sábado, 9 de noviembre de 2019

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.


XL.

En todas las actividades, en todos los lugares y en todos los tiempos, siempre ha habido al menos un engreído que está convencido de que es un privilegiado de los dioses, quienes le han otorgado, no sólo una notable habilidad en lo que hacen, sino que también belleza irresistible y una elegancia innata que los posiciona de manera natural por encima de los demás, entre los inmortales de Rimos, aquel hombre se llamaba Féctor, y era el único soldado lo suficientemente elevado como para ponerle nombre a “Malagonía,” su espada. En honor a la verdad, había que reconocer que Féctor, a pesar de no tener más de treinta años, era un guerrero muy hábil, pero sencillamente no podía parar de jactarse de ello, directa o indirectamente. Al hacerse de prestigio y algo de dinero, le mandó a hacer a los herreros de Rimos, la espada que, según él, se le había sido revelada en sueños por los dioses, una espada con el mango de tres puños de largo y la hoja de un brazo estirado, desde el hombro hasta la punta de los dedos, pero ésta además, tenía en la mitad del lado de la empuñadura, incluyendo ambos gavilanes, envueltas las clásicas enredaderas espinosas de Rimos, fabricadas de hierro como si de alambres de púas se tratara, enrollados y soldados a la hoja de la espada y su cruz mediante la fragua, lo que le daba su nombre, pues un desgarrón provocado por los lacerantes pinchos, sin duda una herida dolorosas, resultaba casi siempre en una “Mala Agonía.” Su pomo no era más que un sencillo pero elegante huevo de gallina. La idea de ser inmortal, le había parecido maravillosa al principio, pues ya se consideraba un espadachín invencible, ahora sería además inmortal, se convertiría en una leyenda, sin lugar a dudas, pero luego se dio cuenta de que había quinientos inmortales más, igual que él, y de que eso no tenía ningún mérito, porque de qué servía ser el mejor guerrero si nadie podía matarlo y que además no era el único con aquella condición. Aquella noche, cuando la Batalla de los Inmortales comenzó, cuando Rimos atacó a Cízarin, Féctor ya llevaba una idea en mente, la idea de que, la única manera de preservar su leyenda, de ascender en su carrera de ídolo, de ser sencillamente el número uno, era enfrentarse y derrotar a sus compañeros inmortales, o sólo permanecería siendo, por toda la eternidad que le concedía su nueva condición de no mortal, uno más de los inmortales de Rimos. Y debía hacerlo aquella noche o difícilmente tendría otra oportunidad. Para él, ser un inmortal significaba, estar un paso más cerca de los dioses y uno, por encima de los hombres, incluso los reyes.

