sábado, 12 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXVI.



Qrima, luego de haber pasado la noche enrollado en una manta sobre su carreta, abrió los ojos y vio como la negra noche se estaba comenzando a teñir de azul, lo que significaba que el sol ya estaba muy cerca. Se incorporó para preparar sus caballos, los cuales se desayunaban con los hierbajos a la orilla del camino, para cuando las primeras luces del alba se asomaron, él ya estaba listo para regresar. A esa hora ya habían empezado a moverse los primeros carros y carretas con cadáveres cizarianos rumbo a las fosas donde estaban siendo sepultados por sus familiares y amigos, lo que se consideraba mucho más civilizado que solo quemarlos, como era la costumbre rimoriana, a los que, por cierto, no les sobraba la tierra, precisamente. Pudo averiguar, por los soldados apostados a lo largo del camino, que hasta esa hora, aún no había noticias del príncipe Rianzo lo que eran malas noticias para Darlén, aunque para Nila no tenía nada mejor que ofrecer tampoco, su última esperanza era encontrar el cadáver de Emmer abandonado en el Cruce, como dijo el capitán Dagar “entregado a las alimañas,” al menos así lo abría encontrado, pero sabía que eso era poco probable. Pasó junto al gran círculo de ceniza donde los rimorianos fueron incinerados y se preguntó cómo diablos habían hecho para quemar así a tal número de personas, todos amontonados y sin la cantidad de leña mínimamente necesaria, aunque la pregunta principal era cómo diantres habían hecho para derrotarlos en primer lugar, él vio a Emmer ponerse de pie luego de ser atravesado por una espada y si todos tenían la misma condición, era difícil de creer, “Tan inmortales no eran a fin de cuentas…” Pensó el viejo, cubriéndose la boca para respirar, porque la ceniza se levantaba como niebla en ese lugar con la más mínima brisa. Cuando ya salía de los campos de Cízarin, oyó un estrépito, fuerte y breve como un trueno, que reverberó en los cerros e hizo que los pájaros salieran volando asustados y los campesinos se voltearan hacia el horizonte o hacia el cielo buscando el origen del estampido. Se había oído a poca distancia, pero estaba convencido de que aquello no podía haber sido un ruido hecho por el hombre. Como fuese, continuó su camino sin volver a oírlo de nuevo. Encontró los restos del campamento hecho por los soldados en el Cruce durante el aguacero, no había gran cosa, pero junto a un árbol y a unas ataduras cortadas, encontró el chaleco de lana y cuero de Emmer, lo reconoció rápidamente por el hoyo esférico que tenía en medio del estómago y lo comprobó sacando la bola de hierro de su bolsillo y haciéndola pasar a través del agujero, por el que cabía a la perfección. En ese momento dos ideas se le cruzaron por la mente casi al mismo tiempo: el estruendo “fuerte como un trueno” que Emmer dijo oír cuando esa bola que le lanzó ese viejo estrafalario de Larzo se le metió en las tripas sin que él siquiera pudiera verla y el estampido que acababa de escuchar él al salir de Cízarin, “¿No serían dos plumas del mismo pájaro?” Se preguntó Qrima, jugueteando con la bola de hierro entre los dedos. Lo siguió meditando mientras registraba el lugar, pero igual que al principio, no encontró gran cosa, solo unas huellas, entre las muchas que habían gracias al lodazal formado por la lluvia esa noche, se fijó en unas que salían del campamento y se perdían en el camino hacia Bosgos, y según la experiencia del viejo, lo hacían con bastante prisa. No había forma de estar seguro, pero sin duda, esas huellas podían ser las de Emmer.



Esa mañana muy temprano, Gilda, luego de desayunar, cogió su carreta y le pidió a Darlén que la acompañara, con la excusa de que debía traer productos para su negocio desde su gruta y si la ayudaba acabarían más rápido, en parte tenía razón, pero lo que realmente quería era hablar con ella sobre su curiosa condición. Los niños aún dormían y Nila se encargaría de ellos, por lo que la muchacha aceptó encantada, pues también ella quería retribuir la hospitalidad de la anciana que las había recibido en su casa. Lo primero que hizo Gilda, una vez en camino, fue preguntarle por ese misterioso olor que desprendía, y la chica, incómoda por supuesto, como a quien le reprochan que huele muy mal, respondió que ella no desprendía ningún olor, “No muchacha, no me refiero a ese tipo de olores, me refiero a ese aroma tuyo, seguro que te lo han dicho muchas veces” Era cierto, su madre, desde que ella era muy niña, siempre sabía cuando andaba cerca porque decía que la podía oler y su padre la llamaba “Florecita” por la misma razón; Rianzo también se lo señaló muchas veces y ella siempre respondía que solo eran las flores y las hierbas aromáticas de su huerto, pues ella no tenía más explicaciones que esa para algo que ella no podía percibir, “No son las flores ni las hierbas, niña, eres tú, tú que viniste al mundo durante una noche con la luna ensangrentada” Darlén se asustó, parecía estar siendo acusada de algo muy grave, y ella ni siquiera sabía a qué se refería con luna ensangrentada, “Cuando la luna llena se tiñe de rojo…” Explicó la vieja, “…engendra a alguien especial, quien viene caracterizado con ese aroma y dotado del beneplácito de los dioses para las artes ocultas… ¿entiendes?” Darlén negó con la cabeza, preocupada, nadie le había dicho nada sobre lunas rojas ni nada parecido, nunca, además, qué era eso de las artes ocultas, ¿brujería acaso? Su madre decía que los brujos verdaderos ya no existían, que los que quedaban eran solo embusteros y charlatanes, “Eso suena a que conoció uno que no le dijo lo que deseaba oír…” Apuntó la vieja, con el aire pedante del que presume de saber más de lo que demuestra, “¿Entonces es cierto? ¿lo de la brujería?” La vieja sonrió porque Cicuta, su cabra, en ese momento olía a la muchacha con obstinada insistencia, tanto que esta luchaba por quitarse la nariz del animal de encima, “Lo es niña, y cualquiera puede aprender, pero no todos tienen el don… como te dije antes: la aprobación de los dioses, y tú la tienes.” “¿Usted es bruja?” Preguntó la chica con tono y gesto infantil, la vieja rió, porque eso era lo que creía la mitad de la ciudad, y la otra mitad estaba convencida, “No, niña, yo solo puedo oler a polvo de alhucema, no tengo el don, solo sé lo que está al alcance de mi mano, pero lo que hay en las estanterías de arriba está destinado para otro tipo de personas… como tú” Mientras hablaban, la carreta se detuvo frente a una pequeña cabaña aislada en medio de la nada, una chabola de lo más pintoresca, gracias al nutrido huerto que la rodeaba, repleto de plantas y hortalizas que crecían sanas y vigorosas, rebosantes bajo la luz del sol de la mañana, pero que a pesar de ello, no llamarían en lo más mínimo la atención de Cicuta.¿Qué hacemos aquí? ¿es aquí donde tiene sus hongos?” Preguntó la muchacha, con la inocente sensación de haber sido llevada como cerdo al matadero, la vieja negó mientras bajaba de su carreta, “Quiero que conozcas a alguien, no te asustes, es una buena persona… te lo aseguro” Darlén confiaba, o al menos eso quería, pero no podía evitar tener un mal presentimiento, “Solo quiero que la conozcas, y luego nos iremos…” Añadió la vieja con su sonrisa más seductora, “…pero de una cosa debes estar avisada: su aspecto puede impresionar a algunas personas. Ella es… diferenteConcluyó la vieja.


León Faras.



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