lunes, 26 de diciembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXX.



Velsi, la más pequeña de las ciudades independientes, es poco más que una aldea nacida a las orillas de un lago alimentado por un brazo del generoso río Jazza, donde la pesca lacustre es el principal sustento y donde los suaves y ovalados cerros como pechos de una joven mujer, brillan dorados al sol por las espigas de grano que los cubren, pero, lo que realmente le da fama a Velsi, son sus asesinos. La historia se remonta a unos cien años atrás, más o menos, cuando un hombre llamado Deric llegó a instalarse allí, cuando aquello no era más que un puñado de precarias casas de pescadores y el grano aún no se sembraba. Aquel era un hombre de aspecto extraño y reservado, pero amable en el trato. Un día, en una taberna cizariana durante un viaje de negocios, conoció a dos hombres que hablaban sin tapujos sobre la inoportuna existencia de un tercero, que se rehusaba a hacer negocios con ellos o a venderle parte de sus tierras y sobre lo conveniente que sería para ellos que aquel tipo muriera en el corto plazo y así negociar con su mujer, mucho menos testaruda, “Es un desgraciado que se niega al avance y nos impide a los demás prosperar.” Así lo describieron. Deric les dijo que, si le pagaban lo justo, él podía hacer el trabajo y sin hacer más preguntas, los hombres aceptaron. En el transcurso de una semana, aquel hombre que estaba estorbando en el progreso de sus vecinos, tuvo un feo accidente con su caballo y se rompió el cuello. Los hombres se alegraron mucho, pero cuando llegó el momento, se rehusaron a pagar porque alegaron que aquello había sido un accidente y que el supuesto asesino, en realidad, no había hecho nada. Deric, les aclaró que él no era un “supuesto asesino” y que aquello no había sido un accidente, pero lo corrieron tratándolo de sinvergüenza, de farsante y dándole una pequeña parte del dinero acordado como si de una limosna se tratara para taparle la boca. Deric se fue, pero antes les advirtió, “Pagarán.” En el transcurso de la siguiente semana sucedió un nuevo accidente, el hijo mayor de uno de los hombres fue encontrado ahogado en el río, un muchacho joven y sano que había aprendido a nadar antes que a correr, pero ese tipo de accidentes pueden suceder. Entonces apareció Deric para decirles a los hombres que ahora le debían dos trabajos en lugar de uno y que ahora deberían llevarle su dinero hasta su casa, en lugar de venir él a buscarlo. Los hombres, confundidos e incrédulos, tardaron mucho en ponerse de acuerdo sobre qué hacer, y en el transcurso de la siguiente semana, la mujer del otro hombre fue encontrada sin vida en su propia casa, sentada a la mesa mientras pelaba habas y sin ninguna muestra de violencia. Aunque joven aún, fue diagnosticada de muerte natural por los vecinos y parientes. A pesar de que nadie había visto a Deric rondando la ciudad durante ninguno de los “accidentes,” los hombres ya sabían que ahora eran tres los trabajos que le debían al asesino. Uno de estos hombres, el que había perdido a su hijo, vendió todo lo que pudo hasta reunir la mitad del dinero, pero para el otro, aparte de la desgracia de quedarse viudo con dos hijos pequeños, le parecía terrible la idea de perder sus cosas para pagar una supuesta deuda, “No arriesgues la vida de tus hijos” Le advirtió su amigo antes de partir a caballo a saldar su deuda, “No se atreverá a tocarlos…” Afirmó sin real convicción el otro. Para el hombre que partió a Velsi, no fue difícil encontrar la cabaña de Deric, aquel era un caserío realmente pequeño y mientras llamaba a la puerta, el dueño de casa apareció a sus espaldas de la nada, ¡cómo un fantasma! Dejando en claro que él era un hombre difícil de sorprender. El hombre le entregó la mitad del dinero por los tres trabajos que le debía y le pidió que le perdonara por no haber cumplido con su deuda en un principio, que aquella lección le había costado cara y que jamás la olvidaría. Antes de irse, le rogó que tuviera paciencia e indulgencia con la deuda de su amigo, pues le aseguró que aquel ya hacía todo lo posible por reunir el dinero y que solo necesitaba de un par de días más. El hombre que se quedó, el viudo, aún no podía creer que aquel asesino hubiese entrado en su casa sin que nadie lo viera y asesinado a su mujer sin tocarla, como un espíritu maligno, y que lo que supuestamente se le debía, era demasiado, pero aquella misma tarde, uno de sus hijos enfermó, comenzó a toser, a arder en fiebre y a debilitarse rápidamente, asustando a todo el mundo con una nueva y terrible enfermedad contagiosa, el hombre, desesperado y sin poder hacer nada, oró y su plegaria fue atendida, pues su amigo llegó al galope aquella noche para decirle que el asesino le había dado algunos días más de plazo, y que lo había mandado a él con un antídoto para el niño, además de instrucciones de buscar bajo su cama un pequeño saco escondido que debía ser retirado y quemado en la chimenea sin demora y sin abrirlo, con lo que el niño se repondría tan rápido como había enfermado y así fue, y así fue también como los hombres terminaron pagando su deuda. Por su parte, Deric inició un próspero negocio, pues en cada taberna o cantina que visitaba encontraba a personas deseando la muerte de otras personas por las razones más variadas; válidas, razonables o completamente absurdas, pero a él los motivos no le interesaban solo le interesaba que le pagaran lo justo. Con el tiempo se hizo de cierta reputación y respeto y dejó de frecuentar las cantinas en busca de clientes, para dejar que estos lo buscaran a él, al mismo tiempo, la ciudad comenzó a crecer y en sus colinas empezó a brotar el grano, con lo que Deric decidió invertir su dinero ahorrado en el primer molino de agua de Velsi, pues en su experiencia, el grano debía ser molido o no servía para gran cosa. Luego, los campos crecieron, los molinos se multiplicaron y con el desarrollo llegaron también los desechados de la ciudad, los pordioseros y los zarrapastrosos buscando su oportunidad en la vida, fue entonces cuando Deric comenzó a reclutar muchachos a los que transmitir y legar su curioso oficio para que se ganaran la vida y le aportaran ganancias a él, principalmente ladronzuelos a los que la vida en las calles y el hambre ya había agudizado los sentidos y atrofiado los remilgos, solo varones en un comienzo, o hasta que conoció a Gúnur.



Gúnur era una chica huérfana, apenas una adolescente sin mayores atributos más allá de su ingenio, el que le había valido para sobrevivir sola durante años, mintiendo, hurtando o haciéndose pasar por quien no era y cuando las cosas fallaban, también era buena corriendo y ocultándose. Llegó a Velsi buscando su oportunidad, como todos y fue derecho hacia el molino de Deric a pedirle trabajo a este como su aprendiz, pero aquel ni se molestó en considerar la propuesta y la desechó con un ademán, “Parece que es un mal momento, ¿Estás molesto por algo?” Preguntó la muchacha, “Ese no asunto tuyo, y aquí no hay trabajo para niñas” Gruñó Deric, quien efectivamente andaba desde hace unos días bastante enojado con el mundo y bien lo sabían el par de muchachos que trabajaban para él, aunque no el porqué. Gúnur insistió con candidez en el tono, “¿Acaso te han robado?” Deric se detuvo en el acto, como si hubiese sido insultado con algo muy grave y se quedó mirando a la chica largos segundos, pero fue inútil, en su mente era la primera vez que la veía, “¿Cómo sabes eso?” Preguntó, pero la chica solo se encogió de hombros, inocente e infantil. Claramente estaba jugando, “No lo sé, pero parece como si te hubiesen robado y no supieses quien fue” Los muchachos también detuvieron sus quehaceres para ver lo que ocurría, cosa que jamás harían delante de su jefe. Deric podía sentir como su cerebro sudaba por recordar algo de esa muchacha, pero no tenía nada, a pesar de que estaba claro que esa niña sabía algo, “Sé quien fue, pero aún no sé dónde está” Dijo, con todo el peso de su mirada sobre los ojos de Gúnur. En efecto, Deric sospechaba de una fulana parlanchina y de mal aliento que se le había pegado durante toda la tarde en una taberna de Rimos, hablando sin parar y haciendo gala de una risa estruendosa y desagradable, pero de la que nadie sabía nada. Se lo mencionó, y la chica asintió concienzuda, “Es posible, o puede haber sido el mozo que recibió su caballo…” “O la anciana a la que le diste limosna cuando llegaste” Deric estaba sorprendido, ¿acaso esa chiquilla lo había estado siguiendo sin que él lo notara? “¿Cómo…?” Quiso preguntar, pero la chica extrajo de entre sus cosas la bolsa de monedas que le habían robado y se la lanzó de vuelta, “Lo siento, no quería robarte pero no se me ocurrió otra manera de llamar tu atención” Se excusó la muchacha. Deric aún intentaba encajar las piezas en su mente, “Pero… ¿Cuál de ellos eras tú?” La chica abrió los ojos, sorprendida, como si le estuvieran preguntando algo que creía que ya estaba claro, “Todos ellos…” Dijo, Deric no lo podía creer, ni siquiera le importaba ya que le hubiera robado, “¿Tú eras esa mujer? ¡Imposible!” Declaró, pero Gúnur imitó a la perfección la destemplada risa de la fulana y a Deric solo le quedó una duda, “¿Y el mal aliento?” La chica sonrió con picardía, “Ah, esa es una hierba que masticaba mi mamá cuando no quería que mi papá se le acercara, la llaman Bocamuerta.”



Ahora mayor y regenta de los asesinos de Velsi, Gúnur administra el negocio desde el viejo molino que su mentor le heredó, hacia el cual se dirige ahora un inmortal que busca desaparecer por un tiempo sin desaprovechar sus habilidades: Vanter.


León Faras.

viernes, 16 de diciembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXIX.



