sábado, 30 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XII.

A la mañana siguiente de que el doctor Ballesteros fuera conducido a la prisión, y su hija Elena llevada al convento de las Hermanas de la Resignación, María Cruces puso una carta en el correo para su hermana Berta, a la que iría a visitar en los próximos días, en ese mismo lugar se encontró con Rubén Hurieta, un hombre conocido por su humor y su galantería genuina e inagotable. No se trataba de un hombre mujeriego o de malas intenciones, Rubén era viudo hace varios años y con tres hijos, sus inocuas intenciones no eran más que el constante halago y las excesivas atenciones hacia todo el género femenino, siempre había sido igual y todo el que lo conocía, lo sabía. Apenas supo lo del viaje de María, Rubén se ofreció en el acto a llevarla personalmente a su destino, como si se tratara de llevarla a su casa luego de una reunión, la mujer dijo que no era necesario, que podía tomar el tren y que seguramente él tenía cosas más importantes que hacer, pero el hombre insistió en que no había ningún problema, que en carreta podían hacer el viaje más corto por el monte y terminó haciéndose el ofendido porque la mujer no aceptaba su compañía. A María no le quedó más remedio que aceptar el ofrecimiento de Rubén, muy complacida. Partieron al día siguiente, muy temprano, en su carreta tirada por dos caballos, si todo salía bien, el hombre podía estar de regreso esa misma noche, pero nada salió bien. Atravesaron Casas Viejas al medio día y continuaron, varios pobladores les vieron pasar, incluyendo al hijo de Ismael que volvía a casa a esa hora para el almuerzo. Él no recuerda haber visto nada extraño. Los cultivos se extendían varios kilómetros fuera del poblado para luego convertirse en monte agreste sin apenas dar aviso y así continuar por algunas horas hasta el siguiente poblado. En ese punto María, por espacio de medio segundo, vio un personaje oscuro sentado sobre una roca a orillas del camino, vestía capa y sombrero, en ese breve tiempo le pareció que no tenía rostro y que se encontraba muy abrigado para la hora del día, sin embargo al segundo vistazo, cuando quiso enseñárselo a su compañero, la roca estaba vacía y no había ni rastros de nadie cerca. Rubén no alcanzó a volver la vista al frente, porque en ese momento, mientras uno de sus caballos iniciaba una carrera despavorida, como si algo lo hubiese asustado terriblemente, el otro, precisamente el que iba frente a él, se hundió con un grito de dolor, o miedo, como si se lo hubiese tragado la tierra, aunque en realidad el animal no se había ido a ninguna parte, estaba tirado en el suelo, vivo, pero incapaz de ponerse de pie y era arrastrado por su compañero que parecía llevar a un esbirro del Diablo en su grupa. Sólo fue cuestión de segundos para que el animal caído se interpusiera a las ruedas de la carreta y ésta se volcara, lanzando a tierra a sus ocupantes. El caballo que aún tiraba logró liberarse y huyó a perderse, abandonando a su compañero tirado en el suelo y a sus amos que también rodaron por la tierra. Aunque ambos se golpearon duramente, no resultaron heridos de gravedad, sin embargo, el caballo tenía ambas patas delanteras con los huesos rotos, y en lugares similares. Una, ya era muy malo, pero dos era el colmo del infortunio y de lo improbable. Había que volver a Casas Viejas en busca de ayuda, pero antes Rubén cogió su escopeta y se acercó al animal para sacrificarlo, y así que dejara de sufrir, pero en el preciso momento en el que apretó el gatillo, el día se hizo noche, y lo inundó la oscuridad como si de pronto se hubiese quedado ciego, pero no estaba ciego, porque la luz volvió a sus ojos paulatinamente, como cuando las pupilas se acostumbran a la oscuridad, “¡Pero qué demonios ocurre! María, ¿Está usted bien?” La mujer no respondió. Un extrañó ruido comenzó a llegarle desde algún punto a sus espaldas, un sonido de fauces, de jugos y de desgarros, “¡María, ¿Dónde está? María!” Se esforzaba por mirar pero le era imposible distinguir algo, cogió su encendedor del bolsillo de su chalequillo y lo encendió, alejó la llama tanto como su brazo se lo permitía de sus ojos y la acercó al sonido. Tres perros horribles devoraban un cuerpo, parecían perros callejeros, flacos y maltratados que comían con ansias de un cuerpo. Rubén se espantó, pero tenía su escopeta preparada en la otra mano, al observar con cuidado, notó enormes costillas blancas y patas desgarradas de animal. Lo que estaban engullendo esos perros era un caballo, y aunque era evidente que por las condiciones del animal, ya llevaban un buen rato en su faena, podía decir con mediana seguridad que aquel era su caballo, el que se había quebrado las patas. El hombre retrocedió un paso, si aquel era su caballo, entonces a qué le había disparado antes. Giró su encendedor hacia sus espaldas, vio las piernas de una mujer tirada en el suelo, era María, su acompañante. Rubén tuvo un pequeño segundo de alivio seguido de una gran angustia, dos zancadas después, se horrorizó: la mujer tenía las extremidades quebradas y la mitad de la cara destrozada de un tiro, tomó una bocanada de aire que se le atascó en la garganta en un nuevo sobresalto, una risotada sonó allí donde antes los perros comían, la risotada de un hombre. Rubén se giró de un salto, su propia luz lo cegaba, gritó para saber quién andaba ahí, ya no habían perros, amenazó con su escopeta y soltó el tiro al aire para demostrar que no estaba jugando, el último tiro albergado en su arma. Una bandada de pájaros emprendió el vuelo tras él, asustados por la detonación, aves carroñeras que habían dejado carcomido el cuerpo de la mujer. Aquello era una pesadilla, “No me deje, Rubén, ayúdeme…” no era lógico que hablara, pero, aunque débil, sin ninguna duda había oído la voz de María. Rubén se acercó a ella, su cuerpo tenía leves espasmos que le daban la falsa ilusión de albergar vida, pero más que suficiente para el hombre que, desesperado y asustado, la cogió en brazos. Aún estaba oscuro, pero ya no le interesaba preguntarse por qué demonios se había vuelto de noche precipitadamente. Estaba perdido, en medio de la nada y en una noche sin luna ni estrellas, apenas iluminada por su mechero que permanecía en la tierra sin recordar cómo había llegado ahí. Gritó por ayuda y una luz apareció en la oscuridad, un candil cuya luz ocultaba a su portador, un hombre oscuro y sin rostro, vestido adecuadamente para esa hora de la noche, “Venga amigo, por aquí…” Rubén lo siguió sin cuestionamientos, seguía oyendo a la mujer que le rogaba por ayuda, a pesar de que su cabeza se derretía en trozos licuados de carne, sangre y sesos que chorreaban por el camino. Siguió el candil por el terreno agreste, sin saber a dónde ni por cuánto tiempo, y sin llegar a ver ni un rastro de civilización, ni un sembradío, ni un establo, ni una casucha siquiera, con la mujer en brazos con sus miembros rotos colgando y balanceándose con cada paso. Cuando por fin llegaron a un sitio, aquel era el cementerio, la tumba estaba excavada, la pala sobre el montículo de tierra y el hombre del candil parado al lado. ¿Cómo habían llegado allí sin atravesar ningún poblado? “Ayúdeme Rubén, no me deje…”  La mujer aún le hablaba. Rubén se negó a su situación, alterado, espantado, él no quería un cementerio, él quería llevar a María a un lugar donde pudieran ayudarla, “Ya la has ayudado suficiente” dijo el hombre dando un paso hacia él y acercándole la luz. La mujer estaba casi desnuda, su carne carcomida en varias partes, tal vez por los pájaros y su cabeza ya no era humana, en su lugar colgaba el cráneo limpio de un caballo que acabó por descuajarse en ese momento. Rubén dejó caer el cuerpo al suelo casi al borde de la histeria, el hombre con el rostro oculto tras el candil le lanzó un saco de arpillera a los pies, era como enterrar a un perro, pero peor era enterrarla sin nada, “¿A qué esperas? debes inhumarla para que las alimañas de la noche no la profanen. La madre ya está preñada y su trabajo terminó… ¡Hazlo!” Rubén obedeció, su voluntad y su convicción estaban por los suelos, obedeció sin dejar de invocar a Dios, aunque éste no parecía prestarle atención. La confusión hace que los hombres obedezcan sin saber a quién ni por qué. Mientras apaleaba la tierra, podía oír a los perros acosándole desde las sombras. Cuando acabó, el hombre posó su candil en el suelo, “Tu trabajo también ha terminado, puedes irte, si así lo deseas…” el hombre se alejó y Rubén se puso de pie, había un fuego, tardó varios segundos en notar que era una persona crucificada que se quemaba, con un poco de atención pudo ver que el mundo entero era un gran incendio de condenados quemándose . No había dónde ir, sin embargo Rubén sólo pudo correr.



