miércoles, 7 de septiembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XIX.



Gilda no estaba dispuesta a esperar a que su hermano le devolviera su carreta para continuar con su trabajo, por lo que, lo primero que hizo apenas este se fue, fue buscar un carpintero para que desarmara el hermoso carruaje que Qrima le dejó, se quedara con la fina madera con la que estaba construido y a ella le dejara una sencilla carreta con la que poder trabajar y transportarse. El carpintero, encantado se llevó el coche a su taller, pues este no tenía desperdicio alguno y todo en él era de primera calidad, desde los ensambles hasta los tapices, y para la mujer, le armó una carreta de segunda mano con los repuestos que apilaba en su negocio, la que no valía ni la mitad de lo que valía el carruaje, ni en estructura ni en materiales, pero que podía garantizar que estaba bien construida, como todo lo que él hacía y que cubriría perfectamente las necesidades de la mujer por varios años sin ningún problema. Gilda aceptó, pero no sin antes exigir algo de dinero extra para amortiguar la colosal diferencia entre lo que había dado y lo que había recibido, el carpintero accedió a regañadientes y ambos cerraron el negocio. Era la última hora de luz antes del ocaso y la vieja, junto con Cicuta, su cabra que la seguía a todas partes, se apresuraron a regresar a casa en su flamante carreta nueva, la que era tirada por los majestuosos caballos del carruaje, los cuales, por su aspecto podían ser los corceles de guerra de algún dios romano, capaz de surcar los cielos con ellos tirando de su carro dorado y, sin embargo, estaban destinados a tirar de una triste carreta armada con partes recicladas de otras carretas y conducida por una vieja con facha de bruja malvada cuya mascota era una cabra impávida y carente de emociones. En su camino, a una orilla de la calle, se encontró con un extranjero con muy mal aspecto; sucio y cansado, que ofrecía de forma un tanto desesperada un trozo de carne curada con muy buena pinta. La vieja se detuvo a su lado sin bajar de su carreta, y con su resplandeciente sonrisa, la cual era de todo menos normal para una mujer de su edad y estatus, preguntó por el valor de la carne y luego de un breve regateo, acordaron un precio, “¿Aceptas dinero rimoriano, hijo?” Preguntó la mujer con tono inocentón y dulzura senil en los ojos, el hombre aceptó encantado y Gilda rió para sus adentros, orgullosa de sí misma por conseguir tan buen producto con unas monedas tan poco apreciadas en Bosgos. Cuando la mujer se fue, Emmer se quedó mirando con curiosidad lo increíblemente hermosos que eran aquellos caballos al punto de desentonar drásticamente con el vehículo del que tiraban, pero ni por un segundo se le ocurrió pensar que ya había visto antes a esos animales… de noche y bajo un buen aguacero.



¡¿Aceptaste dinero rimoriano?!” Exclamó Janzo, alarmado, casi como si su amigo hubiese sido estafado. Emmer, como buen rimoriano, naturalmente, no comprendía qué había de malo con el dinero rimoriano, “¡Olvídalo!” Replicó su compañero, como quien se rehúsa a iniciar una discusión sobre una obviedad, ya se daría cuenta por sí solo cuando intentaran gastarlo.



No era fácil encontrar a esa tal Dana, ya que por lo visto, era la encargada de todos los aspectos domésticos dentro del palacio de Cízarin y estaba bajo su responsabilidad que toda la servidumbre hiciera su trabajo a tiempo y de forma correcta. Además, los guardias apostados afuera eran demasiado jóvenes para conocer a alguien como Qrima, y muy quisquillosos como para ser amables con desconocidos a esas horas, por lo que, lo único que el viejo consiguió para ayudar a su pequeña compañera, fue una banca en las cercanías, frente a la cual, la tal Dana debía pasar en algún momento rumbo a su habitación una vez finalizada sus obligaciones, claro. Primero fue la niña la que empezó a bambolearse sobre su asiento, inestable como una boya, como si a su cuerpo se le hiciera difícil mantener el equilibrio bajo el peso de sus párpados, que se cerraban ahogando incluso las voces en su mente que trataban de mantener vivo su propósito, pero sin éxito ante el inexorable poder del cansancio. Tras pocos minutos de una resistencia casi heroica, su pequeña cabeza por si sola buscó apoyo en las costillas del abuelo y se entregó al sueño junto con todo el resto de su cuerpo, incluida su débil y floja mandíbula. Qrima la miró con sorpresa al principio, y luego con una sonrisa tenue, pero piadosa, como compadeciéndose de esa pobre niña y su facilidad para sucumbir al sueño. Esa era una facultad especial de los niños, pero también lo era de los abuelos. El viejo pronto dejó escapar un largo bostezo, poderoso y reconfortante, de esos que parecen relajar cada músculo del cuerpo y que provocan la necesidad de estirar los miembros, rascarse donde no pica y restregarse la cara sin necesidad alguna, para luego volver a arrellanarse en el asiento y esperar a que el proceso se repita. Todo estaba muy tranquilo y silencioso, la noche ya lo envolvía todo con su manto y Qrima comenzó a notar cómo, poco a poco, su cuello perdía consistencia dejando caer su cabeza sobre su pecho, al tiempo que sus ojos se cerraban como si hubiesen dejado de pertenecerle y alguien más los gobernara. Sabía lo que estaba sucediendo, pero su mente ya no protestaba, solo se dejaba ir, como un ahogado que deja de luchar por salir a flote y se rinde a las profundidades del océano y su incuestionable paz. La escena debía de ser de lo más conmovedora, un abuelo y una niña pequeña durmiendo juntos en una banca bajo el cielo negro, cada uno apoyado en el otro, tanto, que cuando Dana y su acompañante pasaron por ahí, se detuvieron a contemplarla. Cargaban con ropas y telas para satisfacer las necesidades de una bebé que había llegado desnuda al mundo y seguía casi igual. La acompañante no conocía al abuelo, pero se quedó mirando a la niña con incredulidad: era increíblemente parecida a alguien que ella conocía de antes, pero que era muy difícil de creer que fuese ella… Sin embargo, le pareció que sí cuando un perro pequeño que dormía enrollado bajo la banca, y al que también conocía, le ladró animado y se le acercó agitando la cola. Con el ladrido, la niña y el abuelo despertaron. Teté vio el trozo de leña que ella misma pintarrajeó hace tiempo para una niña pequeña, quien aún lo conservaba y no tuvo dudas… “¿Rubi?” Dijo, sintiéndose muy extraña, como si se tratara de una alucinación o de un sueño raro, la niña la miró de igual forma, todavía inestable entre el sueño y la vigilia, “¿mamá…?”


León Faras.



No hay comentarios:

Publicar un comentario