El general Fagnar acomodaba sus cosas en el antiguo y modesto escritorio del general Rodas, cuando un soldado llegó llamándolo con cierta urgencia, diciéndole que su capitán le mandaba a buscar porque debía ver algo, “¿Ver qué?” Preguntó el general, un poco malhumorado por la impaciencia, el joven soldado no supo qué decir, o mejor dicho, qué palabra usar, “No lo sé general… Hum, ¿magia?” Fagnar no tenía tiempo para tonterías, pero suponía que aquel capitán no lo mandaría a llamar para hacerle perder su tiempo, así que cogió su caballo y siguió al soldado. Allí, donde estaban sepultando los cadáveres de la guerra, había una rueda de curiosos, especialmente soldados, y en medio de esta, un viejo estrafalario parado en una postura como si estuviera posando para un retrato, con una sonrisa de gusto tan marcada en su rostro, que francamente daban ganas de borrársela de una bofetada. El capitán, cuyo nombre no es importante, le presentó a aquel viejo extraño, cuyo nombre era Larzo, y este le estrechó la mano con tal gesto de confianza y energía, que Fagnar le dirigió una mirada de impaciencia a su capitán y este aceleró el proceso, “¡Haga su demostración ya, hombre!” Entonces el viejo cogió de su cinturón uno de los tiros que tenía preparado y se lo enseñó al general, era un cilindro de papel impregnado de aceite ya seco, en cuyo interior había una bola de hierro y una cantidad justa y calculada de sus polvos explosivos, a los que aún no había bautizado adecuadamente, luego introdujo el cartucho en la boca de su tubo de hierro y lo empujó hasta el fondo con una varilla, todo esto, con el gesto ceñudo y profesional de un curtido marinero enseñándole nudos a un grumete, luego comprobó por una pequeña abertura en una cámara encima del tubo, que el pedernal estuviera en su sitio y apuntó a un cuerpo dispuesto a unos metros de distancia, que además del agujero en la frente que lo había llevado hasta allí, tenía ahora otro idéntico en la espalda. El general francamente estaba a punto de perder la paciencia, y hablar seriamente con ese capitán sobre las desagradables consecuencias de hacerle perder el tiempo cuando un estallido en sus oídos lo hizo dar un respingo, el aire se llenó de humo y de un olor que nunca había sentido antes pero que sería difícil de olvidar, además de que, al cadáver de prueba, le había aparecido un nuevo agujero en el lomo que antes no tenía. El viejo había vuelto automáticamente a la postura y gesto de antes, la de alguien que en ese momento se siente pasando a la posteridad, y Fagnar, perdido como un niño en la feria, no pudo menos que preguntar qué rayos acababa de suceder.



Era increíble que en ese desierto llamado Tormenta de Piedras, pudiera encontrarse agua fresca, abundante y lista para beber, y es que la garganta de Sera descendía tanto en la tierra que acababa en una pequeña laguna de profundidad ignota, pues las cavernas continuaban descendiendo y nadie, ni los más valientes ni los más desesperados, habían intentado averiguar hasta donde. Pero esa agua había que transportarla desde el fondo hasta la superficie y para ello, no eran pocos los prisioneros que estaban dispuestos a hacerlo con tal de gozar de un poco de luz solar en sus miserables vidas. “¿Qué clase de caballos son estos?” Preguntó Vádrid, viendo cómo los dromedarios se acercaban a beber el agua que les traían, mientras Batu se empapaba la cabellera y el cuello para refrescarse, “Estos son caballos del desierto, amigo” Respondió este, sacudiéndose el pelo como un perro mojado. El rimoriano se quedó pensando unos segundos y luego dijo, “Vaya, si eso le hace el desierto a un caballo, imagina lo que le hará a un hombre” Batu rio, en cierto modo estaba de acuerdo, “No son muy rápidos, pero son tan resistentes como el rencor y pueden recorrer el desierto de cabo a rabo sin necesidad de beber una sola gota de agua, así que si alguien intenta huir de uno de estos, ten por seguro que caerá antes que él” “El desierto…” Repitió Vádrid mentalmente, dirigiendo su vista al horizonte llano e infinito, “¿Alguna vez lo has cruzado?” Preguntó de pronto y sin venir a cuento, el otro lo miró divertido, como si aquello fuese el inicio de un chiste que no continuó, “Claro que no, no estoy tan chalado” Respondió Batu, y añadió, “Pero lo hemos recorrido durante días persiguiendo a algún prófugo que se adentró en él y todo lo que he visto es más de lo mismo, solo llano seco y piedras sin fin. Gisli dice que una vez llegó hasta el Corazón de Tormenta y que la cosa no cambia.” Se decía que al otro lado de ese desierto, la tierra se volvía agua y el Mar lo cubría todo hasta donde alcanzaba la vista, Vádrid lo comentó y Batú contrajo el rostro disconforme, “No creeré en eso del Mar, hasta que lo vea con mis propios ojos.” Dijo.



Darlén sintió fuertes deseos de no estar allí, pues ver el rostro de aquella mujer, con sus ojos tan separados y esas inquietantes pupilas horizontales le daba un repelús casi insoportable, “No tienes nada que temer, muchacha” La tranquilizó Gilda, sin mucho éxito, mientras Circe se le acercaba con algo parecido a una sonrisa en su extraño rostro, “Déjala, está bien, no todos pueden solo mirarme sin alarmarse… ¿sabes por qué estás aquí?” Preguntó con una voz tan clara y dulce, que si se escuchaba con los ojos cerrados, podía atribuírsele a la más hermosa de las mujeres. Darlén señaló a la anciana que tenía a su lado como la responsable de haberla llevado hasta allí, lo que hizo sonreír a la bruja, “Sí, ¿pero por qué?” La muchacha negó con la cabeza, solo sabía lo que Gilda le había dicho por el camino y todavía no estaba muy convencida de ello, “Sí, lo sabe” Intervino la vieja, “Ven, niña” Dijo Circe, ofreciéndole la mano, una mano completamente normal, por cierto. Darlén la cogió débil y sin convicción, pero le sorprendió lo suave que era la piel de esa mujer, “Eres una de las elegidas de los dioses para portar con el más bello de los dones otorgados a la humanidad: la magia, el arte de hacer posible, lo imposible. Dime, ¿alguna vez has maldecido?” Estaban de pie frente a una diminuta ventana de cuatro cristales incrustada dentro de esas gruesas paredes, allí en el alféizar, tomaba los rayos del sol una pequeña planta apenas más alta que un pulgar, en un pequeño macetero. Darlén negó enérgica con la cabeza a aquella pregunta, las chicas bien educadas no maldecían; la bruja, quien siempre se mantenía en las sombras, le pidió que maldijera aquella planta, “No pasa nada, solo quiero saber qué tan fuerte es tu conexión con la vida y la muerte que te rodea” Le explicó, la chica obedeció, más por el deseo de acabar pronto e irse de ese lugar, que porque realmente quisiera hacerlo, pero sus palabras apenas fueron audibles y Circe le pidió que las repitiera pero con algo más de convicción, como si aquella plantita le hubiese hecho algo muy malo, “Yo te maldigo” Repitió Darlén, esta vez en voz alta y apretando el ceño, procurando sonar convincente como le pedía la bruja, y vio con alivio como sus palabras no habían tenido la más mínima repercusión en la planta, sin embargo, Circe supo de inmediato que, de no intervenir, aquella planta moriría irremediablemente aquella misma noche por el maleficio. “¿Y qué piensas?” Preguntó Gilda, cogiendo a la chica por los hombros para llevársela, “No hay duda. Puede volver cuando esté dispuesta” Dijo Circe, volteándose allí donde estaba, donde la luz era un poco más abundante gracias a la ventana próxima, entonces Darlén la vio, y por un segundo, pudo ver que la bruja poseía un hermoso rostro a plena luz, mientras que su aspecto caprino se formaba de nuevo cuando se envolvía en las sombras. El rostro de la muchacha era elocuente, incapaz de cerrar la boca o de siquiera pestañear ante tal visión. Gilda la arreaba hacia el exterior con empujones cada vez más rudos, cuando la bruja le preguntó, “¿Cuál crees que es mi verdadero rostro?” Consciente de lo que la chica había visto. Darlén lo pensó por unos segundos antes de responder, “Creo que las sombras son engañosas, mientras que la luz siempre dice la verdad” Dijo, parada en la puerta, ya lista para ser sacada de allí por Gilda. La bruja asintió pero no dijo nada, solo regresó a su trabajo.


León Faras.

jueves, 8 de diciembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXVIII.



Por la mañana, Cherman y Nut cogieron lo poco que tenían y se dispusieron a internarse más y más en el monte mientras que Féctor dudaba de todo, tanto de acompañarlos como de quedarse y continuar solo, porque por un lado, aún tenía miedo de que Cherman adivinara lo que había hecho y quisiera mutilar otra parte de su cuerpo, o que Vanter regresara de donde fuera que había ido y lo delatara con Cherman para que este le diera su castigo; pero por otro lado, también sentía miedo a quedarse solo, porque lo cierto era que se sentía un completo inútil, incapaz de defenderse con una espada, ni de usar un arco para cazar algo que comer, ni siquiera apto para matar algunas ratas a palos, pues incluso para esto se requería de cierta destreza que él había perdido junto con su mano derecha. Nut se quitó el trozo de rama que mantenía entre los dientes como un cigarro, para señalar a Féctor con él y hacer un comentario que Cherman comprendió a medias. “Vamos, estoy seguro de que no podrías atrapar ni a una gallina ciega para comer” Dijo Cherman, con humor, pero sin intenciones de burlarse, aun así, fue acompañado de una risita del gigante, Féctor los miraba con cara de afligido, como si le doliera algo, “¿Hacia dónde van?” Preguntó con una timidez nueva en él, “Lejos de aquí…” respondió el otro y antes de ponerse en marcha, añadió, “Dicen que la gente que vive fuera de la ciudad es más amable. Tal vez en alguna de esas muchas aldeas que prosperan lejos de las ciudades, haya espacio para un gigante, un cojo y un manco…” Féctor los siguió, pero sintiéndose el perro al que le han dado un trozo de pan y camina de atrás esperando recibir algo más. Realmente, en el fondo de su corazón, le daba más miedo quedarse solo e incapaz, que la posibilidad de que Cherman eventualmente le cortara la cabeza.



