lunes, 18 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.

VIII.


Ya era de noche, aunque no demasiado tarde, cuando Lina y el viejo Tata llegaron de vuelta a su casa de la celebración a San Lorenzo. Clarita venía sentada atrás en la carreta luchando con su cuerpo que reaccionaba con cada bache del camino y la sacaba de su sopor por algunos segundos más, hasta que el peso de sus párpados volvía a hacer tambalear su humanidad y un nuevo bache la despertaba. Una vez la carreta se detuvo, y como si se tratara de un completo beodo, Clarita fue llevada a su cuarto por su inconsciente, que no quería saber nada más con aquel día, en silencio, con paso inseguro y poca ayuda de sus sentidos, para dormirse instantáneamente apenas tocó las cobijas de su cama, como sólo los niños y los borrachos saben hacerlo. Al día siguiente, Elena despertaba sintiéndose muy cansada, como si apenas hubiese dormido un par de horas, en cuanto abrió los ojos, se encontró con Clarita que, ya vestida, aunque al decir verdad la noche anterior no había tenido fuerzas ni para quitarse la ropa de fiesta, la observaba con persistencia y curiosidad, como si tuviera la cara pintada o algo así, “Dice Lina que el desayuno ya está servido…” La muchacha se sentó en la cama y se restregó los ojos con brusquedad, bostezó aparatosamente, dudó unos segundos antes de levantarse pero finalmente lo hizo, era raro, al quedarse sola en casa se había ido a la cama temprano, no había razón para estar tan cansada, “Seguramente ha tenido pesadillas, aunque ahora ya no las recuerda, las pesadillas no dejan descansar al cuerpo…” afirmó Lina poniendo un pocillo de leche frente a la muchacha, Clarita, con el suyo a medio camino entre la mesa y su boca, intervino como si le hubiesen preguntado a ella, “No fueron pesadillas. Gracia dice que salió durante la noche y que regresó tarde…” Aquello dejó un silencio prolongado sobre la mesa y más de una boca abierta. No había problema con eso, Elena no estaba presa ni nada parecido y podía salir cuando quisiera sin tener que pedir permiso para ello, pero era Gracia quien lo afirmaba y todos sabían que Gracia no era más que un fruto de la imaginación de la niña. Tata le restó importancia diciendo que Elena era libre de salir adonde ella quisiera, pero ésta volvió a ratificar que se había ido a la cama temprano y que no había salido a ninguna parte, “No es cierto…” insistió Clarita, “…Gracia tampoco fue a la fiesta de San Lorenzo, no le gusta porque hay mucha gente y ella estaba aquí cuando saliste anoche. Dice que no te siguió, pero que regresaste tarde… Ella nunca duerme” Concluyó la niña, como quien presenta un argumento irrefutable. Elena se quedó sin palabras, desde hacía ya un tiempo, y cada vez más, los comentarios de Gracia la desconcertaban, estaba segura de haberse ido a la cama temprano, y no recordaba nada más hasta despertar por la mañana, pero también era cierto que su cuerpo no había descansado lo suficiente durante la noche, había pasado malas noches antes, pero nada como esto.