León Faras.

martes, 26 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XI.

-Ave María purísima.
-Sin pecado concebida. Bendígame Padre, porque he pecado.

Para Benigno, por lo general, recibir las confesiones era un acto que le consumía una gran cantidad de energía, era una penitencia en sí misma para él, pues sus feligreses eran como animales que no hacían más que recurrir a la debilidad de la carne para justificarse; a culpar a los demás, al clima, a la pobreza o incluso a Dios por sus pecados; a proclamar su falta de voluntad inherente al espíritu humano como atenuante, o a argumentar que no eran santos tocados por la grandeza de Dios y que por lo tanto, estaban tristemente condenados a tropezar una y otra vez con la misma piedra. Salvar el alma de toda esa gente era una tarea tan penosa y sin fin como el castigo impuesto a Sísifo.

El cura preguntó que cuánto tiempo había pasado desde su última confesión y la mujer respondió que había pasado un buen tiempo ya. Por lo general eran siempre los mismos con los mismos pecados, pero esta vez no consiguió reconocer a la dueña de aquella voz al instante. La invitó a confesarse, “He apuñalado a un sacerdote, padre, cometí un aborto y además, en el momento más difícil de mi vida, renegué del amor de Dios haciéndolo responsable de todo lo que me sucedía…” Benigno miró a través de la celosía, la mujer tenía el rostro velado, pero ya no le cabía duda de quién era, “Elena… Me alegra oírte. Tu recapacitación te aseguro que es agradable a los ojos de Dios, quien está siempre dispuesto a perdonar y recibir a todos sus hijos de vuelta en su seno” “Tengo miedo, padre” confesó la muchacha con los dedos entrelazados frente a los labios. El cura intentaba ser acogedor, “No te aflijas, niña, la atrición no le quita valor al santo sacramento de la confesión cuando ésta es sincera” Elena, por primera vez levantó los ojos, “No padre, no es atrición. Tengo miedo a volver a confiar en Dios, a entregarme a su santa voluntad y que todo se venga abajo nuevamente y de la peor forma padre, como lo hizo antes…” Benigno negó con la cabeza con gesto testarudo, pero Elena continuó, “…creí que podía alejarme de Él cuando me sentí abandonada, una expósita de Dios, pero lo he vuelto a encontrar, y ahora tengo miedo, padre” El sacerdote sabía que antes no había actuado de la mejor manera con ella y ahora quería resarcirlo, “Hija, el amor de Dios no deja a nadie fuera, te aseguro que Él te ama y que de ninguna manera quiere que sufras si no es por una buena razón. Recuerda la historia de Job. El amor es fácil cuando estamos cómodos y satisfechos, pero cómo saber si ese es amor a Dios o sólo a los beneficios y comodidades que tenemos, ¿Qué pasa si éstas se terminan de pronto? ¿También se termina el amor?...” Elena conocía muy bien la historia de Job, como la de muchos otros personajes bíblicos, “Lo sé, padre, por eso estoy aquí. Pero eso no me quita el miedo a confiar. No quiero sentir miedo” No se le podía ver el rostro a través de la celosía, pero Benigno tenía una expresión muy poco habitual en él, la sutil sonrisa paternal de quien se alegra o enorgullece por alguien más, “Nuestro señor Jesucristo dijo, “Yo soy la luz del mundo” y al igual que una pequeña lumbre es capaz de vencer la oscuridad más negra, el amor es capaz de derrotar sin esfuerzo al miedo más terrible. Nada tiene que temer el que ama ¿Dónde estás hija, con quién?” Elena se apresuró a decirle que no quería que su hermano la fuera a buscar, “…Sabes bien que el Sigilo Sacramental me prohíbe revelar cualquier cosa de lo dicho en confesión” respondió el cura con calma y paciencia, entonces la muchacha se lo contó, incluyendo que, en parte, la responsable de que ella estuviera allí, era la vieja Lina, que se lo había sugerido varias veces “Buenas personas…” respondió Benigno, “…seguro que les ha hecho mucho bien tenerte con ellos…” Hasta Elena podía notar lo extrañamente conciliador que sonaba el cura ahora, muy diferente del sacerdote de antes que le inspiraba un respeto parecido al temor “No tanto como el bien que me han hecho a mí al acogerme, padre” “Me da mucho gusto oír eso…” respondió el cura, y luego agregó, “…Te exijo como penitencia, que visites a tu padre y que le brindes tu perdón” Elena buscó los ojos del cura a través de la celosía, pero en cuanto los encontró, ocultó la vista bajo el velo, “Yo ya he perdonado a mi padre, no le deseo mal alguno, pero eso no significa que pueda hacer como si nada hubiese pasado. No creo poder hacer lo que usted me pide, padre, debe darme otra penitencia” Benigno por primera vez puso su conocida expresión severa, “Si lo has perdonado, puedes hacerlo, si no lo has hecho, debes hacerlo. Es por ti, no por él que debes hacerlo, por tu propia libertad y tranquilidad espiritual, hija y por el ánimo de enmendar tus propios pecados. Además, podrás ver que ya no es el mismo, su salud se deteriora rápidamente Elena, física y mental” La muchacha guardó silencio largos segundos hasta que al final accedió, “Esta bien padre, sé que tiene razón, lo haré, pero no me pida que lo haga ahora, necesitaré algunos días…” El cura asintió y la bendijo con la señal de la cruz, “Ego te absolvo in nomine patris et filii et spiritus sancti” “Amén… Gracias padre” Respondió Elena al tiempo que se persignaba. “Recuerda que mientras no cumplas con la penitencia, la absolución no estará completa. Confía en el Señor, hija, déjale entrar en tu corazón.” concluyó el cura.

Elena caminó hasta la casucha derruida en medio del campo de olivos, donde pasó su primera noche luego de su huida, junto a Clarita, el día que la conoció, donde había dejado su ropa habitual de hombre. Hizo un pequeño hato con su vestido y se lo colgó a la espalda y luego partió de vuelta a casa de Lina y del viejo Tata caminando sin apuro, descalza y con los pantalones remangados, meditando sobre lo que había hablado con el cura y sobre todo en cómo afrontar la penitencia que le había dado. Mucho antes de llegar, Nube salió a recibirla atropellándose mutuamente con Satanás, pero sin tiempo para nada antes de iniciar nuevamente una carrera desenfrenada de vuelta a ninguna parte, y desde allí, a otro punto cualquiera del paisaje. Esos dos no podían permitir que ninguno sacara ventaja del otro. Elena no tardó en notar que los perros no estaban solos, Clarita apareció a la carrera desde la sombra de un árbol en la parte más alta de la loma, Elena se puso contenta de verla y hasta le abrió los brazos con una amplia sonrisa para recibirla pero la niña se frenó justo antes, “Has ido a la iglesia a hablar con el padre en esas casitas que tienen dentro los curas” Elena perdió toda la sonrisa del rostro, si la había estado espiando, ella no se había dado cuenta, la niña alegó que ella no se había ni movido de allí, pero que Gracia había decidido seguirla esta vez, por si volvía a perder la memoria luego de ir al pueblo. Elena abrazó a la niña finalmente y así caminaron hasta la casa. Sin tomárselo demasiado en serio, le confesó que Gracia esta vez sí tenía razón y que no se preocupara porque ella no andaba perdiendo la memoria, pues incluso todavía se encontraba en condiciones de insistir en que tampoco la había perdido en la noche de San Lorenzo, Clarita rió, al parecer, por algún comentario hecho por Gracia. Elena prefirió no preguntar.



León Faras.

sábado, 23 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


X.