Tal vez deberíamos separarnos. La ciudad no es muy grande y podemos abarcarla completa en una mañana si nos dividimos” Propuso Janzo a un Emmer que aún se mantenía taciturno luego del extraño sueño que había tenido en el granero, porque eso había sido, ¿no? un sueño. Tuvo que repetirlo para que su compañero captara la totalidad de la idea. Luego de que Emmer aceptara, Janzo añadió, “Pase lo que pase, nos reuniremos aquí al mediodía para reportarnos, debemos encontrar al viejo Qrima o a ese coche cizariano en el que llegaron.” En efecto, la ciudad no era muy grande, en comparación con sus tierras de pastoreo que eran diez veces mayor, por lo que recorrerla entera entre dos personas, dividiéndosela, no era algo descabellado pero sí fue inútil, porque, aunque preguntaron por el coche, nadie lo había visto, y los que sí lo vieron al llegar, no tenían ninguna idea de dónde podía estar ahora o aseguraban, sin estar muy seguros de nada, que el carruaje ya había salido de la ciudad; y exactamente lo mismo con el viejo Qrima, pocos lo conocían después de tantos años fuera, y los que lo recordaban, no lo habían visto, y los que lo habían visto, aseguraban, esta vez sí con algo de razón, que el abuelo ya había abandonado la ciudad la tarde pasada, pero no en un carruaje, sino en una carreta, lo que, de cualquier forma no era información confiable para Janzo, pues de ser así, se lo hubiesen cruzado en el camino mientras ellos venían, pues se trata de un único camino prácticamente sin desvíos. Sin embargo, la suerte le brilló, aunque muy tenuemente, cuando dos viejos lisiados, uno cojo y el otro manco, que pedían limosna juntos en una esquina con un gato color chocolate dormitando enrollado en medio de ambos, (el que, por cierto, era tuerto,) le dijeron que conocían al viejo Qrima desde muy joven, pero que no lo habían visto hace muchos años, sin embargo, sabían que tenía una hermana viviendo en Bosgos a la que se le podía visitar pues, sin duda, ella sabría si su hermano estaba o no en la ciudad, el problema fue que los viejos, quienes no se movían del lugar donde estaban casi que ni para hacer sus necesidades, a juzgar por el intenso olor a orines que se podía percibir en el ambiente, no lograron ponerse de acuerdo sobre el nombre de la mujer ni el lugar exacto donde encontrarla. Mientras uno aseguraba que se llamaba Gilda, el otro estaba convencido de que su nombre era Dilma; mientras uno aseguraba no conocer a ninguna Dilma, el otro estaba bien seguro de no recordar a ninguna Gilda; mientras uno le recomendaba que buscara su puesto de hongos en el lado este del centro, el otro replicaba que su negocio siempre había estado ubicado en el lado sur y que nunca había vendido hongos sino brebajes y luego, cuando el asunto ya tenía más tintes de discusión que de otra cosa, comenzaron a insultarse y recriminarse cosas como que “¡Tú estas muy viejo y ya no recuerdas nada con claridad!” o, “¡Tú no sabrías donde está tu trasero si no lo tuvieras pegado!” Y cosas así, al estilo de los matrimonios más longevos, a lo que Janzo le puso fin dándoles las gracias, por nada, y algunas monedas que los viejos recibieron con ansias, pero que luego se desilusionaron al comprobar que era dinero rimoriano. “No debiste ayudarlo tanto…” Rezongó uno, “¡Tú no debiste ayudarlo tanto!” Replicó el otro.



A media mañana, Mozi salió de su taberna dejando encargada a su hija de preparar todo para abrir al mediodía, a lo que la buena de Nina, respondió con la más dulce de sus sonrisas, tan falsa como su amor por Tobi, aunque igual de convincente. El tabernero se dirigía a casa de su amigo, el padre de Tobi, quien de paso también se llamaba igual, preocupado por la experiencia que habían tenido en la taberna con esa visita fantasmagórica del viejo Migas haciéndoles advertencias y amenazas mientras todo a su alrededor cobraba vida mágicamente y entre llamas, “Ese viejo es muy peligroso, dime ¿qué fue lo que hiciste?” Tobi, el padre, trabajaba en sus quesos con una sonrisa de satisfacción, como cuando las cosas están saliendo exactamente como uno quiere que salgan, “Ese viejo sucio, ya no se comerá a nadie más de este pueblo…” Dijo, dejando la frase suspendida en un prolongado y artificial asentimiento con la cabeza. Mozi no estaba para teatros, “¡Pero qué fue lo que hiciste, dime!” Casi que gritó, alterado. El otro lo miró como si de pronto se le hubiese aflojado un tornillo, “Calma…” Le recomendó, “Te digo que lo hicimos desaparecer quemando su cabaña con él adentro” El tabernero lo miraba como el naufrago que mira al océano: sediento de querer creer pero sin poder tragarse ni una sola palabra, “No puede ser… ¿estás seguro?” Preguntó esperanzado, Tobi le sonrió, como para transmitirle su confianza, “Por supuesto. Oímos sus gritos apagados saliendo de las llamas… debe haber estado oculto en algún lado, atrapado como rata, porque la cabaña ardía por completo y aún podíamos oír sus chillidos” Reflexionó, y luego de unos segundos, agregó, “Pero nosotros cubrimos todas las salidas y nada salió de allí…” Mozi quería creer, se esforzaba en ello, “¿Y su padre?” Preguntó, a riesgo de sonar tonto, y así fue como sonó para el otro, “¿¿Su padre?? ¿¿En serio crees que esa cosa está viva!!” Mozi dudó, intentó balbucear que su hija Nina lo había visto caminando y hablando, pero su amigo ya lo miraba como si hubiese perdido la cordura y cualquier palabra que dijera, no haría más que agravar esa condición, entonces, Tobi le puso una mano tranquilizadora en el hombre, “Quédate tranquilo, amigo, ese problema ya está resuelto.”


León Faras.

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXVII.



Sí, una honda, una piedra plana como una cucaracha, una gran dosis de mala suerte y ¡Pum, Me pulverizó el ojo! Éramos solo unos críos jugando… Fue asqueroso.” Concluyó Gan, con una sonrisa incómoda ante el gesto de asco y dolor de los pieleros que le escuchaban mientras preparaban sus cosas para partir, “Suerte que solo fue un ojo” Comentó Barros, siempre intentando decir algo amable. Avanzaron juntos por el camino durante un trecho, pero pronto los pieleros debieron desviarse, pues su trabajo consistía en recorrer los montes buscando piezas de caza cuyas pieles fuesen valiosas o sus carnes comestibles y de esa manera ganarse la vida, pero luego de las despedidas, resultó que les fue imposible separar a Cantinero de la burra de Gan sin un escándalo de proporciones, con aullidos, rebuznos y patadas al aire y al suelo que daban la impresión de que los pobres animales estaban siendo atormentados por ánimas del infierno, “¡Pero qué carajos!” Aulló Petro, tirando del animal como nunca antes había tenido la necesidad de hacerlo, “Déjalo hijo…” Le dijo su padre, en tono de resignación, “No conseguirás que vaya a ninguna parte sin la burra del señor Gan” Este los miró ceñudo, como si le hubiesen dicho algo extremadamente complicado de comprender. Luego de unos segundos reaccionó, “¿Dice usted que estos dos se han enamorado? ¡Pero si son burros!” Alegó Gan, genuinamente incrédulo ante tal disparate, pero el viejo Barros le asentía sabio y condescendiente, “Los asnos son animales complejos, señor Gan, no debería sorprenderse de que sean capaces de demostrar emociones profundas de afecto y lealtad, tanto hacia los hombres como entre ellos” Gan lo miraba con esa sonrisa persistente y torcida de quien escucha algo que es tan difícil de creer, que sostiene la esperanza de que al final se trate todo de una broma, pero el viejo Barros hablaba muy en serio, “No sé cual sea su experiencia, señor Gan, pero nosotros hemos compartido nuestra vida entera con borricos y sabemos muy bien de lo que hablamos: estos dos no irán a ninguna parte sin el otro” Sentenció el viejo, y luego de eso, intervino por primera vez su hijo Petro, cuyo tono de voz era menos suave, “Estamos en una disyuntiva, señor Gan, y nosotros somos la mayoría” Afirmó. Gan mantenía su gesto de incredulidad que a estas alturas ya parecía más el de un idiota, pero podía comenzar a asimilar que no había ninguna broma de por medio, entonces tomando aire, volvió a sonreír, pero esta vez con su sonrisa habitual, “Bueno, lo cierto es que ninguna dirección es mejor que cualquier otra para mí, así que, si están de acuerdo, puedo unirme a ustedes y así no separar los destinos de estos dos nobles animales. Soy bueno cazando, ¿saben? mi padre me enseñó a usar el arco desde muy pequeño. En una ocasión…” Gan comenzaba una nueva historia, inventada u oída de alguien más, daba igual, solo eran historias para amenizar las caminatas y entretener a los amigos, y él era bueno en eso, cuando no estaba en medio de una batalla.