El doctor Cifuentes se peinaba el bigotillo con el dedo una y otra vez, abstraído, mientras le daba vueltas sin cesar en la cabeza a lo que le había sucedido la noche anterior, pero sin conseguir ninguna certeza sobre nada. Estaba seguro de que no había sido un sueño, pero un sueño, era precisamente la explicación más sensata que se le podía ocurrir, pues Úrsula, no podía haber sido otra mujer, le parecía una muchacha incapaz de un comportamiento como ese, de la misma manera que pensaba que él sería incapaz de aceptar un acto sexual ilegítimo y además tan aberrantemente pecaminoso, lo mismo que placentero. En ese momento tuvo una iluminación en su mente, que lejos de tranquilizarlo, atribuló aún más su espíritu, tanto que se vio obligado a ponerse de pie a buscar su bolso con los documentos que ahí guardaba. El diario del doctor Ballesteros, la parte en la que éste se refería a la violación a su propia hija, era la fiel descripción de lo que él mismo había vivido la noche anterior, sin eufemismos, vulgar y obscenamente cruda, lo cual se le hacía demasiado perturbador, pues su sensatez se negaba a comparar un hecho con el otro, los que de ninguna manera podían estar relacionados. Era una locura. Llamaron a su puerta y al salir a abrir, se puso pálido, tartamudeó y se dio cuenta de inmediato, que con su torpe reacción se estaba acusando solo, de algo de lo que ni siquiera estaba seguro de haber hecho, Benigno lo notó al momento, “Quedamos en que hoy me revisaría la herida, doctor, ¿lo recuerda? ¿Está usted bien?... parece nervioso” Cifuentes se quitó los anteojos y se restregó los ojos con el dorso de la misma mano, quiso justificarse pero apenas balbuceó que estaba cansado, lo que resultaba una excusa muy débil. El padre reconoció los papeles que él le había entregado esparcidos sobre la mesa, “Los documentos de Horacio Ballesteros. Ya veo que tienen la facultad de estropearle los nervios a cualquiera…” El cura les echó un ojo sin ambición alguna, sólo como un acto reflejo, pero su rostro se endureció y  su vista se vio atrapada por una letra en particular, y luego por otras, que le obligaron a centrarse en el documento abierto sobre la mesa, era el diario personal del doctor Ballesteros. Cifuentes se mostró ansioso por saber qué le llamaba la atención, pero el sacerdote no despegaba el interés en esos papeles, “Dijo usted que esta no era la caligrafía de Horacio, ¿verdad? que parecía pertenecer a otra persona…” El doctor ojeó las letras que señalaba el cura y asintió sin tener apenas seguridad de lo que capturaba la atención de Benigno. Éste estaba seguro de haber visto aquella caligrafía antes, sin embargo le era imposible recordar dónde, el médico le sugirió que con seguridad había sido en algún otro documento del doctor Ballesteros, pero Benigno lo negó enérgicamente, desestimando la opinión de Cifuentes como si viniera de un completo ignorante, “No, no, no. Fue en otro lugar, no hace mucho, pero… Por Dios, ¡Dónde!” En ese momento golpearon su puerta con urgencia, era un guardia de la prisión, había un hombre que necesitaba su ayuda: Horacio Ballesteros.

Aurelio se desperezaba en su incómoda litera a medio vestir, cuando uno de sus guardias llegó a buscarlo, traía cierta prisa pero también esa risa mal disimulada del que quiere compartir algo gracioso. El jefe de guardias se dejó convencer, se encajó las botas y siguió a su subalterno con la camisa desabrochada y masajeándose el cuello. Cuando llegaron, el guardia le señaló a su jefe con un gesto de la boca, la celda del doctor Ballesteros. Allí estaba éste, acuclillado contra la pared, apretándose los oídos con las palmas de las manos, cuchicheando rápido e incomprensiblemente con algo o alguien que sólo él podía ver, como un verdadero demente, Aurelio lo miró con vergüenza ajena, como a aquel que se le han pasado las copas y comienza a comportarse como idiota “Horacio… ¡Horacio!” pero éste sólo le negó con la cabeza, asustado. Los guardias se miraron, uno preocupado, el otro divertido, “Parece que el doctorcito, ahora sí que se nos ha chalado…” comentó este último, pero lo gracioso se le borró de pronto, porque Ballesteros en ese momento, y sin razón alguna, le dio un violento frentazo a la pared, que sólo con haber escuchado el sonido que hizo, era suficiente para entender que se trataba de algo serio. El segundo frentazo consecutivo se los confirmó, “¡Abre la puerta, estúpido, a qué esperas!” vociferó Aurelio tan fuerte, que el guardia, ya impresionado por lo que veía, dio un respingo y botó sus llaves al suelo, “¡Basta ya, Horacio! ¡Maldita sea... date prisa, se va a matar!” Aunque parecía que así iba a ser, no lo consiguió, porque perdió el conocimiento en el quinto golpe, o por lo menos algo se desconectó dentro de su cuerpo que cayó de espalda sin fuerzas y quedó ahí, con el rostro y el cuello bañados en sangre, pero con los ojos abiertos y jadeando por la boca, lo que era tranquilizador para los guardias, pues al menos estaba vivo, de otro modo sería muy difícil de explicar que alguien hubiese sido capaz de matarse dándose de cabezazos contra la pared, “Mande a alguien a buscar al doctor y luego vuelva a ayudarme. Hay que sacar a este hombre de aquí” Mientras el guardia iba, Aurelio se quedó mirando la pared con cara de asco superado, la mancha de sangre aún líquida, los trozos de piel machacada, tal vez algo de carne, y los mechoncitos de pelo ensangrentados pegados a la muralla, le recordaban su juventud, las veces que le tocó presenciar fusilamientos y limpiar los restos, aquello lo podía entender, tenía un sentido dentro de todo, pero esto claramente era de locos.


León Faras.

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