XLIV.
Damián
y Vicente Corona celebraban con un vaso de coñac y un baile ridículo con música
oralmente improvisada, que habían, y cuando ya casi no les quedaban esperanzas,
recuperado el dinero invertido y lo habían conseguido con algo de ganancia.
Bolaño había aceptado las fotos de la sirena, dijo que captaban muy bien su
aire místico y la lámpara de queroseno le daba una inquietante aura
fantasmagórica que sin duda iba a impresionar y a cautivar a su público. Damián
no conseguía explicarse cómo era que esa niña lo había conseguido, mientras
ellos, los fotógrafos experimentados, habían fracasado miserablemente, “¿Qué
tiene de particular esa cámara que le diste, exactamente?”¿Dónde estaba la
lógica de todo esto? Vicente tenía una teoría, “La cámara no tiene nada de
especial, creo que la única diferencia es quien aprieta el botón” Damián forzó
una risa, “Ya, pero es la primera vez que esa niña coge una cámara, y
fotografió una sirena, donde tú solo captaste a una mujer desnuda encerrada en
un gallinero. ¿Cómo es eso posible?” Vicente lo miró como a alguien que le han
salpicado lodo a su traje nuevo, con algo de lástima, pero divertido, “Es lo
que digo, la niña pertenecía a ese circo, era parte de él y nosotros no” No
parecía del todo convencido Damián, pero tomando en cuenta todas las cosas
raras que había con ese circo, no sonaba tan descabellado. De las otras fotos
que consiguió Sofía, a Bolaño no le parecieron relevantes: el hombre-mono no
era tan impresionante, había visto disfraces que impresionaban más, y se veían
más reales, y la chica alada, la verdad es que lo que tenía en la espalda no se
apreciaba bien y en realidad podía ser cualquier cosa, además, sus poses
forzadas y esas muecas en el rostro, le restaban credibilidad, “Aunque si lo
que me dicen es cierto, y consiguen unas buenas fotos de esa chica, podemos
llegar a un buen acuerdo” Les había dicho Bolaño antes de irse. Los hermanos
Corona no tenían intención de salir corriendo detrás de ese circo de nuevo,
pero aún tenían un vínculo innegable con el circo de rarezas de Cornelio
Morris, y ese vínculo tenía nombre y apellido: Diego Perdiguero. Habían decidido
acudir a las autoridades y denunciar el secuestro de Perdiguero.
Ya
casi era medianoche, habían encontrado un nuevo pueblo, en el que esperaban por
fin tener el éxito acostumbrado, y mientras el campamento iba tomando forma
poco a poco, todo el mundo se encargaba de felicitar y alagar a Eloísa por su
valiente intervención y su brillante actuación. Todos lo comentaban: era una
multitud dispuesta a destruirlo todo y ella les había plantado cara como un
mensajero de Dios. Cornelio era el que parecía más impresionado, no en vano
había sentido el susurro de una bala rozando su cabeza, y se había quedado sin
respuestas cuando iban a ser quemados sus camiones, y posiblemente todo lo
demás. “No sé qué decir… temí lo peor.” Le había dicho justo después del
incidente y a Eloísa le había parecido honesto. Se le ocurrió en el momento en
que estaba con Beatriz y Sofía, recordó que hace poco rato, había hablado con
Horacio sobre los extraños visitantes, y este le había dicho que se trataba de
una especie de fanáticos religiosos que incluso habían comentado que Lidia era
una criatura del demonio, “¿Puedes creerlo? ¿Lidia, una criatura del diablo?” A
ella, Cornelio solía presentarla ante su público como un “verdadero ángel del
paraíso,” y su público siempre se lo creía, por lo que decidió intervenir como
eso, un ángel, pero no sabía qué decir, hasta que oyó el disparo, entonces solo
voló, esperando que su presencia fuese suficiente.