Si Teté se había quedado maravillada con la habitación que le habían dado al llegar a Cízarin, Rubi estaba encantada, ¡Si hasta tenía una ventana que daba hacia el exterior! Era como una casita pequeña, pero eso no importaba porque ella también era pequeña; los muebles se podían usar y no estaban allí solo para restarle espacio a los vivos y el cielo raso era inalcanzable… el único problema era ese bebé, al que la pequeña Rubi no paraba de encontrarle defectos: su olor, sus chillidos, su inutilidad. Todo en él era exasperante, “¿Cuánto tiempo tenemos que cuidarla, mamá?” Preguntó, apenas comprendió que su estadía en ese estupendo lugar dependía de ello, Teté le respondió que suponía que deberían hacerlo hasta que la pequeña princesa creciera y Rubi soltó tal bufido de fastidio, que la muchacha no pudo menos que mirarla con los ojos abiertos como platos, pero es que eso a la niña le sabía a toda una eternidad, y aunque a Teté le pareció algo similarmente agobiante al principio, las palabras de la vieja Zaida le hacían eco en su cabeza cobrando fuerza y relevancia, “Ahora, tú eres su madre, Teté,” haciendo que empezara a ver a esa bebé, ya no como una pesada obligación, sino como una hija, una que ella nunca había pedido, algo así como le gustaba ver a veces a Rubi, la que siempre le llamó mamá, siguiéndola a todas partes a pesar de sus protestas y que ahora seguía haciéndolo. “Pues eso es lo que hacen las familias, cuidarse unos a otros” respondió Teté, procurando sonar con la sabiduría innata de las madres más experimentadas que ella. Rubi la miró ceñuda durante varios segundos, como juzgando sus palabras, para luego empezar a asentir con ruda convicción, “Bueno, supongo que podremos encargarnos de ella hasta que se haga grande…” Aceptó la niña, soltando un suspiro de resignación, porque aunque todavía le parecía un fastidio la tarea y aún consideraba a esa bebé una intrusa en sus vidas, tal vez, solo tal vez, esa bebé terminara convirtiéndose en parte de su familia.



Darlén estaba nerviosa, algo en sus entrañas le decía que estar allí, era una muy mala idea, sobre todo para ella, porque la vieja Gilda se veía de lo más relajada y jovial, “¿Quién vive en esta casa?” Preguntó la joven, mientras la vieja llamaba a la puerta con suaves golpecitos, “Una bruja llamada Circe, ¿has oído hablar de ella?” Respondió Gilda, sin rodeos ni miramientos, ante el repentino espanto de la joven Darlén, pero antes de que esta pensara siquiera en responder a la pregunta, la puerta se entreabrió sin que nadie apareciera del otro lado, entonces la vieja entró, pero llevándose por delante a la joven con un calculado empujón que la dejó plantada dentro de la casa. En contraste con el luminoso día, el interior de la casa era una cueva, a cuya oscuridad costaba varios segundos acostumbrarse. El interior se veía pequeño, pero más que pequeño se sentía como saturado de cosas por todas partes, donde todo era robusto, grueso, tosco, incluso los muebles y las repisas, las ventanas eran pequeñas y por ellas apenas entraba claridad y el techo era tan bajo que se podía tocar estirando un poco la mano, “Ya me preguntaba qué había sido de ti” Dijo una voz de mujer, una voz muy bonita en verdad, Darlén se giró y vio el bulto de alguien trabajando sobre una mesa iluminada con un cacho de vela, por primera vez en su vida percibió el olor del que siempre le habían hablado que emanaba de ella, porque no era el de ella. La bruja se puso de pie, en la penumbra se podía ver que no era una mujer joven, pero tampoco se trataba de una anciana, sin embargo su rostro, aun con la pobre iluminación del lugar, era impresionante. Darlén contuvo el aliento. Se decía que las mujeres nacidas bajo la luna de sangre, no solo estaban dotadas para las artes ocultas y caracterizadas por un agradable aroma, sino que también eran hermosas por naturaleza, pero aquella mujer, Circe, tenía el rostro de una cabra.


León Faras.

domingo, 20 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

El desquite de Migas.



Tobi salió temprano en la mañana como cualquier cabrero lo haría, aunque a esa hora su padre ya estaba trabajando en la elaboración del queso que vendería su madre aquella misma tarde y esta ya estaba desmalezando su pequeño huerto de tomates y calabazas, esto, a pesar de que toda la familia, (a excepción de las hermanas más jóvenes de Tobi, dos niñas de nueve y diez años,) se había acostado bastante tarde esa noche porque habían llevado a cabo un acto de justicia y de limpieza cívica, lo primero, porque su hijo había sido golpeado, atado y secuestrado por un viejo demente y eso no podía quedarse impune, y lo segundo, porque eliminar a ese viejo cochino era librar a toda la comunidad del peligro y la mala influencia de un hombre acusado justamente de comercializar con carne humana y expulsado por esta razón de la ciudad, a la que no deb de regresar nunca. El muchacho iba contento, era un lindo día y la vida le sonreía, tenían acordado reunirse con Nina ese día, a eso del mediodía, en uno de sus lugares secretos, y tanto ella como él, jamás faltaban a esas citas. Llevó su rebaño, uno particularmente grande porque incluía cabras de tres propietarios distintos, a uno de sus sitios de pastoreo preferidos y se sentó sobre una piedra para devorar su desayuno, pero al abrir la boca para dar la primera mordida, un pinchazo en el cuello lo hizo dar un respingo, cuando se tanteó con la mano, encontró una cosa de lo más rara, como una gran espina con plumas atadas en la cola clavada a su cuello, pero más raro aun era que su vista se volviera repentinamente borrosa, que su boca se secara espantosamente y que sus músculos se relajaran hasta el punto de que no pudiera sostener su comida en las manos ni el equilibrio de su cuerpo sentado sobre esa piedra. Entonces, una figura alta y delgada se le paró delante, “Oh, mierda…” fue todo lo que Tobi alcanzó a murmurar antes de perder el conocimiento y caer de narices al suelo, tras reconocer al viejo Migas parado frente a él, sonriéndole complacido. Vivo, y no muerto en el incendio de su cabaña como el chico y su padre se imaginaron.



El dardo fue lanzado con una cerbatana, una caña larga y hueca por la que se soplaba con fuerza para disparar, el truco era que el interior del canuto estuviera perfectamente pulido y que el dardo cupiera lo más ajustado posible, pero sin llegar a quedarse atascado dentro, de esa manera se lograba un tiro perfecto. También era menester envenenar la punta del dardo para adormecer a la víctima porque de otra manera no causaba más daño que un simple pinchazo. Migas le quitó la ropa al cabrero antes de tirarlo como un bulto encima de su caballo, y la dejó estirada sobre un arbusto seco, de esa manera, las estúpidas cabras no se irían tras él, sino que se quedarían allí pastando tranquilamente mientras sintieran el olor de su amo. Luego se lo llevaría a un sitio preparado dentro de la espesura del monte donde lo colgaría de un árbol como a una pieza de caza y lo desangraría como a un chivo, de modo que el cabrero nunca más despertaría de su letargo.



Migas había aprendido hace mucho tiempo, que para destazar seres humanos se debía ser rápido y eficiente, básicamente porque casi siempre esto podía ser considerado como un delito, a pesar de lo mucho que el destazado se lo mereciera, también a tomar precauciones sobre la hora y el lugar para hacerlo, o como en este caso, hacerlo con su cerbatana a mano y lista para usarse en caso de oír a alguien acercándose y, quizá lo más importante, a deshacerse de los restos de manera correcta: abandonándolos en el monte, trozados y cubiertos de hojarasca para facilitarle el trabajo a las alimañas que no tardaban en aparecer a alimentarse, excepto por la cabeza, que era lo único que se debía sepultar a una prudente profundidad bajo tierra, y la razón no podía ser más simple, porque, que la gente se encontrara con algunos huesos en su camino, aunque estos fuesen humanos, eran solo huesos y no causaba ningún revuelo a nadie, pero un cráneo humano tirado por ahí causaba tal conmoción, que todo el mundo hablaba de eso durante días, haciendo especulaciones infundamentadas sobre el parecido con tal fulano que llevaba un par de días desaparecido o con tal mengano perdido hace más de cinco años, y la probable causa de la muerte y hasta podían caer algunos culpables solo por ver una calavera ¡Como si esta les pudiera hablar! En cambio, el resto de los huesos daba lo mismo si pertenecían a un perro, un humano o a un unicornio, eran solo huesos. Así era como el negocio de Migas se había mantenido en el anonimato durante largo tiempo: enterrando bien las cabezas que cortaba.



Ya por la tarde, la madre de Tobi, una mujer madura pero aún atractiva, se ponía en su pequeño puesto en la calle, junto con la menor de sus hijas, a vender el queso que había fabricado su marido ese día, no había mucha gente a esa hora porque todo el mundo estaba ocupado en sus menesteres, pero siempre tenía la esperanza de acabar temprano y regresarse a casa a continuar con sus múltiples tareas. Mientras anunciaba su producto, sintió el tirón en su falda que le dio su hija para llamar su atención, pero una nube de polvo rojizo que olía como a algo podrido, la golpeo en la cara cuando se volteó y la hizo cubrirse el rostro con la manga. Había alcanzado a ver la figura de un hombre viejo y flaco soplándose la palma de la mano en dirección hacia ella y aunque no alcanzó a reconocerle, quería borrarle la cara de una bofetada y aclararle algunos puntos sobre andar soltando sus porquerías encima de la gente, pero en cuanto lo vio, su ira se esfumó y se dio cuenta de que se trataba de alguien extremadamente interesante, un hombre maduro con un atractivo indescifrable, cuya voz, mirada o sonrisa podían cautivar a cualquier mujer, incluso su hija pequeña le miraba fascinada, como si se tratara de un príncipe montado sobre un corcel alado o algo así. Aquel señor, cuya voz era la de un ser celestial, por lo menos, le dijo con toda galantería que cargaba con una buena porción de carne fresca, carne de cerdo, le dijo, y que se preguntaba si ella estaría dispuesta a intercambiarla por uno de sus famosos quesos, la mujer, aunque no lo necesitaba para convencerse, le echó un vistazo al saco del viejo y comprobó que en verdad aquella carne tenía la mejor pinta y el aroma de la frescura, en eso no había engaño, aquella carne era tan fresca que el resto del cuerpo aún no había sido tocado ni siquiera por las moscas. La mujer aceptó el trueque sintiéndose afortunada y el hombre se retiró dejándoles a ambas una sensación de narcotizado bienestar, viendo cómo ese día era más brillante, más luminoso, el aire olía mejor, los pájaros cantaban más alegres y hasta ellas sentían deseos de cantar también, sin ninguna razón, solo por cantar.



