domingo, 27 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LVI.

 

Narciso Flores era un médico al que le iba bastante bien en la vida, aunque ya no era joven era un hombre atractivo, que mantenía un cuerpo atlético, una sonrisa seductora y un cabello rizado con la medida justa de canas. Asistía con sobrada regularidad al club social Del Rey, del que era miembro fundador y en el que no había ningún rey, por supuesto. Un club altamente exclusivo para caballeros con cierto nivel económico y cierta relevancia social superior a la media. Disfrutaba de un coñac y de un cigarro de hoja en uno de sus apartados privados, mientras esperaba a un buen amigo suyo con el que estaba planeando algunos negocios, pero el que llegó, era alguien a quien no se esperaba de ninguna manera. Había conocido a Cornelio Morris, o Julio Monte en esos años, hace bastante tiempo, y había entablado con él una amistad de aquellas basadas en adulaciones y castillos en el aire, pues Narciso se había dado cuenta en seguida de qué clase de persona era Monte. Tres palancas son las que mueven al hombre: el amor, el miedo y el dinero, pero siempre hay una que es la más dominante en cada uno, en el caso de Julio la más fuerte era la última. Hablaron sobre una mina, una en la que según los más expertos y experimentados hombres de mina, el oro estaba incrustado a puñados en las venas de la tierra y apenas a un par de metros de la superficie, ya que sus desafortunados dueños anteriores, habían quebrado estrepitosamente justo antes de alcanzar la veta, madre de todas las vetas y el oro aún permanecía allí, casi de rascarlo con la uña. Para Cornelio aquella era la oportunidad de su vida para coger todos sus ahorros, y multiplicarlos por mil, Narciso solo le hablaba de lo fácil que era enriquecerse con este negocio cuando se tenían datos así y Julio se lo creía todo. La verdad era que tal mina no existía ni mucho menos el oro, no era más que un terreno baldío adquirido a muy bajo costo por el club social y en el que un muy astuto miembro había convencido a unos incautos de invertir en la extracción de oro en ese lugar, con lo que se hicieron las primeras excavaciones, el engaño le resultó tan bien y tan lucrativo, que varios otros miembros habían usado la misma estratagema para estafar a quien lograran convencer y de esa manera, el agujero cada vez se ponía un poco más grande hasta que se derrumbaba y llegaba otro con sus jornales a volver a sacar la tierra con la ilusión de que el oro pronto saldría a borbotones. Para muchos de los miembros del club, aquello no era una estafa, sino un uso legítimo de la inteligencia, la astucia y las oportunidades para obtener beneficios de un terreno prácticamente muerto y motivo de orgullo y prestigio entre sus pares.

 

Cornelio Morris se presentó en el club social Del Rey vestido con soberbia elegancia, cubierto de anillos en los dedos y cadenas en el cuello, rezumando opulencia de tal manera, que nadie se halló capacitado para recordarle que él no era miembro. Narciso lo miró como a una aparición, aunque tardó algunos segundos en reconocerlo bajo toda ese alarde de lujo, “Julio, ¿Cómo estás hombre? te ves bien…” El médico hizo un gesto y al poco rato apareció un vasito de coñac frente a Cornelio, un coñac que se convertiría en el favorito de Cornelio Morris. “Le estaba buscando, amigo Narciso…” Le dijo, estrechándole la mano con fuerza, y luego agregó mientras se sentaba, “…para agradecerle” Narciso no parecía muy confiado, aunque se esforzaba. Con seguridad, el hombre que tenía en frente hace rato ya sabía que había sido estafado “¿Ah, sí? ¿Por qué?” preguntó, dándole una profunda chupada a su cigarro, Cornelio se metió la mano dentro de su abrigo y extrajo una bolsa de tela, de la que salieron tres o cuatro pepitas de oro muy puro, una de ellas, la más grande, la cogió entre sus dedos; era del tamaño de una almendra. Narciso la cogió con respeto y cuidado, y luego de examinarla muy de cerca, llamó al mesonero del club, un hombre llamado Estefan, silencioso, de gruesos antebrazos y cabello largo, con el anticuado aspecto de un pirata del siglo XVII. Estefan cogió la pepita y también la examinó concienzudamente, cuando el color le pareció el correcto, se la puso entre las muelas y le dio una suave mordida y acto seguido, apoyó una rodilla en el suelo y dejó caer el oro sobre el piso de mármol, dos veces. La limpieza del sonido era la prueba definitiva. Devolvió el metal con un gesto de que aquello era oro de verdad. “Julio, hombre ¿De dónde sacaste esto?” Le preguntó el médico, sin poder ocultar la admiración en los ojos y la voz, Cornelio sonrió, “¿Pues de dónde va a ser…?” respondió con fingida emoción, “…de la mina que usted y yo comenzamos a trabajar…” Aquello era imposible, pensó Narciso, esa mina era tan falsa como su sonrisa cuando le vio llegar, nunca había arrojado ni medio gramo de nada valioso, aunque el oro de Julio Monte era real y también su ostentoso atuendo cargado de finas joyas, pero aun así, algo no estaba del todo bien. Cornelio Morris añadió, siguiendo con su narración “…el problema, estimado Narciso, era que estábamos cavando en la dirección incorrecta, ¡Cuando el oro siempre sigue la línea de las aguas!” Dijo, maravillado, como si aquella fuera una de esas fantásticas verdades ocultas a plena vista. Continuó, “…un par de dinamitazos en la dirección correcta, y el oro comenzó a brotar como el agua en las rocas de la Biblia” Narciso se negaba a creerse esa historia, pero miraba el oro entre sus dedos, y este le convencía con la dulzura de una mujer, “¿Quiere decir que aún está usted trabajando esa mina?” Le preguntó muy bajo, cuidándose de no ser oído por nadie más, Cornelio le siguió el juego, hablando casi en un susurro, “Cuando usted se retiró, yo decidí seguir un poco más, ya sabe, para no irme con las manos vacías. Más o menos un mes después, sucedió el milagro, y desde entonces no ha parado de salir…” Narciso quería creer, como un niño al que le leen un cuento fantástico antes de dormir. Cornelio continuó, “…el problema, amigo Narciso, es que no pasará mucho tiempo hasta que la noticia del oro se expanda, y nos llenemos de papanatas ambiciosos dispuestos a cualquier cosa con tal de coger un trozo del pastel. No podemos permitir eso, por eso estoy aquí, para pedirle que volvamos a ser socios, ¡Quién más que usted se merece todo el éxito de esta empresa!” Narciso tomó una decisión, debía averiguar si era cierto lo de la mina o de dónde había salido aquel oro, aceptó con la más seductora de sus sonrisas, mientras Cornelio le extendía un contrato como socio. Luego Narciso iba a pedir un par de coñac para celebrar pero Julio lo detuvo, sacando una pequeña botella del interior de su chaqueta, “Tome esto, amigo Narciso, le aseguro que no ha probado antes nada igual” Le dijo, llenándole el vaso para brindar. Para mayor muestra de sus sinceras intenciones, Cornelio le dejó a Narciso el oro que había traído, el médico no podía estar más feliz en ese momento.

 

Al día siguiente, Narciso fue incapaz de levantarse de la cama, comenzó a debilitarse rápidamente, su cuerpo perdió peso y tamaño mientras los esfuerzos de sus colegas médicos eran infructuosos. La vida se le escapaba inexorablemente, como la arena en un reloj de arena. Al momento de su muerte, su cambio había sido horrendo y dramático, estaba irreconocible, demacrado, seco y avejentado. Cornelio aguardó pacientemente el momento justo para exhumar su cuerpo del cementerio sin que nadie lo viera, con la ayuda de los hermanos Monje, luego cogió el exangüe cuerpo de Narciso Flores y se lo llevó. Siguiendo las instrucciones de David Franco, le cosió los párpados, las orejas y luego de meterle un extraño líquido por la boca, le cosió los labios. Narciso estaba muerto, pero no completamente muerto, aunque jamás volvería a estar vivo como antes. Lo metió con una llave colgándole del cuello dentro de una bonita caja de madera con la cerradura por dentro; ridículamente pequeña para un hombre adulto, pero suficiente para él, en el estado en que había acabado. Dejó de llamarse Narciso Flores para llamarse el Curandero, un ser con la capacidad de coger con los dedos cualquier enfermedad en su forma más etérea, del cuerpo de cualquier persona, para sacarla y absorberla hasta hacerla desaparecer. Cornelio Morris, finalmente, se había vengado.


León Faras.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LV.

 

No era nada sencillo explicarle a alguien la situación dentro del circo, y como era que personas normales acababan convertidas en fantásticas atracciones por arte de magia. Ya estaba entrada la noche y el grupo seguía tratando de hacerle entender a Sara el hecho de que si firmaba un contrato, dejaría, física y mentalmente, de ser la persona que era para convertirse en otro ser, el cual era imposible de anticipar. Al parecer, la transformación tenía más que ver con el trasformado que con el trasformador, es decir que el resultado final estaba influenciado por lo que la persona sentía, deseaba o temía en el momento de firmar el contrato, de ahí que los resultados fueran tan dispares. Sara no podía imaginar cómo era que Eloísa podía tener esas alas o que Ángel Pardo hubiese tenido una estatura normal alguna vez, e insistía en que ella jamás podría ser una atracción del circo y que solo pretendía trabajar en él, en labores que conocía bien, como zurcir calcetines, lavar camisas o la cocina para grandes grupos de personas que también se le daba bien. El tema de los trabajadores del circo fue ratificado por Román, quien pasaba mucho tiempo con ellos jugando a las cartas o consiguiendo cosas que intercambiaban por más cosas. Todos ellos tenían historias de vidas pasadas ultimadas abruptamente, y la certeza de una tumba con su nombre en alguna parte, todos aseguraban haber dejado de soñar mientras dormían sin ningún motivo y que tanto el hambre como el libido se habían convertido en necesidades opacas y tristemente débiles. Alfredo Toledo era uno de los que había contado su historia, y cómo el camión en el que él era el copiloto, se defenestraba puente abajo, en el momento en que Cornelio lo reclutó. Había visto la muerte a los ojos, y tan de cerca que ya no estaba completamente seguro de seguir vivo. Sara rió, aquello era lo más absurdo que había oído en toda su vida, pero nadie rió con ella. Se puso de pie y salió a contemplar el cielo, el infernal sol ya no estaba y en su lugar había una miríada de estrellas, “Entonces solo debo firmar un contrato para quedarme…” consultó los ojos de Ángel Pardo, “¿…no?” El gigante asintió. Aún lucía preocupado, la mujer asintió conforme, “Entonces lo haré” dijo. Aquella noche se quedaría con Eloísa en su tienda, al menos ya no creía que esta fuera un ángel de verdad, pero estaba convencida de que, por algún extraño capricho de Dios, la chica había nacido con ese hermoso par de alas pegadas a la espalda y le preguntaba una y otra vez, cómo habían puesto la cara sus padres al verla nacer así y Eloísa, una y otra vez le repetía que ella no había nacido así, Sara aseguraba que entendía, pero no entendía nada.