El motivo principal de llevarse a Úrsula a su casa ese día, era mostrarle lo bien que había quedado su habitación luego de la limpieza y reparación que se le había hecho. Las paredes estaban limpias y pintadas de blanco y la mayoría de sus muebles habían regresado a la vida, gracias a las habilidades carpinteras de Ismael, quien, con algo de pegamento y algunos tarugos de madera, los había dejado en condiciones de ser utilizados por un buen tiempo más. También la puerta había debido ser reparada en las bisagras y los pestillos que habían terminado reventados de sus asideros. Con respecto a la cruz de madera empotrada en la pared, había sido cubierta con una capa de barro, luego pintaron la pared con cal y pusieron allí una imagen de la virgen de Lourdes. No se lo dijeron a Úrsula, pero aquel día, mientras ésta ya trabajaba en casa del doctor, su hermano había removido la cruz de su empotramiento, rompiendo parte de la pared en su entorno y la lanzó al fuego de la cocina, (donde cocinaba su madre y ante los ojos de ésta) que permanecía encendido hasta ya bien entrada la noche cuando todos se iban a la cama. A la mañana siguiente, Lucila se presentó angustiada ante su marido y su hijo que esperaban el desayuno: entre los pliegues de su delantal la mujer traía la cruz que había aparecido al remover los rescoldos, estaba ennegrecida, y con los bordes redondeados por el fuego, pero dentro de todo, intacta y aún consistente. El fuego la había abrasado, incapaz de consumirla. En ese mismo momento, decidieron cerrar la boca y ocultar la cruz para siempre, diciéndole a la muchacha que había sido destruida por el fuego. No había un lugar seguro en el mundo para un objeto como ese, sujeto a un poder que no podían entender. El lugar más idóneo para ello fue por decisión unánime, devolverla a su sitio. El resultado había sido maravilloso y a Úrsula le encantó, sin embargo, aquella noche la muchacha prefirió dormir junto a su madre, aún no se sentía capaz de pasar una noche sola en su habitación. A la mañana siguiente, muy temprano, fue llevada por su hermano a casa del doctor, a trabajar, como había prometido, Cifuentes ya estaba en pie, vestido y con un café servido, esperándola. Le pidió que se sentara junto a él en la mesa y la muchacha accedió sorprendida, pero encantadora. Se le notaba lo a gusto que estaba en compañía del doctor, ella siempre era amable y todo lo hacía con una sonrisa y con la mejor disposición, “Ya han pasado algunos días, te veo más repuesta y de muy buen ánimo… me gustaría hacerte unas preguntas” estaban solos, sin embargo, Úrsula se comportaba tal y como siempre, como la muchacha tranquila y cordial que parecía dedicarle toda la atención del mundo cada vez que le hablaba y que a todo respondía afirmativamente, como si se tratara de algún pecado decir que no algunas veces. El médico, en cambio, estaba cada vez más desconcertado, “¿Qué recuerdas de aquel día en el que llegaste inconsciente aquí? Lo pregunto porque el maltrato físico que traías aquel día, era evidente y severo, y si alguien te causó ese daño, no está bien que se salga con la suya y no reciba castigo” La chica se estudiaba las uñas con exagerado interés, siempre recurría a ellas cuando sentía agobio o presión, “Lo único que recuerdo de ese día, fue un humo negro y espeso que de pronto llenó toda mi habitación y que se me metió en los ojos y en la boca y… creo que perdí el sentido, porque recuerdo…” La chica sonrió nerviosa, como quien sabe que está a punto de decir algo que sonará muy tonto, “…recuerdo haber flotado en el aire durante algunos segundos… supongo que eso lo soñé, o algo así…” Úrsula se perdió por un instante en sus recuerdos, luego de pronto regresó, “…También recuerdo haber sentido frío, mucho frío, aunque sólo fue durante un instante, creí que moría. Después de eso, nada. No recuerdo cómo fui golpeada o por qué, sólo recuerdo haber sentido dolor cuando desperté aquí… pero, un dolor viejo, ¿Me entiende? uno que ya se apaciguaba…” La chica reafirmaba la misma historia rara contada por Ismael, y extrañamente, a ella sí le creía, pero una cosa no encajaba, “¿Frío? tu papá dice que había un calor sofocante, como si hubiesen estado en medio de un incendio” Úrsula despertó de su ensimismamiento repentinamente entusiasmada, “¡Es cierto!, mis papás me dijeron eso, que incluso el pomo de mi puerta estaba tan caliente que no se podía tocar…” luego se ensombreció, como si estuviera en medio de un problema muy complicado, “…pero yo no recuerdo haber sentido calor, al contario, era un frío muy, muy grande” Aunque le creyera, nada de lo que decía la muchacha le servía para algo al médico, sin embargo siguió con sus preguntas, “Y el niño, dime, ¿Qué pasó con el niño que vimos en tu casa?” Úrsula se vio afectada, Cifuentes le cogió la mano para darle confianza, ella no la retiró. Aquello le pareció maravilloso, ese contacto le hacía ilusión, se le notó en los ojos, “Sé que es difícil que alguien me crea, pero lo primero que recuerdo fueron voces, muchas voces alrededor, luego el humo que empezó a salir de no sé dónde y lo llenó todo, el niño empezó a llorar, yo estaba aterrada, lo apreté contra mí, para protegerlo, creo… y luego ya no sé qué más… después supe que el niño ya no estaba por ninguna parte” Úrsula se encogió de hombros. “¿Voces? ¿Qué te decían esas voces?” La chica negó con la cabeza. No había entendido una palabra de la extraña lengua en la que hablaban. El doctor, aún no le soltaba la mano y a ella parecía no molestarle, sin embargo, Cifuentes no se atrevía a preguntar por lo sucedido en la noche de San Lorenzo, la Úrsula que tenía en frente no era la misma mujer que se había metido en su cama, y a menos que todo hubiese sido una invención de su mente inconsciente, podía ser que Úrsula tenía una bajísima tolerancia al alcohol y que una mínima cantidad de éste era suficiente para cambiar su personalidad de esa manera, era poco probable, pero podía ser y aquello era lo único que se le ocurría, “¿Has dormido bien estas últimas noches? ¿No has tenido el sueño interrumpido por algo?” Aquella era una pregunta tan capciosa, que si Úrsula había actuado con un mínimo de consciencia en sus actos aquella noche, era imposible que sólo la ignorara, sin embargo, la muchacha sólo sonrió, “He dormido como un tronco, doctor. Muchas gracias”

Luego de eso, Úrsula volvió a sus quehaceres y el doctor se encerró en su despacho, en su escritorio y con sus papeles, allí era donde se devanaba los sesos tratando de entender qué estaba sucediendo en aquel lugar al que había llegado. No lograba entender qué había pasado exactamente en su habitación la noche de San Lorenzo, pero aquella era la menor de las cosas raras que sucedían en un lugar donde un médico hablaba de niños engendrados en cadáveres, los muebles flotaban delante de sus propias narices, los bebés desaparecían sin dejar rastros y encima de todo aquello, el cadáver de un feto conservado en alcohol sin rastros de ombligo ni cordón umbilical, impávido, como un insolente y mudo testimonio de que, mientras más creemos saber, más claramente vemos nuestra propia ignorancia.




León Faras.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


IX.