Por la tarde, a punto del ocaso, Mozi comprobó con molestia que sus cabras no habían regresado aún, que ese cabrero irresponsable no había bajado de las colimas todavía y se preguntaba a qué diablos estaba esperando. Su hija Nina sabía que algo raro sucedía porque el muchacho había faltado a su cita ese día, pero no le diría nada de eso a su padre porque este le había prohibido ver al cabrero y ella era una chica obediente. Antes de que oscureciera por completo, el tabernero y otro de los propietarios de las cabras fueron a casa de los padres de Tobi para que le dieran explicaciones sobre la irresponsabilidad de su hijo, pero no encontraron más que frío silencio en esa casa, por la ventana de enfrente se podía ver una mesa servida, un banquete con una gran fuente llena de carne aún humeante al centro, algunas velas encendidas y a todos los miembros de la familia muertos sobre sus asientos, caídos sobre la mesa o sobre sus respaldos, todos envenenados y con una horrible y torcida mueca de felicidad en el rostro. Migas se había preocupado de que el veneno fuese agradable y así ninguno lo rechazara, ni siquiera las niñas.


León Faras.

sábado, 12 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXVI.



Qrima, luego de haber pasado la noche enrollado en una manta sobre su carreta, abrió los ojos y vio como la negra noche se estaba comenzando a teñir de azul, lo que significaba que el sol ya estaba muy cerca. Se incorporó para preparar sus caballos, los cuales se desayunaban con los hierbajos a la orilla del camino, para cuando las primeras luces del alba se asomaron, él ya estaba listo para regresar. A esa hora ya habían empezado a moverse los primeros carros y carretas con cadáveres cizarianos rumbo a las fosas donde estaban siendo sepultados por sus familiares y amigos, lo que se consideraba mucho más civilizado que solo quemarlos, como era la costumbre rimoriana, a los que, por cierto, no les sobraba la tierra, precisamente. Pudo averiguar, por los soldados apostados a lo largo del camino, que hasta esa hora, aún no había noticias del príncipe Rianzo lo que eran malas noticias para Darlén, aunque para Nila no tenía nada mejor que ofrecer tampoco, su última esperanza era encontrar el cadáver de Emmer abandonado en el Cruce, como dijo el capitán Dagar “entregado a las alimañas,” al menos así lo abría encontrado, pero sabía que eso era poco probable. Pasó junto al gran círculo de ceniza donde los rimorianos fueron incinerados y se preguntó cómo diablos habían hecho para quemar así a tal número de personas, todos amontonados y sin la cantidad de leña mínimamente necesaria, aunque la pregunta principal era cómo diantres habían hecho para derrotarlos en primer lugar, él vio a Emmer ponerse de pie luego de ser atravesado por una espada y si todos tenían la misma condición, era difícil de creer, “Tan inmortales no eran a fin de cuentas…” Pensó el viejo, cubriéndose la boca para respirar, porque la ceniza se levantaba como niebla en ese lugar con la más mínima brisa. Cuando ya salía de los campos de Cízarin, oyó un estrépito, fuerte y breve como un trueno, que reverberó en los cerros e hizo que los pájaros salieran volando asustados y los campesinos se voltearan hacia el horizonte o hacia el cielo buscando el origen del estampido. Se había oído a poca distancia, pero estaba convencido de que aquello no podía haber sido un ruido hecho por el hombre. Como fuese, continuó su camino sin volver a oírlo de nuevo. Encontró los restos del campamento hecho por los soldados en el Cruce durante el aguacero, no había gran cosa, pero junto a un árbol y a unas ataduras cortadas, encontró el chaleco de lana y cuero de Emmer, lo reconoció rápidamente por el hoyo esférico que tenía en medio del estómago y lo comprobó sacando la bola de hierro de su bolsillo y haciéndola pasar a través del agujero, por el que cabía a la perfección. En ese momento dos ideas se le cruzaron por la mente casi al mismo tiempo: el estruendo “fuerte como un trueno” que Emmer dijo oír cuando esa bola que le lanzó ese viejo estrafalario de Larzo se le metió en las tripas sin que él siquiera pudiera verla y el estampido que acababa de escuchar él al salir de Cízarin, “¿No serían dos plumas del mismo pájaro?” Se preguntó Qrima, jugueteando con la bola de hierro entre los dedos. Lo siguió meditando mientras registraba el lugar, pero igual que al principio, no encontró gran cosa, solo unas huellas, entre las muchas que habían gracias al lodazal formado por la lluvia esa noche, se fijó en unas que salían del campamento y se perdían en el camino hacia Bosgos, y según la experiencia del viejo, lo hacían con bastante prisa. No había forma de estar seguro, pero sin duda, esas huellas podían ser las de Emmer.



Esa mañana muy temprano, Gilda, luego de desayunar, cogió su carreta y le pidió a Darlén que la acompañara, con la excusa de que debía traer productos para su negocio desde su gruta y si la ayudaba acabarían más rápido, en parte tenía razón, pero lo que realmente quería era hablar con ella sobre su curiosa condición. Los niños aún dormían y Nila se encargaría de ellos, por lo que la muchacha aceptó encantada, pues también ella quería retribuir la hospitalidad de la anciana que las había recibido en su casa. Lo primero que hizo Gilda, una vez en camino, fue preguntarle por ese misterioso olor que desprendía, y la chica, incómoda por supuesto, como a quien le reprochan que huele muy mal, respondió que ella no desprendía ningún olor, “No muchacha, no me refiero a ese tipo de olores, me refiero a ese aroma tuyo, seguro que te lo han dicho muchas veces” Era cierto, su madre, desde que ella era muy niña, siempre sabía cuando andaba cerca porque decía que la podía oler y su padre la llamaba “Florecita” por la misma razón; Rianzo también se lo señaló muchas veces y ella siempre respondía que solo eran las flores y las hierbas aromáticas de su huerto, pues ella no tenía más explicaciones que esa para algo que ella no podía percibir, “No son las flores ni las hierbas, niña, eres tú, tú que viniste al mundo durante una noche con la luna ensangrentada” Darlén se asustó, parecía estar siendo acusada de algo muy grave, y ella ni siquiera sabía a qué se refería con luna ensangrentada, “Cuando la luna llena se tiñe de rojo…” Explicó la vieja, “…engendra a alguien especial, quien viene caracterizado con ese aroma y dotado del beneplácito de los dioses para las artes ocultas… ¿entiendes?” Darlén negó con la cabeza, preocupada, nadie le había dicho nada sobre lunas rojas ni nada parecido, nunca, además, qué era eso de las artes ocultas, ¿brujería acaso? Su madre decía que los brujos verdaderos ya no existían, que los que quedaban eran solo embusteros y charlatanes, “Eso suena a que conoció uno que no le dijo lo que deseaba oír…” Apuntó la vieja, con el aire pedante del que presume de saber más de lo que demuestra, “¿Entonces es cierto? ¿lo de la brujería?” La vieja sonrió porque Cicuta, su cabra, en ese momento olía a la muchacha con obstinada insistencia, tanto que esta luchaba por quitarse la nariz del animal de encima, “Lo es niña, y cualquiera puede aprender, pero no todos tienen el don… como te dije antes: la aprobación de los dioses, y tú la tienes.” “¿Usted es bruja?” Preguntó la chica con tono y gesto infantil, la vieja rió, porque eso era lo que creía la mitad de la ciudad, y la otra mitad estaba convencida, “No, niña, yo solo puedo oler a polvo de alhucema, no tengo el don, solo sé lo que está al alcance de mi mano, pero lo que hay en las estanterías de arriba está destinado para otro tipo de personas… como tú” Mientras hablaban, la carreta se detuvo frente a una pequeña cabaña aislada en medio de la nada, una chabola de lo más pintoresca, gracias al nutrido huerto que la rodeaba, repleto de plantas y hortalizas que crecían sanas y vigorosas, rebosantes bajo la luz del sol de la mañana, pero que a pesar de ello, no llamarían en lo más mínimo la atención de Cicuta.¿Qué hacemos aquí? ¿es aquí donde tiene sus hongos?” Preguntó la muchacha, con la inocente sensación de haber sido llevada como cerdo al matadero, la vieja negó mientras bajaba de su carreta, “Quiero que conozcas a alguien, no te asustes, es una buena persona… te lo aseguro” Darlén confiaba, o al menos eso quería, pero no podía evitar tener un mal presentimiento, “Solo quiero que la conozcas, y luego nos iremos…” Añadió la vieja con su sonrisa más seductora, “…pero de una cosa debes estar avisada: su aspecto puede impresionar a algunas personas. Ella es… diferenteConcluyó la vieja.


León Faras.



miércoles, 2 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXV.