 

Al día siguiente, cuando Horacio y Ángel Pardo salieron de su tienda, aún a medio vestir, Sara estaba plantada fuera de la oficina de Cornelio esperando pacientemente a ser atendida. Desde su tienda, Eloísa asomaba su cabeza despeinada sin entender en qué momento su compañera nueva se había levantado. Cornelio se la encontró ahí mismo, parada recta, radiante, absolutamente convencida de lo que iba a hacer, “Vengo a firmar el contrato para trabajar aquí, para usted” le espetó con convicción. Cornelio se encogió de hombros y la dejó pasar, “Muy bien. Así que al final quieres ser una atracción de…” La mujer lo interrumpió alegremente, “No, no, si yo no tengo ninguna gracia para ser atracción de nada. Yo lo que quiero es trabajar, que para eso sí que soy buena” Cornelio la miró sin muchas ganas de discutir. Si tanto empeño tenía en quedarse en el circo, él no iba a persuadirla de lo contrario. Una nueva atracción siempre era algo bueno para el negocio. Cogió el contrato y se lo puso en frente, “Pues bien, ahí lo tienes. Firma y podrás quedarte” La mujer lo hizo sin pensárselo, “¡Muchas gracias señor!” Le dijo, y se fue tan contenta como había llegado. Afuera estaba Horacio y Pardo esperando con nerviosismo a ver qué cosa salía de la oficina, pero cuando sucedió, no era más que la misma mujer que antes había entrado, “¡Ya está!” Les dijo sonriente, y se encaminó hacia la tienda de Eloísa donde estaban sus cosas. Los dos hombres se quedaron mirando confundidos, al poco rato, Cornelio apareció en la puerta de su oficina con la misma cara, tampoco parecía entender qué había pasado, “Esto nunca antes había sucedido” Admitió.

 

En ese mismo momento, Vicente Corona entraba al estudio de fotografía donde ya estaba su hermano preparándolo todo para ponerse a trabajar. Cogía diferentes objetos de aquí y allá y los metía en un gran bolso que cargaba en la mano. Damián lo observó sin interrumpirlo hasta que pareció que ya había terminado, “¿Y tú qué rayos haces?” le dijo con cara de cabreado, como oliéndose que no le gustaría nada la respuesta, “Voy a buscar el circo y a ver con mis propios ojos si el hombre de la jaula es Perdiguero o no” Respondió Vicente, en un tono que no dejaba lugar a réplicas. Damián lo miró incrédulo, “¿Qué?” Sinceramente pensaba que no hablarían de Perdiguero al menos por algún tiempo. Vicente continuó mientras se montaba el bolso al hombro, “Sé dónde estuvo la última vez, los buscaré a partir de ahí. Lo siento, pero yo no puedo quedarme tan tranquilo como si nada” Y luego, aprovechando que su hermano no tenía palabras, agregó, “Me llevo la furgoneta” Y se fue. Damián golpeó el mesón con su puño, pero además de eso, no hizo nada.

 

Eloísa tampoco entendía muy bien lo que había sucedido con Sara, quien había entrado a su tienda, con total naturalidad, y empezado a clasificar la ropa de la chica seleccionando aquella que necesitaba de alguna costura, ya que las habilidades de Eloísa para manipular las agujas, dejaban mucho que desear. Eloísa bebía una taza de espumosa leche con galletas que le había regalado Sofía y observaba a la mujer que parecía no haber cambiado en nada, “¿Y dices que firmaste el contrato?” preguntó con desconfianza, como si algo no le encajara del todo, Sara parecía totalmente satisfecha consigo misma y con el mundo en ese momento, “¡Claro! Ya puedo quedarme en el circo” La chica insistía en observar a la mujer pero es que no le había cambiado ni una sola uña. Cuando Eloísa terminó de comer, Sara la apartó casi con autoridad materna, “¡Deja eso, niña! yo lo recojo, que para eso estoy trabajando” Aquello no era necesario, pero la muchacha obedeció sin abrir la boca, como si la mujer siempre se hubiese dedicado a eso. Sara cogió la taza y se quedó mirándola largo rato, como si hubiese algo muy interesante en su interior, “¡Vaya, pero cuántos admiradores tienes!” Exclamó sin venir al caso para nada. Eloísa la miró extrañada, le parecía no haber entendido qué le había dicho, Sara agregó, “…pero hay uno que está muy interesado en volver a verte” La muchacha se le acercó mirándola de medio lado, evidentemente la mujer actuaba muy raro, “¿Viste eso dentro de la taza?” preguntó con miedo a sonar tonta, “En la espuma de la leche, y se ve tan claro que no entiendo cómo es que nunca antes lo había visto ¡Mira!” Eloísa miró, pero inmediatamente se sintió como si le estuvieran tomando el pelo, adentro de la taza no había nada más que unos espumarajos medio pegados sin sentido. Definitivamente Sara era una mujer muy rara. Se despidió con cualquier excusa sobre algo que hacer en otra parte, mientras la mujer estudiaba el suelo con exagerado interés, “¡Por Dios!…” exclamó admirada, mirando las migas esparcidas por el piso, “…se ven tan claras como las estrellas en el cielo” Eloísa se detuvo en la salida, no pudo evitar preguntar qué era lo que estaba viendo, la mujer respondió en el acto, “Fuego, veo fuego como el de un incendio”


León Faras.

jueves, 17 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


LIV.

 

Averiguaron que la mujer se llamaba Sara, que ya no soportaba vivir un día más en ese pueblo bajo las imposiciones de Federico Fuentes y su asfixiante y rígido comité de religiosos radicales, de los cuales uno era su madre, capaces de arrancarse un ojo si con eso creyeran complacer a Dios, y del que llevaba mucho tiempo pensando huir sin saber cómo ni a dónde, hasta que llegó el circo y vio la bondad en los ojos de Ángel Pardo y supo que aquel era un hombre en el que se podía confiar, entonces tomó la decisión más arriesgada de su vida, huir de su casa e irse con el circo durante la noche. Cogió lo que pudo y se escabulló aprovechando la consternación general por la visión del ángel, mas cuando logró salir del pueblo, el circo ya se había ido. Hasta ese momento, aún podía regresar y nadie lo notaría, pero se aferró a la decisión tomada y sobre todo a la esperanza. Más que nunca, debía confiar. El amanecer la sorprendió en un camino desierto, con sembradíos enormes a ambos lados, la gente poco a poco aparecía a hacer sus labores diarias. Aunque preguntó muchas veces, nadie había visto pasar los camiones del circo, aquello tenía sentido, en casi todas partes, la gente llevaba un ciclo de sueño anclado al de las gallinas, ella misma durante la noche no se había encontrado con ningún alma en el camino, aunque había dormido someramente solo por un par de horas. A esa hora de la mañana ya se habrían dado cuenta en su casa de su deserción, una de las faltas más graves dentro de la comunidad, una que podía incluir el repudio por parte de su propia familia. Una falta que solo se purgaba con eternas y humillantes penitencias. Aquello era como conocer el camino de Dios y rechazarlo, cambiarlo por la vida fácil de los desvergonzados que no le temen al Todopoderoso. No, no tenía vuelta atrás. Se emocionaba cada vez que encontraba a alguien que le decía maravillado haber visitado el circo en tal pueblo y se desmoralizaba cuando llegaba a dicho pueblo y no encontraba nada. Tuvo un golpe de suerte cuando un muchacho le contó que la policía había visitado al circo y les había ordenado que no se alejaran demasiado, por lo que el circo estaba cerca ¡Y lo encontró! Una noche, cuando se sentó a descansar luego de haber estado caminando todo el día, lo vio a la distancia, en la oscuridad se encendieron fogatas y se iluminaron las tiendas y los camiones. Estaba lejos y demasiada oscura la noche como para acercarse, por lo que se durmió ilusionada. Al amanecer, cuando ella despertó, el circo ya se había ido, con la desfachatez de una bofetada de revés en la cara, como si solo hubiese soñado con verlo. Estaba hambrienta y había pensado que encontraría el circo antes de verse en la obligación de tener que pedir algo de comer, pero nunca llegaba a tiempo, y comenzaba a sentir que se había equivocado, que Dios en persona desaprobaba su decisión y la hundía a punta de frustraciones. Entonces sucedió el milagro, tal como el sol que sale tras la tormenta, un carretero le señaló el lugar exacto donde se encontraba el circo en ese mismo día, otro señor que transportaba forraje en un carro pequeño tirado por un burro, se apiado de su triste apariencia derrotada y la llevó sentada sobre el forraje por algunos kilómetros, hasta el sendero que la llevaría al pueblo que le habían señalado. Aquel era un día especialmente caluroso, tanto, como para hacerle olvidar el hambre a un hambriento. No tuvo fuerzas ni para alegrarse cuando por fin lo vio al alcance de la mano, se adentró en él y se rindió con el orgullo de la misión cumplida, “…así fue como llegué hasta aquí” Señaló, mucho más recuperada, luego del sándwich de cuero de cerdo frito que le consiguió Román, junto con un vaso pequeño de aguardiente para regular la circulación y templar el ánimo, según se decía, y una buena cantidad de agua, porque la deshidratación, más que el hambre, la había derrotado al final, sin embargo, en ese momento algo llamó su atención en la entrada de la tienda, exclamó un “¡Oh, Dios mío, está aquí!” Y se desvaneció como si le hubiesen pulsado un botón de apagado, Horacio hizo el amague de intentar evitarlo, pero por supuesto, no lo consiguió. En la entrada estaba Eloísa, con los ojos como plato luego de provocarle un desmayo a una completa desconocida, “¿Y esta señora quién es?” Preguntó asustada, como quien ha provocado un accidente, “¡Genial! ¡Acabábamos de despertarla!” Exclamó Sofía con sorna. Mientras esta le contaba la historia a la recién llegada, Pardo se acercó al oído de Horacio, “¿Y ahora qué vamos a hacer con ella?” Preguntó preocupado. El enano se bebía su dosis de aguardiente correspondiente, “Si no quiere volverse a su casa, tendrán que hablar con el jefe, tal vez la convierta en una giganta” Sugirió con picardía, pero la mirada fulminante de Pardo, muy poco común en él, le borró la sonrisa maliciosa, “Está bien, no tienes que poner esa cara, pero es lo que hará, ¿no? Si la deja quedarse, la convertirá en atracción” Horacio estaba de acuerdo en que lo único que podían hacer era hablar con Cornelio y ver lo que él les decía, y estaba dispuesto a hacerlo, pero Pardo lo detuvo con una de sus manotas, “Yo lo haré…” dijo.