Benigno decidió acompañar a Cifuentes a la prisión al enterarse de que el hombre que estaba herido, era Horacio, sobre todo porque el guardia que lo fue a buscar les aseguró que se trataba de un “Feo golpe en la cabeza” sin embargo, al verlo quedaron horrorizados, parecía un hombre atacado por una fiera salvaje, cubierto de sangre y semiinconsciente, “¡Por Jesucristo, qué le han hecho a este hombre!” Benigno increpó a los guardias presentes, cosa que no le pareció nada bien a Aurelio, que lo miró sin ocultar ni disimular su fastidio, “¿Se puede saber qué está haciendo aquí usted, padre?” Benigno no suavizó ni un ápice su expresión severa, “Acompañaba al doctor cuando se le pidió venir, por eso estoy aquí, y porque me preocupa la salud de Horacio” Aurelio se le acercó, no era ni de cerca tan alto como el cura, pero sí bastante robusto. Cifuentes ya atendía al herido, pero observaba la escena nervioso. El jefe de guardias continuó cruzándose de brazos, “Pues déjeme decirle una cosa padre, con todo respeto. Si yo golpeara a un hombre así, le aseguro que sería porque se lo merece, y no tendría empachos en decírselo a la cara a usted o a cualquiera que fuera necesario, y eso corre tanto para mí, como para cualquiera de los muchachos bajo mis órdenes, porque hay muchos que se espantan sin preguntar, pero tampoco serían capaces de pasar una sola noche aquí. Nadie ha golpeado al doctorcito, y ni falta que hizo, porque si usted hubiese visto lo que vimos nosotros, ahora estaría pensando muy diferente” Benigno no quería dar un paso atrás, “Lo siento Aurelio, pero este hombre parece haber sido brutalmente apaleado, ¿no es así, doctor?” Cifuentes, que no tenía ánimos de meterse en discusiones ajenas, no tuvo más remedio que hacerlo, y encima llevándole la contraria al cura, “No padre, en mi experiencia, un apaleado registra golpes, hematomas y fracturas en todo el cuerpo, o al menos en más de una zona. El doctor Ballesteros, por lo que se puede apreciar, sólo presenta daño en la cabeza, en la zona frontal del cráneo, como si hubiese sido golpeado allí muy fuerte y repetidas veces por algo duro y además, a juzgar por el tenor de las heridas, rugoso” Aurelio lo miraba ahora altivo y satisfecho, “¿Rugoso?, Yo mismo no lo hubiese dicho mejor…” invitó al cura a moverse con un gesto de los dedos,  “…Acompáñeme padre” La sangre ya no estaba tan fresca, pero aún parecía como si alguien hubiese sido ajusticiado de un disparo en la cabeza en ese lugar. Aurelio se la enseñó de cerca al cura y le explicó lo que había sucedido, “…Debe hablar con su familia, padre, seguro que podrán buscarle un buen lugar, uno más adecuado para alguien en su estado, una… una casa de orates.” Benigno miraba la mancha en la pared sin poder relacionarla en su mente con el rostro destrozado de Horacio Ballesteros, “Eso requiere tiempo, Aurelio, se necesita la evaluación de un médico especialista, el permiso de un juez… no se puede sacar a un hombre de prisión así como así…” El jefe de guardias hizo una mueca de risa falsa, desestimando el argumento del cura, “Llevo en este negocio más de veinte años, padre, y si hay algo que se puede aprender en ese tiempo es que con plata, uno puede hacer cantar y bailar hasta a los chanchos. La familia del doctor tiene mucho dinero, ellos pueden pagar un psiquiatra… y hasta un juez” Benigno negó con la cabeza con los labios apretados, “Su familia lo ha repudiado, no quieren saber nada de él…” Aurelio nuevamente forzó su risa falsa, “Eso no me extraña… bien, pues entonces tendremos que nosotros tomar medidas…” advirtió, al tiempo que se iba de vuelta a ver al doctor, Benigno lo detuvo, “¿De qué medidas habla?” Aurelio se quedó parado en la puerta de la celda. Ponía un rostro amenazante cuando quería, “Habrá que atarlo, es lo que se hace con los locos peligrosos con los que nadie quiere cargar, ¿no? A menos que usted o el doctor quieran venirse a vivir a la celda de al lado para mantenerlo vigilado, por mí no hay problema” Esto último lo soltó mientras ya caminaba, hacía un rato que la conversación ya había acabado par él.

El estado del doctor Ballesteros era delicado, golpes así podían tener evoluciones inesperadas y complicaciones severas, por lo que debería estar estrechamente vigilado por el doctor Cifuentes, quien tendría que visitarlo al menos, una vez al día hasta estar seguro de que volvía a la normalidad, “Por favor, intente que se mueva lo menos posible” sugirió el doctor mientras guardaba sus cosas, Aurelio le echó un vistazo al cura antes de responder, “No se preocupe doctor, eso ya lo habíamos pensado…” y luego invitó a entrar a sus muchachos los que ya tenían listos cuerdas y grilletes para inmovilizar a Horacio, el doctor Cifuentes se escandalizó, ciertamente, no se refería a eso, pero Aurelio no estaba para delicadezas ni melindres, “Escuche doctor, este hombre intentó reventarse la cabeza contra la pared y nadie dice que en cualquier otro momento no lo vuelva a intentar, porque aquí todos sabemos que Horacio no está nada bien de la sesera…” Aurelio se apuntó la sien con el dedo índice, “…así que, si usted desea que lo devuelva a su celda y lo recostemos en su cama como si nada, usted manda doctor, nosotros lo haremos, pero será su responsabilidad si Horacio, dentro de su chifladura, intenta dañar a alguien o dañarse él mismo otra vez o algo peor…” El guardia mostraba las palmas de las manos en señal de inocencia, “…porque aquí estamos acostumbrados a tratar con personas que se escandalizan por cualquier cosa pero no tienen la necesidad ni de la intención de hacerse responsables por nada” Cuando Aurelio terminó, lo único que se oía en la habitación, eran las cadenas de los grilletes que se ajustaban a los pies de Horacio. Cifuentes no agregó nada, ciertamente no tenía nada que agregar, Benigno en cambio, estaba de acuerdo con la opinión de Aurelio, mas no con el modo, “Muy bien Aurelio, el doctor y yo haremos todo lo que esté en nuestras manos para que Horacio sea visitado por un especialista lo antes posible, está claro que este no es el lugar más adecuado para alguien en su estado” Aurelio asintió conforme, “En eso creo que todos estamos de acuerdo, como también creo que todos podemos estar de acuerdo en que esto…” El guardia señaló los grilletes, “…es lo más seguro para todos en este momento. Yo no disfruto manteniendo gente encerrada y además engrillada, pero el trabajo es así y estás dispuesto a hacerlo o te vas”

En un bonito día de sol, Elena, luego de terminar sus quehaceres y antes del almuerzo, le gustaba visitar las pozas de agua que bajaban de la montaña y darse un baño ahí, el agua era muy fría, pero increíblemente reconfortante. Clarita la acompañaba, aunque ella no se acercaba al agua, sólo disfrutaba del sol, del aire fresco y del columpio que Tata le había instalado allí. Ese día, el agua fría era especialmente necesaria para Elena que aún se sentía desganada. Clarita lanzó un piedra al agua, “Y… ¿aún no recuerdas nada de anoche?” Elena se zambullía y volvía a salir, “Ay, Clarita, yo no sé por qué Gracia dice eso, pero de verdad me fui a la cama temprano… no recuerdo nada porque estaba dormida” Comenzaba a ser frustrante que la niña le creyera más a su hermana imaginaria que a ella, y Clarita no lucía en absoluto convencida, “¿Qué? ¡Ah, sí!..." dijo la niña dirigiéndose a un punto del paisaje en el que no había nadie, “…Gracia dice que cuándo fue la última vez que usaste vestido” Elena, con el agua hasta el cuello, lo pensó un rato, “Últimamente sólo lo he usado para ir al pueblo…” y aquello sólo había sido cuando debió hablar con el cura por lo de la búsqueda que mantenía su hermano. Clarita asentía como si estuviera escuchando una verdad del porte de una catedral, “Es cierto, estabas con vestido esta mañana cuando te desperté, significa que anoche fuiste al pueblo…” Eso perturbó a Elena, era verdad, aunque no le había dado importancia y casi no le había prestado atención por la mañana, debido al agotamiento que sentía, sí llevaba vestido al despertarse, lo podía recordar al vestirse con su ropa habitual de hombre, pero estaba segura de no haber salido durante la noche, aquello no estaba en sus recuerdos por más que se esforzara. Debía reconocer que a pesar de todo, Gracia tenía la facultad de sembrarle la duda, “Pregúntale a Gracia si recuerda algo más de anoche…” dijo Elena sin gran interés, sólo para ver qué salía. Clarita se encogió de hombros, “Dice que volviste contenta… que sonreías…” Elena se volvió a sumergir en el agua fría, definitivamente no podía con Gracia.



León Faras.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.

VIII.