Para cualquier cizariano que se preciase, las tontas historias rimorianas sobre espíritus errantes y muertos que regresan eran solo eso: tonterías, llegando estos incluso al extremo de afirmar que su feo bosque seco estaba habitado por ánimas malditas, y en Bosgos, la tendencia de pensamiento era más cercana al lado cizariano, por lo que aquí, hablar sobre estos temas pretendiendo pasarlos como reales era considerado charlatanería, y si la cosa se ponía seria, pasaba directamente a considerarse locura, pero esto no contaba para los rimorianos, pues estos ya estaban todos locos y no había nada que hacer. Janzo se acomodó en un rincón sobre la paja, se enrolló en su manta y en dos minutos ya dormía, mientras Emmer prestaba atención a todo sonido en la oscuridad del granero, aunque sabía que no eran más que ratas, porque todo el mundo sabe que los fantasmas no hacen ruido y no es que les tuviera miedo, el asunto era que en Rimos, encontrarse con un espíritu errante era considerado de muy mala suerte, pues estos eran los portadores del infortunio, salpicándolo y esparciéndolo por todas partes como no podía ser de otra manera, y él jamás había visto uno en toda su vida, lo que sin duda era algo muy bueno para su suerte, por lo que tentar la fortuna de esa manera yendo a meterse a un lugar en el que las ánimas estaban atascadas y encima de noche, era lo suficientemente insensato como para poner intranquilo a cualquiera. “Los muertos están muertos y los fantasmas no existen” Le aseguró Janzo antes de dormirse, “Desearía creer que eso es cierto” Le respondió Emmer, cerrando los ojos y procurando dormir también. Despertó de pronto, con la misma presteza que el soldado que sabe que le toca su turno de guardia y abre los ojos al mínimo toque, pero a él nadie lo había tocado, tal vez en su sueño. Aún estaba oscuro cuando comenzó a ver una pequeña y débil lumbre que se acercaba flotando a baja altura desde la entrada del granero pero sin llegar a iluminar demasiado, Emmer quiso hablar, preguntar por quién venía pero estaba paralizado, aunque no sentía miedo, no todavía, solo era que su cerebro no le obedecía. La luz se detuvo en medio del lugar y a algunos metros de él, y tras elevarse unos pocos centímetros se iluminaron los pies desnudos de alguien que pendía del cielo, por sus piernas corrían gruesos hilos de sangre que se descolgaban en espesos goterones, de pronto la imagen se vio mejor, como si hubiese clareado o como cuando por fin los ojos se acostumbraban a la oscuridad, el farolillo era sostenido por una niña pequeña, tal vez un niño, era difícil de precisar, que miraba hacia el cielo donde una mujer joven y flacucha, con el pelo sobre el rostro, colgaba desnuda de una viga mientras la pequeña a su lado solo la miraba, más curiosa que asustada. Emmer era solo un espectador, hasta que el infante se volteó hacia él haciéndolo partícipe de la escena. Aún no podía definir si era un niño o una niña cuando el farol se puso enfrente del pequeño y le ocultó la cara, pero antes pudo notar unos rasgos que le daban un aspecto muy raro al rostro del niño-niña, tenía los ojos más separados que jamás hubiese visto, junto con una fina mandíbula desencajada y desplazada hacia un lado y… Emmer había logrado verle durante solo un segundo, pero juraría que si lo que le colgaba a los lados no era pelo, sino orejas, aquello era un niño con cabeza de cabra. El niño, con el farol por delante, comenzó a caminar hacia él, en ese momento Emmer sí sintió miedo, miedo porque su cuerpo no le obedecía, porque no podía hablar ni ponerse de pie, porque no podía ni siquiera mirar a otra parte que no fuera el farol y porque se sintió tan vulnerable como nunca antes, entonces sintió el toque y abrió los ojos con el ímpetu de un portazo, ya había amanecido, Janzo estaba a su lado y lo miraba preocupado, como si su aspecto fuese lamentable, “Tu mandíbula… estaba temblando” Le dijo, con el mismo tono que usaría un médico para decirle a su paciente que su mal es incurable. Emmer se restregó la cara y se puso de pie, ya podía moverse, “No tenía una pesadilla desde hace siglos. Vámonos ya, este sitio no me gusta” Respondió, echándole una tímida ojeada a la viga de la que antes pendía un cuerpo, “Pues yo dormí como nunca” Afirmó el otro muy campante.



Migas contempló con ira y amargura cómo las llamas consumían su cabaña, tirado en el suelo de rodillas sin poder, ni intentar hacer nada para evitarlo. Sentía tanta rabia que podía matar al responsable con sus propios puños, pero ese no era su estilo, él era más efectivo mientras menos alardeara de ello. Una vez saciada el hambre del incendio, un pequeño trozo de su casa se mantuvo en pie, intacto, era donde estaba el fogón de su cocina, era como si, poéticamente, el fuego respetase al fuego o solo fue obra del viento que sopló en la dirección contraria, sin embargo, su padre ahora yacía bajo una pila de escombros humeantes y ennegrecidos, pero al menos estaba a salvo de esos necios arrogantes que se sentían con derecho a destruir la propiedad ajena a escondidas durante la noche y sentirse satisfechos y orgullosos por eso, “Oh, padre, tú lo previste, me dijiste que las advertencias no funcionarían con esta clase de gente, pero ahora no nos dejan más opciones, ahora sabrán quienes somos y de lo que somos capaces de hacer… nos las pagarán, padre, antes huimos para no pelear, pero ahora nos quedaremos”



En Cízarin aún se estaban cavando fosas para sepultar a los numerosos soldados cizarianos caídos durante la batalla y a los muchos ciudadanos que también habían luchado y muerto defendiendo sus casas o tal vez solo huyendo del peligro en la dirección equivocada o escondiéndose en un pésimo lugar. Entre los cadáveres apilados esperando sepultura, uno llamó la atención de unos soldados, uno recién traído a lomos de un burro por un pequeño viejo raquítico de aspecto malhumorado quien alegó, sin que nadie se lo preguntara, que él mismo lo había matado tras sorprenderlo tratando de robarle las pocas pertenencias rescatadas del incendio. El cuerpo, que pertenecía a un hombre joven, tenía una curiosa perforación perfectamente redonda en medio de la frente y era la única herida que tenía y la causante de su muerte. Cuando le preguntaron al abuelo, cuyo nombre era Larzo, con qué lo había golpeado, este sacó de una bolsa, una bola de hierro del tamaño de una cereza y como no le creyeron de buenas a primeras, los animó a que hurgaran en los sesos del difunto donde encontrarían otra de sus bolas incrustada, los soldados dudaron y el viejo los despreció como lo haría un experto frente a un grupo de novatos, “Lo haré yo mismo…” Gruñó con tono agrio, sacando su cuchillo y abriendo el cráneo del muerto con fría destreza, como si solo se tratase de la cabeza de un cerdo, hasta recuperar su bola de hierro y enseñarla orgulloso, como un minero que ha extraído una gran pepita de oro de la dura roca. Los soldados quisieron saber cómo lo había hecho para meterla allí y el abuelo les enseñó un extraño artilugio: un tubo de hierro de un metro y veinte centímetros de largo, sellado por uno de sus extremos en el que tenía una especie de recamara con una palanca, todo diseñado y construido por él mismo, además, el aparato contaba con unas protecciones de madera atadas con correas de cuero, como para facilitar su agarre y manejo, aunque para los soldados, la respuesta a su pregunta seguía siendo un misterio, ¿Cómo alguien podía meterle una bola de hierro en la cabeza a un hombre usando semejante cosa? Y el viejo, viendo una segunda oportunidad para promocionar su invención al ejército, aceptó hacer una demostración, pero exigió que al menos estuviera presente un oficial de alto rango, porque estaba seguro de que le interesaría mucho.


León Faras.

miércoles, 26 de octubre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXIV.



¿De verdad pasaste la noche en el Bosque Muerto?” Preguntó Gisli, removiendo el fuego para avivarlo y así calentar el puchero con sopa aguada que habían preparado para esa noche, “Fue la noche más negra de toda mi vida…” Afirmó Vádrid, sentado a casi un metro del fuego, cerca de la entrada de Sera, desde donde ya se vislumbraba el amanecer. Un hombre llamado Yan, que hace rato lo miraba de reojo, incrédulo, decidió dar su opinión, “¿Y qué hay de los Invisibles? Dicen que si te capturan, te pierden en una noche sin fin dentro del bosque… ¿los viste?” Todos se le quedaron viendo raro, incluso Boma cuyo manejo del idioma era limitado. Vádrid respondió, “No… por eso les llaman invisibles, pero sí los sentí, moviéndose a mi alrededor, rozándome con su aliento frío, llamándome por mi nombre con la voz de conocidos difuntos. Según los abuelos, la única manera de que no te capturen es ignorándolos, porque en el momento en que les respondes, de cualquier manera, ya eres su presa y no te soltarán, pero yo me quedé sordo, mudo y quieto, pegado contra un árbol, esperando hasta que amaneció” Yan asintió mirando a Gisli, mordiéndose el labio, conforme con la respuesta, “¿De dónde habrán salido todas esas almas voraces, verdad?” Preguntó. El viejo lo miró con sus ojos diminutos, “La pregunta es de dónde salió el bosque, qué clase de árboles son esos que parecen serpientes despellejadas y por qué se murieron sin que nada más volviera a crecer ahí… es como si nunca hubiesen dado semilla…” Todos se quedaron meditando aquello, como cuando te das cuenta de una gran verdad que siempre ha estado allí, pero que no te habías detenido a considerar. Vádrid, mientras recibía una escudilla de consomé, decidió continuar con la leyenda, “Dicen que el corazón del bosque, es un lugar enorme que está en otro mundo en el que siempre es medianoche… allí es donde te llevan los invisibles, te atrapan en una noche eterna en la que pierdes la cabeza y terminas como uno de ellos” “Esos son puros cuentos rimorianos, en Cízarin nadie cree en esas tonterías” Afirmó otro de los guardias que llegaba en ese momento a arrimarse al fuego en busca de algo de calor. Lo dijo con una sonrisa amistosa, y de inmediato se acercó a estirarle la mano a Vádrid, “Hola, soy Batu, bienvenido a Sera, el lugar donde los culpables andan libres y los inocentes están presos” Y volvió a sonreír. Vádrid lo saludó de vuelta, el tal Batu era uno de esos tipos que te agradan o los detestas en el acto y a él le había caído bien de inmediato, curioso, considerando que era un cizariano.



