domingo, 31 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XVI.

Cada vez que bañaban al niño, o les tocaba mudarlo, Cifuentes sentía todo el peso de la angustia sobre sus hombros, cada vez que veía el vientre liso e impoluto de esa creatura, sin la cicatriz ancestral, recuerdo de la unión carnal a la matriz en el seno, se atormentaba a sí mismo con la idea de que, no sólo no podía ser su hijo, sino que no podía ser el hijo de ningún ser humano, que estaba más próximo a las criaturas que conservaba el doctor Ballesteros en frascos de vidrio y al niño que antes había visto rasgar la herida del padre Benigno sin siquiera tocarlo, que a él o su esposa, y la presión aumentaba cuando pensaba en que pronto debería presentárselo a su padre y al resto de su familia, y en la mirada de éstos al ver un niño cuyo aspecto nada tenía que ver con la familia Cifuentes, ni en esta, ni en ninguna otra generación. Úrsula en cambio, parecía no comprender la anormalidad del asunto, para ella, el pequeño David había nacido de su vientre, y el que no tuviera ombligo no era más que un pequeño capricho de la naturaleza que se debía aceptar, pues era lo correcto aceptar a los hijos tal y como Dios se los enviaba, con todas sus virtudes y defectos. Cifuentes amaba a su mujer sinceramente, y por ese amor se decidió a tomarla de las manos para explicarle que era absolutamente imposible que el niño no tuviera ombligo, pero el peso de la obviedad aplastaba la razón, porque la prueba estaba ahí mismo, y Úrsula la veía como la confirmación definitiva de que no había nada imposible para Dios. Con Dios de por medio siempre costaba ser objetivo, pero el doctor lo intentó citando que aquella no era la forma en que Dios hacía las cosas. Úrsula amaba a su marido, pero éste a veces solía obstinarse en detalles sin importancia que no le dejaban ver el todo, pues el niño había nacido de su unión, de su amor, se había gestado en su interior y nacido de su vientre, lo que no dejaba lugar a dudas, a menos que se les buscara con tozudez. “¿Pero es que no te parece increíblemente parecido al niño que cargabas antes y que tanto mal te hizo a ti y a tu familia?” Cifuentes usaba su último recurso, el que no debía ser nombrado, el que había quedado sepultado en el pasado como los fetos enfrascados en formol enterrados en el patio, para hacer entrar sus dudas y temores en su mujer y así no tener que cargar con ese peso él solo, pero era una canallada al mismo tiempo que una tontería, porque no había forma de poner una madre en contra de su hijo, fuera quien fuera éste. Úrsula humedeció los ojos, lo que rompió el corazón de Cifuentes y lo hizo sentirse un miserable. No podía comparar al niño que había encontrado antes con el que ahora había parido, no tenían nada que ver, el que la llenaba de miedo y sufrimiento con este que sólo le despertaba amor, el otro que la encerraba en oscura soledad con este que era parte de una hermosa familia, y por último, no tenía derecho a usar ese recurso para justificarse si es que no quería aceptar a su hijo, porque ella no lo había obligado y estaba dispuesta a hacerlo por ambos. Cifuentes resultaba derrotado, a pesar de sus dudas estaba obligado a cumplir con el pacto que hicieron cuando David nació y además, el que había hecho con su mujer cuando la tomó como esposa. Debía pedir perdón y olvidarse de sus dudas, o al menos guardárselas bien adentro, donde no volvieran a aflorar nunca. Tenían un trámite programado para ese día y era pedirle al cura un momento de su tiempo para darle el sagrado sacramento del bautizo a su hijo.

Ellos ya habían considerado en algún momento, la idea de tener un segundo hijo, para que la diferencia de edad entre ambos no fuera tan grande, pero había una cosa más que le preocupaba, a pesar de los meses, no retornaba la menstruación de su mujer, se estaba tardando más de lo usual, pero aún no podía considerarse una anomalía.

