lunes, 23 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLVII.

 

“No solo un sacrificio humano, sino el de un recién nacido. Y no solo un neonato cualquiera, sino tu propio hijo.” Esas habían sido las palabras de David Franco, dadas como información, como quien le da una dirección a un desconocido en la calle, ya que él no participaba, no se comprometía, y generalmente, tampoco se ensuciaba las manos. Él solo daba las directrices necesarias, esa era su única labor. “Pero no se trata de obtener poder, sino, de manejar un poder ya existente, emanado de criaturas que viven entre nosotros, que se alimentan de nosotros y que ni siquiera podemos ver. Criaturas que deben ser atraídas, atrapadas y forzadas a trabajar para nosotros, aunque eso signifique sufrimiento y humillación para ellas.” Cornelio, quien aún se llamaba Julio Monte en ese momento, no sabía si creer o no en esas palabras, en realidad, poco le importaba, mientras obtuviera el poder y el dinero que le había sido prometido. Franco continuó, “…Siempre ha sido así, el dolor y el sufrimiento como señuelo, siempre el sacrificio: guerreros a los que se le arranca el corazón en vida, doncellas arrojadas a volcanes en llamas o pozos sin fondo, simples pastores que degüellan a sus animales cebados solo para derramar su sangre y saciar con ella a sus deidades.” David lo observó con una mezcla de cansancio y desprecio, “Tú necesitas que muchas de esas criaturas te ayuden, y para ello tendrás que darles un gran sacrificio, luego, si haces lo que te digo y como te lo digo, ellas quedarán atrapadas, atadas a ti para hacer tu voluntad y tú serás su dueño, pero, recuerda esto, cuando eso suceda, ya no podrás quedarte por mucho tiempo en ningún lugar, estarás condenado a vagar por el mundo o esas criaturas de verdad van a sufrir y te lo harán notar en los huesos” Cornelio no tenía idea de qué criaturas eran esas, ni de qué clase de poder se trataba, lo único que tenía más o menos claro, era que debía sacrificar a su hijo, al hijo que acababa de tener con Beatriz, y estaba dispuesto a hacerlo, porque había aprendido a confiar en lo que David Franco le decía, pues este había demostrado siempre saber más de lo normal y hacer cosas que no eran de un hombre corriente. Aunque también estaba dispuesto porque él no quería un hijo, nunca lo había querido y no lo apreciaba en lo más mínimo, por lo mismo, la idea de sacrificarle a cambio del poder prometido, no se le hacía nada imposible, era un precio justo, hasta conveniente y el hecho de que tuviera que hacerlo él mismo, tampoco era alarmante para él. Siendo un muchacho, Julio Monte había ahorcado perros y apuñalado cerdos aún sujetos a la teta de su madre sin ningún sentimentalismo indigno de cualquier hombre, pórque solo hacía lo que debía hacerse, y ahora debía actuar con la misma templanza de carácter, y estaba dispuesto a hacerlo. Por supuesto que no podía esperar lo mismo de Beatriz, aunque tampoco necesita de su ayuda ni de su aprobación, solo habían bastado un par de gotas de leche de Adormidera en su té, para que durmiera toda la noche, luego por la mañana se enteraría, al ver los increíbles resultados, lo aceptaría y si aún quería un hijo, podía quedarse con el de su hermana Lidia, para la cual, el trabajo que le tenía planeado, era incompatible con la maternidad.

 

La casa que había arrendado durante aquel otoño, estaba rodeada de árboles desnudos y ateridos como fantasmas del viento, y acompañada por un lago frío e indiferente como un milenario espejo. Debía de ser un lugar bello, pero por alguna razón, no lo era. Cornelio llegó con el bebé hasta un cobertizo construido alejado de la casa, iluminado por una antorcha que él mismo había encendido ya antes, y que hacía las veces de establo, cuando el lugar era utilizado por sus dueños, o de bodega, para guardar herramientas, aperos de montar o de labranza y cualquier cosa que no encontrara sitio dentro de la casa. El bebé dormía, seguramente también le había dado una o dos gotas del soporífero usado en la madre, un acto compasivo, aunque no lo suficiente. Dentro del cobertizo, Julio Monte había construido una pira, con la leña que convenientemente estaba almacenada allí mismo, porque este sacrificio no debía de ser de sangre, sino de ceniza. Posó con infame cuidado al niño sobre la pila de leña minuciosamente ordenada con forma piramidal y rellena de forraje bañado en aceite de lámparas, y se alejó un paso. Registró el interior de su chaqueta donde guardaba una petaca con el último trago de licor que le quedaba, porque una cosa era estar dispuesto, pero otra muy distinta era disfrutarlo. Se puso de rodillas frente a la pira, cual honorable samurái, y dejó frente a sí una hoja de papel escrito a mano y un puñal afiladísimo, luego, comenzó a desprenderse con ceremonia de su ropa, desnudándose de la cintura para arriba, cogió la hoja de papel con una mano y el puñal con la otra, y comenzó a leer los versos allí escritos, una y otra vez. “¿Cómo sabré cuando me hayan escuchado?” Había preguntado Julio, luego de leer el papel por primera vez cuando Franco se lo dio, “Lo sabrás” Le había respondido este. Esa no era la respuesta que esperaba.

 

Beatriz despertó con un sobresalto, aunque no podía recordar qué era lo que la había arrojado con tal ímpetu fuera de su sueño. Se sentía aturdida, confundida e incluso desorientada, con los sentidos entorpecidos como si hubiese bebido más alcohol de lo prudente, lo que no había sido así. Tardó varios segundos en notar que su habitación estaba siendo iluminada por una luz amarilla que aleteaba como un pájaro asustado dentro de su jaula y otros segundos más en descubrir que estaba sola, sin Julio ni el bebé. Se levantó sin poder recordar por qué invadía su mente ese sopor pantanoso, del que no se libró ni aun cuando vio por la ventana como el cobertizo de al lado estaba completamente envuelto en llamas. A duras penas logró salir de la casa, a tropezones y chocando con cada cosa a su paso, gritando como una loca pero sin obtener ninguna respuesta. Se acercó al cobertizo lo suficiente hasta que el fuego la frenó con su aliento incandescente. En ese momento comprendió que debía estar narcotizada con alguna sustancia que ella desconocía, porque de otra manera no podía creer lo que estaba viendo: Julio Monte estaba dentro del cobertizo, completamente rodeado de fuego, riendo, inmune al calor, estaba cubierto con las cenizas de su hijo hasta el pelo, se había hecho un corte en el pecho de lado a lado por encima de los pezones, había mezclado la ceniza con la sangre manada de su herida abierta y se había embadurnado el cuerpo con ella. El fuego había nacido espontáneo y fulminante, consumiendo la pira como si de un periódico viejo se tratara y continuando con lo demás, mientras él seguía repitiendo los versos, ya de memoria, sintiendo la presencia de entidades que no podía ver, pero que sin duda estaban allí, sensibles para todos sus otros sentidos. Nunca se había sentido mejor en toda su vida.


León Faras.

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