 

Ángel Pardo nunca había entrado a la oficina de Cornelio, nunca lo había necesitado, pero ahora que debía se dio cuenta de que no cabría dentro ni parado ni sentado. Cornelio lo atendió de pie en la puerta con forzada paciencia, “¿Qué quieres, Pardo?” Pardo, con extrema humildad, parecía tener dificultades para encontrar las palabras, más bien parecía haberse olvidado de ellas, Cornelio mostró impaciencia y el gigante se animó, “Señor, yo nunca le he pedido nada, nunca he tenido problemas con nadie y siempre hago mi trabajo lo mejor que puedo…” Era verdad, si había alguien en el mundo del que Cornelio no tenía nada de qué quejarse, ese era Pardo, pero su discurso era un auténtico fastidio, “Al grano, Pardo, ¿dime qué diablos quieres? Estoy ocupado” Pardo tragó saliva, sumamente espesa, por cierto, no era la persona más adecuada para hacer eso, pero ahí estaba, “Señor, quiero pedirle algo…” Le explicó que la mujer les había advertido del ataque de Federico Flores, que no podía regresar a su pueblo y por las penurias que había pasado para llegar hasta aquí, “¡Está aquí?” Lo interrumpió Cornelio, “Sí, señor…” Respondió Pardo, y agregó, “…y quería preguntarle si quizá, usted, podría dejarla quedarse, como trabajadora” “No puedo hacer eso” Replicó Cornelio, terminante, Pardo se atrevió a insistir, “Pero, Señor, seguramente sabe cocinar, puede remendar la ropa de todos o asear, será útil, creo que…” Cornelio lo hizo callar aleteando las manos, “No puedo hacer eso, porque todos los trabajadores aquí están muertos, Pardo” el gigante se quedó congelado con cara de idiota, como si las palabras oídas se les hubiesen quedado atascadas en alguna parte sin llegar a su cerebro, Cornelio continuó, “Todos ellos firmaron su contrato en el último segundo de sus vidas y eligieron entre la muerte inminente o seguir vivos sirviendo en el circo. Me extraña que no lo supieras después de todos los años que llevas aquí” Pardo no lo sabía, tenía la cara de quien está completamente perdido en la vida en ese momento. Cornelio tomó una bocanada de aire antes de hablar, “Puede quedarse como atracción” dijo sonando compasivo, al gigante esa idea le aterraba, podía resultar una maravilla como Eloísa o un desastre como lo de Perdiguero, “¿Y qué clase de atracción sería?” Preguntó con más miedo que duda, como si la respuesta le fuera a causar daño, Cornelio fue tajante nuevamente, “Eso no te lo puedo decir” Pardo no tenía nada más que decir, pero no se movía de donde estaba, Cornelio lo despidió con dura cortesía, “Sea como sea, si no firma un contrato no puede quedarse. Tienes hasta mañana en la noche para decidirlo” La puerta de la oficina se cerró y Pardo seguía ahí, perdido, como un niño que se ha soltado de la mano de su madre en una populosa feria.


León Faras.

lunes, 14 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LIII.

 

La verdad era que Sofía no sabía que Beatriz hubiese tenido un hijo, ahora que sabía que ella no lo era, pero no le sorprendió. Aun en los espacios más pequeños, la gente guardaba secretos. La muchacha no podía evitar preguntarse cómo había sido, si un amor malogrado o un romance fugaz. Había más posibilidades, pero esas eran sus favoritas definitivamente. Con respecto a la muerte del bebé, las posibilidades eran infinitas, en los tiempos que corrían, la mortandad infantil era tan alta, como si el espíritu de Herodes el Grande y sus huestes todavía recorrieran las calles del mundo asesinando inocentes. Lo que no podía entender, era por qué no había vuelto a tener más hijos, con todo el tiempo que llevaba en el circo junto a Cornelio.

 

“Por favor, dime que no hablas en serio” Damián sujetaba los hombros de su hermano con fuerza, como si este pretendiera salir volando, “¿Viste a Diego metido en esa jaula, o no lo viste?” Vicente tenía complejo de héroe y un sentido de lealtad desarrollado, tristemente, ambos solían rayar en la estupidez, o la locura, ambas muy parecidas a veces. Damián no tenía más remedio que admitir, él sí había visto a Perdiguero encerrado en esa jaula, eso esperaba su hermano, pero Damián ya no se sentía seguro de nada, “No lo sé…” respondió con gesto de infinito cansancio. Era debilidad pura. Su hermano reaccionó como si aquello hubiese sido una traición, “¿Qué no lo sabes? ¡Qué clase de mierda es esa? ¡Antes estabas muy seguro!” Damián se sintió tentado a decir que antes no sabía que las personas podían volar o que los camiones desaparecían como por arte de magia, pero solo se dejó caer en el sofá de su estudio con expresión derrotada y repetir que no lo sabía, “…el tipo que vi se parecía, pero solo un poco, además, ni siquiera me reconoció cuando me acerqué, ni reaccionaba a los gritos de la gente ¡Era otra persona! ¡No era más que un monigote parecido a Diego Perdiguero!” Vicente se restregó la cara con frustración y rabia. Lo que lo enfurecía, no era que dudara, sino que lo hiciera ahora, “¡Pero si estuvimos a punto de raptarlo con jaula y todo! ¿Por qué no dijiste en ese momento que no estabas seguro!” Damián parecía un delincuente sometido a un rudo interrogatorio, buscando excusas para justificarse, “¡Es que eso me pareció! Pero ahora, mientras más lo pienso, más me parece una locura que sea él” Vicente no lo podía creer, su hermano solo decía eso para evadir la responsabilidad que a ambos le cabía en el cautiverio de Perdiguero, “Hay que estar seguros…” Dijo, testarudo. Su plan era una fotografía, una fotografía lo mostraría tal como era, como sucedió con la sirena y sería una buena prueba, pero Damián reaccionó como si le estuvieran proponiendo cortarse el brazo derecho, “¡No puedes hacer eso! ¡Nos arruinaremos buscando el circo por todas partes! Y aunque lo encontremos, no puedes fotografiarlo” “Buscaremos la forma de que no nos descubran, siempre lo hacemos” Argumentó Vicente, Damián negó tajante, “No entiendes, no puedes fotografiarlo porque necesitas luz, y él odia la luz. No te lo permitirá” Vicente lo pensó, eso era cierto, no podían fotografiarlo si no lo ponían en un plano iluminado y Perdiguero no hacía más que refugiarse en las sombras, aun así, a Vicente le dolía en los huesos claudicar, “¡Debe haber algo que podamos hacer!” Concluyó.

 

Por la mañana, el circo se puso en funcionamiento como de costumbre. Aquel fue un día particularmente caluroso, en un pueblo particularmente seco. El abundante polvo no se movía porque hasta la brisa parecía estar adormecida con el calor, Von Hagen era sin duda el que más lo sufría debido a su intenso pelaje, su jaula no era el lugar más fresco y su actuación había sido la más mortecina de toda su carrera como atracción de circo, debido al bochorno que parecía espesarle la sangre y robarle el oxígeno. Sin embargo, nada de aquello era impedimento para que la gente asistiera en multitud ruidosa, pegajosa y hedionda a sudor, a ver las maravillas de un espectáculo que era toda una experiencia. Muchos engalanados con sus mejores atuendos, y al mismo tiempo, los menos adecuados para soportar las condiciones climáticas. Cornelio Morris, en chalequillo y manga de camisa, no parecía verse afectado ni en su estampa ni su vozarrón a la hora de presentar sus atracciones. Ángel Pardo, inmune al ridículo, se paseaba en camiseta sin mangas, luciendo sus desmesurados y delgados brazos, que causaban más asombro en las personas con las que se cruzaba. También había tomado la precaución de ponerse un pañuelo húmedo sobre la cabeza, sobre todo, porque su altura lo posicionaba siempre más cerca del sol que los demás. La multitud de mocosos semidesnudos que le revoloteaban encima, tampoco parecía verse afectada por el desconsiderado calor. Una vez terminada todas las presentaciones, y concluido el acto de Eloísa, y luego de dos casos de principio de insolación por parte de los visitantes, Cornelio, con forzada resignación, dio por terminado el espectáculo, porque a esas alturas, no había nadie que no estuviera con desesperación buscando un trozo de sombra donde guarecerse. Román sudaba como un herrero cuando fue liberado de Mustafá, incluso se mareó cuando quiso andar. En poco tiempo, los habitantes del circo desaparecieron de cualquier sitio iluminado por el sol y se refugiaron en las sombras. En ese momento, una silueta se adentró en el campamento desierto como un forastero que se adentra en un pueblo del Oeste. Se tambaleaba como si no le quedara más que un último aliento en el cuerpo, como si el sol le estuviera evaporando el espíritu, una vez allí, la silueta cayó sobre sus rodillas y se precipitó hacia delante sin fuerzas. Sofía fue la primera en verla desde la puerta de su tienda, a pesar de que no era la más cercana. Cuando ya se acercaba casi corriendo, Von Hagen también salía de su tienda, mucho más cerca. Era una mujer de unos cuarenta años, su rostro le sonaba de alguna parte a Horacio, pero su mente no tuvo tiempo de rememorar, pues la mujer parecía muerta, y eso no era nada bueno. Cuando lograron revivirla con suaves palmadas en la cara, la mujer solo tuvo energía para soltar una palabra, “Hambre…” En ese momento llegaba Ángel Pardo con su trote de ave zancuda. Miró a la mujer con espanto, como se le mira a un mal presagio, pero no soltó palabra, no bajo ese sol, Von Hagen sí tuvo que hacerlo, no si un evidente esfuerzo, “¡Hay que llevarla a la sombra!”

 

Era como si se pusieran de acuerdo, Román Ibáñez llegaba a ver qué ocurría, cuando metían a la mujer a la tienda de Horacio, vestido con camiseta blanca y pantalones marrón con suspensores negros, exactamente igual que Pardo, como una ridícula versión diminuta de este. De no estar la mujer moribunda ahí, a más de alguno le hubiese causado gracia la imagen. Mientras Sofía mojaba un trapo para ponérselo en la frente a la desmayada, Horacio le ordenó a Román que consiguiera algo de comer, el enano tardó medio minuto en procesar la orden, “¿Qué…? ¿Y yo qué tengo que ver en esto?” “¡Por favor!” Imploró Sofía, “Tú siempre consigues cosas, nadie sabe cómo” El enano soltó un resoplido de disgusto, pero se puso en marcha, sin ninguna prisa, eso sí. Ángel Pardo seguía contemplando a la mujer con la misma cara de preocupación, tanto que logró generarle curiosidad a Sofía, “¿La conoces?” El gigante asintió con pesar, como si se tratara de algo muy malo. Aquella mujer era la que les había advertido que la turba de fanáticos, dirigida por Federico Fuentes, llegaba dispuesta a quemar el circo. De alguna manera, y pese a la distancia que habían recorrido, los había encontrado, eso sin duda era una toda una hazaña.


León Faras.

viernes, 11 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LII.

 

Cornelio no se lo pensó dos veces, en cuanto recibió la notificación de parte de Jiménez de que era totalmente libre de irse con su circo a donde quisiera porque la acusación de secuestro no había sido más que una confusión, ordenó de inmediato la presentación de su atracción principal, Eloísa, y despachó a todo el mundo para largarse lo antes y lo más lejos posible de ese lugar, aunque en realidad, la distancia que se alejaron no fue particularmente larga. Estaba tan contento y satisfecho con la manera astuta como se había deshecho de la acusación en su contra saliendo indemne del asunto, que no le molestó en absoluto que cuando el campamento ya estaba montado en su nuevo destino, aún quedaban algunas horas de luz natural antes de la cena, que la gente pudo aprovechar como horas de ocio y descanso.