Por
la mañana, Beatriz entró a su tienda donde la pequeña Sofía ordenaba sus cosas
y acababa de vestirse, “Sofía, Cornelio quiere verte.” A la niña, eso le
pareció de lo más extraño, “¿A mí?” La mujer también lo consideraba inusual,
pero, eso era lo que Cornelio le había pedido, “Sí, en su oficina, eso fue lo
que me dijo.” Estaba segura de que no era una broma, sin embargo, se acercó
hasta la oficina de Cornelio Morris con reticencia, y dudó unos segundos antes
de golpear, cuando entró, supo de inmediato lo que había sobre el escritorio,
pero aun así no pudo evitar preguntar, “¿Qué es eso?” Cornelio parecía el padre
que tiene el regalo perfecto que su hijo espera, “Sofía, siéntate. Esto es algo
que sé que has esperado durante mucho tiempo.” La niña miró la hoja de papel
sobre la mesa, un contrato. Jamás había expresado a nadie, y de ninguna manera
algún deseo de tener contrato, ni siquiera estaba consciente de que era la
única que no tenía uno, y ahora, Cornelio se lo ofrecía como si se tratara de
una bicicleta para su cumpleaños, cumpleaños que por cierto, jamás se lo habían
celebrado y solo ahora comenzaba a comprender por qué. “¿Algo que yo he
esperado durante mucho tiempo? ¿Un contrato?” La pequeña no compartía ni una
mínima parte del entusiasmo de Cornelio, es más, algo le empezaba a oler a
chamusquina. Cornelio por su parte, aún no había acabado, “No es el contrato,
sino lo que este representa…” Le dijo abriendo esos enormes ojos poderosamente
convincentes, “Te has convertido en una señorita, Sofía, y es hora de que
empieces a verte como tal… ¿Eso te gustaría? ¿Verte como la adolescente que
eres?” Eso ya era otra cosa, verse como la adolescente que era, era un sueño
que había comenzado a acariciar mucho en el último tiempo, desde el primer
viaje en el camión de Eugenio, pero por otro lado, estaba el privilegio que
Eusebio había mencionado, “Ella era la única que podía irse del circo cuando
quisiera y nadie podía impedírselo… ni siquiera Cornelio” recordó. No sabía qué
hacer. Lo cogió para echarle un vistazo, Cornelio aguardaba de pie como un
abogado dispuesto a solucionar cualquier duda. El contrato era indefinido e
irrompible, aunque le daba derecho a una bala, y solo una, en el caso de que
quisiera renunciar al pacto, “¿Una bala?” preguntó la niña, algo preocupada,
“Una bala que nadie está obligado a usar, por supuesto, solo existe como una
posibilidad para casos muy particulares.” El contrato invalidaría un artículo
firmado por su madre, antes de que ella naciera, que la mantendría con la misma
apariencia física desde cuando cumpliera los siete años, en adelante. “¿Mi
madre firmó esto? ¿Estaba en su contrato?” Con cualquier otro, Cornelio se
hubiese comenzado a fastidiar con tanta pregunta, pero con Sofía, se obligaba a
ser paciente y amable, “Sí, bueno, tú no habías nacido aún, y ya sabes cómo son
las mujeres, a Beatriz le pareció una idea encantadora en ese momento…” “Pero
Beatriz no es mi madre.” Se sintió tentada de decírselo, pero solo lo pensó. “Somos
esclavos de nuestras palabras y amos de nuestros silencios,” había leído una
vez. Luego el contrato le prohibía abandonar el circo y autorizaba al circo a
utilizar cualquier medio a su alcance para evitarlo. Sofía se preguntó a qué
medios se referiría, porque, hasta donde ella sabía, nadie había abandonado
nunca el circo. Leyó el contrato completo, pero no encontró nada que la
obligara a transformarse en nada, nada que la convirtiera en atracción, nada
que cambiara en su vida, salvo su aspecto. Cornelio le estiró una pluma, la
misma pluma que todos habían utilizado, incluida su madre. Su rostro era dulce,
como el de un padre orgulloso. “Entonces, ¿qué me pedirás a cambio? porque este
contrato no dice nada” dijo la niña, cogiendo la pluma pero con una intensa
mirada de recelo, Cornelio reaccionó casi ofendido, “¡Nada, por supuesto! Tú
naciste aquí, eres parte de este circo, ¡de esta familia! Esto no es más que un
pequeño gesto que pensé que te agradaría…” Cornelio observó el rostro de la
niña, dudaba. “No tienes que hacerlo si no quieres” Agregó, con toda la
probidad de la que era capaz reflejada en el rostro. Sofía no sabía qué hacer,
por un lado estaba la libertad de poder irse cuando quisiera, lo cual, jamás se
le había pasado por la mente, hasta hace poco, y por otro lado, estaba la
posibilidad de conseguir tener un aspecto normal, el de la adolescente que era,
lo cual tampoco se le había pasado nunca por la cabeza… hasta hace poco. Cinco minutos
después, Sofía salía de la oficina de Cornelio con el flamante aspecto de una jovencita
de quince años.
León Faras.
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