El padre Benigno organizaba sus papeles y preparaba su sermón en la oficina que mantenía en la iglesia, mientras Mateo barría todo el piso del templo, sacudía las bancas y cambiaba el agua de las flores, cuando Úrsula, su hijo y su marido llegaron, éstos saludaron cordialmente al sacristán quien los miraba como a seres luminosos venidos del espacio exterior, era un poco raro, pero ese chico era así. El cura los atendió encantado, admirándose una vez más de la inusual belleza del niño y de lo mucho que había crecido en los últimos meses. Cifuentes y su esposa parecían ser una pareja enamorada y sin ningún tipo de complicaciones en la vida y comenzar a programar el bautizo de su hijo para dentro de un lapso prudente de tiempo, eran las cosas que las familias sólidas y bien constituidas solían hacer. Discutían los detalles de forma amena y distendida, entre risas formales y sorbos de café, cuando comenzaron a golpearle la puerta con vehemencia, entre gritos ininteligibles del sacristán que debido a su discapacidad, no podía hacer más que emitir aullidos animalescos desesperados. Antes de que el doctor alcanzara la manilla de la puerta, ésta se abrió de forma explosiva e irrumpió Mateo descontrolado, asustado, como si hubiese visto al mismísimo diablo, tratando de señalar algo que era imposible de ver desde donde estaban, sin embargo, tras abrir una puerta, se hizo evidente lo que aterrorizaba al muchacho: la iglesia se quemaba. Úrsula y su hijo corrieron a ponerse a salvo mientras el cura y el doctor contenían las llamas con sus propios sacos. Por suerte, el fuego se inició en la bodega, y al verse el humo desde todas partes, los pobladores habían reaccionado rápidamente. Cipriano y Gumurria, quienes mantenían una carreta con una barrica llena de agua encima para casos como ese, como improvisados pero diligentes bomberos, llegaron rápidamente para arrojar las primeras cubetas de agua, mientras el resto de los pobladores hacían lo que podían con palas, mantas y sus propios baldes para salvar su iglesia. Finalmente, lograron salvar el templo y para alivio de todos, el nuevo Cristo también resultó ileso, sin embargo, la bodega y otros cuartuchos aledaños, se quemaron por completo. Cuando todo acabó, el cura recuperaba el aliento en una de las bancas quitándose el sudor y el tizne de la cara con un pañuelo junto a Cifuentes, quien había perdido sus anteojos en el incidente, en ese momento llegó junto a ellos Mateo, traía algo que había recuperado del incendio, el médico lo cogió sin estar completamente seguro de lo que veía, y no por culpa de su miopía, pero la mirada de culpa y sorpresa del padre se lo pretendía confirmar. Era la misma cruz de madera que días antes había medio quemado el escritorio del despacho del cura y ahora aparecía allí, chamuscada e inocente, entre los restos del incendio.

Mientras Mateo barría la iglesia, tuvo una sensación extraña, jamás lo podría describir pero fue casi como escuchar con la piel, como quien percibe un terremoto profundo bajo tierra en la planta de los pies o siente la brisa sobre su piel desnuda, Mateo sintió una inexplicable vibración que llegaba hasta él por el aire desde un punto en concreto, como si pudiera oírla, se dirigió hacia ella, sintiendo que vibraba con más intensidad a medida que se acercaba, era algo tan extraño para él como fascinante. La vibración lo llevó hasta la bodega de la iglesia a la que nunca había entrado antes, y la que, desde hace varios años, se había perdido la llave, y con un poco de atención, descubrió dentro de ésta el frasco de vidrio cubierto de polvo que la producía. Era un frasco en cuyo interior el agua bullía con furia como si estuviera expuesta a un gran calor, sumergida en el agua, una cruz de madera parecía ser la que liberaba toda esa multitud de efervescentes burbujas. El chico cogió el frasco con curiosidad irresistible, estaba tibio al tacto y podía sentir en sus manos la persistente vibración del cristal, lo elevó del suelo y cuando lo tuvo frente a sus ojos, sintió repentinamente cómo el vidrio le quemaba las manos debido al agua hirviendo que contenía. El frasco estalló en el suelo, pero lo que salió de su interior sólo podía describirse como fuego líquido, para cuando el muchacho salió corriendo, las llamas ya se habían esparcido por toda la bodega. 



León Faras.

viernes, 29 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XV.

