martes, 30 de enero de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVII.



Migas entró a la ciudad usando un sombrero de paja y una manta que le tapaba hasta las orejas, además de haberse tiznado media cara durante la noche para no ser reconocido, no quería problemas con la ley por algunos vagos extranjeros desaparecidos y aprovechados para el consumo humano hace años. Siempre había algunos que no olvidaban nunca. Nimir, a su lado, no había evolucionado nada en toda la noche, continuaba disminuido como un perro apaleado por su amo sin entender el porqué, murmurando cosas ininteligibles que desesperaban y hacían enojar a Migas al no poder entender ni media palabra de lo que decía, y eso le hacía gritarle y ofrecerle golpes, pero sin lograr nada más que hacer que Nimir se encogiera y se cerrara otra vez en su frágil caparazón de ensimismamiento, más adelante, en una esquina, estuvo a punto de chocar con otra carreta por ir ocupando su atención en exigir un cambio de actitud a su compañero de viaje, por suerte el otro se detuvo a tiempo y él logró esquivar el choque. La otra carreta iba conducida por una niña. Qué clase de gente irresponsable mandaba a una niña a manejar un vehículo, se preguntó Migas con evidente desprecio en el gesto, sin embargo, lo que le llamó la atención, era que junto a la niña viajaban dos mujeres más, una joven y una mayor que podía ser la madre de ambas, esta última le echó una mirada larga e incómoda que no se le despegó hasta que comenzó a alejarse; una mirada de angustia o de espanto. “¿Acaso viste un fantasma, mujer?” Preguntó el viejo, retóricamente. En la otra carreta, Rubi también había notado que su madre se había quedado con la boca abierta, los ojos grandes y las cejas arqueadas, mirando a ese extraño sujeto que pasó frente a ellas, extraño, pero no mucho más que cualquier otro. “¿Lo conoces?” Preguntó Falena. Teté negó con la cabeza tratando de pensar, como si hubiese olvidado las palabras más elementales para expresarse. “¿Qué te ocurre, mamá?” Preguntó Rubi, con su tono más persuasivo. Teté estaba en blanco, como si tuviera muchas cosas sucediendo en su cabeza al mismo tiempo sin poder organizarlas, hasta que una idea se volvió más clara y evidente que las demás: “La gente tiene una luz, una luz que crece cuando la muerte se acerca… ese hombre… no tiene luz.” Dijo.



Garma se había vuelto una celebridad en Jazzabar, para su pueblo y para su rey, no solo por su habilidad en la lucha o por su sobrenatural capacidad para recuperarse de las heridas, sino también por su amabilidad inherente, su dulzura en el trato y su inalterable respeto por todos los demás, fueran quienes fueran, y si su pueblo lo amaba, Cegarra también lo amaba. Visitaba la Descorazonada con regularidad, donde recibía más de un trago gratis por parte de sus numerosos admiradores, que él recibía con la moderación y la gratitud de un monje. Conversaba con Nazli durante horas, saludaba a Grisélida en su rincón con el cariño de un sacerdote que visita a uno de sus fieles ancianos, y desde hace un tiempo, les llevaba pequeños obsequios y golosinas a los hijos de Gina, los que vivían junto a su madre en la Descorazonada, y es que Nazli no había tenido opción, si hasta Grisélida le rogó que la dejara quedarse y cantar en el negocio; su timbre celestial, su voz de soprano y su oído absoluto la hacían formidable, solo le exigió una condición: no más hijos, porque cuatro eran más que suficientes, si solo su habilidad para el canto era superior a su habilidad para parir, pero Gina le respondió con un poco de angustia y total inocencia: “Pero si yo nada he tenido que ver en eso…” Porque para ella, los hijos eran un regalo o a veces también una imposición de los dioses, así se lo habían enseñado, eran ellos quienes decidían a quien preñar y a quien no, y a las mujeres no les quedaba de otra que aceptarlo o aceptar el castigo, “…porque, ¿de qué otra manera podía aparecer un bebé dentro de la barriga de alguien?” Argumentó. Todos podían tener sus teorías, todos habían oído alguna historia al respecto, pero nadie tenía una respuesta clara y concreta, por lo que Gina quedó libre de continuar con sus creencias.