 

“Me alegra que se haya solucionado todo…” Comentó Eloísa, mientras sostenía un peón en el aire a punto de caerle encima a otro enemigo, para aniquilarle, “…eso del secuestro era puro cuento, yo vi a ese tipo cuando llegó y firmó el contrato de lo más conforme” Al otro lado del tablero, Horacio veía con un poco de desilusión y otro poco de placer, como su aprendiz se lanzaba al ataque, dejando abierto un flanco por el que podría colarse su arfil hasta los mismos aposentos de su rey, “Imagina que tú fueras algún familiar de él y de pronto te lo encontraras encerrado en una jaula alimentándose de ratas vivas, ¿Qué pensarías?” “Aun así, no puede ser secuestro, ¿verdad?” replicó Eloísa, segura de sí misma, pero buscando la confirmación de Román, tendido en la litera de Horacio, con un periódico en las manos, seguramente abandonado por alguno de los visitantes del circo, “Claro que no, a ese tipo no lo retienen contra su voluntad; retienen su voluntad, que es diferente.” Respondió sin levantar la vista de algo en el periódico que parecía interesante, “¡Santo Dios! No van creer esto…” Gritó emocionado, justo cuando Horacio pensaba lanzar al ataque a su reina, “…un pueblo de por aquí cerca, acaba de comenzar la construcción de una iglesia en el sitio exacto donde aseguran que se posó un ángel. La llamarán, “Iglesia del Mensajero de Dios” en honor a la milagrosa aparición. Dicen que poseen una pluma auténtica como prueba y reliquia” “¿Y qué hay con eso? La gente construye iglesias por cualquier cosa. Sean curas o no” comentó Horacio, reconsiderando una vez más su próxima jugada, “¿Qué? ¡Cómo que qué! ¿Es que no lo ves? ¡Es Eloísa! Los fanáticos esos que pensaban quemar el circo, ahora le van a construir una iglesia a Eloísa. Piensan que es un ángel de verdad.” Eloísa lo miró como si su padre estuviera borracho, pero lo cierto era que Román aún no había bebido nada ese día, “¡No es cierto! Dame eso…” La chica se lo arrebató de las manos de un zarpazo, “¡Madre de Dios! ¡Es verdad!” Exclamó luego de ojear el artículo, y agregó emocionada, “¡Mira Horacio!” Poniéndole el periódico frente a los ojos a Von Hagen, quien por fuerza tuvo que cogerlo. Lo examinó concienzudamente, como si por azar llegara a encontrar alguna palabra conocida, pero al final se rindió y lo devolvió, “Suena genial, pero no sé leer…” Eloísa esbozó una sonrisa de incredulidad, “¿Juegas al ajedrez como un maestro y no sabes leer?” Horacio se encogió de hombros, “No es necesario para jugar…” Y luego, añadió señalando el tablero, “…vuelve aquí. Estás en jaque” La chica regresó de un salto, “¿Qué? ¿Otra vez? ¡No puede ser!” Eloísa se quedó largo rato estudiando el tablero dándose cuenta de que solo le quedaba huir para salvar el pellejo de su soberano. “Debes aprender a leer” Señaló, sin quitar la vista del juego, “Lo haré cuando me ganes” Replicó Von Hagen, seguro de que la partida no podía durar más de dos movimientos más.

 

No todo el mundo gastaba el tiempo libre en ocio, una que se tomaba en serio su trabajo era Sofía, quien gastaba cada vez más tiempo en los camiones, pese a los consejos de Eugenio de que debía disfrutar más de la vida y las advertencias de Eusebio, de que los desperfectos brotaban como maleza en las máquinas como en los hombres, después de cierto tiempo y por cada uno que se solucionaba aparecían dos nuevos. La chica se había conseguido con los trabajadores una tosca jardinera de mezclilla con la que se introducía en las fauces abiertas de los camiones soltando tuercas, ajustando mangueras y averiguando in situ la función de cada pieza del vehículo. Eusebio tenía razón, siempre había algo que ajustar o destapar, pero la chica iba más allá, pues se obsesionaba con cada olor extraño o sonido anormal, de manera que intentaba captar los desperfectos antes de que estos ocurrieran, y lo más curioso era que ya comenzaba a acertar en la mayoría de las ocasiones. Eugenio también tenía razón en que un poco de disfrute era esencial en la vida, pero lo cierto era que la muchacha le había encontrado un gran gusto a los fierros y a la mecánica y la disfrutaba al punto de perder la noción del tiempo buscando el origen de una simple mancha de aceite. Cornelio lo había notado, pero no había hecho ni siquiera un comentario al respecto, y es que, desde que la chica había firmado el contrato, ya no se preocupaba por lo que hiciera ni le exigía a Beatriz que lo hiciera. También sabía que la muchacha visitaba a su verdadera madre casi todas las noches y que se comunicaba con ella por notas que escribía en un cuaderno que luego pegaba a los cristales y que Lidia solo podía responder por medio de síes y noes expresados con movimientos de cabeza, pero tampoco había hecho nada al respecto. La dejaba, como en una especie de pacto tácito en el que se sobrentendía que, mientras ella no lo molestara con preguntas o peticiones raras, él no la molestaría con restricciones ni deberes. Beatriz tampoco mencionaba el tema. A pesar de que aún convivían en la misma tienda, era poco el tiempo que compartían, a veces, ni siquiera para comer y aunque ya no la espiaba, sabía que cuando la lámpara de queroseno no estaba, era porque Sofía estaba con Lidia. Cuando se encontraban, hablaban trivialidades secas e incómodas, al punto de que solo les faltaba tirar una línea en medio de la tienda y dividirla en mitades independientes, y tal vez hubiese sucedido aquello más temprano que tarde, si no fuera porque una noche, esa noche, cuando las fogatas recién se encendían, Beatriz fumaba un cigarrillo fuera de su tienda, en ese momento, Sofía llegaba, limpiándose las manos negras con un trapo aún más sucio, con la cara manchada como un comando listo para entrar en acción y con un pañuelo atado al pelo, lo que le borraba de un plumazo cualquier aire infantil que aún pudiera quedarle en el imaginario colectivo. Apenas le dedicó un gesto como saludo al pasar junto a su tía, pero ella sí le habló, “Lo siento…” le dijo, la chica se detuvo y la miró extrañada, como si aquella voz hubiese salido de un sitio imposible, “No hay nada que sentir” le respondió sin dramatismo, Beatriz botó su colilla y se quedó largo rato mirándola antes de ponerle su bota encima. “No, de verdad lo siento mucho… por tu madre. Por Lidia” Sofía se quedó esperando parada a sus espaldas, sospechaba que la cosa no terminaba ahí. Beatriz continuó, “Yo la envidiaba, con una envidia infantil y tonta, que no podía evitar porque creía que era justa, pero no deseaba esto para ella. Esta prisión perpetua e indigna” Sofía buscó el rostro de su tía torciendo el suyo, parecía estar diciendo la verdad, “¿La envidiabas?” Beatriz la miró, pero solo fueron un par de segundos, “Ella era la favorita de mi padre, no importa cuánto me esforzara yo, ella con nada me robaba su atención, y yo no lo podía soportar. Era una jovencita, y estaba celosa…” Beatriz se tomó unos segundos para examinar la noche, como si le estuviera hablando solo a la inmensidad del universo. “Cuando mamá lo dejó y no volvimos a verlo nunca más, yo la culpé a ella, a Lidia, solo porque necesitaba culpar a alguien, porque a ella parecía no importarle y a mí sí, y no dejé de culparla nunca.” Sofía caminó sigilosamente hasta detenerse frente a su tía, como si ese momento estuviera hecho de cristal y ella temiera romperlo, “Pero… no es tu culpa que ella esté ahí” Aquella fue una de esas afirmaciones ambiguas que suenan más a pregunta. Beatriz negó con la cabeza, sus ojos se humedecían. “Cuando perdí a mi hijo, me di cuenta de que ya no había marcha atrás, de que había caído en un hoyo del que no saldría nunca. Tú fuiste mi único consuelo en ese momento” Sofía miró en rededor, aún estaban en la puerta de la tienda. Había un silencio extraño, como si todo el mundo estuviera poniendo atención a lo que hablaban, o tal vez fuera solo su imaginación. “¿Cómo perdiste a tu hijo?” preguntó la muchacha, más por compasiva curiosidad que por interés. Beatriz se secó los ojos y se puso de pie, “Será mejor que vayas a lavarte. Se hace tarde.”


León Faras.

lunes, 7 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LI.

 

Cornelio Morris había arreglado con las autoridades la condición de moverse solo por los pueblos cercanos en un radio de algunos kilómetros mientras se aclarara el caso de Diego Perdiguero, es decir, que podía moverse pero sin alejarse demasiado, de eso dependía su libertad. Era muy difícil trabajar, para cualquiera, teniendo a la policía vigilándole cada paso, pero era mejor cooperar, mostrarse gentil para que lo dejaran en paz lo antes posible. Sabía que esos inspectores, o eran muy malos en su trabajo, o pronto se darían cuenta de que el verdadero Diego Perdiguero permanecía encerrado en una jaula a plena vista de todo el mundo, aunque incapaz de acusar a nadie de nada, por lo que podía tener la situación bajo control. Durante la noche, las entidades que trabajaban para él, le habían dado una solución muy conveniente: un líquido asqueroso que con una pequeña dosis, destruía la piel de un hombre hasta hacerla parecer veinte años mayor, aunque los efectos desaparecían completamente al cabo de un par de meses. Cornelio mandó a afeitar completamente a Perdiguero, bajo la excusa de que estaba infestado de piojos y luego le dieron de beber el líquido formulado durante la noche. Pronto tendría una apariencia tan diferente, que no lo reconocería ni su perro. Dos días después regresaron al circo Jiménez y Urrutia, muy poco complacidos con el trabajo que le estaban inyectando desde lejos. Como si no tuvieran ya suficientes cosas que hacer, ahora debían hacer el trabajo de los inspectores también. Llegaron temprano, porque sabían que luego eso se convertía en un hervidero de gente con la que era imposible trabajar, Cornelio los recibió como si se tratara de viejos amigos, “Díganme por favor, ¿en qué puedo ayudarles esta vez?” Jiménez cogió su libreta y la ojeó largamente, como si estuviera tratando de memorizar algo de ella, finalmente la cerró, “Mire, señor Morris, a la luz de nuevos antecedentes, al parecer, el Diego Perdiguero que usted dice, no es el Diego Perdiguero que nosotros buscamos” Cornelio se mostró sorprendido, pero de manera grata, “Eso significa que no soy culpable de nada, que soy inocente de esa absurda acusación de secuestro, ¿verdad?” Jiménez volvió a consultar su libreta, “No, señor Morris, al parecer, el Diego Perdiguero que buscamos sería el hombre que está encerrado en esa jaula…” Y el sargento señaló al hombre de las cuevas de Pravia. Cornelio otra vez se mostró sorprendido, pero esta vez como si hubiese sido ofendido, “¿Acaso ustedes conocen la identidad de ese hombre?” Urrutia intervino con su intimidante estampa y su tono de voz irrefutable, “Escuche, señor, según entendemos, usted presentó a un Diego Perdiguero que nada tenía que ver con la descripción, si ese señor se llamaba así o no, a nosotros no nos compete, más de la mitad de la gente es analfabeta y del resto, son muy poquitos quienes han sido registrados alguna vez, en alguna parte, así es que, si ese señor dice llamarse así, así se llama. Lo que nos trae hasta aquí, es que los denunciantes aseguran que vieron al Diego Perdiguero que ellos buscan y conocen, encerrado en esa jaula y necesitamos corroborar esa información con la descripción que ellos nos dieron, ¿comprende?”