Ya era de noche, aunque no demasiado tarde, cuando Lina y el viejo Tata llegaron de vuelta a su casa de la celebración a San Lorenzo. Clarita venía sentada atrás en la carreta luchando con su cuerpo que reaccionaba con cada bache del camino y la sacaba de su sopor por algunos segundos más, hasta que el peso de sus párpados volvía a hacer tambalear su humanidad y un nuevo bache la despertaba. Una vez la carreta se detuvo, y como si se tratara de un completo beodo, Clarita fue llevada a su cuarto por su inconsciente, que no quería saber nada más con aquel día, en silencio, con paso inseguro y poca ayuda de sus sentidos, para dormirse instantáneamente apenas tocó las cobijas de su cama, como sólo los niños y los borrachos saben hacerlo. Al día siguiente, Elena despertaba sintiéndose muy cansada, como si apenas hubiese dormido un par de horas, en cuanto abrió los ojos, se encontró con Clarita que, ya vestida, aunque al decir verdad la noche anterior no había tenido fuerzas ni para quitarse la ropa de fiesta, la observaba con persistencia y curiosidad, como si tuviera la cara pintada o algo así, “Dice Lina que el desayuno ya está servido…” La muchacha se sentó en la cama y se restregó los ojos con brusquedad, bostezó aparatosamente, dudó unos segundos antes de levantarse pero finalmente lo hizo, era raro, al quedarse sola en casa se había ido a la cama temprano, no había razón para estar tan cansada, “Seguramente ha tenido pesadillas, aunque ahora ya no las recuerda, las pesadillas no dejan descansar al cuerpo…” afirmó Lina poniendo un pocillo de leche frente a la muchacha, Clarita, con el suyo a medio camino entre la mesa y su boca, intervino como si le hubiesen preguntado a ella, “No fueron pesadillas. Gracia dice que salió durante la noche y que regresó tarde…” Aquello dejó un silencio prolongado sobre la mesa y más de una boca abierta. No había problema con eso, Elena no estaba presa ni nada parecido y podía salir cuando quisiera sin tener que pedir permiso para ello, pero era Gracia quien lo afirmaba y todos sabían que Gracia no era más que un fruto de la imaginación de la niña. Tata le restó importancia diciendo que Elena era libre de salir adonde ella quisiera, pero ésta volvió a ratificar que se había ido a la cama temprano y que no había salido a ninguna parte, “No es cierto…” insistió Clarita, “…Gracia tampoco fue a la fiesta de San Lorenzo, no le gusta porque hay mucha gente y ella estaba aquí cuando saliste anoche. Dice que no te siguió, pero que regresaste tarde… Ella nunca duerme” Concluyó la niña, como quien presenta un argumento irrefutable. Elena se quedó sin palabras, desde hacía ya un tiempo, y cada vez más, los comentarios de Gracia la desconcertaban, estaba segura de haberse ido a la cama temprano, y no recordaba nada más hasta despertar por la mañana, pero también era cierto que su cuerpo no había descansado lo suficiente durante la noche, había pasado malas noches antes, pero nada como esto.

El doctor Cifuentes se peinaba el bigotillo con el dedo una y otra vez, abstraído, mientras le daba vueltas sin cesar en la cabeza a lo que le había sucedido la noche anterior, pero sin conseguir ninguna certeza sobre nada. Estaba seguro de que no había sido un sueño, pero un sueño, era precisamente la explicación más sensata que se le podía ocurrir, pues Úrsula, no podía haber sido otra mujer, le parecía una muchacha incapaz de un comportamiento como ese, de la misma manera que pensaba que él sería incapaz de aceptar un acto sexual ilegítimo y además tan aberrantemente pecaminoso, lo mismo que placentero. En ese momento tuvo una iluminación en su mente, que lejos de tranquilizarlo, atribuló aún más su espíritu, tanto que se vio obligado a ponerse de pie a buscar su bolso con los documentos que ahí guardaba. El diario del doctor Ballesteros, la parte en la que éste se refería a la violación a su propia hija, era la fiel descripción de lo que él mismo había vivido la noche anterior, sin eufemismos, vulgar y obscenamente cruda, lo cual se le hacía demasiado perturbador, pues su sensatez se negaba a comparar un hecho con el otro, los que de ninguna manera podían estar relacionados. Era una locura. Llamaron a su puerta y al salir a abrir, se puso pálido, tartamudeó y se dio cuenta de inmediato, que con su torpe reacción se estaba acusando solo, de algo de lo que ni siquiera estaba seguro de haber hecho, Benigno lo notó al momento, “Quedamos en que hoy me revisaría la herida, doctor, ¿lo recuerda? ¿Está usted bien?... parece nervioso” Cifuentes se quitó los anteojos y se restregó los ojos con el dorso de la misma mano, quiso justificarse pero apenas balbuceó que estaba cansado, lo que resultaba una excusa muy débil. El padre reconoció los papeles que él le había entregado esparcidos sobre la mesa, “Los documentos de Horacio Ballesteros. Ya veo que tienen la facultad de estropearle los nervios a cualquiera…” El cura les echó un ojo sin ambición alguna, sólo como un acto reflejo, pero su rostro se endureció y  su vista se vio atrapada por una letra en particular, y luego por otras, que le obligaron a centrarse en el documento abierto sobre la mesa, era el diario personal del doctor Ballesteros. Cifuentes se mostró ansioso por saber qué le llamaba la atención, pero el sacerdote no despegaba el interés en esos papeles, “Dijo usted que esta no era la caligrafía de Horacio, ¿verdad? que parecía pertenecer a otra persona…” El doctor ojeó las letras que señalaba el cura y asintió sin tener apenas seguridad de lo que capturaba la atención de Benigno. Éste estaba seguro de haber visto aquella caligrafía antes, sin embargo le era imposible recordar dónde, el médico le sugirió que con seguridad había sido en algún otro documento del doctor Ballesteros, pero Benigno lo negó enérgicamente, desestimando la opinión de Cifuentes como si viniera de un completo ignorante, “No, no, no. Fue en otro lugar, no hace mucho, pero… Por Dios, ¡Dónde!” En ese momento golpearon su puerta con urgencia, era un guardia de la prisión, había un hombre que necesitaba su ayuda: Horacio Ballesteros.

Aurelio se desperezaba en su incómoda litera a medio vestir, cuando uno de sus guardias llegó a buscarlo, traía cierta prisa pero también esa risa mal disimulada del que quiere compartir algo gracioso. El jefe de guardias se dejó convencer, se encajó las botas y siguió a su subalterno con la camisa desabrochada y masajeándose el cuello. Cuando llegaron, el guardia le señaló a su jefe con un gesto de la boca, la celda del doctor Ballesteros. Allí estaba éste, acuclillado contra la pared, apretándose los oídos con las palmas de las manos, cuchicheando rápido e incomprensiblemente con algo o alguien que sólo él podía ver, como un verdadero demente, Aurelio lo miró con vergüenza ajena, como a aquel que se le han pasado las copas y comienza a comportarse como idiota “Horacio… ¡Horacio!” pero éste sólo le negó con la cabeza, asustado. Los guardias se miraron, uno preocupado, el otro divertido, “Parece que el doctorcito, ahora sí que se nos ha chalado…” comentó este último, pero lo gracioso se le borró de pronto, porque Ballesteros en ese momento, y sin razón alguna, le dio un violento frentazo a la pared, que sólo con haber escuchado el sonido que hizo, era suficiente para entender que se trataba de algo serio. El segundo frentazo consecutivo se los confirmó, “¡Abre la puerta, estúpido, a qué esperas!” vociferó Aurelio tan fuerte, que el guardia, ya impresionado por lo que veía, dio un respingo y botó sus llaves al suelo, “¡Basta ya, Horacio! ¡Maldita sea... date prisa, se va a matar!” Aunque parecía que así iba a ser, no lo consiguió, porque perdió el conocimiento en el quinto golpe, o por lo menos algo se desconectó dentro de su cuerpo que cayó de espalda sin fuerzas y quedó ahí, con el rostro y el cuello bañados en sangre, pero con los ojos abiertos y jadeando por la boca, lo que era tranquilizador para los guardias, pues al menos estaba vivo, de otro modo sería muy difícil de explicar que alguien hubiese sido capaz de matarse dándose de cabezazos contra la pared, “Mande a alguien a buscar al doctor y luego vuelva a ayudarme. Hay que sacar a este hombre de aquí” Mientras el guardia iba, Aurelio se quedó mirando la pared con cara de asco superado, la mancha de sangre aún líquida, los trozos de piel machacada, tal vez algo de carne, y los mechoncitos de pelo ensangrentados pegados a la muralla, le recordaban su juventud, las veces que le tocó presenciar fusilamientos y limpiar los restos, aquello lo podía entender, tenía un sentido dentro de todo, pero esto claramente era de locos.


