miércoles, 11 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLIV.

 

Damián y Vicente Corona celebraban con un vaso de coñac y un baile ridículo con música oralmente improvisada, que habían, y cuando ya casi no les quedaban esperanzas, recuperado el dinero invertido y lo habían conseguido con algo de ganancia. Bolaño había aceptado las fotos de la sirena, dijo que captaban muy bien su aire místico y la lámpara de queroseno le daba una inquietante aura fantasmagórica que sin duda iba a impresionar y a cautivar a su público. Damián no conseguía explicarse cómo era que esa niña lo había conseguido, mientras ellos, los fotógrafos experimentados, habían fracasado miserablemente, “¿Qué tiene de particular esa cámara que le diste, exactamente?”¿Dónde estaba la lógica de todo esto? Vicente tenía una teoría, “La cámara no tiene nada de especial, creo que la única diferencia es quien aprieta el botón” Damián forzó una risa, “Ya, pero es la primera vez que esa niña coge una cámara, y fotografió una sirena, donde tú solo captaste a una mujer desnuda encerrada en un gallinero. ¿Cómo es eso posible?” Vicente lo miró como a alguien que le han salpicado lodo a su traje nuevo, con algo de lástima, pero divertido, “Es lo que digo, la niña pertenecía a ese circo, era parte de él y nosotros no” No parecía del todo convencido Damián, pero tomando en cuenta todas las cosas raras que había con ese circo, no sonaba tan descabellado. De las otras fotos que consiguió Sofía, a Bolaño no le parecieron relevantes: el hombre-mono no era tan impresionante, había visto disfraces que impresionaban más, y se veían más reales, y la chica alada, la verdad es que lo que tenía en la espalda no se apreciaba bien y en realidad podía ser cualquier cosa, además, sus poses forzadas y esas muecas en el rostro, le restaban credibilidad, “Aunque si lo que me dicen es cierto, y consiguen unas buenas fotos de esa chica, podemos llegar a un buen acuerdo” Les había dicho Bolaño antes de irse. Los hermanos Corona no tenían intención de salir corriendo detrás de ese circo de nuevo, pero aún tenían un vínculo innegable con el circo de rarezas de Cornelio Morris, y ese vínculo tenía nombre y apellido: Diego Perdiguero. Habían decidido acudir a las autoridades y denunciar el secuestro de Perdiguero.

 

Ya casi era medianoche, habían encontrado un nuevo pueblo, en el que esperaban por fin tener el éxito acostumbrado, y mientras el campamento iba tomando forma poco a poco, todo el mundo se encargaba de felicitar y alagar a Eloísa por su valiente intervención y su brillante actuación. Todos lo comentaban: era una multitud dispuesta a destruirlo todo y ella les había plantado cara como un mensajero de Dios. Cornelio era el que parecía más impresionado, no en vano había sentido el susurro de una bala rozando su cabeza, y se había quedado sin respuestas cuando iban a ser quemados sus camiones, y posiblemente todo lo demás. “No sé qué decir… temí lo peor.” Le había dicho justo después del incidente y a Eloísa le había parecido honesto. Se le ocurrió en el momento en que estaba con Beatriz y Sofía, recordó que hace poco rato, había hablado con Horacio sobre los extraños visitantes, y este le había dicho que se trataba de una especie de fanáticos religiosos que incluso habían comentado que Lidia era una criatura del demonio, “¿Puedes creerlo? ¿Lidia, una criatura del diablo?” A ella, Cornelio solía presentarla ante su público como un “verdadero ángel del paraíso,” y su público siempre se lo creía, por lo que decidió intervenir como eso, un ángel, pero no sabía qué decir, hasta que oyó el disparo, entonces solo voló, esperando que su presencia fuese suficiente.

