domingo, 14 de enero de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVI.



Vanter cosía algunas heridas, cauterizaba otras y reparaba huesos con maestría, rapidez y frialdad, como el ejército lo exigía. No le gustaba quejarse y no le gustaba oír quejas tampoco, así que hacía lo que debía hacer con las manos de un hábil curandero, pero la cara de un guardia carcelario mosqueado contigo al que le importa un nabo lo que sientas. “No hables o te dolerá más.” Parecían decir sus ojos. “Por poco, y creí que no lo lograrías.” Dijo una voz familiar detrás de él, Vanter lo miró con la expresión entre aturdida e incrédula, de un boxeador que acaba de ser derribado de un golpe. “¡Por los huesos del primer hombre! Tampoco creí volver a verte de nuevo.” Aquel era Cherman, el bueno y siempre confiable Cherman. Se abrazaron como camaradas. Vanter se cubría la cicatriz del cuello con un pañuelo, por lo que le pareció curioso el comentario de su amigo: “¿Cómo sabes que casi no lo logro?” Preguntó enojado, aunque no era que lo estuviera en realidad, su rostro era duro y sus gestos toscos, luego se suavizaron cuando supo que aquel lo había encontrado en el campo de batalla con la mitad del cuello rebanado y la cabeza desprendida casi por completo de su cuerpo y lo había dejado en un lugar seguro. “Nos quedamos atascados en el puerto flotante de Jazzabar, Damir acabó muerto allí y yo terminé en el río. Para cuando volví, ya todo había terminado…” Luego de una pausa, agregó como rememorando. “Había un perro hurgando en los cadáveres aquella noche, uno feo como una blasfemia, pero ese perro me guio hasta ti y se quedó a tu lado cuando yo me fui.” Vanter pareció esbozar una sonrisa. “¡Oh, ese condenado animal! No sé qué diantres comió esa noche, pero te aseguro que no es para nada un perro normal, es como si llevara el alma de un hombre dentro. ¡Al maldito solo le falta hablar!” Esos comentarios supersticiosos no eran nada comunes en Vanter, pero si los hacía, era por algo. “Siempre me sigue a todos lados aunque yo no quiera, pero cuando lo llamé para que nos acompañara a venir aquí, se me quedó mirando como si le hubiese sugerido una absoluta estupidez, luego solo me ignoró, se volteó y se fue a echar a su rincón. ¡Y además, ¿cuántos años se supone que debe vivir un perro?!” “Dicen que el hombre vive la vida de tres perros, supongo que depende de cuánto viva un hombre.” Respondió Cherman, rascándose la barba rala que le crecía en el mentón para dar veracidad a algo que no lo convencía demasiado a él mismo, pero para Vanter sonó razonable.



¿Qué piensas hacer con él?” Preguntó Yurba, mientras se hurgaba la nariz con desparpajo mirando el cuerpo del viejo Éscar siendo arrastrado tras ellos, pero Demirel estaba ensimismado por el desastre y la matanza ocurrida bajo su mando y no le respondió. O tal vez solo lo estaba ignorando como siempre lo hacía. “¿Dónde están los demás?” Insistió Yurba. Siempre hacía lo mismo, pensaba Demirel, pregunta algo solo por preguntar, y como no obtiene respuesta, se olvida de ello y pregunta otra cosa, como si lo anterior no le importara en absoluto y lo siguiente seguramente que tampoco. A él no le interesaban las respuestas, solo hacer notar su presencia, como un niño molesto. Era mejor seguir ignorándolo. “¿Y ahora cuál es el plan, jefe?” Continuó Yurba, buscando la pregunta adecuada que abriera el canal de comunicación que le urgía abrir porque Yurba era un tipo con baja tolerancia a los silencios prolongados, incluso cuando dormía, lo hacía más a gusto en medio de la zalagarda de una cantina que en el silencio de un campo abierto. Demirel miró hacia el cielo, Yurba lo imitó. Sería mediodía o algo así y no había ni luces de Váspoli y los refuerzos, aunque tampoco era que fueran a servir de mucho a esas alturas. Demirel respiró hondo, se secó el sudor de los ojos y siguió caminando. Yurba estaba discurriendo su siguiente pregunta, cuando sonó un silbido desde un árbol en el bosquecillo cercano, Váspoli salió a recibirlos, su cara de decepción lo decía todo: ni refuerzos, ni nada, solo él y un par de caballos extras que pensó que servirían. “Traté de explicarle al general Fagnar lo de los venenos, pero dijo que había que ser idiotas para dejarse envenenar así.” Tibrón estaba allí, sentado sobre una roca, tan desilusionado que apenas podía levantar la vista del suelo. No había más que un puñado de cizarianos sobrevivientes, los rimorianos se habían ido todos por su cuenta y al pobre Furio se le había escapado tanta sangre de las venas que yacía tirado contra un árbol, lívido y frío como una piedra de cuarzo. El ruido de cascos y jadeos de caballos que se acercaban entre los árboles los alertó, solo podían ser más enemigos, eso era seguro. Todos cogieron sus armas y se prepararon para continuar con una lucha que hace rato los tenía agotados más que solo físicamente, pero entonces Aregel y Cal Desci aparecieron allí, tirando de las bridas a un par de animales cada uno. Ellos no se habían ido, solo habían ido en busca de algunos caballos para que el grupo pudiera moverse con mayor facilidad. “¡Miren! Encontré a Caca de Pájaro.” Dijo Cal, con una risa tonta que nadie compartió. Este era un joven potro que le pertenecía al instructor. Castaño de los pies a la cabeza excepto por una pequeña mancha blanca en medio de la frente, de ahí su curioso nombre, el otro era su propio caballo, Pantano, un bonito ejemplar de color arena con las patas negras hasta las rodillas como si se hubiese metido en un lodazal. Aregel no había tenido la misma suerte, sus caballos eran tan genéricos que podían llamarse de cualquier forma imaginada y estaría bien. Nueve caballos. Todo el ejército cizariano cabalgaría de vuelta a casa sobre nueve caballos.



Para Costia, la luz entraba en sus ojos como pequeñas agujas de hierro incandescente disparadas desde el cielo, pero ya estaba viendo un poco mejor, era llevado con técnica y paciencia por Lorina y Cípora, cogido de un brazo por cada una como cuando sacaban del local a algún cliente con una borrachera poco atractiva para los demás. Caminaban de vuelta a la ciudad dejando tras ellos una hoguera de cadáveres que ardían con determinación gracias al aceite y las ramas secas que le habían puesto entremedio y encima. Nina arrastraba tras ella una enorme espada que había encontrado cubierta de sangre y tierra entre los cuerpos. No sabía nada sobre espadas o cómo se usaban, apenas sí podía levantarla, pero sí sabía una cosa, que esa espada no era una espada cualquiera como las otras tiradas en la ciudad, esta podía ser valiosa.


León Faras. 

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