Tan solo un par de días se tardó en suceder lo inevitable, Clodomiro volvió a ocupar su habitación en la hostal de la Coronación, donde también estaba alojado Ignacio, éste le mostró su desprecio con su rostro al encontrárselo en la entrada, pero el investigador rió para sus adentros sabiendo que aquel, de seguro no esperaba verlo de vuelta tan pronto, “Vamos hombre, que esa actitud no es digna de un señor respetable como usted…” dijo Almeida, atajando al otro que ya salía por la puerta, “…solucionemos esto como caballeros” Ignacio se devolvió en el acto, le proponían actuar como caballero y él era un caballero, “No pensé que usted fuera un hombre asiduo a los duelos, pero si eso es lo que desea…” Clodomiro rió explosivamente, como si de pronto alguien le hubiese hecho cosquillas, “No sea tonto Ignacio, tampoco es para tanto. Yo hablo de conversar, de decirnos las cosas a la cara, ¡No de apuntarnos con un arma! Nos conocemos desde hace años, Ignacio. Le aseguro que no es más que un mal entendido” Se acomodaron en la sala de la hostal, Almeida se puso su pipa apagada entre los dientes. El asunto del cuerpo momificado de Oriana y las numerosas calaveras de recién nacidos, (las que por cierto, Anselmo Burgos las atribuía a un grupo de inocentes asesinados por la locura del mismísimo Herodes el Grande, lo que era del todo improbable) lo había solucionado rápidamente, y tal como lo había dicho, presentando unos documentos que lo acreditaban como dueño de aquellos “restos humanos arqueológicos” debido a su antigüedad, origen desconocido e inexistencia de quien les reclamase, con la intención de investigar cómo y para qué estaban en poder de Anselmo Burgos. “Lo que las autoridades hallaron en mi casa, no es más que la representación del escenario original en el que se encontraban. Incluso conservo algunos daguerrotipos de la casa de Burgos que lo acreditan” Ignacio se dejó convencer, después de todo, si estaba allí, algo de razón debía tener, pero lo que a él le interesaba era otra cosa, “¿Qué es toda esa tontería de que usted es el padre de Elena? ¿Acaso se ha vuelto loco?” Clodomiro lo miró como si le estuviera buscando algo en su interior, “¿Por qué todo el mundo cree que es una locura? Diana era una mujer muy sola, ¿recuerda usted haber conocido a algún amigo o familiar de ella? Sus padres eran inmigrantes, cualquier familiar estaba a cientos de kilómetros de distancia, además era una mujer hermosa, y peor aún, ella lo sabía. La belleza hace solas a las personas, como cualquier cosa que les haga sentirse diferente” Ignacio simuló un bostezo, era una técnica que utilizaba cuando no se le ocurría nada ingenioso que responder, Clodomiro continuó, “Yo tuve la suerte de conocerla siendo muy jóvenes, mucho antes que tu padre…” “Usted no es el padre de mi hermana, ¿me escuchó? No importa todos los muertos que apile en su casa o todas las tonterías que mencione, usted nunca será el padre de Elena” Dijo el muchacho altanero, Almeida cogió unos fósforos del bolsillo y se tomó su tiempo para encender su pipa, “Te pareces al padre Benigno mucho más de lo que te gustaría, ¿no? Ambos creen que las cosas desaparecen sólo por negarlas, pero sus creencias son incuestionables. No, muchacho, yo ya he jugado mucho este juego y sé cuando uno tiene una buena mano o sólo alardea y tú sólo alardeas” Ignacio se puso de pie y cogió el revólver que siempre cargaba al cinto como símbolo de su estatus y le apuntó a Clodomiro con él a la cara, “Si lo vuelvo a ver cerca de mi hermana, lo mato ¿Me oyó?” Heraldo intervino rogándole que no matara a nadie en su hostal, pero Almeida lo tranquilizó con un gesto de su mano, luego de cumplida su amenaza, Ignacio guardó su arma y se fue, “Como ya dije, sólo alardea” Concluyó Clodomiro llevándose la pipa a la boca.