 

Esa misma noche, Estola se reunía con los hermanos Corona en su oficina una vez más, “Señores, creo que ustedes se han confundido. El hombre que ustedes buscan, no está en el circo” Declaró así sin más, de manera que Vicente y Damián se quedaron con cara de idiota por varios segundos. Estola, continuó, “Acabo de hablar con Jiménez, quien visitó el circo esta mañana, su informe fue categórico, no existe ninguna posibilidad de que el hombre encerrado en esa jaula, sea el hombre que ustedes buscan” Damián tenía la mente en blanco, y luchaba por encontrar alguna palabra útil en ese momento, “Pero… pero… es que eso es imposible… ¡Yo lo vi!” Estola estaba decidido a zanjar el asunto, “¿Es que acaso tienen alguna forma de corroborar lo que aseguran? ¿Algún medio inequívoco de identificarlo? ¿Tienen siquiera una prueba que pueda asegurarnos sin margen de error que ese hombre es Diego Perdiguero y no cualquier otro? ¿Tienen algo más que solo sus palabras, que asegure de manera factible que ustedes dicen la verdad y Cornelio Morris miente? ¿No? Pues déjenme decirles algo: el sargento Jiménez asegura que intentó por todos los medios conseguir una declaración de aquel hombre, al cual calificó de deficiente mental severo, aunque sus palabras exactas fueron “completo tarado” incapaz de comunicarse de ninguna manera, prácticamente ciego, incapacitado para valerse por sí mismo, ¡vamos!, que si pretenden sacar a ese hombre de donde está, tendrían que hacerse cargo de él de por vida” Hizo una pausa, aunque no esperaba respuesta alguna. Continuó, “Además, ustedes atestiguaron que Diego Perdiguero tenía no más de treinta y siete años, pues Jiménez asegura que el hombre de la jaula del circo, no puede tener menos de cincuenta, por lo tanto…” Vicente estaba indignado, “¡Pero eso es una estupidez, no puede ser cierto!” Estola lo miró amenazante, “¿Insinúa que el sargento Jiménez, miente?” Vicente evadió la pregunta, “Ustedes fueron ya engañados la primera vez, cuando les presentaron a un enano que aseguraba llamarse Diego Perdiguero, ¿Acaso cree que eso fue casualidad?” Estola movió las cosas de su escritorio para apoyarse cómodamente sobre él, “Le diré algo sobre la casualidad, hace cinco años tuve la suerte de conocer a un hombre, era contador, al verlo casi me voy de espalda, éramos iguales, como mellizos, por lo que me puse a investigarlo. Resulta que el tipo tenía exactamente la misma edad que yo, se había casado en el mismo año que yo y tenía dos hijos, igual que yo. Le gustaba la pesca y no le gustaban los perros, como a mí, ¿y saben algo más? Ese tipo se llamaba Jacobo, igual que yo. Las coincidencias existen y son más comunes de lo que la gente se atreve a creer, en mi trabajo he visto muchas y ya no me sorprenden, si ese tipo dice llamarse Diego Perdiguero y no hay nadie que asegure lo contrario, entonces seguramente será cierto, y aunque no lo sea, eso no cambia nada, el hombre que ustedes buscan, no está ahí” Damián negaba con la cabeza renuente a aceptar lo que oía, “Lo cambiaron, tienen que haber cambiado a Diego por otro hombre” Aseguró, como si lo estuviera viendo, Estola hizo gesto de estar perdiendo la paciencia, “El circo ya fue registrado por completo, y sus habitantes interrogados, y no ocuparé más tiempo ni recursos en eso. Deben buscar a su amigo en otra parte. A partir de hoy, el circo de Cornelio Morris está libre de moverse a donde le plazca.”


León Faras.

viernes, 4 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

L.

 

Tanto Jacobo Estola como su compañero Fermín Núñez, tuvieron que darse un par de minutos sentados en su automóvil para asimilar lo que acababan de ver. La chica alada de la que había hablado Jiménez era real. La sirena había sido increíble, pero es que Eloísa había roto con todo lo que hasta ese momento creían posible. Y sí, habían perdido la apuesta y debían pagarla, como hombres de palabra que ambos se consideraban, pero es que eso ni siquiera importaba ahora, luego de haber visto a Eloísa, ya nada era igual. Regresaron antes del mediodía, y llegaron a sus casas, apena entrada la noche. Jacobo era un hombre con cuarenta años de matrimonio a cuestas y con dos hijos que les visitaban con regularidad. Núñez era un tipo que vivía solo, alimentándose de comida rápida y porquerías casi todos los días, lo que le estaba haciendo crecer un abdomen poco compatible para su menudo tamaño. Aquella misma noche, Núñez contactó a los hermanos Corona para que se reunieran con ellos al día siguiente.

 

“¡Qué! ¿Un enano? ¿Cómo que un enano?” Vicente no lo podía creer, si le había dado una descripción en la que la altura del sujeto quedaba bastante clara. Damián en cambio, no estaba tan convencido. “Tratándose de ese circo, no me extrañaría que ahora Perdiguero fuese un enano… o un gnomo, ¡o yo qué sé!” Comentó. Estola les tranquilizó, “Esto solo ha sido una primera llegada, un tanteo del terreno. Mi trabajo es buscar la verdad, no hacer lo que las personas desean que haga, para eso hay otro tipo de personas. Entonces, para descubrir la verdad, deben aceptarse todos los testimonios, porque todos son solo puntos de vista, y la verdad se construye con muchos de ellos, no solo con uno” En ese momento entraba Núñez, siempre con papeles en las manos, “Pero, ¿registró el circo?” Insistió Vicente, Estola le aseguró que había mirado en cada rincón, Vicente continuó, “Entonces, seguramente vio al tipo ese que tienen encerrado en una jaula, que parece ciego, que no habla y que se alimenta de ratones” Jacobo lo recordaba, era aquel pobre rescatado de un sanatorio donde iba a ser sacrificado. Los hermanos Corona le miraron como si de pronto el inspector oliera mal, “¿Sacrificado? ¡Nada de eso! ¡Ese es Diego Perdiguero!” Estola miró a Núñez y luego de vuelta a los Corona, “Pero ustedes dijeron que Perdiguero trabajaba antes para ustedes, ¡Es imposible que…!” Estola iba a decir algo, pero Damián lo interrumpió, “Pues Diego Perdiguero, era un tipo completamente normal, inspector, como usted o como yo, antes de tener la desgracia de caer en manos de ese circo” Aquello era completamente diferente, y era algo que debieron decírselo antes, Damián hizo una mueca de risa contenida, “Tenía que primero verlo para que nos creyera, escuche, a Perdiguero lo envenenaron, le dieron algún tipo de brebaje, una droga o algo que lo dejó como idiota, o como un animal salvaje, para encerrarlo y exhibirlo en su espectáculo” Estola miró a su compañero, “¿Qué opina usted, Núñez?” Fermín tenía su propia teoría, “Yo creo que ese tipo estaba actuando como los demás… ” Damián lo negó enfático, “Eso no puede ser. Yo lo vi comiendo ratas vivas. Nadie que esté actuando come ratas vivas” Fermín no parecía impresionado, “No sé si coma ratas vivas o no, o cómo lo hace, pero les diré una cosa: su jaula no olía a mierda. Cualquiera que se haya acercado a la jaula de un animal encerrado durante varios días, sabe de lo que hablo, además, el tipo llevaba puesto zapatos y pantalones, ¿un hombre de las cavernas con zapatos y pantalones? claramente este hombre entra y sale de su jaula cuando le da la gana” Vicente no podía comprender que alguien tuviera tal teoría, “¿Me está diciendo que Perdiguero está en ese circo por voluntad propia?” Fermín se puso firme, “Le estoy diciendo que aquí hay más que solo un hombre drogado y encerrado en una jaula, pero con lo que sabemos hasta ahora, no podemos asegurar nada…” entonces se formó una pequeña discusión entre Fermín Núñez y los hermanos Corona, que alegaban que no había nada que investigar, que se trataba de un secuestro y que solo debían ir y sacar a Perdiguero de ahí lo antes posible, mientras el otro respondía que ellos eran inspectores, y no mafiosos que entraban a cualquier lugar a punta de pistola para conseguir lo que querían, una discusión en la que Estola no participó en lo más mínimo, ensimismado, de pronto dijo, “Eso es cierto…” y cuando todos se callaron para oírle hablar, agregó, “La jaula, no olía a mierda… ¿por qué?”

 

Sofía ya se había apoderado del camión de Eugenio, colgando su conejo de trapo como si fuera un estandarte, atado del cogote al espejo frontal, como un ahorcado que gira resignado, mirando a uno y a otro con expresión lastimosa, aunque habría que decir que esa era la misma cara que siempre había tenido. También conducía a veces el camión de Eusebio, pero cuando este se lo pedía, era generalmente solo porque se sentía demasiado cansado y prefería dormir. Sofía no sabía de dónde había salido ese conejo, solo sabía que siempre lo había tenido, más de alguna vez se lo había preguntado e imaginaba que podía ser lo único que su madre le había dado antes de ser convertida en sirena, pero lo cierto era que Beatriz lo había hecho con sus propias manos cuando ella no tenía más que un año. Se instalaron en las afueras de un pueblo como cualquier otro e inmediatamente, el campamento que acababan de empacar y subir a los camiones, volvía a ser bajado e instalado para que los habitantes del circo pudieran cenar y dormir. Cuando el sol ya se ponía y dejaba de ser una amenaza para los ojos de Diego Perdiguero, este se volvía dócil y sumiso, entonces, uno o dos trabajadores lo cogían por el cuello con una correa, como si de un perro se tratara, y lo sacaban de la jaula, donde Perdiguero, tullido por el encierro en ese lugar estrecho, salía caminando poco menos que como un simio. Su vista mejoraba por la noche, aunque en realidad, solo descansaba de la ausencia de luz, su mente, en cambio, siempre estaba en aparente inactividad, su voz interna se había silenciado y se le hacía muy difícil pensar. Como si de un ritual se tratara, de inmediato Perdiguero comenzaba a tener violentas arcadas que lo obligaban a vomitar, aunque solo expulsaba egagrópilas, bolas de pelo y hueso de ratón que no podía digerir. Cuando terminaba podía cenar comida normal, hacer sus necesidades y luego dormía a la intemperie, con una correa al cuello y una capucha en la cabeza que ni siquiera intentaba quitarse, pues era, más que todo, para evitar que el amanecer le dañara los ojos.


León Faras.

domingo, 29 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris

 

XLIX.

 

Fermín Núñez era un chico bonito como un muñeco, al que sus colegas molestaban con el apodo de “galán de bolsillo” debido a sus decepcionantes ciento cincuenta y cinco centímetros  de altura, sin embargo, lo habían puesto junto al veterano Jacobo Estola por muchas otras prometedoras cualidades. Llegó junto a su jefe con unos papeles en la mano, “Jiménez, de la catorce, dice que encontró el circo que buscamos, dice que al parecer, el dueño no conoce al hombre que buscamos, al tal Perdiguero” “Eso hay que averiguarlo” respondió Estola, dándole un sorbo a una diminuta taza de café instantáneo, y agregó. “Eso está lejos, nos tomará varias horas llegar hasta allá ¿dijo algo más?” Núñez revisó sus documentos, “Si partimos esta noche, llegaremos por la mañana. Dijo que había visto en ese lugar una chica que podía volar con alas pegadas a la espalda” Estola recibió ese comentario remarcando todas sus arrugas de incredulidad en su rostro, “¡Eso no puede ser! Le está tomando el pelo” Aseguró, mientras Núñez sonreía, encantador como un actor de cine, “Apostó la mitad de su sueldo a que era cierto, y yo acepté, ¿Quiere usted apostarle la otra mitad?” Estola pareció indignarse con la idea, “Fermín, por Dios, ese hombre tiene familia ¡Es que piensa dejar a toda esa gente sin comer!” Núñez se justificó levantando las manos con inocencia, “¡Oiga, que esa fue idea de él!” En ese caso, Estola aceptó entrar en la apuesta.