Aquel día en la Descorazonada hubo rumores, alguien que conocía a alguien que era amigo de un pariente de Elsa, la mujer de Váspoli, decía que supo de muy buena fuente que el ataque a Bosgos había sido un completo desastre, mucho peor que el de Velsi y que el rey Siandro iba a rearmar su ejército reclutando a todos los hombres de Jazzabar, los que eran el ochenta por ciento de la población total del puerto. “¡Cegarra jamás permitiría eso!” Exclamó Pidras, desde la cocina, sacando medio cuerpo por la ventanilla, pero el otro no tenía la misma fe en un autoproclamado rey de un puerto fluvial. “¿Y qué crees que hará? ¿enfrentarse al rey de Cízarin? ¡Él no es un rey de verdad, ceporro!” “¡Cierra esa puta boca o te haré comer mierda la próxima vez que vengas!” Replicó el cocinero, furioso. “¡Tu comida ya es una mierda, guadarro!” Terció otro. La cosa subía de tono rápidamente hasta que intervino Garma y su respetada presencia, llamando a la paz enseñando sus palmas, como un santo en medio de un tumulto. “Rumores son rumores, amigos, y discutir por ellos es tan tonto como discutir por el clima que habrá mañana o la semana que viene… ¿Acaso alguien puede apostar la comida de su familia a que habrá sol dentro de tres días? Y sí, Cegarra no es un rey de verdad, pero él fundó este lugar, él paró el primer poste en el lecho del río, él comenzó a construir todo esto y animó a los demás a que lo siguieran, por lo que, para muchos de nosotros aquí, Cegarra sí es nuestro rey, y llegado el momento, actuaremos en consecuencia.” Era difícil de creer para Nazli, pero Garma era todo un patriota jazzabariano ahora.



Si el discurso de Garma era apaciguador, el canto de Gina que le siguió fue arrullador, la discusión se apagó sin dejar ascuas siquiera, los rostros se suavizaron y los contendientes olvidaron sus rencillas con una sonrisa de dulce satisfacción en el rostro, ya no había guerras ni reyes, solo el canto de Gina, y su canto hablaba sobre una mujer cuyo amor ha muerto y ahora solo desea dormir para estar con él en sus sueños.


León Faras.

domingo, 14 de enero de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVI.



Vanter cosía algunas heridas, cauterizaba otras y reparaba huesos con maestría, rapidez y frialdad, como el ejército lo exigía. No le gustaba quejarse y no le gustaba oír quejas tampoco, así que hacía lo que debía hacer con las manos de un hábil curandero, pero la cara de un guardia carcelario mosqueado contigo al que le importa un nabo lo que sientas. “No hables o te dolerá más.” Parecían decir sus ojos. “Por poco, y creí que no lo lograrías.” Dijo una voz familiar detrás de él, Vanter lo miró con la expresión entre aturdida e incrédula, de un boxeador que acaba de ser derribado de un golpe. “¡Por los huesos del primer hombre! Tampoco creí volver a verte de nuevo.” Aquel era Cherman, el bueno y siempre confiable Cherman. Se abrazaron como camaradas. Vanter se cubría la cicatriz del cuello con un pañuelo, por lo que le pareció curioso el comentario de su amigo: “¿Cómo sabes que casi no lo logro?” Preguntó enojado, aunque no era que lo estuviera en realidad, su rostro era duro y sus gestos toscos, luego se suavizaron cuando supo que aquel lo había encontrado en el campo de batalla con la mitad del cuello rebanado y la cabeza desprendida casi por completo de su cuerpo y lo había dejado en un lugar seguro. “Nos quedamos atascados en el puerto flotante de Jazzabar, Damir acabó muerto allí y yo terminé en el río. Para cuando volví, ya todo había terminado…” Luego de una pausa, agregó como rememorando. “Había un perro hurgando en los cadáveres aquella noche, uno feo como una blasfemia, pero ese perro me guio hasta ti y se quedó a tu lado cuando yo me fui.” Vanter pareció esbozar una sonrisa. “¡Oh, ese condenado animal! No sé qué diantres comió esa noche, pero te aseguro que no es para nada un perro normal, es como si llevara el alma de un hombre dentro. ¡Al maldito solo le falta hablar!” Esos comentarios supersticiosos no eran nada comunes en Vanter, pero si los hacía, era por algo. “Siempre me sigue a todos lados aunque yo no quiera, pero cuando lo llamé para que nos acompañara a venir aquí, se me quedó mirando como si le hubiese sugerido una absoluta estupidez, luego solo me ignoró, se volteó y se fue a echar a su rincón. ¡Y además, ¿cuántos años se supone que debe vivir un perro?!” “Dicen que el hombre vive la vida de tres perros, supongo que depende de cuánto viva un hombre.” Respondió Cherman, rascándose la barba rala que le crecía en el mentón para dar veracidad a algo que no lo convencía demasiado a él mismo, pero para Vanter sonó razonable.