Apenas salía el sol y los aspirantes ya estaban formados en el patio haciendo sentadillas profundas con un hatillo de restos de armaduras viejas y espadas sin filo sobre los hombros, para ir acostumbrándose al peso, y debían hacerlo al ritmo de un tambor, para que nadie se quedara atrás ni pretendiera adelantarse al resto, ejercicio que Demirel odiaba desde siempre, pero que cumplía sin chistar por su inquebrantable amor al deber y a la carrera militar, a pesar de que su cara representaba el penoso rostro del mismísimo Sísifo. Esa mañana, Éscar lo autorizó para que bebiera un tazón de leche de cabra con mantequilla, pues el muchacho, para su sorpresa, se había tomado muy en serio su orden de no comer nada y tal parecía que la seguiría cumpliendo hasta desmayarse, pues lo que el instructor se habría esperado, era que el chico pidiera, comprara o directamente robara la comida a sus compañeros, pero nunca lo hizo. Eso sí, para el almuerzo le recetó una zanahoria, cosa que provocó las burlas de los chistosos de turno pues esa se consideraba comida para caballos, pero lo que estos no sabían, era que su instructor lo había hecho a propósito, pues para la tarde tenía planeado algunos ejercicios de lucha y sospechaba que se les acabaría el chiste a la mayoría cuando tuvieran que enfrentarse al robusto muchacho. Este era el estilo de lucha cuerpo a cuerpo en su estado más elemental: valiéndose de cualquier tipo de habilidad, maniobra o artimaña, el primero en derribar al otro, ganaba. El fundamento principal para tal ejercicio, según la explicación de Éscar, era que el soldado que caía durante una batalla era un soldado muerto, pues antes de que acertara a ponerse de pie ya habría sido atravesado por una espada media docena de veces, y eso debía evitarse. Para sorpresa de nadie, Demirel, que pesaba el doble que la mayoría y que se bamboleaba de un lado a otro como un borracho cargando un pesado barril de cerveza, no pudo ser tumbado y en cambio para él fue muy sencillo derribar a sus compañeros, casi todos menores que él y bastante más enclenques, excepto por uno que tampoco pudo ser derribado por nadie, pues era el mayor de todos, un año por encima de Demirel; alto, corpulento y hasta con la marca insipiente de una barba incompleta apenas revelándose al mundo. Un chico reservado, de pocas risas y menos amigos, que también se había tardado en entrar al servicio, pero no por no ser aceptado, como Demirel, sino porque su padre lo necesitaba en el duro trabajo del campo y se había visto obligado a retenerlo. Él vería en el chico gordo a un compañero con similares intereses y el mismo compromiso con la carrera militar y Demirel vería en él a un referente al que buscaría imitar e igualar, lo que los convertiría, más temprano que tarde, en grandes camaradas. Su nombre era Tibrón.



Féctor despertó de pronto, sobresaltado por el amenazante rugir de una bestia salvaje, tardó algunos pocos segundos en darse cuenta de que aquel ruido eran los ronquidos de Nut que dormía sentado, apoyado contra el mismo árbol y con la cabeza caída sobre el pecho. Era curioso, a pesar de su gran cuerpo, su cabeza era como la de un hombre normal. Recordó su plan de largarse lo antes posible en el mismo momento en que descubrió la figura de Cherman, cubierto con una manta y sentado junto a las ascuas, despierto. “Sí, con sus ronquidos nadie puede dormir, por eso prefiero que nos turnemos durante la noche…” admitió este, sin apenas mirarle y luego con un gesto lo invitó a sentarse junto al fuego, “Tranquilo, son solo brasas, no te morderán” Bromeó. Una vez que lo tuvo enfrente, lo miró a los ojos para comprobar una vez más cómo aquello le resultaba de incómodo a su compañero, “Es obvio que ocultas algo de lo que te avergüenzas, hasta Nut se da cuenta de eso, pero no tienes que dar explicaciones si no quieres. No podemos sentirnos siempre orgullosos de nosotros mismos y de todo lo que hacemos.” Féctor no respondió, solo miraba las brasas ceñudo, como un chico malcriado al que están sermoneando. Cherman continuó, “Sé cómo te sientes, el mejor espadachín de Rimos perdió su mano derecha… Yo perdí mi pierna en el momento en que más sueños tenía; un árbol me cayó encima y nada ni nadie fue capaz de moverlo, tuvieron que cortármela para sacarme de allí a pesar de mis protestas. Casi morí de dolor y de fiebre, y en ese momento, te juro que lo prefería antes que vivir como un inútil, pero me recuperé y mi abuelo me trajo esto…” Cherman se golpeó la pierna falsa, “…si no la hubiese traído él, jamás la hubiese aceptado, pero de él podía aceptar cualquier cosa. Me obligó a usarla, todos los días, a aprender a caminar de nuevo como si fuera un crío, luego a correr y luego a pelear. Ahora, si me devolvieran mi pierna de verdad, seguramente no la aceptaría, porque tendría que aprender todo otra vez” Cherman esbozó una sonrisa, y notó que su compañero ya lo miraba a los ojos sin que estos intentaran huir, “Lo que quiero decir es que no estás muerto, solo te cambiaron un poco las reglas del juego y tu obligación es sacar el máximo provecho de ello” La mirada de Féctor tenía ahora un dejo de desprecio, pero era más que nada por sí mismo y por su situación, “¿Y cómo demonios voy a sacar provecho de una mano cercenada?” Preguntó, pretendiendo victimizarse, Cherman se encogió de hombros, “Consiguiendo algo mejor” Dijo.


León Faras.

miércoles, 12 de octubre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXIII.



Un sujeto pequeño, con peinado pomposo y con ese aire farsante que tienen los bienhechores gratuitos, se acercó a la mesa de Emmer y Janzo con su jarra de cerveza en la mano mientras estos engullían su cena. Les dijo que había oído lo que hablaban con Mozi y que debían estar avisados si pensaban pernoctar en ese lugar, porque la hija del tabernero, Nina, solía visitar con frecuencia a los hombres durante la noche, “…y eso quizá para ustedes pueda estar muy bien, pero si Mozi los oye, los correrá de su negocio con un hacha en la mano, y con lo puesto encima… y la chica no tiene fama de ser muy discreta” Concluyó con una sonrisa que pretendía ser cómplice pero que no repercutió en los demás, por lo que debió tragársela de inmediato, y luego añadió en tono de chisme pero más formal y serio, “La muchacha está enferma, todos aquí lo saben pero su padre no quiere aceptarlo…” Emmer y Janzo le miraban con el ceño apretado y sus cucharas llenas de mazamorra verde detenida en el aire, con la boca abierta esperando para recibirla. Natural, después de recibir información tan rara, de un tipo tan raro y que ni siquiera la habían pedido. “¿Enferma?” Balbuceó Emmer, pues en su opinión y experiencia la chica se veía muy sana, el sujeto se acomodó su peinado, impaciente, “Es su apetito, ¿entienden? Un hombre no le basta, ni dos; es como si estuviera poseída por algún espíritu… ¿entienden? Siempre queriendo más y más…” Afirmó el sujeto arqueando las cejas y con cierto aire frustrado en el tono, como si estuviera hablando desde un punto de vista personal, percibió Janzo, “Gracias…” Le dijo este, metiéndose por fin la cuchara en la boca que llevaba estacionada en el aire un rato. La verdad era que ambos habían llegado hasta allí en busca de sus familias, y estaban pasando por toda clase de penurias para conseguirlo, además de sentirse cansados y angustiados por no saber nada sobre el paradero de sus mujeres, por lo que, una aventurilla con una chica ninfómana no estaba en los planes de ninguno de los dos, así se lo hicieron saber al sujeto, el cual asintió con profunda resignación, como un piadoso sacerdote oyendo al más arrepentido de sus feligreses, “Escuchen, puedo ofrecerles mi granero si quieren para pasar esta noche, no es la gran cosa, pero estarán bien… si no son demasiado supersticiosos” “Supersti… ¿qué?” Replicó Emmer. Janzo aceptó el ofrecimiento por los dos, pero quiso saber a qué supersticiones se refería y el hombre respondió que a aquellas que se inventa la gente que cree en fantasmas.