Cuando Siandro regresó al galope, protegido por al menos una veintena de sus jinetes, encontró su palacio sin protección, los soldados que debían estar ahí, no se habían movido de sus puestos, pero estaban todos muertos y regados por el pavimento teñido de sangre diluida. Sólo un hombre estaba allí, un tipo apoyado en uno de los postes en actitud relajada, con una extraña espada frente a él, con la empuñadura demasiado larga y la hoja con un raro diseño en su base, como de pinchos. Los caballos fueron detenidos bruscamente, el hombre caminó hacia ellos con su espada al hombro, tratando de distinguir entre la oscuridad y la lluvia al rey de Cízarin. Cuando lo hizo, se justificó con los brazos abiertos mostrando inocencia por los muertos esparcidos por el patio, “Fue una pelea justa…” sonreía presumido, aquello tenía gracia, porque era una docena de muertos y sólo él de pie. Cuatro jinetes Cizarianos le rodearon rápidamente, “Mi nombre es Féctor, el mejor espadachín de Rimos e inmortal. Seguro ya se han dado cuenta…” Mantenía su espada al hombro, como un agricultor o leñador carga su herramienta cuando sólo la transporta y no la usa. Llevaba una protección de cuero grueso sólo en el torso y los antebrazos, lo que le parecía lo más cómodo y útil. Jamás usaba yelmo ni nada similar que estorbara su visión periférica, en su lugar solía llevar un sencillo sombrero de fibras vegetales, útil para proteger su vista del sol o la lluvia. “…Luchar contra ustedes, no engrandecerá en nada mi nombre, ni aunque los mate a todos…” Les hablaba a los soldados que le rodeaban, “…Yo sólo puedo luchar contra inmortales, como yo. Espero que ustedes sí lo entiendan y no sean testarudos como ellos…” y volvió a señalar a los muertos con una mano como si presentara un banquete a sus invitados. Entonces, Siandro bajó de su caballo para mirarlo más de cerca, algunos de sus hombres, cuatro en total, también desmontaron con las espadas en mano para seguirlo de cerca, los otros, escudriñaban el alrededor nerviosos, a la espera de más enemigos. El sombrero de paja y la noche ocultaban su rostro, aunque la armadura de cuero era innegablemente Rimoriana, “¿Estás demente?” preguntó el joven rey despectivamente, con la boca chueca por la burla y por la lluvia que le golpeaba esa parte de la cara. Féctor esbozó una satisfactoria sonrisa sólo con los labios, “Testarudos…” murmuró. Malagonía apuntó con su agudo filo la garganta del rey, pero sólo como una provocación, sin intención de dañarlo, y rápidamente fue golpeada por la espada de uno de los guardias, éste volvió a atacar pero Féctor era realmente hábil, de un toque y un certero golpe descendente, desvió el ataque y cercenó la mano armada de su oponente, luego se puso en su espalda y lo cogió por el cuello de la armadura, la más desagradable desventaja de estos rígidos trajes de metal, pues era muy difícil zafarse allí de un brazo fuerte, y volvió a apuntar al cuello del rey. Dos nuevos guardias saltaron a defender a Siandro. Féctor usó al soldado que mantenía agarrado por el espaldar como escudo un rato, pero pronto se volvió un estorbo y lo mató enterrándole su espada ascendente por la cintura y de un empellón, se lo lanzó a uno de los soldados que se acercaba con su amenazante espada Pétalo de Laira en alto, mientras esquivaba el ataque del otro, posando una rodilla en el suelo y rasgando la pierna de aquel con los terribles pinchos de Malagonía, para luego rematarlo con un mandoble en la cabeza, y sin pensárselo demasiado y soltando un grito bárbaro, dejó caer un segundo mandoble, tan violento como el primero, sobre el hombro del tercer guardia, rasgándole la carne dolorosamente con las púas de Malagonía al retirarle ésta. El grito desesperado de dolor de aquel soldado, atestiguaba muy claro esto último. El cuarto soldado era muy joven e inexperto, mantenía su espada en alto pero no se decidía a atacar, como si aquella pesara mucho más de lo que su brazo podía soportar, Féctor le botó el arma al suelo de un golpe y le descargó una compasiva patada en el estómago que lo sacó de la complicada situación en la que se encontraba, y antes de que nuevos guardias llegaran a socorrerlo, volvió a posar su espada húmeda de lluvia y sangre en la garganta de Siandro, justo cuando éste se disponía a coger sus espadas también, pero esta vez, más que una provocación, era una amenaza, “Sólo me hace perder el tiempo su testarudez, ya les he dicho que pelearé contra los inmortales de Rimos, no contra ustedes” La expresión de Siandro ya no era de burla, sino de incredulidad “¿Pelearás por Cízarin?” Féctor poco a poco alejó su espada del cuello del rey, “Ni por Cízarin, ni por ti, ni por Rimos. Por Féctor…” El rey no podía negarse a eso. En ese momento un nuevo grupo de jinetes llegaba, la vieja Zaida los comandaba. Féctor se le quedó mirando como a una aparición: una mujer, de su edad, montada a caballo y además comandando soldados, sólo podía ser una persona, una que él pensaba que hace mucho estaba muerta, “¿Eres tú Zaida, la generala de Cefiralia, la que alguna vez llamaron, la Doncella Ensangrentada?” La vieja se le quedó mirando francamente sorprendida, primero porque era un enemigo, rodeado de soldados que no parecían tener intención de atacarlo y segundo porque, aunque su reputación aún era bien recordada en muchas partes de la región, hacía mucho, mucho tiempo que nadie nombraba el apodo que tuvo en su juventud, “Sí, alguna vez me llamaron así, hace mucho tiempo, ¿Y tú quién eres?” Féctor se le plantó en frente con su espada apuntando al suelo y con una leve pero respetuosa reverencia, “Soy Féctor, el mejor espadachín de Rimos, y ahora también inmortal. Esperaba tener la oportunidad de enfrentar al esplendido Toramar, el mejor espadachín de Cízarin, pero jamás soñé siquiera con llegar a conocer a la gran Zaida en persona. Tu leyenda se convirtió en los sueños de todos los que alguna vez quisimos empuñar una espada…” En ese momento un fuerte y agresivo grito interrumpió sus alabanzas, “¡No eres más que una gran mierda, tú, Féctor, escroto de burro!” Era el bravo de Motas, y no venía solo.



León Faras.

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