León Faras.

jueves, 14 de noviembre de 2019

Zaida.



XII.

Por la madrugada, antes del alba, dos monjes adultos, cuatro novicios, una joven, una niña pequeña y un asno estaban listos para partir. Con sus canastos sujetos a la espalda donde llevaban sus pocas pertenencias además de provisiones y sus bastones de viaje en la mano, los monjes, incluyendo los dos mayores, atendían a la despedida de Missa Budara quien les deseaba un buen viaje, les aconsejaba precaución, debido al estado de conflicto que vivía el país y les daba bendiciones a uno por uno para restablecer el equilibrio en sus existencias y que lo malo no tuviera cabida en sus presentes ni en su destino próximo, ya que para los monjes, era posible tomar el desequilibrio de los demás como propio para restablecerlo. También estaban Missa Poquelín y Driba allí, sus bultos eran más pequeños, sólo un morral con provisiones y una calabaza hueca para el agua. El asno llevaba los bultos de la pequeña Zadí y la princesa y algunos otros utensilios de uso común, también podía llevar a una de las dos chicas si era necesario, aunque ambas estaban acostumbradas y más que dispuestas a caminar como los demás. Se trataba de un viaje de tres días por rutas tan milenarias como los monasterios que estas rutas unían, los chicos lo sospechaban, pero no lo sabían a ciencia cierta, el que más informado estaba era Girú, éste, a pesar de tener más o menos la edad de Driba, no había hecho su entrenamiento en Masdra-Sucur hace dos años cuando debía, debido a una torcedura de tobillo que le impidió hacer el viaje, por lo que ahora le tocaba ser compañero de Ribo, Paqui y Gunta, éstos, no lo tomaban como miembros de su reducido clan, tampoco a la princesa Viserina y veían a la pequeña Zadí poco menos que como una mascota, pero en Masdra, no les quedaría más remedio que afianzarse como un solo equipo. Missa Nemir, quien encabezaba la marcha, ordenó a Gunta posicionarse detrás de él y delante de las chicas, lo que lo separaba de su grupo de amigos, que quedaban detrás del asno, guiado por Girú y delante de Missa Badú, quien cerraba la marcha. Esto, Gunta se lo tomó muy mal, como un castigo anticipado por algo malo que aún no había hecho, lo que resultó muy obvio para Missa Nemir, “¿Crees que el viento castiga a los árboles o el agua castiga a la roca? No, se forman y se transforman mutuamente, es el camino de la armonía buscando el punto en el que ambos conviven en paz y comunión, como individuos y como parte de un todo…” Gunta lo miraba con desconfianza, como si lo estuvieran intentando timar, “…Aquí no hay castigo Gunta, este viaje, este cambio que comienza ahora mismo, es para sacarte a ti y a tus compañeros, de la falsa comodidad que se han creado ustedes mismos, y transformarlos como individuos, como monjes y como hombres parte de una sociedad, pues no hay camino hacia la armonía, sin cambios. Y si tú estás dispuesto, tú que eres más que una roca o un árbol, te aseguro que esta experiencia sacará lo mejor de ti, más allá de lo que jamás hayas imaginado” Gunta ahora lo escuchaba absorto, era muy extraño, pero por primera vez veía en Missa Nemir algo muy parecido a un padre, “¿Estás dispuesto?” preguntó éste, y el chico asintió con forzada gravedad, Nemir le hizo una reverencia y agregó, “Entonces nos despedimos del Gunta que hoy parte de Missa Pandur, pues el que regrese no será el mismo, sino cien veces mejor” Gunta respondió la reverencia y se puso a caminar, pero lejos de sentirse ilusionado, se había comenzado a arrepentir de haber asentido, a sentir agobio, como si ahora llevara un nuevo peso sobre su espalda además de su mochila y no entendía bien de dónde había salido.

Los senderos de la montaña, eran en su gran mayoría, poco más que simples huellas dejadas por animales que con el paso del tiempo se habían ido transformando en rutas para el uso relativamente cómodo y seguro de seres humanos, que viajaban a pie o como mucho usaban algún animal de carga como medio de transporte. Los muchachos no se lo habían preguntado siquiera, pero era muy difícil de imaginar, cuánto había costado construir esos edificios, sólidos e inmensos, en lugares tan remotos y de tan difícil acceso, y encima, según la leyenda, con sólo dos materiales. Tampoco se habían preguntado cuáles eran esos materiales, muy abundantes y poderosos, por cierto: tiempo y voluntad.

La reciente lluvia llenaba de vida y belleza las montañas, lavaba el polvo de las rocas y de los árboles, enverdecía los valles y decoraba todo con cascadas que resbalaban por las paredes de roca viva como ríos verticales, en algunos casos, o saltaban al vacío desde gran altura, en otros casos. La nieve aún se mantenía alta, en las cumbres, en algún tiempo más alcanzaría los valles. Al llegar a la saliente de la Luna, un extremo dominado por una gran roca, cuya forma y rugosidad recordaba a la cara visible de la luna, un sitio energético poderoso para los monjes, donde se podía percibir con claridad que los sentimientos fluían con mayor intensidad y claridad al cabo de un tiempo, pudieron observar con alivio que el puente de la Hiedra Tozuda, varios metros más abajo, aún permanecía en pie a pesar de la guerra, no se llamaba así sólo porque sí, y eso era bueno, porque de lo contrario, el viaje podía alargarse por lo menos un día más. Su nombre estaba lejos de ser imaginativo, pero sí muy apropiado: el puente estaba colonizado por una enredadera que ascendía el risco en busca del sol aferrándose a lo que encontraba en su camino, incluyendo el puente colgante, los hombres habían intentado limpiarlo muchas veces, pensando que el peso de la hiedra acumulada, terminaría por colapsarlo, pero se convirtió en una tarea de nunca acabar, pues la hiedra siempre volvía y al parecer, cada vez con más ímpetu, lo que acabó por desmoralizar a los hombres quienes finalmente se rindieron y la hiedra ganó. Lo que sucedió fue que el puente nunca cayó, se robusteció. La hiedra aferrada al puente, también se aferró a los bordes que lo sostenían, volviéndose un puente en sí misma cada vez con más conexiones. Incluso en el crudo invierno los tallos desnudos de la hiedra se endurecían sin desprenderse de sus asideros, brotando de nuevo en primavera. Sin duda una prueba de lo mucho que nos podemos equivocar a veces, acerca de las reales intenciones de la naturaleza. Missa Nemir comprobó su estado y animó a cruzar a los demás, fue una grata sorpresa ver a Gunta cargar sobre su espalda, sujeta con un manto atado y cruzado sobre su hombro, a la pequeña Zadí, quien se había detenido frente al puente de hiedra, renuente, con la misma cara de un perro cuando se entera de que lo van a bañar, mientras la princesa ayudaba al muchacho con su bulto. Aunque comenzaban a sentirse hambrientos, no podían detenerse para comer, pues debían alcanzar el refugio antes del final del día, por lo que todos recurrían a sus inagotables bolsas con semillas y a la vigorizante agua de la montaña, abundante por todas partes luego de las lluvias, para mantener las energías de su cuerpo, incluso la pequeña Zadí, aunque ésta, por decisión de Badú, terminó el último trayecto del viaje, montada sobre el asno que guiaba Girú.

Paqui, aunque jadeaba y sudaba por todos, mantenía el paso con bastante dignidad. Era el único que se veía obligado a enjugarse la frente y los ojos constantemente, pues éstos le ardían, le lagrimeaban y le dificultaban aún más su deficiente visión, “Mira eso, ¿Quién crees que viva ahí?” le comentó Ribo, siempre insensible a su condición, señalándole una dirección hacía la que el muchacho sólo veía una mancha rectangular, mayoritariamente blanca o de un color claro que contrastaba con el fondo gris azulado de la montaña, que de ser una vivienda, era bastante grande para una familia pero pequeña para una comunidad, de todas maneras no tenía oxígeno suficiente para responder, por lo que derivó la pregunta con la mirada a Missa Badú que venía más atrás, “Ese es nuestro refugio muchachos, hemos llegado…” Efectivamente, aquello, más que un refugio, como el que se esperaban los muchachos, era una construcción sólida, un edificio hecho de roca y arcilla de dos plantas, con la de abajo destinada a animales y la de arriba a personas. Era casi como un monasterio en miniatura. Pronto caería el sol y tendrían una vista privilegiada, podrían prender fuego y descansar y comer en un sitio caliente y seguro. Para continuar la marcha temprano por la mañana.