En el cementerio, Elena acompañó a Clarita hasta una tumba alejada de la mano de Dios, con la maleza disecada encima y un triste tarro con un par de flores consumidas por el sol y la soledad, era la tumba del único pariente que había conocido, la cruz decía Óscar Verdugo y una fecha: la de su muerte. La niña le puso con ceremonia dos flores nuevas y un poco de agua fresca, “Tata dice que antes le ponían apellidos a la gente por su aspecto o su trabajo, dice que los verdugos se dedicaban a matar gente, a condenados” Comentó la niña, como ilustrando a su acompañante, Elena asintió, “¿Es tu apellido, Verdugo?” Clarita negó con la cabeza, quitando algunos yerbajos secos que estorbaban sus flores, “Yo no tengo apellido, Gracia tampoco…” aclaró. Rió suavemente. La niña tenía el precioso don de ciertas personas de contagiar la risa, de llenarlo todo de luz con una sonrisa, “…los apellidos son para las familias. Tata dice que cuando tenga una familia tendré un apellido. Espero que sea uno bonito…” Elena tenía una idea, “Pues podemos elegir uno bonito ahora, uno que te identifique, y luego le pedimos al padre Benigno que te bautice con él y ese será tu apellido para siempre. Yo tengo una idea, siempre recuerdo algo, cuando te conocí, cargabas con una vasija de agua, agua del arroyo, ¿Te acuerdas?” Clarita la miró muy seria, como si estuviera meditando algo muy complicado, “Sí. Ya entiendo, pero Clarita Vasija no me gusta mucho…” dijo estirando los labios como trompa, Elena rió, “¡No, Yo digo, Clarita del Arroyo!” Eso sí sonaba mucho mejor, además, mucha gente tenía apellidos que señalaban sus lugares de procedencia, explicó la muchacha, a la niña le encantó y Gracia estaba de acuerdo. Poco después llegó Ignacio, habían quedado en reunirse en la tumba de su padre, Elena quería que los restos de su padre fueran trasladados al mausoleo familiar, junto a los de su madre, que él no merecía tal desaire y olvido, Ignacio no estaba tan seguro de eso, pero sí estaba dispuesto a complacer a su hermana, sin embargo, no sería fácil, él mismo se había encargado de embarrar el nombre de su padre hasta el repudio y ahora debería corregir todo aquello convenciendo a sus tías de que Horacio era un alma enferma y no el ser repugnante que él les había retratado, “Necesitaré que me ayudes con eso, pues todo el mundo espera noticias tuyas y quiere verte, así es que prepárate para acompañarme uno de estos días” Luego Ignacio anunció que se volvía a la ciudad, que comenzaría a atender esos asuntos y retomaría otros que había dejado pendientes y que volvería dentro de unos días. También para evitar vivir un día más bajo el mismo techo que Clodomiro Almeida o acabaría metiéndole una bala en la cara, si es que aquel no le envenenaba el café antes, “Por favor, mantente alejada de ese hombre y sus ideas tanto como te sea posible, no te quepa duda que si sigue aquí, es únicamente por ti. Volveré lo antes posible y con noticias” Elena podía estar tranquila, había algo muy raro con Clodomiro pero no le temía en absoluto.



León Faras.

sábado, 23 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XIV.

Elena despertó de su sueño restregándose los ojos con pereza y comentando lo bien que había dormido, no recordaba nada de lo que hubiese soñado ni menos que hubiese dicho algo en voz alta, pero el rostro de las personas que la rodeaban era inquietante por sí solo, sobre todo, la cara de rechazo de su hermano, como si ella acabara de hacer algo asqueroso, el padre, en cambio, mantenía los labios apretados y la vista fija en el suelo, la chica buscó la mirada del doctor Werner, “¿Ha salido algo mal?” El psiquiatra confirmaba su estado de salud, “Nada, muchacha, todo ha salido muy bien” Respondió éste, revisándole las pulsaciones, “Entonces, por qué todos tienen esa cara” preguntó Elena con una sonrisa torcida y forzada, como su seguridad. “Elena, tenemos que hablar” Dijo el cura, sin apenas dirigirle la mirada, y su voz sonó gélida, como el aliento de una rendija en invierno.