 

Resultaba que el tal Diego Perdiguero ese, era al final, el hombre de las cuevas de Pravia, y obviamente alguien lo había reconocido y había recurrido a las autoridades. Sin embargo, Perdiguero ya había firmado un contrato y ese pacto no se disolvería con una denuncia de secuestro. Román Ibáñez llegó a la oficina de Cornelio con más dudas que seguridades, este estaba tramando algo, pero no lograba imaginar para qué había sido llamado, “¿Recuerdas lo que me pediste aquel día? Pues bien, estoy dispuesto a hacerlo si tú me ayudas ahora” Román estaba dispuesto, pero seguía sin entender qué podía hacer él. Cuando Cornelio se lo dijo, casi se cayó de la silla sobre la que le había costado tanto subirse, “¡Qué? ¡Pero cómo esperas que yo me haga pasar por ese Diego Perdiguero! ¡Es una locura! La diferencia es obvia” Cornelio no estaba tan seguro de eso, “¿Acaso crees que eso tipos conocen al hombre que buscan? Jamás le han visto, no tienen ni idea de cómo es o cómo se ve” “¡Pero si mido la mitad que él!” Protestó el enano con toda la razón del mundo. Cornelio contrarrestó, “¡Eres el único normal! No se lo puedo pedir a Horacio o a Pardo…” Román sugirió a alguno de los trabajadores, pero Cornelio ya lo había pensado y descartado, “No me fío de ninguno ellos” Confesó, “¡Y te fías de mí?” Respondió Román con sorpresa. Cornelio lo miró con sus enormes ojos, “Bueno, ¿quieres arruinar a tu hermano por dejar en la calle a tu hija, o no?” El enano sí lo quería, “Está bien…” aceptó, “…pero te advierto que esto no puede salir bien de ninguna manera” Concluyó.

 

Los inspectores Estola y Núñez llegaron temprano al circo, antes incluso que el entusiasta público del día anterior. Habían conducido toda la noche, la mitad cada uno y se les notaba, sobre todo a Estola, que se veía como si hubiese recibido la patada de un burro en la columna. Cornelio los recibió con profunda seriedad y los invitó a pasar a su oficina. “¿Sabe usted, por qué estamos aquí?” Preguntó Estola, aceptando la silla que Cornelio le ofreció, este asintió, y le dijo el porqué, y agregó, “…pero aquí no tenemos a nadie secuestrado, señor” Y se puso de pie para abrir la puerta, tras ella estaba Román Ibáñez, parado con un fastidio forzado en el rostro, como quien tiene cosas más importantes que hacer en ese momento. Estola lo miró como si le estuvieran queriendo tomar el pelo, “¿Quién es este señor?” Le preguntó a Cornelio. Núñez también reaccionó como si fuera la primera vez en su vida que veía a un enano, “Él es Diego Perdiguero” Afirmó Cornelio. Estola los miró a ambos más espantado que incrédulo, como si aquello, de ninguna manera pudiera ser posible. Consultó su libreta, “Pero aquí dice que el señor Perdiguero mide un metro y setenta y seis…” “Eso siempre me pasa” Intervino Román, con gesto de cansancio, “Las personas siempre le ponen ese “uno” de más a mi tamaño, es como un acto reflejo. Yo solo mido setenta y seis” En realidad, medía algo más, pero esperaba que los inspectores no anduvieran con una cinta métrica en el bolsillo. Estola no se lo tragó del todo, “¿Y pesa setenta kilos?” El enano respondió en el acto y con gravedad, “Créame, inspector, hubo una época en la que llegué a pesar eso” Estola volvió a ojear la descripción de Perdiguero que tenía anotada en su libreta, pero era tan escuálida como la de cualquier otro, sin nada sustancial de lo que aferrarse. Se volvió acusador hacia Cornelio, “¡Pero usted le dijo al sargento Jiménez que no conocía al señor Perdiguero! ¿Por qué hizo eso?” Cornelio tomó aire, dispuesto a inventarse algo, pero Román se adelantó, “Aquí todos me llaman Román” Les dijo, como si estuviera confesando algo vergonzoso, Estola lo miró como si le hubiese dicho un insulto, “¿Qué?” El enano continuó, “Mi vida ha sido dura, inspector. Cuando uno crece en una familia en la que todos piensan que eres un bueno para nada, en un mundo en el que nadie te da una oportunidad, donde las mujeres te miran como a un bicho molesto y en donde tu propio padre maldice a Dios por haberte tenido como hijo, uno tiende a querer mandar todo al diablo y empezar algo nuevo. Aquí encontré un trabajo, inspector, respeto, dignidad…” Román realmente se estaba luciendo, Cornelio no lo podía creer. El enano continuó, “…aquí encontré un lugar en el que vivir, y no quería que nadie me encontrara, por eso cuando llegué aquí, decidí cambiarme el nombre. Con el tiempo, hasta yo había olvidado mi verdadero nombre” Estola estaba sin palabras, había algo que no calzaba en todo esto, pero no sabía exactamente qué, “Bien señores, supongo que todo esto no ha sido más que una confusión” Señaló, dejándose convencer. Cornelio quiso saber el nombre de la persona que lo habían denunciado, pero el inspector le respondió que aquello era confidencial, y agregó, “…nos gustaría echar un vistazo a sus instalaciones de todas maneras, si no le molesta” Cornelio aceptó encantado, y con sorpresa para Román, también él fue arrastrado. Hicieron un recorrido, conociendo tanto a los trabajadores como a las atracciones y asegurándose de que nadie estaba ahí retenido contra su voluntad, hasta llegar a la jaula del hombre de las cuevas de Pravia. La jaula estaba tapada. “¿Y aquí qué es lo que hay?” Preguntó el inspector, Cornelio le invitó a echar un vistazo. Perdiguero, de inmediato gruñó y se agitó al ser golpeado por la luz del exterior. Estola retrocedió alarmado, “¡Eso es una persona?” Cornelio asintió grave, “¿Y cuál es su nombre?” agregó el inspector, nuevamente Román intervino, “La verdad es que nadie lo sabe. Lo encontramos en un sanatorio para enfermos mentales. Estaban a punto de sacrificarlo” Estola abrió unos ojos enormes, “¿Sacrificarlo?” El enano continuó con la seguridad de un experto en la materia, “Sí. Nunca consiguieron ningún avance con él, no lograron que pronunciara ni siquiera una palabra o que usara un baño y además tendía a ponerse muy violento, sobre todo con la luz del sol. Odia la luz. Tampoco tenía familia que se hiciera cargo de él. Al menos aquí, ya no se pasa días enteros metido en el agua fría, les limpiamos sus desechos y puede comer todos los días” “Sacrificado…” repitió Estola con amargura, y añadió, “…sí, he visto casos así” Cornelio aprovechó el momento para insinuar su absoluta inocencia y total libertad para mover su circo cuando quisiera, Estola lo miró varios segundos en silencio, como tomando una decisión, “Es muy pronto para cerrar el caso, señor Morris, pero le permitiré moverse, mientras deje constancia con las autoridades de su próximo destino, tal vez lo necesite de nuevo para aclarar completamente esto, o al señor Perdiguero” Concluyó, refiriéndose a Román, luego de eso pensaron en retirarse, pues la gente ya comenzaba a llegar en masa, pero antes de irse, Núñez tenía una pregunta pendiente, “Oiga, me dijeron que este circo, había una chica con alas de verdad, que era capaz de volar, ¿es eso cierto?” Cornelio sonrió con suficiencia, “Sí, Eloísa, es la única que les falta por conocer. Está por aquí”

 

Aquella misma tarde, Cornelio ordenó levantar el campamento. Mientras todo comenzaba a ser empacado y apilado una vez más, Cornelio llegó hasta la pequeña tienda de Román, se acuclilló en la entrada y depositó un bulto en el suelo. Luego de un incómodo silencio de indecisión, murmuró sin expresión en el rostro: “Buena actuación, se han creído todo lo que les dijiste” y se fue. El bulto era una botella de excelente licor, algo totalmente inesperado para Román, sobre todo viniendo de su propio jefe. Una recompensa por la historia que se había inventado, cuando en realidad, la mitad de lo que había dicho era cierto.


León Faras.

jueves, 26 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLVIII.

 