 

Por la mañana, Beatriz entró a su tienda donde la pequeña Sofía ordenaba sus cosas y acababa de vestirse, “Sofía, Cornelio quiere verte.” A la niña, eso le pareció de lo más extraño, “¿A mí?” La mujer también lo consideraba inusual, pero, eso era lo que Cornelio le había pedido, “Sí, en su oficina, eso fue lo que me dijo.” Estaba segura de que no era una broma, sin embargo, se acercó hasta la oficina de Cornelio Morris con reticencia, y dudó unos segundos antes de golpear, cuando entró, supo de inmediato lo que había sobre el escritorio, pero aun así no pudo evitar preguntar, “¿Qué es eso?” Cornelio parecía el padre que tiene el regalo perfecto que su hijo espera, “Sofía, siéntate. Esto es algo que sé que has esperado durante mucho tiempo.” La niña miró la hoja de papel sobre la mesa, un contrato. Jamás había expresado a nadie, y de ninguna manera algún deseo de tener contrato, ni siquiera estaba consciente de que era la única que no tenía uno, y ahora, Cornelio se lo ofrecía como si se tratara de una bicicleta para su cumpleaños, cumpleaños que por cierto, jamás se lo habían celebrado y solo ahora comenzaba a comprender por qué. “¿Algo que yo he esperado durante mucho tiempo? ¿Un contrato?” La pequeña no compartía ni una mínima parte del entusiasmo de Cornelio, es más, algo le empezaba a oler a chamusquina. Cornelio por su parte, aún no había acabado, “No es el contrato, sino lo que este representa…” Le dijo abriendo esos enormes ojos poderosamente convincentes, “Te has convertido en una señorita, Sofía, y es hora de que empieces a verte como tal… ¿Eso te gustaría? ¿Verte como la adolescente que eres?” Eso ya era otra cosa, verse como la adolescente que era, era un sueño que había comenzado a acariciar mucho en el último tiempo, desde el primer viaje en el camión de Eugenio, pero por otro lado, estaba el privilegio que Eusebio había mencionado, “Ella era la única que podía irse del circo cuando quisiera y nadie podía impedírselo… ni siquiera Cornelio” recordó. No sabía qué hacer. Lo cogió para echarle un vistazo, Cornelio aguardaba de pie como un abogado dispuesto a solucionar cualquier duda. El contrato era indefinido e irrompible, aunque le daba derecho a una bala, y solo una, en el caso de que quisiera renunciar al pacto, “¿Una bala?” preguntó la niña, algo preocupada, “Una bala que nadie está obligado a usar, por supuesto, solo existe como una posibilidad para casos muy particulares.” El contrato invalidaría un artículo firmado por su madre, antes de que ella naciera, que la mantendría con la misma apariencia física desde cuando cumpliera los siete años, en adelante. “¿Mi madre firmó esto? ¿Estaba en su contrato?” Con cualquier otro, Cornelio se hubiese comenzado a fastidiar con tanta pregunta, pero con Sofía, se obligaba a ser paciente y amable, “Sí, bueno, tú no habías nacido aún, y ya sabes cómo son las mujeres, a Beatriz le pareció una idea encantadora en ese momento…” “Pero Beatriz no es mi madre.” Se sintió tentada de decírselo, pero solo lo pensó. “Somos esclavos de nuestras palabras y amos de nuestros silencios,” había leído una vez. Luego el contrato le prohibía abandonar el circo y autorizaba al circo a utilizar cualquier medio a su alcance para evitarlo. Sofía se preguntó a qué medios se referiría, porque, hasta donde ella sabía, nadie había abandonado nunca el circo. Leyó el contrato completo, pero no encontró nada que la obligara a transformarse en nada, nada que la convirtiera en atracción, nada que cambiara en su vida, salvo su aspecto. Cornelio le estiró una pluma, la misma pluma que todos habían utilizado, incluida su madre. Su rostro era dulce, como el de un padre orgulloso. “Entonces, ¿qué me pedirás a cambio? porque este contrato no dice nada” dijo la niña, cogiendo la pluma pero con una intensa mirada de recelo, Cornelio reaccionó casi ofendido, “¡Nada, por supuesto! Tú naciste aquí, eres parte de este circo, ¡de esta familia! Esto no es más que un pequeño gesto que pensé que te agradaría…” Cornelio observó el rostro de la niña, dudaba. “No tienes que hacerlo si no quieres” Agregó, con toda la probidad de la que era capaz reflejada en el rostro. Sofía no sabía qué hacer, por un lado estaba la libertad de poder irse cuando quisiera, lo cual, jamás se le había pasado por la mente, hasta hace poco, y por otro lado, estaba la posibilidad de conseguir tener un aspecto normal, el de la adolescente que era, lo cual tampoco se le había pasado nunca por la cabeza… hasta hace poco. Cinco minutos después, Sofía salía de la oficina de Cornelio con el flamante aspecto de una jovencita de quince años.


León Faras.

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