El doctor Werner tuvo que retirarse, pues debía conducir de vuelta a casa y no deseaba hacerlo hasta tarde en la noche, sin embargo, antes de irse dejó abierta la posibilidad para una nueva visita. Los restantes se movieron al despacho del cura. Elena comenzaba a sentirse incómoda con la fría actitud de todos, “¿He dicho algo sobre la escritura en el diario?” preguntó, tomando una silla, a la vez que la iniciativa, su hermano apoyaba media nalga sobre el escritorio del cura y se cruzaba de brazos, como el típico detective sabihondo, “Vaya que si has dicho cosas, Elena” Su voz sonaba a reproche, a la chica eso le disgustó, “Bueno, pues puedes empezar a contarme qué dije, porque yo no me he enterado de nada” Su tono fue de principio de enfado. El cura intervino, “Escucha Elena, es necesario que tomemos esto con toda calma…” A Elena le pareció que se estaba haciendo una tormenta de un charco, “¡Pero por qué! Qué fue lo tan terrible que dije como para que ahora, todos me miren como si oliera a mierda” Elena no acostumbraba a usar ese tipo de vocabulario, ni menos frente al cura, pero ya empezaba a mosquearse de que todos supieran algo sobre ella, menos ella. El doctor Cifuentes se le acercó por la espalda, “Creo que es justo que leas esto antes de seguir: esta eres tú y estas son las preguntas del doctor Werner” Elena cogió el manuscrito, “He reproducido todo palabra por palabra” Advirtió el doctor antes de volver a su sitio. Elena leyó molesta, como estaba, con el ceño y la boca apretados, pero poco a poco lo fue relajando y estirando hasta convertirlo en asco y horror, con el que despegó la vista del papel para mirar incrédula a los demás, “¿Yo dije todo esto? Pero, no puede ser… esto es un error” El cura le cogió una mano, paternal, “Eso es lo que dijiste, Elena, ahora, a todo esto hay que darle una interpretación” La chica se puso de pie, esto era peor de lo que esperaba, intentó buscar algo de todo eso, tanto en su memoria reciente como en sus recuerdos más profundos, pero su cabeza le negaba cualquier información al respecto, volvió a leer el texto, “…yo seduje a mi padre… ¿Yo engendré un hijo suyo en mi vientre? ¿Pero cómo es posible que yo haya hecho esto?” Elena estaba angustiada sus puños se apretaban y sus ojos se humedecían. Su hermano la quiso consolar, “Vamos Elena, no te aflijas, si hubieses hecho todas esas cosas, con seguridad las recordarías, ¡no puedes simplemente olvidar ciertas cosas y recordar todas las demás! Además, no debes fiarte demasiado de aquellas ciencias paganas caza-bobos como la hipnosis. Sé de algunas chicas muy hábiles en esas artes y no han recibido más educación que la de la calle” Ignacio quiso banalizar todo el asunto con sus bromas pero Elena no tenía ganas de reírse, “Me estoy volviendo loca, como mi madre…” declaró, dejándose caer sobre la silla, derrotada, “Elena, no debes decir eso…” Intervino el cura, tratando de usar su autoridad sobre el criterio de la muchacha, ésta lo miró, enseñándole la hoja de papel con profunda pena en la mirada, “Aquí dice que enterré un recién nacido vivo, ¡Mi propio hijo! Un hijo que yo misma engendré seduciendo a mi padre, ¡Y no recuerdo nada de eso! ¿Acaso no es un acto digno de alguien que está completamente desquiciado?”; “No, no lo es, Elena” Declaró Cifuentes con una seguridad inverosímil en ese momento, Elena lo miró esperando encontrar algo de verdad en sus palabras. El doctor continuó, “La locura es una enfermedad con parámetros bien definidos desde hace siglos, cuyo principal síntoma es el reemplazo arbitrario de la realidad por una caprichosa idea a la que el paciente se aferra. En este momento, como en los demás, tu comportamiento o tu forma de pensar no muestran ninguna anormalidad. Son episodios, Elena, y no son tan raros si pensamos en todo lo que has vivido, en los pensamientos y emociones que has debido procesar y digerir. Todos decimos, hacemos o pensamos locuras cuando nos vemos sometidos a situaciones duras o difíciles, Elena. Lo más importante ahora, es que no debes tomar todo eso que dijiste como hechos irrefutables, tal vez sólo son emociones reprimidas, culpabilidades o miedos, sentimientos muy fuertes, capaces de manipular a una persona. En primer lugar, creo que hay que buscar el origen para determinar qué es cierto y qué no lo es. Lo mejor, sería centrarnos en el último episodio que hayas vivido y que hayas olvidado, con ayuda del doctor Werner, claro, en el más reciente para comenzar, de seguro que fue hace un buen tiempo, y probablemente tenga pocas posibilidades de repetirse” Elena se había tranquilizado, asentía, se podía decir que incluso tenía un brillo de esperanza en la mirada, Ignacio por su parte estaba impresionado del discurso de su colega.

Ya era de noche, y su hermano la llevó hasta su casa en el coche de Rupano. Al llegar allí, encontró a Clarita enrollada en las cobijas de su cama aún despierta, la besó en la frente y se tiró en la suya para liberarse de sus zapatos, Clarita se sentó de piernas cruzadas, como un indio “…no estás loca, Elena” Le dijo inesperadamente, mientras Elena se quitaba la ropa para dormir, ésta la miró como si se tratara de una aparición fantasmagórica. La niña agregó, “Gracia te ha estado siguiendo últimamente, no te enfades con ella, lo que pasa es que le agradas y se preocupa por ti…” Elena se había quedado congelada con medio vestido puesto, suspiró y acabó de quitárselo, “No me enfado, Clarita, se lo agradezco, en serio, pero no creo que pueda hacer nada por mí ahora” Clarita sorbió los mocos sonoramente, luego afirmó, “Recuerda que ella vio a la mujer quemada, la de los ojos de diferente color…” Elena se metía el camisón para dormir, cuando éste cayó completamente, apareció el rostro de la muchacha con la expresión de haber descubierto algo preocupante en su mente, “Oriana…” dijo, y luego agregó, “Mi madre… ella dice que es mi madre, pero no lo es. Por Dios” Clarita asintió, cubierta hasta las orejas por la cobija, “Por eso es que ella te ha estado siguiendo…” susurró, e inmediatamente exclamó en voz alta a su costado, “¡Esa es una tontería!” La niña fingía un enfado con su hermana, luego añadió, “¡Por supuesto que ella puede verte y oírte, boba, todo el mundo puede!…” y agregó dirigiéndose a Elena, “¿Verdad?” El silencio de Elena era elocuente, aún así, ésta se atrevió a negar suavemente con la cabeza, Clarita parecía estar viendo a su hermana por primera vez, apretó el ceño enrabiada “¡Cómo que me lo has dicho muchas veces! Oye, tenemos que hablar sobre esto” “Aunque me gustaría mucho verla alguna vez” agregó Elena amistosa, sin sospechar que Gracia le tenía una sorpresa preparada… un puñado de encendidos pétalos de Dedales de Oro, voló de la nada en la habitación para caer sobre sus faldas, Clarita no parecía impresionada, pero Elena estaba maravillada. Luego de la “Increíble demostración” la niña volvió a acostarse, esta vez para dormir, “Duerme tranquila, Gracia dice que estará alerta… siempre lo está”