Migas recorrió la ciudad casi completamente a oscuras salvo por un trozo de luna que flotaba en el cielo y alguna que otra antorcha aún encendida a pesar de la hora. La mayoría de la gente dormía desde hacía rato, pero los que no, estaban bebiéndose su última cerveza en la taberna de Mozi y discutiendo sus variadas opiniones sobre cómo mejorar la ciudad. Duma observó por la ventana, eran cinco contando al tabernero, todos juntos en torno de una misma mesa. Se arrodilló en el piso bajo el farol del negocio, cogió de su bolso una hoja de papel impregnada con una mezcla de aceites, le puso algunas hierbas especiales, un poco de yesca y la cantidad justa con la mezcla exacta de los polvos que Gilda le vendió, e hizo una bola con el papel del tamaño de un limón con todos los ingredientes dentro. Los poderosos hongos deshidratados de Gilda los usaría solo como advertencia, pero si seguían molestándolo les mostraría cómo un hombre puede perder la cordura hasta desear su propia muerte o quedar tonto de remate o tullido irremediablemente, sin necesidad de llegar a matar a nadie, ¡Bah! Cualquiera podía matar con veneno, eso era cosa de principiantes, se podía hacer cosas mucho más originales con esos hongos si se sabía cómo mezclarlos, con qué y en qué cantidades. Luego cogió un trozo de caña que ya traía preparada, cuyo interior, una diminuta araña Milagro había cubierto con sus telarañas, las que eran el mejor filtro conocido por el hombre. Se puso unas pinzas en la nariz, encendió su pequeña bomba de humo alucinógeno y se las lanzó rodando con fuerza dentro de la taberna, esperó algunos segundos a que se oyeran los primeros tosidos de los hombres encerrados allí y respirando por la caña metida en la boca, entró. Los hombres ahí dentro, vieron el humo aparecer de la nada tras un murmullo no mayor al que hace una rata común al desplazarse en la penumbra y para cuando encontraron el origen, la nube alucinógena ya los había envuelto. Tuvieron la intención de salir, pero de pronto todo empezó a moverse a su alrededor, las mesas crecían enormes como casas, las vigas del techo caían sobre sus cabezas amenazantes, las sillas se movían solas y todos veían con horror cómo el lugar se llenaba de criaturas aladas que no eran pájaros, pequeñas y grandes, que los asediaban revoloteando por todo el edificio entre la penumbra enrarecida por el humo. Entonces vieron entrar a un hombre alto con un gran cuchillo en la mano, delgado y encapuchado como la mismísima muerte, que parecía transportarse, moviéndose muy lento a ratos y apareciendo muy cerca de ellos luego, como un espectro del Bosque Muerto. De pronto todo el negocio ardía en llamas, con el encapuchado en medio sin apenas inmutarse, este se les acercó quitándose la capucha y revelando su rostro, se parecía al viejo Migas, pero se veía más pálido, con unos ojos enormes y diabólicos, y una nariz grotescamente empinada. Este clavó su cuchillo en el suelo y les habló con una voz gangosa debido a la pinza que le obstruía la nariz, “No permitiré más estupideces…” Tomó aire a través de la caña, “No dejaré que me corran de mi hogar… ni a mí, ni a mi padre… y si insisten, me defenderé con todo lo que tengo… y no habrá piedad para nadie… ni para ustedes ni para sus familias. Os aviso, ¡déjennos en paz!” Amenazó el viejo, quién parecía un asmático tomando bocanadas de aire de su inhalador tras cada frase, sin embargo, los hombres no lo veían así, sino como una versión mucho más demoníaca e intimidante de él, envuelta en llamas que devoraban todo y lo volvían a restaurar mágicamente y a la que no podían ignorar ni dejar de temer, de pronto, uno de los hombres comenzó a sollozar de miedo “Es mi hermano… él y su hijo Tobi querían quemar la cabaña de Migas… esta noche… por favor perdónalos, ¡perdónanos a todos!” Mozi habló por primera vez para corroborar aquello, “¡Sí, es cierto! ¡Ese insensato no quiso oírnos!” Migas se irguió, y los asustados hombres lo veían mucho más grande de lo que realmente era, también su cuchillo, “¡Lo pagará! ¡Juro que lo pagará! ¡Todos lo pagarán!” Anunció a gritos levantando el puño, olvidándose al último de aspirar a través de la caña y sintiendo de pronto un suave mareo, como el borracho que no sabe lo ebrio que está hasta que intenta ponerse de pie, por lo que decidió salir de allí rápido. Una vez afuera, dio un respingo al encontrarse con su caballo, que le pareció mucho más grande de lo que recordaba y aunque él sabía que aquello no era más que una alucinación, aun así le costó mucho trabajo montarse en una bestia tan alta para volver a su cabaña, confiando más en el instinto del animal que en sus propios sentidos, que a ratos lo hacían sentir que volaban y luego que iban a estrellarse contra el piso. Cuando llegó, abrazado al cogote de su rocín para no caerse, vio cómo la mitad de su cabaña estaba en llamas y por alguna razón supo que aquello no lo estaba alucinando.


León Faras.

domingo, 2 de octubre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXII.



Migas, quien en realidad se llamaba Duma, pero ni él mismo tenía interés en recordarlo, había pasado buena parte de la tarde de aquel día recuperando tablas viejas y clavos oxidados en su cabaña, con los que fabricar un improvisado cajón. No era un maestro carpintero, pero podía apañárselas con algo así sin acabar en un completo desastre. Con el comienzo del ocaso, en un cuartucho con piso de tierra añadido a su cabaña, en el que solían guardar herramientas y materiales, se puso a cavar afanosamente una fosa iluminado apenas por una extenuada lámpara cuya lastimera llama temblaba como un niño asustado. Migas, que parecía un viejo débil y quebradizo, en realidad tenía fuerza física y energía suficiente para manejar la pala como un sepulturero con experiencia, “Oh, padre, lo sé… pero será por poco tiempo, lo prometo” Dijo, mientras jadeaba bañado en sudor y tragando el aire a bocanadas, “No podemos ceder esta vez a sus amenazas, padre… ya no tenemos a donde ir. Yo me encargaré de ellos, haré lo que me dices, pero antes debo dejarte en un lugar seguro” Después de un par de horas de trabajo, el agujero estaba terminado y Migas, metido dentro, emparejaba el piso con golpes de pie, como quien intenta eliminar una sabandija escurridiza de un pisotón, “Oh, padre, no puedes quedarte aquí afuera, esos depravados son capaces de venir con antorchas y quemar la cabaña con nosotros dentro… aquí abajo estarás seguro” Aseguró Migas con el gesto compungido de quien debe dar terribles noticias, mientras cargaba a su padre y lo depositaba cuidadosamente dentro del cajón ubicado ya en el fondo de la fosa, “Duerme, padre, yo volveré pronto…” Fue su amoroso comentario antes de ponerle la tapa y comenzar a cubrirlo de tierra. Luego, y sin perder tiempo, cogió el dinero que tenía, se cubrió de pies a cabeza con una oscura manta y se montó en el menos deteriorado de sus dos caballos para alejarse de la cabaña en la más completa oscuridad.



Debía de ser medianoche, la oscuridad era total dentro de su casa a excepción de las últimas llamas azuladas que brotaban de las ascuas de su chimenea. Mientras todos dormían, Gilda bebía una infusión de invención propia junto al fuego, cuando golpearon su puerta con extraña discreción, la segunda vez fueron un poco más insistentes, la mujer se paró antes del tercer intento, “Aquí la gente duerme ¡Váyase de aquí!” Ordenó la vieja, pero una voz familiar de afuera le respondió: “Sé muy bien que tú hace años que no duermes…” En realidad sí dormía, pero nunca más de dos horas por noche. Se podía decir que Cicuta también parecía reconocer esa voz, porque no se mostraba nerviosa ni agresiva, “¿Quién es usted y qué es lo que quiere?” Susurró la vieja, apremiante. El hombre de afuera respondió en idéntico tono, “Somos viejos amigos, Gilda, solo necesito que me vendas algunos de tus productos… es urgente” Sin duda la voz le sonaba como una conocida hace mucho y luego olvidada durante años, pero familiar al fin, por lo que encendió una lámpara y se asomó afuera, el hombre parado allí le sonrió amable, pero su gesto entre las sombras de su capucha se veía como la mueca de un espectro maligno, la vieja se sorprendió de verlo, “Vaya, en estos días parece como si los muertos estuviesen saliendo de sus tumbas para visitarme… ¿Eres tú Duma, el carnicero de Cízarin?” El viejo Migas estaba allí para pedirle algo de su mercancía especial, aquella que solo vendía a sus clientes más devotos y antiguos, aquellos productos capaces de matar o enloquecer, “¿Qué estás planeando, viejo?” Preguntó Gilda con falsa suspicacia, mientras partía en busca de sus cosas. La pregunta era retórica, pues ella decidía a quién le vendía y a quién no, pero de hacerlo, no hacía preguntas cuyas respuestas prefería no conocer, ella se libraba de cualquier responsabilidad sabiendo que no vendía venenos, solo las materias primas, las cuales, cualquiera podía conseguir sabiendo una o dos cosas sobre los hongos, que eran su especialidad. El viejo Migas respondía con buen humor algo sobre “eliminar una plaga de su huerto” cuando de pronto un sutil aroma lo alertó y comenzó a olisquear el aire como un perro que ha perdido a su presa. Era un olor como a flores que flotaba en la oscuridad total de la casa, pero, con algo de experiencia, se sabía que ninguna flor tenía tal perfume. Gilda lo sorprendió metiendo su nariz donde no le importaba y lo reprendió y el viejo la acusó enérgicamente, pero todo en tono de susurro, “¡Tienes una hechicera metida aquí dentro!” La vieja lo hizo callar como si fuese un chiquillo insolente, “¡Chist, la chica no sabe nada!” Chilló. “Eso es muy inusual. Será mejor que te encargues o alguien más lo hará…” Respondió el viejo, recibiendo sus productos y entregando el dinero, luego de eso se fue olvidándose por completo del asunto. La historia era tal que así: las personas que nacían durante una de esas raras noches en la que la luna llena se volvía amarilla o roja, nacían predispuestas para la hechicería y el ocultismo. Estas siempre eran mujeres, siempre hermosas en contraste con el resto de su familia y desprendían un aroma que ellas mismas no podían percibir y que el común de la gente confundía con el perfume de alguna flor. Sin embargo este era solo un don, un talento, la más rara y poderosa de las predisposiciones, que valía de poco sin el debido entrenamiento, como con cualquier otro arte. La advertencia del viejo Migas, era sensata, ya que ese talento podía ser canalizado tanto para solucionar daños como para causarlos, y esta última opción solía ser mucho más lucrativa.



“…Fue una lluvia de flechas de fuego, al principio creí que se trataba de algo mágico, porque ese fuego abrasaba a los hombres por completo, incluso desde dentro hacia afuera hasta escupirlo por la boca, pero no eran las flechas, sino nosotros los que ardíamos como yesca. Yo apenas pude, corrí hacia el canal más cercano y me zambullí… así fue como escapé” Concluyó Féctor, narrando los detalles de su huida con la vista inquieta, saltando de un lado a otro y sin posarse sobre ningún sitio, y menos en los impasibles ojos de Cherman, lo que era muy raro para éste, viniendo del siempre orgulloso y altanero Féctor quien afirmaba que toda batalla, incluso las que no se daban, comenzaban con una mirada firme y decidida, sin embargo, Cherman meneaba la cabeza, comprensivo, “No había nada más que pudieras hacer… menos mutilado así como estabas ¿Sabes algo de Vanter, qué pasó con él?” Féctor negó con la cabeza, mirando al suelo y sujetándose el muñón como si alguien se lo quisiera quitar. Nut, el gigante, quien había permanecido en silencio escuchando, le hizo un comentario a su amigo en su tosco idioma, este asintió intuyendo lo que le decía y que él mismo percibía, “algo muy malo ocurría con los ojos de su compañero” Mientras tanto, Féctor planeaba irse durante la noche, porque tarde o temprano Cherman averiguaría la verdad de lo que había sucedido con él esa noche, y no quería estar cerca cuando eso ocurriese.


León Faras.