León Faras.

sábado, 9 de noviembre de 2019

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.


XL.

En todas las actividades, en todos los lugares y en todos los tiempos, siempre ha habido al menos un engreído que está convencido de que es un privilegiado de los dioses, quienes le han otorgado, no sólo una notable habilidad en lo que hacen, sino que también belleza irresistible y una elegancia innata que los posiciona de manera natural por encima de los demás, entre los inmortales de Rimos, aquel hombre se llamaba Féctor, y era el único soldado lo suficientemente elevado como para ponerle nombre a “Malagonía,” su espada. En honor a la verdad, había que reconocer que Féctor, a pesar de no tener más de treinta años, era un guerrero muy hábil, pero sencillamente no podía parar de jactarse de ello, directa o indirectamente. Al hacerse de prestigio y algo de dinero, le mandó a hacer a los herreros de Rimos, la espada que, según él, se le había sido revelada en sueños por los dioses, una espada con el mango de tres puños de largo y la hoja de un brazo estirado, desde el hombro hasta la punta de los dedos, pero ésta además, tenía en la mitad del lado de la empuñadura, incluyendo ambos gavilanes, envueltas las clásicas enredaderas espinosas de Rimos, fabricadas de hierro como si de alambres de púas se tratara, enrollados y soldados a la hoja de la espada y su cruz mediante la fragua, lo que le daba su nombre, pues un desgarrón provocado por los lacerantes pinchos, sin duda una herida dolorosas, resultaba casi siempre en una “Mala Agonía.” Su pomo no era más que un sencillo pero elegante huevo de gallina. La idea de ser inmortal, le había parecido maravillosa al principio, pues ya se consideraba un espadachín invencible, ahora sería además inmortal, se convertiría en una leyenda, sin lugar a dudas, pero luego se dio cuenta de que había quinientos inmortales más, igual que él, y de que eso no tenía ningún mérito, porque de qué servía ser el mejor guerrero si nadie podía matarlo y que además no era el único con aquella condición. Aquella noche, cuando la Batalla de los Inmortales comenzó, cuando Rimos atacó a Cízarin, Féctor ya llevaba una idea en mente, la idea de que, la única manera de preservar su leyenda, de ascender en su carrera de ídolo, de ser sencillamente el número uno, era enfrentarse y derrotar a sus compañeros inmortales, o sólo permanecería siendo, por toda la eternidad que le concedía su nueva condición de no mortal, uno más de los inmortales de Rimos. Y debía hacerlo aquella noche o difícilmente tendría otra oportunidad. Para él, ser un inmortal significaba, estar un paso más cerca de los dioses y uno, por encima de los hombres, incluso los reyes.

Cuando Siandro regresó al galope, protegido por al menos una veintena de sus jinetes, encontró su palacio sin protección, los soldados que debían estar ahí, no se habían movido de sus puestos, pero estaban todos muertos y regados por el pavimento teñido de sangre diluida. Sólo un hombre estaba allí, un tipo apoyado en uno de los postes en actitud relajada, con una extraña espada frente a él, con la empuñadura demasiado larga y la hoja con un raro diseño en su base, como de pinchos. Los caballos fueron detenidos bruscamente, el hombre caminó hacia ellos con su espada al hombro, tratando de distinguir entre la oscuridad y la lluvia al rey de Cízarin. Cuando lo hizo, se justificó con los brazos abiertos mostrando inocencia por los muertos esparcidos por el patio, “Fue una pelea justa…” sonreía presumido, aquello tenía gracia, porque era una docena de muertos y sólo él de pie. Cuatro jinetes Cizarianos le rodearon rápidamente, “Mi nombre es Féctor, el mejor espadachín de Rimos e inmortal. Seguro ya se han dado cuenta…” Mantenía su espada al hombro, como un agricultor o leñador carga su herramienta cuando sólo la transporta y no la usa. Llevaba una protección de cuero grueso sólo en el torso y los antebrazos, lo que le parecía lo más cómodo y útil. Jamás usaba yelmo ni nada similar que estorbara su visión periférica, en su lugar solía llevar un sencillo sombrero de fibras vegetales, útil para proteger su vista del sol o la lluvia. “…Luchar contra ustedes, no engrandecerá en nada mi nombre, ni aunque los mate a todos…” Les hablaba a los soldados que le rodeaban, “…Yo sólo puedo luchar contra inmortales, como yo. Espero que ustedes sí lo entiendan y no sean testarudos como ellos…” y volvió a señalar a los muertos con una mano como si presentara un banquete a sus invitados. Entonces, Siandro bajó de su caballo para mirarlo más de cerca, algunos de sus hombres, cuatro en total, también desmontaron con las espadas en mano para seguirlo de cerca, los otros, escudriñaban el alrededor nerviosos, a la espera de más enemigos. El sombrero de paja y la noche ocultaban su rostro, aunque la armadura de cuero era innegablemente Rimoriana, “¿Estás demente?” preguntó el joven rey despectivamente, con la boca chueca por la burla y por la lluvia que le golpeaba esa parte de la cara. Féctor esbozó una satisfactoria sonrisa sólo con los labios, “Testarudos…” murmuró. Malagonía apuntó con su agudo filo la garganta del rey, pero sólo como una provocación, sin intención de dañarlo, y rápidamente fue golpeada por la espada de uno de los guardias, éste volvió a atacar pero Féctor era realmente hábil, de un toque y un certero golpe descendente, desvió el ataque y cercenó la mano armada de su oponente, luego se puso en su espalda y lo cogió por el cuello de la armadura, la más desagradable desventaja de estos rígidos trajes de metal, pues era muy difícil zafarse allí de un brazo fuerte, y volvió a apuntar al cuello del rey. Dos nuevos guardias saltaron a defender a Siandro. Féctor usó al soldado que mantenía agarrado por el espaldar como escudo un rato, pero pronto se volvió un estorbo y lo mató enterrándole su espada ascendente por la cintura y de un empellón, se lo lanzó a uno de los soldados que se acercaba con su amenazante espada Pétalo de Laira en alto, mientras esquivaba el ataque del otro, posando una rodilla en el suelo y rasgando la pierna de aquel con los terribles pinchos de Malagonía, para luego rematarlo con un mandoble en la cabeza, y sin pensárselo demasiado y soltando un grito bárbaro, dejó caer un segundo mandoble, tan violento como el primero, sobre el hombro del tercer guardia, rasgándole la carne dolorosamente con las púas de Malagonía al retirarle ésta. El grito desesperado de dolor de aquel soldado, atestiguaba muy claro esto último. El cuarto soldado era muy joven e inexperto, mantenía su espada en alto pero no se decidía a atacar, como si aquella pesara mucho más de lo que su brazo podía soportar, Féctor le botó el arma al suelo de un golpe y le descargó una compasiva patada en el estómago que lo sacó de la complicada situación en la que se encontraba, y antes de que nuevos guardias llegaran a socorrerlo, volvió a posar su espada húmeda de lluvia y sangre en la garganta de Siandro, justo cuando éste se disponía a coger sus espadas también, pero esta vez, más que una provocación, era una amenaza, “Sólo me hace perder el tiempo su testarudez, ya les he dicho que pelearé contra los inmortales de Rimos, no contra ustedes” La expresión de Siandro ya no era de burla, sino de incredulidad “¿Pelearás por Cízarin?” Féctor poco a poco alejó su espada del cuello del rey, “Ni por Cízarin, ni por ti, ni por Rimos. Por Féctor…” El rey no podía negarse a eso. En ese momento un nuevo grupo de jinetes llegaba, la vieja Zaida los comandaba. Féctor se le quedó mirando como a una aparición: una mujer, de su edad, montada a caballo y además comandando soldados, sólo podía ser una persona, una que él pensaba que hace mucho estaba muerta, “¿Eres tú Zaida, la generala de Cefiralia, la que alguna vez llamaron, la Doncella Ensangrentada?” La vieja se le quedó mirando francamente sorprendida, primero porque era un enemigo, rodeado de soldados que no parecían tener intención de atacarlo y segundo porque, aunque su reputación aún era bien recordada en muchas partes de la región, hacía mucho, mucho tiempo que nadie nombraba el apodo que tuvo en su juventud, “Sí, alguna vez me llamaron así, hace mucho tiempo, ¿Y tú quién eres?” Féctor se le plantó en frente con su espada apuntando al suelo y con una leve pero respetuosa reverencia, “Soy Féctor, el mejor espadachín de Rimos, y ahora también inmortal. Esperaba tener la oportunidad de enfrentar al esplendido Toramar, el mejor espadachín de Cízarin, pero jamás soñé siquiera con llegar a conocer a la gran Zaida en persona. Tu leyenda se convirtió en los sueños de todos los que alguna vez quisimos empuñar una espada…” En ese momento un fuerte y agresivo grito interrumpió sus alabanzas, “¡No eres más que una gran mierda, tú, Féctor, escroto de burro!” Era el bravo de Motas, y no venía solo.