Así era el destino del circo, la condena a un eterno vagar. Después de un pueblo, siempre viene otro distinto que nunca antes ha visto las maravillas del circo de rarezas de Cornelio Morris, y es que, para Cornelio, su circo no debía pisar jamás dos veces el mismo suelo o instalarse por segunda vez en un mismo pueblo, aquello era lo mismo que no moverse. Sin embargo, estaba convencido de que no le alcanzaría la vida para cubrir todos los pueblos y caseríos disponibles en el mundo, por lo que no era algo que le preocupara en particular, mientras pudiera moverse. Atrás había quedado la mala fortuna, y los últimos pueblos visitados, habían vaciado sus bolsillos con entusiasmo y generosidad y apenas con el aperitivo, quedando luego deslumbrados al ver el plato fuerte del día: la presentación de Eloísa. Era la media tarde del segundo día en aquel pueblo, cuando dos hombres vestidos de uniforme se detuvieron frente a Horacio Von Hagen, quien ya había hecho su presentación y abandonado su jaula, y lo observaban tratando de decidir si hablarle a aquel ser peludo y humanoide era una opción, o una completa estupidez, similar a preguntarle a un perro por la ubicación de su amo. Bastó un monosílabo de Von Hagen para que los uniformados comprendieran que se trataba de una criatura provista de la capacidad de diálogo y entendimiento, “Soy el sargento Jiménez y este es el cabo Urrutia, necesitamos hablar con el dueño de este establecimiento ambulante, un señor llamado…” y el sargento consultó su libreta, “…Cornelio ¿Morris?” Horacio los miró como si le hubiesen hablado en una lengua muerta, pero lo cierto era que les había comprendido perfectamente, con su dedo peludo indicó una dirección hacia donde podía verse y oírse a Cornelio Morris agrupando a la gente para lo que sería “la experiencia que llevarían en su memoria hasta el último día de sus vidas.” Jiménez y su compañero caminaron hacia allá, dispuestos a interrumpir con mala-cara lo que fuera que estuviera haciendo aquel tipo, pero en determinado momento, sus piernas se negaron a seguir avanzando, su boca se abrió como la de un pescado muerto, y su cerebro se olvidó por completo del don de la palabra, o de cualquier otro, porque durante varios segundos, toda la vida en su cabeza se extinguió cuando presenciaron la figura de una jovencita que extendía a su espalda un maravilloso par de alas cubiertas con plumas de verdad, mientras Cornelio anunciaba que ante ustedes tenían “…un auténtico ángel del paraíso” Urrutia no pudo evitar que su vista cayera al suelo cuando una sombra gris cruzó frente a su cara, hipnotizado por aquella aparición, se agachó a recogerla; era una pluma del ángel, una enorme, hermosa y auténtica pluma de un ángel. Urrutia la sostuvo entre los dedos como a una rara flor, o como al pañuelo de una doncella, y Eloísa le dirigió una fugaz mirada que a él le pareció de complicidad, como si esa pluma hubiese sido arrojada hacia sus pies a propósito. Dos violentos aletazos, y el ángel despegó veloz hacia el cielo, hasta que las cadenas que supuestamente la sujetaban, se quejaron bajo la tensión. Como siempre, las personas dieron un perfectamente coordinado, salto hacia atrás. Ambos uniformados miraban embobados aquella aparición, incapaces de hablar, hasta que alguien les habló a ellos, “¿Puedo ayudarlos en algo?” Era Cornelio Morris, y parecía muy poco complacido con su presencia. Jiménez lo miró asustado, luego a la chica alada, luego a Cornelio otra vez y luego a su libreta, “¿Es usted el señor Cornelio Morris?” Cornelio asintió, impaciente, el sargento parecía incapaz de mantener su atención en otra cosa que no fuera Eloísa, por lo que decidió cogerlo por un brazo y llevárselo a su oficina, para hablar sin distracciones y de esa manera despacharlos lo antes posible. Tanto Jiménez como Urrutia, se negaron a tomar asiento. “Señor Morris, estamos aquí para notificarle que está usted acusado de tener secuestrado a un hombre llamado…” el sargento consultó su libreta, “…Perdiguero, Diego Perdiguero” Cornelio los miró como si le estuvieran planteando un acertijo matemático muy complicado, “¿Quién?” En verdad a Cornelio, ese nombre no le decía nada de nada. Jiménez continuó, “Los inspectores a cargo de la investigación ya vienen hacia acá, por lo tanto debemos advertirle que tiene usted prohibido mover su circo de este lugar” Cornelio protestó contrariado, “¡Pero no pueden hacerme esto! ¡Ni siquiera sé quién es ese tal Perdiguero no sé qué!” El cabo Urrutia, un tipo que bien podía ser guardia personal de alguien famoso, lo tranquilizó con una de sus manotas en alto, “Escuche señor Morris, usted no es culpable de nada, aún, pero es su obligación permitir y facilitar la investigación. No puede salir de este pueblo en las próximas cuarenta y ocho horas, y si lo hace, lo encontraremos y lo pondremos bajo arresto, por desacato a la autoridad y evasión de la justicia, ¿Me ha entendido bien?” Ahora era Cornelio quien no podía cerrar la boca. “¿Cuarenta y ocho horas?” Pensaba como mucho estar un día más en ese lugar, “Así es, mientras tanto, puede usted seguir con sus actividades normales” Concluyó Urrutia, “Muy impresionantes, debo decir” agregó Jiménez, sin ocultar su admiración. “¡Pero esto es una locura! Yo no he secuestrado a nadie, pueden registrar todo el lugar, si eso quieren, pero no puedo quedarme aquí. ¡Esto es un circo! ¡Los circos se deben mover!” Cornelio estaba indignado, qué clase de imbécil lo había denunciado por secuestro, ¡Y quién demonios era ese Perdiguero! Los uniformados ya habían salido de la oficina, pero Jiménez se dignó a hacerle una última advertencia, “Señor Morris, nosotros no podemos hacer más, debe esperar a los inspectores y no moverse de aquí o tendrá problemas mucho más graves.” Y cuando ya se iba, agregó, “Traeré a mis hijas mañana y más le vale estar aquí”

 

Por la tarde, la gente fue evacuada del circo con más apremio del normal, de hecho, Cornelio Morris en persona los estaba corriendo a gritos con su megáfono, alegando una supuesta emergencia, pero dejándoles bien en claro que podían regresar al día siguiente, por supuesto. Luego, con el mismo megáfono reunió a todo el personal del circo. Todos, sin excepción, excepto por Lidia, claro. “Muy bien, señores, esta vez se han pasado de la raya. Quiero saber ahora mismo, quién fue el gracioso que me denunció a las autoridades por secuestro” Todos se miraron las caras, Román que llegaba al último, buscó un lugar junto a Horacio, “¿Qué ha dicho? ¿Secuestro?” Von Hagen asintió, incapaz de decir palabra, Cornelio los miraba furioso e impaciente. Parecía un profesor al que, unos alumnos bromistas, acaban de ponerle pintura en el asiento “Créanme que si no hablan, Mustafá hablará, pero será peor para todos si es él quien señala al culpable…” Solo consiguió murmullos y miradas de inocente incredulidad “Pero si no nos hemos movido del circo, ¿cómo alguien va a ir con las autoridades?” Comentó Beatriz, que estaba de brazos cruzados al frente del grupo de trabajadores y atracciones, tan sospechosa como cualquier otro, “No lo sé…” respondió Cornelio, poco complacido con el comentario, y agregó, “…pero se me ocurren un par de ideas de cómo pudieron hacerlo. ¡Aquí la única que está libre de sospecha es Lidia, por obvias razones, el resto, todos serán culpables si no me dicen ahora mismo quien fue!” Se desató una ola de murmullos como un enjambre de abejas, pero sobre todos se distinguió una voz, que aunque tímida, estaba a una altura por sobre las demás. Era la de Ángel Pardo. “¿Qué dijiste?” Le preguntó Cornelio de un grito. Pardo habló con el mismo volumen de voz, pero el enjambre se había silenciado al instante, “Decía que además de Lidia, el tipo de allá tampoco pudo haberlo hecho, porque ese ni habla” “¿Qué tipo?” preguntó Cornelio impaciente, el gigante lo señaló con todo el largo de su brazo “Ese. Es que no sé cuál es su nombre…” Se excusó. Cornelio le echó un vistazo con expresión de asco al lugar que indicaba, no podía creer la estupidez de comentario. Él quería saber quién había sido, no quién NO había sido, pero Pardo tenía razón, el hombre de las cavernas de Pravia no podía haberlo hecho. Entonces, Cornelio pareció darse cuenta de algo, y miró la jaula de Perdiguero con algo más de interés, “¿Cómo se llama ese tipo?” Preguntó volviéndose hacia sus empleados. Nuevamente, todos no hicieron más que mirarse las caras y negar en silencio. Se dio cuenta de que él tampoco lo recordaba, aunque tenía una vaga idea. “¡Mierda!” murmuró, y partió casi corriendo a encerrarse en su oficina. En los contratos estaba la respuesta que buscaba.


León Faras.

lunes, 23 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLVII.

 

“No solo un sacrificio humano, sino el de un recién nacido. Y no solo un neonato cualquiera, sino tu propio hijo.” Esas habían sido las palabras de David Franco, dadas como información, como quien le da una dirección a un desconocido en la calle, ya que él no participaba, no se comprometía, y generalmente, tampoco se ensuciaba las manos. Él solo daba las directrices necesarias, esa era su única labor. “Pero no se trata de obtener poder, sino, de manejar un poder ya existente, emanado de criaturas que viven entre nosotros, que se alimentan de nosotros y que ni siquiera podemos ver. Criaturas que deben ser atraídas, atrapadas y forzadas a trabajar para nosotros, aunque eso signifique sufrimiento y humillación para ellas.” Cornelio, quien aún se llamaba Julio Monte en ese momento, no sabía si creer o no en esas palabras, en realidad, poco le importaba, mientras obtuviera el poder y el dinero que le había sido prometido. Franco continuó, “…Siempre ha sido así, el dolor y el sufrimiento como señuelo, siempre el sacrificio: guerreros a los que se le arranca el corazón en vida, doncellas arrojadas a volcanes en llamas o pozos sin fondo, simples pastores que degüellan a sus animales cebados solo para derramar su sangre y saciar con ella a sus deidades.” David lo observó con una mezcla de cansancio y desprecio, “Tú necesitas que muchas de esas criaturas te ayuden, y para ello tendrás que darles un gran sacrificio, luego, si haces lo que te digo y como te lo digo, ellas quedarán atrapadas, atadas a ti para hacer tu voluntad y tú serás su dueño, pero, recuerda esto, cuando eso suceda, ya no podrás quedarte por mucho tiempo en ningún lugar, estarás condenado a vagar por el mundo o esas criaturas de verdad van a sufrir y te lo harán notar en los huesos” Cornelio no tenía idea de qué criaturas eran esas, ni de qué clase de poder se trataba, lo único que tenía más o menos claro, era que debía sacrificar a su hijo, al hijo que acababa de tener con Beatriz, y estaba dispuesto a hacerlo, porque había aprendido a confiar en lo que David Franco le decía, pues este había demostrado siempre saber más de lo normal y hacer cosas que no eran de un hombre corriente. Aunque también estaba dispuesto porque él no quería un hijo, nunca lo había querido y no lo apreciaba en lo más mínimo, por lo mismo, la idea de sacrificarle a cambio del poder prometido, no se le hacía nada imposible, era un precio justo, hasta conveniente y el hecho de que tuviera que hacerlo él mismo, tampoco era alarmante para él. Siendo un muchacho, Julio Monte había ahorcado perros y apuñalado cerdos aún sujetos a la teta de su madre sin ningún sentimentalismo indigno de cualquier hombre, pórque solo hacía lo que debía hacerse, y ahora debía actuar con la misma templanza de carácter, y estaba dispuesto a hacerlo. Por supuesto que no podía esperar lo mismo de Beatriz, aunque tampoco necesita de su ayuda ni de su aprobación, solo habían bastado un par de gotas de leche de Adormidera en su té, para que durmiera toda la noche, luego por la mañana se enteraría, al ver los increíbles resultados, lo aceptaría y si aún quería un hijo, podía quedarse con el de su hermana Lidia, para la cual, el trabajo que le tenía planeado, era incompatible con la maternidad.

 

La casa que había arrendado durante aquel otoño, estaba rodeada de árboles desnudos y ateridos como fantasmas del viento, y acompañada por un lago frío e indiferente como un milenario espejo. Debía de ser un lugar bello, pero por alguna razón, no lo era. Cornelio llegó con el bebé hasta un cobertizo construido alejado de la casa, iluminado por una antorcha que él mismo había encendido ya antes, y que hacía las veces de establo, cuando el lugar era utilizado por sus dueños, o de bodega, para guardar herramientas, aperos de montar o de labranza y cualquier cosa que no encontrara sitio dentro de la casa. El bebé dormía, seguramente también le había dado una o dos gotas del soporífero usado en la madre, un acto compasivo, aunque no lo suficiente. Dentro del cobertizo, Julio Monte había construido una pira, con la leña que convenientemente estaba almacenada allí mismo, porque este sacrificio no debía de ser de sangre, sino de ceniza. Posó con infame cuidado al niño sobre la pila de leña minuciosamente ordenada con forma piramidal y rellena de forraje bañado en aceite de lámparas, y se alejó un paso. Registró el interior de su chaqueta donde guardaba una petaca con el último trago de licor que le quedaba, porque una cosa era estar dispuesto, pero otra muy distinta era disfrutarlo. Se puso de rodillas frente a la pira, cual honorable samurái, y dejó frente a sí una hoja de papel escrito a mano y un puñal afiladísimo, luego, comenzó a desprenderse con ceremonia de su ropa, desnudándose de la cintura para arriba, cogió la hoja de papel con una mano y el puñal con la otra, y comenzó a leer los versos allí escritos, una y otra vez. “¿Cómo sabré cuando me hayan escuchado?” Había preguntado Julio, luego de leer el papel por primera vez cuando Franco se lo dio, “Lo sabrás” Le había respondido este. Esa no era la respuesta que esperaba.