¿Qué piensas hacer con él?” Preguntó Yurba, mientras se hurgaba la nariz con desparpajo mirando el cuerpo del viejo Éscar siendo arrastrado tras ellos, pero Demirel estaba ensimismado por el desastre y la matanza ocurrida bajo su mando y no le respondió. O tal vez solo lo estaba ignorando como siempre lo hacía. “¿Dónde están los demás?” Insistió Yurba. Siempre hacía lo mismo, pensaba Demirel, pregunta algo solo por preguntar, y como no obtiene respuesta, se olvida de ello y pregunta otra cosa, como si lo anterior no le importara en absoluto y lo siguiente seguramente que tampoco. A él no le interesaban las respuestas, solo hacer notar su presencia, como un niño molesto. Era mejor seguir ignorándolo. “¿Y ahora cuál es el plan, jefe?” Continuó Yurba, buscando la pregunta adecuada que abriera el canal de comunicación que le urgía abrir porque Yurba era un tipo con baja tolerancia a los silencios prolongados, incluso cuando dormía, lo hacía más a gusto en medio de la zalagarda de una cantina que en el silencio de un campo abierto. Demirel miró hacia el cielo, Yurba lo imitó. Sería mediodía o algo así y no había ni luces de Váspoli y los refuerzos, aunque tampoco era que fueran a servir de mucho a esas alturas. Demirel respiró hondo, se secó el sudor de los ojos y siguió caminando. Yurba estaba discurriendo su siguiente pregunta, cuando sonó un silbido desde un árbol en el bosquecillo cercano, Váspoli salió a recibirlos, su cara de decepción lo decía todo: ni refuerzos, ni nada, solo él y un par de caballos extras que pensó que servirían. “Traté de explicarle al general Fagnar lo de los venenos, pero dijo que había que ser idiotas para dejarse envenenar así.” Tibrón estaba allí, sentado sobre una roca, tan desilusionado que apenas podía levantar la vista del suelo. No había más que un puñado de cizarianos sobrevivientes, los rimorianos se habían ido todos por su cuenta y al pobre Furio se le había escapado tanta sangre de las venas que yacía tirado contra un árbol, lívido y frío como una piedra de cuarzo. El ruido de cascos y jadeos de caballos que se acercaban entre los árboles los alertó, solo podían ser más enemigos, eso era seguro. Todos cogieron sus armas y se prepararon para continuar con una lucha que hace rato los tenía agotados más que solo físicamente, pero entonces Aregel y Cal Desci aparecieron allí, tirando de las bridas a un par de animales cada uno. Ellos no se habían ido, solo habían ido en busca de algunos caballos para que el grupo pudiera moverse con mayor facilidad. “¡Miren! Encontré a Caca de Pájaro.” Dijo Cal, con una risa tonta que nadie compartió. Este era un joven potro que le pertenecía al instructor. Castaño de los pies a la cabeza excepto por una pequeña mancha blanca en medio de la frente, de ahí su curioso nombre, el otro era su propio caballo, Pantano, un bonito ejemplar de color arena con las patas negras hasta las rodillas como si se hubiese metido en un lodazal. Aregel no había tenido la misma suerte, sus caballos eran tan genéricos que podían llamarse de cualquier forma imaginada y estaría bien. Nueve caballos. Todo el ejército cizariano cabalgaría de vuelta a casa sobre nueve caballos.



Para Costia, la luz entraba en sus ojos como pequeñas agujas de hierro incandescente disparadas desde el cielo, pero ya estaba viendo un poco mejor, era llevado con técnica y paciencia por Lorina y Cípora, cogido de un brazo por cada una como cuando sacaban del local a algún cliente con una borrachera poco atractiva para los demás. Caminaban de vuelta a la ciudad dejando tras ellos una hoguera de cadáveres que ardían con determinación gracias al aceite y las ramas secas que le habían puesto entremedio y encima. Nina arrastraba tras ella una enorme espada que había encontrado cubierta de sangre y tierra entre los cuerpos. No sabía nada sobre espadas o cómo se usaban, apenas sí podía levantarla, pero sí sabía una cosa, que esa espada no era una espada cualquiera como las otras tiradas en la ciudad, esta podía ser valiosa.


León Faras.