León Faras.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


VII.

La fiesta de San Lorenzo mártir, era todo un acontecimiento en el pueblo y sus alrededores, pues éste era el santo patrono de su parroquia. Se hacía una procesión con rezos, plegarias y cantos que el padre Benigno encabezaba siempre y sin excepción, rogando al santo que ayudara a su pueblo en la rectitud de su espíritu y la salvación de sus almas, aunque también se discutían en estos sucesos, asuntos más mundanos, como la prosperidad en los campos o las lluvias en años particularmente secos. Todo el pueblo participaba de la marcha, salvo aquellos a quienes les tocaba la preparación del festín que se hacía en honor al santo, sin embargo, no se encendía ni un solo leño para asar la carne, hasta que San Lorenzo volvía a su lugar dentro de la iglesia, pues la mayoría era gente muy creyente, pero supersticiosa y desde que se habían enterado del terrible martirio que el santo había soportado antes de morir, siendo quemado vivo, concretamente, sobre una parrilla, temían ofenderlo de tal manera, que éste les enviara algún tipo de calamidad, de las que suelen enviar los santos cuando se ofenden. El padre Benigno, a pesar de la puñalada en su costado, encabezó la procesión como siempre, cargando en alto la cruz de madera tras el santo, que era llevado sobre los hombros en actitud de estar viendo algo importante en el cielo. La herida del sacerdote ya había dejado de ser noticia en el pueblo, y aunque en un principio le había parecido una pésima idea, finalmente aceptó la sugerencia de Guillermina de difundir el rumor de que todo no había sido más que un accidente, producido por una tonta caída y de esa manera acabar con la creencia de que el cura era un santo que recibía los estigmas de Cristo, como más de alguno ya andaba pregonando por ahí, para su sorpresa, la mujer lo había hecho bastante bien, llegando incluso a tratar de “Tontas” a varias de sus amigas y otras no tanto, por andar creyendo en “supersticiones que no son verdad.” Llegado el momento de la comida, el padre Benigno se plantaba allí, con las manos atrás, recto como un alerce, rechazando todo lo que le ofrecían, pues era un conocido enemigo de los excesos y ver tantas palanganas con carne, papas cocidas y garrafas de vino, le hacía un nudo en las tripas que le era imposible de aflojar, como un empacho por los ojos, además de que obligaba a sus feligreses a moderarse y controlar sus ansias ante tanta tentación culinaria. Guillermina lo imitaba, parada también, de brazos cruzados, mirando casi con desprecio como se atiborraban los mesones con comida, cosa que a ella le encantaba, la multitud reunida en tormo a una buena mesa y un ambiente festivo, pero frente al sacerdote era capaz de disimularlo o hasta negarlo descaradamente. Todo el mundo se reunía allí, empleados y patrones; letrados y analfabetos, todos reunidos allí para compartir una apetecible comilona y la fe en Cristo. Allí estaba el doctor Cifuentes, parado junto a Guillermina, quien observaba todo con recelo, como buscando puntos débiles en las personas de los que aprovecharse después, llegado el momento. También estaba muy cerca Úrsula acompañada de sus padres e incluso Lina y el viejo Tata habían dejado sus ovejas y sus perros para asistir a lo que era, uno de los eventos más importantes del año en la comunidad, Clarita los acompañaba, pero no Gracia, para ella, al parecer todo aquello se le hacía molesto y desagradable. Una vez que ya estaba todo listo, el cura daba su pequeño discurso, para recordarle a todo el mundo el porqué estaban reunidos allí, que a Dios y los santos por supuesto que les gustaban las comidas, las reuniones y los ambientes festivos, mientras se mantuvieran con comedimiento y sobriedad, y no desembocara todo en una bacanal de los que acabaron por condenar a Sodoma y Gomorra. Dos o tres mujeres se santiguaron en ese momento, que Guillermina las captó de reojo. Luego el padre Benigno procedía a bendecir la comida y el vino, dar las gracias a Dios y a San Lorenzo por todo ello y con un vaso de vino que le alcanzaban, un vaso que el cura era capaz de mantener intacto en su mano durante horas, hacía el primer brindis y la fiesta comenzaba.


Lo que sucedió aquella noche, nadie lo comprendió muy bien, salvo quizá por un viejo médico que se encontraba en prisión en ese momento. Úrsula se sintió un poco mal, nada grave, sólo un mareo producto tal vez del vaso de vino dulce que había tomado, era una chica sin la costumbre de beber alcohol y que venía saliendo de un periodo de grave estrés físico y emocional del que quizá su cuerpo no se había recuperado del todo. El doctor Cifuentes la examinó en su casa y luego regresó al festejo para decirle a Ismael que Úrsula, acompañada de su madre, pasarían la noche en su casa, pues le había dado un relajante a la muchacha para que descansara, pero que a su juicio, no había nada de qué preocuparse. Todos sabían que el doctor Cifuentes no era un gran bebedor, y que además, debido a su obligación como médico, no podía darse la licencia de no estar en condiciones de atender a cualquiera que lo requiriera. Por lo tanto aquella noche se fue a la cama en perfecto estado, habiéndose bebido no más que un par de vasos de vino junto con la comida. Sin embargo, una vez en la cama, lo invadió un aturdimiento que luego calificaría de anormal, aunque lo podía explicar con las escasas horas de sueño que últimamente se había dado. Se durmió profundamente, pero luego fue despertado, en completa oscuridad, apenas interrumpida por la claridad de la luna a través de las cortinas, y sin sus gafas puestas, por unas manos suaves que le acariciaban el pecho y unos labios húmedos y tibios que hurgueteaban en su cuello, sumado a un cabello sedoso que olía a aceite de romero y flores; un cuerpo femenino tan suave como firme y caliente, al que llamó Úrsula varias veces y que le hizo el amor en la oscuridad sin decir palabra y de la forma más pecaminosa que el doctor se podía imaginar, para la concepción del sexo que le había sido inculcada tanto por su familia y sus valores, como en su formación profesional, pero indescriptiblemente placentera hasta extasiarlo y extenuarlo, de tal manera, que volvió a dormirse profundamente sin siquiera intentar evitarlo. Aún era de noche cuando volvió a despertar, esta vez sin que nada ni nadie hubiese interrumpido su sueño, el cuarto aún olía a flores y romero, encendió la vela, estaba completamente solo, sudado y con el pecho desnudo, pero también, terriblemente desconcertado. Tenía la garganta seca como un corcho y debió levantarse por agua a la cocina, ya no estaba seguro si toda la casa olía a flores y romero o sólo él. Se atrevió a espiar en el cuarto de Úrsula, ella y su madre dormían, no sabía qué pensar, aquello no podía haber sido un sueño, pero de ser real, había sido la experiencia más confusa que le había tocado vivir. A la mañana siguiente, cuando despertó, Úrsula se veía completamente repuesta de su leve malestar anterior, ella junto a su madre le habían preparado el desayuno, tenían la intención de pasar aquel día juntas y volver al trabajo al día siguiente y el doctor no se negó. Todo estaba como si nada, la chica se veía igual que siempre, o tal vez disimulaba muy bien delante de su madre. Realmente no sabía qué pensar. Era difícil de creer, pero tal vez había sido un extraño sueño después de todo. 


León Faras.,