Aquella noche, Elena se durmió tarde, tenía mucho que pensar, había confesado cosas horribles durante la sesión de hipnosis, pero, eran cosas de las que no tenía ningún recuerdo, se preguntaba si aquellas valdrían como pecado para Dios, ella opinaba que no, que eso no sería justo. 



León Faras.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XIII.

Al día siguiente, casi al mediodía, Tata vio la llegada de una carreta a su propiedad, tardó algunos minutos en reconocer un rostro que le sonaba de haber visto antes, pero sin poder identificar, sólo le quedó claro cuando el hombre que conducía la carreta se bajó de ésta y le estiró la mano para saludarlo, “Buenos días, soy Ignacio Ballesteros, hermano de Elena, ¿Me recuerda?” El viejo Tata se quedó con una mueca muda hasta que Elena salió de casa sonriente diciéndole que todo estaba bien, que debía hacer algo importante con su hermano, pero que estaría de vuelta para la cena, sólo entonces el viejo se relajó. Elena llevaba un hatillo de tela con el almuerzo, se subió por el lado donde estaba su hermano, “Déjame, yo conduzco” Ignacio se movió sin protestar, aunque sorprendido de la iniciativa de su hermana. Algunas horas después llegaron al sanatorio mental de San Benito, una enorme casona de dos pisos totalmente cúbica, como una caja enorme con muchas ventanas, rodeado de un patio desprovisto de vegetación, salvo por un par de árboles muy viejos, por el que algunos pacientes pululaban sin destino ni propósito y cercado por medio muro de roca y medio de barras de hierro que los separaba del mundo exterior. El doctor Werner los recibió en su oficina con toda la afabilidad cultivada en años trabajando en manicomios, donde las formas suaves de trato y comunicación, son imprescindibles para la estabilidad mental y emocional de sus pacientes. Escuchó con toda atención la inquietud de los hermanos Ballesteros asintiendo con parsimonia senil, Clodomiro, con quien se conocía hace algunos años, le había hecho las mismas preguntas hace unos días, “Sin duda, las técnicas psico-fisiológicas han demostrado ser increíblemente fructíferas en el estudio y tratamiento de los fundamentos de la conducta errática de las personas, incluso conductas involuntarias tienen un origen físico en el intrincado entramado de la mente, surgido de un suceso específico que…” Elena no había entendido nada, su cara lo expresaba claramente, su hermano en cambio lo disimulaba mejor. Ella se vio obligada a interrumpir al académico “Sí doctor, le entendemos, pero ¿cree usted que sea posible recuperar los recuerdos de un momento específico en la vida de alguien… recuerdos que han desaparecido por algún motivo?” El doctor Werner pareció emocionarse absurdamente, “¡Oh! la Psico-regresión temporal es una de mis técnicas favoritas, es fascinante y faltan muchos estudios al respecto, pero en mis experimentos hemos logrado retroceder décadas, temporalmente hablando, en pacientes adultos con una claridad de visión realmente impresionante, como si nuestra mente no parara de almacenar imágenes, olores y sonidos cada segundo de nuestras vidas y con todo detalle, sin que nosotros, apenas nos enteremos…” “Pues es muy interesante, ¿No Elena?” Dijo Ignacio sin emoción en la voz, pero no contaba con que el doctor no procesara bien el sarcasmo, “Desde luego doctor Ballesteros. Déjeme contarle algo: con gran perseverancia, hemos logrado aplicar estas técnicas a algunos de nuestros pacientes, ¡y hemos logrado llegar a puntos de su mente donde su salud mental está totalmente restaurada! donde su mente opera con total normalidad, como si nunca hubiesen perdido la cordura y sólo estuviera ésta solapada por algo que, por desgracia, no somos capaces de identificar, es un descubrimiento increíble pero que aún no sabemos cómo usar” Concluyó el médico apesadumbrado. Ignacio compartió parte de esa pesadumbre, aunque sólo lo hizo por compromiso y solidaridad profesional. A Elena en cambio le había parecido aquello más increíble de lo que esperaba, “Entonces doctor, ¿Cree usted que pueda reservar una hora para mí?” “Por supuesto” Replicó el doctor Werner, bastante interesado. Sus atenciones particulares solía hacerlas fuera del sanatorio, por lo que él mimo viajaría al pueblo al día siguiente.

