. Cherman asintió, comprendiendo el comentario del gigante, aunque no sus palabras, “Fue un combate justo y no teníamos opciones… tampoco él” Reflexionó este. A Féctor no le pareció que fuera tan justo dadas las dimensiones del rival a vencer, pero su compañero pensaba que sí, “Dos guerreros bien entrenados y además inmortales, contra un “hombre grande” armado con una cadena y un cuchillo, me parece una pelea justa” Nut también estaba de acuerdo con eso y Féctor no insistiría más, menos aun cuando Cherman comenzó a sacar lonjas de jugosa carne y a repartirlas, mientras los comensales apenas y podían mantener sus babas dentro de la boca. Luego de tragar el primer bocado, Cherman continuó, “Además de mí, también estaban Éger, Egan, Garma… y Cransi en ese lugar ¿Sabes algo de alguno de ellos?” Féctor lo miró con ojos enormes que le parecieron tan incriminatorios, que los bajó de inmediato, mientras masticaba afanoso la gran porción de carne que se había metido en la boca, cuando por fin pudo tragar, se tomó su tiempo para responder, “Salvo Garma, de quién no sé nada, los otros están muertos” Declaró. Cherman preguntó si acaso sabía cómo había sucedido y Féctor, temeroso de que si confesaba su participación en ello le cortaran su otra mano, o la cabeza, se limitó a señalar con un gesto del mentón las llamas que aún bailaban bajo las carnes del cerdo, “Fuego…” Dijo. Su compañero miró las llamas y luego a él sin comprender nada, entonces añadió, “Los inmortales de Rimos ardemos como antorchas al más mínimo contacto con el fuego… créeme, lo vi” Y luego de engullir su último trozo de carne, añadió con la boca llena, “Sabes que perdimos, ¿verdad?” Cherman asintió pensativo, aún digiriendo aquello del peligro del fuego para los inmortales. Él había visto las grandes columnas de humo que brotaban de los campos de Cízarin y sabía que aquello no podía ser más que una gran cantidad de cadáveres quemándose, pero no se llegaba a imaginar que la gran debilidad de los inmortales de Rimos fuese precisamente el fuego.



El río, bajo la Rueda, era profundo y torrentoso, con un fondo de grandes rocas y muchos pilares, en los que se sostenía Jazzabar, contra los que era fácil estrellarse y romperse un hueso. Cherman había estado sumergido hasta perder el conocimiento y cuando despertó, con un ataque de tos y una urgente necesidad por vomitar el agua acumulada en sus entrañas, estaba en tierra firme y con el gran Tigar sentado contra un árbol observándolo. De inmediato se dio cuenta de que no había rencores entre ellos cuando el gigante le devolvió su punzón, el que necesitaba para completar su pata de hierro. No parecía herido de gravedad, pero sí muy agotado, entonces, con un mudo gesto de gratitud, el rimoriano se fue. Recorrió la ciudad a oscuras y desarmado hasta encontrar la calle principal, la que a esas alturas no era más que un lodazal infestado de cadáveres destrozados de ambos bandos, aunque algunos rimorianos aún podían moverse espasmódicamente y sin voluntad, como lombrices cortadas a la mitad. Un feo perro lanudo y gredoso, hurgaba en los cuerpos, sin duda, buscando algo que comer. A Cherman eso apenas le llamó la atención, si no eran los perros serían las aves; las ratas o los cerdos incluso, esos hombres no eran más que carne muerta ahora que la naturaleza no desaprovecharía sin importar los remilgos humanos. La buena noticia, era que había espadas tiradas por todos lados para regodearse y mientras elegía una, el perro de pronto le ladró agresivo, Cherman se agazapó para no llamar la atención, pero al siguiente instante el animal llegó a su lado amistoso y sumiso, como la mascota que ha cometido un error que busca remediar. El hombre lo ignoró, mientras trataba de orientarse hacia donde estaba la batalla, pero aparte de la persistente lluvia, era poco más lo que los sentidos lograban percibir. Se iba a poner en marcha hacia cualquier parte, cuando un lamento del perro lo detuvo, el animal olía un cuerpo arrimado contra una muralla, uno que no estaba destrozado como los otros, Cherman aguzó la vista protegiéndosela del aguacero con una mano, aquel hombre le resultaba familiar y en efecto, lo conocía bien, era Vanter, que con una cicatriz enorme en el cuello aún respiraba. Trató de despertarlo, pero le fue imposible. Fue entonces cuando oyó voces que se acercaban y se ocultó junto a su amigo en la impenetrable oscuridad de un callejón, luego salió dispuesto a pelear, pero se dio cuenta de que aquellos no eran soldados, sino que solo unos muchachos imberbes que se divertían con los cuerpos no muertos de los rimorianos caídos y desistió. “Luego de eso, intenté regresar a la batalla, pero era imposible orientarse en una ciudad tan enrevesada y a oscuras. Con las primeras luces del alba, me di cuenta de que mis esfuerzos eran inútiles y que ya todo había acabado… deshice lo andado y encontré a Nut en el mismo lugar donde lo había dejado. Yo quería irme de allí lo antes posible y él no tenía intenciones de quedarse, por lo que abandonamos la ciudad juntos…” Concluyó Cherman, repartiendo una nueva porción de carne para todos.


León Faras.