 

Beatriz despertó con un sobresalto, aunque no podía recordar qué era lo que la había arrojado con tal ímpetu fuera de su sueño. Se sentía aturdida, confundida e incluso desorientada, con los sentidos entorpecidos como si hubiese bebido más alcohol de lo prudente, lo que no había sido así. Tardó varios segundos en notar que su habitación estaba siendo iluminada por una luz amarilla que aleteaba como un pájaro asustado dentro de su jaula y otros segundos más en descubrir que estaba sola, sin Julio ni el bebé. Se levantó sin poder recordar por qué invadía su mente ese sopor pantanoso, del que no se libró ni aun cuando vio por la ventana como el cobertizo de al lado estaba completamente envuelto en llamas. A duras penas logró salir de la casa, a tropezones y chocando con cada cosa a su paso, gritando como una loca pero sin obtener ninguna respuesta. Se acercó al cobertizo lo suficiente hasta que el fuego la frenó con su aliento incandescente. En ese momento comprendió que debía estar narcotizada con alguna sustancia que ella desconocía, porque de otra manera no podía creer lo que estaba viendo: Julio Monte estaba dentro del cobertizo, completamente rodeado de fuego, riendo, inmune al calor, estaba cubierto con las cenizas de su hijo hasta el pelo, se había hecho un corte en el pecho de lado a lado por encima de los pezones, había mezclado la ceniza con la sangre manada de su herida abierta y se había embadurnado el cuerpo con ella. El fuego había nacido espontáneo y fulminante, consumiendo la pira como si de un periódico viejo se tratara y continuando con lo demás, mientras él seguía repitiendo los versos, ya de memoria, sintiendo la presencia de entidades que no podía ver, pero que sin duda estaban allí, sensibles para todos sus otros sentidos. Nunca se había sentido mejor en toda su vida.


León Faras.

jueves, 19 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLVI.

 

Horacio miraba a Sofía que caminaba hacia ellos con una sonrisa orgullosa y sentía como si hubiesen pasado años desde la última vez que la había visto, Román también la veía, pero lo hacía con desconfianza, como si de alguna manera estuviera siendo víctima de algún engaño o una broma. “¿Y bien, qué te parece?” preguntó la muchacha en cuanto llegó junto a ellos. En vivo, pensó Horacio, se parecía mucho más a Lidia que en la fotografía, aquello era evidente, Román también lo había notado de forma espontánea, aunque no parecía relevante para él. “Te ves increíble, pero… ¿cómo sucedió?” Preguntó Von Hagen, Sofía se lo explicó, y le dijo lo que había dudado en el momento de firmar ese contrato, porque sabía que se estaba atando una cadena al cuello con eso, no más que cualquiera de los otros habitantes del circo, pero tampoco era que quisiera irse, alejarse de toda esa gente que era su familia, y por sobre todo, abandonar a su madre ahí donde estaba, “Oye…” dijo de pronto Román, señalando el rostro de Sofía como si estuviera descubriendo algo, “¿…no creen que tiene un increíble parecido con Lidia? Es como si fueras más hija de ella, que de Beta.” A la chica se le llenó el rostro de risa, eso era exactamente lo que ella y Horacio creían, casi con total certeza, pero no estaban muy seguros de cómo podían comprobarlo, Román rió como si aquello le hubiera parecido gracioso, “Tengo un muñeco que te lo puede decir si se lo preguntas” Era una buena idea, si podían hacerlo a escondidas, porque sabían que a Cornelio no le haría ninguna gracia que alguno de sus empleados jugaran con la increíble habilidad de Mustafá, pero por desgracia, necesitaban una moneda, y nadie en el circo tenía dinero. Román miró en todas direcciones con aire sospechoso, luego se registró los bolsillos interiores de su chaqueta, y extrajo de ellos un pequeño puñado de monedas, escogió una con cuidado y se la dio a la chica, tanto esta como Horacio, lo miraban como si hubiese hecho un increíble truco de magia, el enano puso cara de circunstancia, “Mustafá y yo, tenemos algunos secretillos” Luego se dirigió hacia donde estaba el muñeco, “Vamos a hacerlo antes de que empiece a llegar el público.” Señaló a la chica, “tú, haz la pregunta rápido…” y luego se dirigió a Horacio, “y tú, vigila que nadie del circo se acerque”

 

La gente llegó en masa al circo apenas la voz de Cornelio, amplificada a través de su megáfono, comenzó a anunciar sus prodigiosas atracciones y realmente parecía que mientras más lo hacía, más gente entraba. Ángel Pardo se paseaba entre las personas dejándoles a todos con la cabeza inclinada hacia atrás y la boca abierta por varios segundos, pues no podían concebir un ser humano de semejante altura y extrañas proporciones, por suerte, el rostro del gigante era amable, lo que evitaba que muchos salieran huyendo o sufrieran un patatús de la impresión, y al mismo tiempo, atraía enjambres de niños que revoloteaban a su alrededor como moscas tras un apestoso. De pronto oyó los gritos de una chiquilla enfadada. Era una jovencita de trece o catorce años que le daba de puntapiés a Mustafá, aunque no lograba causarle gran daño, “¡Devuélveme el dinero, monigote asqueroso!” Dos jovencitas de similar edad, sus amigas, la miraban de prudente distancia sin atreverse a intervenir. Estas retrocedieron un poco asustadas al ver a Pardo acercarse, pero la primera no se intimidó, “¿Qué es lo que te ocurre?” Le preguntó el gigante, preocupado. La jovencita parecía una muñeca, impecablemente peinada con cuidados rizos, un precioso vestido, medias blancas y zapatos brillantes, sin duda una niña de situación acomodada, muy diferente a la mayoría de los demás chicos que visitaban el circo, “¡Este tonto muñeco es un fraude…!” Protestó la niña, “¡…Le he hecho dos veces la misma pregunta y las dos veces me ha respondido lo mismo! ¡Siempre responde lo mismo!” Ángel Pardo no comprendía bien el motivo de su enfado, él no era ningún genio, pero hasta él entendía que si se hacía dos veces la misma pregunta, lo lógico era recibir dos veces la misma respuesta, “Solo responde con la verdad, ¿por qué te enojas?” preguntó el gigante, inclinado hacia delante para ver mejor a la niñas, “¡No es verdad! ¡Este bicho se equivoca! ¡Solo responde tonterías!” Pardo se irguió a todo su largo y se rascó la cabeza, “Bueno, pero ¿qué fue lo que te dijo?” le preguntó, tratando de ser conciliador, aun sabiendo que, con toda seguridad, aquello no era de su incumbencia, “Dijo que su papá, no era su papá” respondió una de las jovencitas que le acompañaban, e inmediatamente fue silenciada por su iracunda amiga, “¡Cállate, Mónica! ¡Lo que me dijo este espantajo, fue una mentira! ¡Eso fue lo que me dijo!” Pardo asintió lentamente, ya lo podía comprender. Mustafá jamás se equivocaba, eso estaba claro, pero la jovencita no quería saber eso, “…puede que alguna vez se equivoque, al fin y al cabo, todo el mundo lo hace…” Mintió Pardo, calmando a la muchacha con la afabilidad y el comedimiento natural de su voz, y agregó, “…pero no puedo hacer que te devuelva tu dinero. Por favor, deja de golpearlo” La niña se calmó, aunque mantenía el rostro enfurruñado, cuando el gigante ya se iba, le habló, “Oye, ¿tú crees que lo que dice, siempre sea verdad?” Pardo estaba convencido de eso, aunque nunca había sido necesario probarlo. Se acuclilló, lo que le daba un aspecto arácnido, debido a la desproporción de sus miembros, “Yo solo sé que Mustafá nunca miente, porque no puede hacerlo, pero tal vez sí pueda equivocarse a veces. ¿Tienes otra moneda?” La niña registró su bonito bolso y extrajo otra moneda, “Si quieres, puedes preguntarle algo que solo tú sepas, de esa manera sabrás si miente o no” Concluyó el gigante, poniéndose de pie y alejándose de allí.

 

Sin duda la más maravillada con la transformación de Sofía, fue Eloísa, quien permanecía oculta en su tienda, hasta el momento en el que debía actuar, lo que multiplicaba la impresión en su desprevenido público, que en sus vidas esperarían ver algo así. Sofía entró en su tienda de improviso y con una sonrisa contenida a duras penas, Eloísa la miró enojada, como a una intrusa, pero no le dijo nada, porque de inmediato tuvo la sensación de que aquella extraña le resultaba familiar, aunque no podía recordar por qué. Sofía no pudo contener la risa por el más que evidente desconcierto de su amiga y eso la delató. La extraña que había entrado a su tienda era la Sofía de la foto, encarnada como si se tratara de una hermana mayor de la otra. Eloísa se quedó largos segundos incapaz de cerrar la boca o pestañear. Más tarde, mientras Eloísa desataba el asombro y el desconcierto entre su público al momento de abrir sus alas y elevarse en el cielo, Sofía regresaba a su tienda donde estaba Beatriz, quien preparaba algo de comer en una cocinilla, otro de sus exclusivos privilegios, como el de contar con una lámpara de queroseno. Sofía no sonreía. La mujer, la contempló largo rato en silencio, sabía lo de la transformación, pero no había tenido ocasión de verla hasta ese momento, y era increíble, tal como lo suponía, el parecido con Lidia era innegable, también el hecho de que la sirena era su madre. La mentira que habían sostenido todo este tiempo, ahora caía rota en mil pedazos y de forma definitiva. La mujer removió las croquetas que freía en su sartén, “Te pareces mucho a ella…” dijo con voz suave e indiferente, como si se dirigiera a un desconocido, y agregó “…Ella se parecía más a nuestra madre, yo, en cambio, heredé el cabello y los ojos de mi padre” Sofía la miró como si la escuchara hablar por primera vez, “¿Por qué nunca me dijiste que tú eras mi tía, y que Lidia era mi madre?” Beatriz sacaba sus croquetas con parsimonia, procurando que el aceite escurriera antes de abandonar la sartén, “Pensaba que no sería necesario mientras no crecieras, ya sabes, uno va posponiendo cosas hasta que se vuelve una costumbre” Sofía se acercó despacio hasta que llegó a su lado, “¿Quién es mi padre? ¿Está él aquí?” La mujer negó con la cabeza, sin quitar la vista de su cocina, “En realidad no sé quién era tu padre, ella llegó al circo estando ya embarazada. Estaba muy angustiada, porque se había quedado sola, aquel hombre había desaparecido y ella no sabía por qué, si le había ocurrido algo malo o simplemente la había abandonado…” Beatriz miró a los ojos a la muchacha, “… cualquiera de esas cosas podía ser posible. El circo le ofreció sustento, trabajo y la posibilidad de que a su hija no le faltara nada…” Entonces ella firmó el contrato sin apenas leerlo, pues hubiese sido grosero poner en duda la honestidad de tan generoso gesto. “…No sé bien cómo funciona el asunto de los contratos y las atracciones, pero ese día, Lidia se convirtió en la sirena del circo y tú quedaste a mi cuidado” Sofía la miró a los ojos largo rato y le creyó, o al menos, no le pareció que la estuviera engañando, esta vez Beatriz parecía honesta. “Gracias” murmuró.


León Faras.