La cita se llevó a cabo en casa del cura, como no podía ser de otra manera, ya por la tarde, con el sol comenzando a declinar. El sacerdote aleccionó muy claramente a Guillermina sobre la seriedad de lo que se iba a hacer y la importancia de que se mantuviera apartada junto con Mateo, ésta asintió con los ojos muy abiertos, demostrando convicción. Ignacio Ballesteros fue el primero en llegar, luego Elena, tras ella llegó el doctor Cifuentes, invitado por el padre Benigno como oyente y para que registrara lo que sucediera, para éste, la hipnosis era una disciplina interesante mientras se mantuviera en su campo y no pretendiera hacer el trabajo de la medicina, en lo que estaba muy de acuerdo con Ignacio. El padre saludó a Cifuentes con un grave, “¿Está usted bien?” debido a su última charla, éste asintió emanando confianza por los ojos “Estoy bien” Finalmente llegó el doctor Werner en su coche. Elena se recostó sobre la cama del cura, las cortinas cerradas, sólo se iluminaba el cuarto con la lámpara que Cifuentes tenía en el escritorio para registrar en papel las palabras de Elena, el doctor Werner le explicó lo que haría, Elena debía expresar en voz alta que deseaba abrir su mente, aquello era necesario, era como quitar el seguro de una puerta. Ignacio y el cura se mantenían de brazos cruzados con las espaldas pegadas a la pared, era muy importante que no intervinieran mientras la paciente estuviese dormida, y de tener que hacerlo, que lo hicieran con toda suavidad. El doctor Werner cogió un péndulo de cristal de fluorita verde, unido a un eje que le permitía girar libremente sin torcer la cadena a la que estaba sujeto y lo puso a oscilar frente a los ojos de Elena donde ésta le prestara toda su atención, la voz del doctor comenzó a hablar en un tono más profundo y átono, para pedirle que debía relajar su mente, convenciéndola de que en realidad estaba cansada, que dormir era una genial idea en ese momento, que sus músculos se relajaban vertiginosamente y sus párpados se volvían precipitadamente pesados, volviéndose una lucha mantenerlos abiertos hasta que finalmente la chica se dejó llevar por el sueño que la embargaba. Guillermina parada en la puerta, se persignó como si se tratara de algún impío ritual pagano. “Elena, ¿Me escucha? Responda en voz alta, por favor” consultó el doctor y la muchacha respondió con un susurrante “Sí” El doctor continuó, “Vamos a retroceder en el tiempo a aquella, la primera vez en que usted abrió el diario de su padre, ¿Recuerda ese momento, Elena?” “Sí… ayudo a mi nana a ordenar” dijo la chica con una suave sonrisa. Elena nunca lo confirmó ni tuvo la intención de hacerlo, pero intuía que había algo entre su padre y su nana, no una relación romántica propiamente tal, pero sí un acercamiento físico más intenso del necesario, un intercambio de calor humano y ternura en la intimidad y muy probablemente relaciones sexuales ocasionales. Nada de esto le disgustaba. El doctor le pidió que continuara, “…Acabo de mudarme hace unos días a casa de mi padre…” Horacio era un hombre que llevaba mucho tiempo acostumbrado a vivir solo con su ama de llaves, por lo que no guardaba mayor cuidado con sus artículos personales, el diario permanecía en su escritorio y no era raro que incluso quedara abierto en más de una ocasión. Aquella vez, simplemente ojeó el diario para enterarse de qué clase de documento se trataba, pero en cuanto notó que era un diario personal, lo cerró y lo guardó sin leerlo. “¿Escribió en ese diario alguna vez, Elena?” Preguntó el doctor Werner, la chica apretó el ceño con los ojos cerrados, “No fui yo… no me gustaba cuando lo hacía, pero no podía hacer nada para evitarlo… ” “¿Hacer qué, Elena, de qué habla?” Consultó el psiquiatra observando el rostro preocupado del sacerdote. Elena continuó, “…Se metía en mi cabeza, me extasiaba y me convencía de hacer esas cosas…” “¿Qué clase de cosas, Elena?” El doctor Werner insistía, Ignacio se acercó a su hermana para no perder nada de lo que decía. Cifuentes lo escribía todo, “…escribir esas obscenidades en su diario, seducirlo cuando estaba ebrio… engendrar un hijo suyo en mi vientre…” “Dios mío, está loca…” Exclamó Ignacio casi como un impulso de horror que el psiquiatra silenció con un gesto. Cifuentes dudó de haber oído correctamente. “¿Quién se metía en tu cabeza, Elena, sabes quién era?” Elena negó con la cabeza, “Mi madre… decía que era mi madre, pero no era ella… no era ella” “¿Qué más te obligó a hacer?” Insistió el psiquiatra, el rostro de la chica comenzaba a humedecerse de sudor, parecía estar haciendo esfuerzo físico por extraer esos recuerdos, “Me obligó a enterrar al niño…” dijo comenzando a jadear, el cura estaba horrorizado, Ignacio, incrédulo, “¿Qué niño?” Inquirió Werner, “El que salió de mí, lo enterré vivo…” la chica se impacientaba, “¿Dónde…?” alcanzó a pronunciar el doctor en el momento en que Elena se enderezaba con los ojos muy abiertos y gritando furiosa “¡Ya basta!” para luego volver a desvanecerse, derrumbándose en la cama inconsciente.


Sólo después de algunos segundos de insistencia el doctor Werner logró recuperar la comunicación con Elena, como si esta se encontrara perdida en algún sitio remoto y desolado, de esa manera pudo traerla de vuelta sana y salva.



León Faras.

domingo, 17 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XII.

“¡No puedo creérmelo! Entonces, ¿eras tú el chico ese mugriento que apilaba forraje? Lo que más recuerdo es que ese sitio apestaba fatal a estiércol” Elena caminaba en medio entre el cura y su hermano, “No huele tan mal, de hecho, a mí me gusta, prefiero eso que los talcos y colonias de la tía Elba” La señora Elba Ballesteros, hermana mayor de Horacio, era una dama que llegaba a los setenta años, tan pretenciosa como cuando tenía diecisiete. Tenía el olfato adormecido y literalmente su presencia era percibida a cuadras de distancia gracias a la mezcla de aromas, naturales y artificiales, que emanaba. Se casó cinco veces, aunque, para ser justos, en las primeras dos ocasiones, fue casada por su padre, y el primer marido sólo le duró dos semanas, “Entonces, no piensas acompañarme de vuelta a casa” Dijo Ignacio, más en tono de afirmación que de pregunta, Elena sonrió con ternura, “Estoy bien aquí, hermanito, créeme, mucho mejor de lo que he estado nunca…” “Creo que necesitan hablar, usen mi despacho” Intervino el cura, Elena lo cogió del brazo, “Me gustaría que usted también escuchara lo que les tengo que decir” Aquello no era otra cosa que confesarles que había leído el diario de su padre y decirles lo que había sentido al hacerlo, “…No sé cómo, ni en qué momento, pero siento que de alguna manera yo escribí esas palabras. Sé que es una locura, pero casi podría afirmar que lo recuerdo con la textura de un sueño” El padre se esperaba algo así, él había comprobado hace tiempo que la caligrafía del diario era la de Elena, pero le preocupaba que la muchacha asegurara no poder recordar cuándo lo había hecho en concreto, Ignacio también lucía preocupado, “¿Has vuelto a perder la memoria de esa manera?” preguntó escuetamente, “No, claro que no…” afirmó la muchacha, pero luego se retractó, “Bueno, sí. Cuando aborté al niño…” Aquello lo dijo con un hilo de voz, como si la avergonzara, “Bueno, ese fue un suceso bastante traumático, es normal que no lo recuerdes bien” Convino Ignacio, aunque también había que destacar que la chica había estado a punto de morir envenenada en esa ocasión, “Clodomiro me ha sugerido algo…” Dejó escurrir la chica con delicadeza, como probando la tolerancia de los dos hombres, éstos reaccionaron visiblemente. Elena se explicó, “Me dijo que el doctor Werner al parecer practica una técnica en la que puede buscar los recuerdos perdidos en la mente de las personas” Ignacio sonrió pedante, como si le hubiesen afirmado una tontería del tamaño de una catedral, “¡Ay Elena, por favor! ¿Hablas de hipnosis? ¿No creerás en ese embuste, o sí? Esa gente asegura poder curar los males del cuerpo con la mente ¿Qué harán después? ¿Hablar con los espíritus de los antepasados, como los aborígenes?” El tono del joven era burlesco, el cura lo reprendió suavemente, “Ignacio, por favor” Ignacio se corrigió, “Lo siento, pero es que esas prácticas paganas, parias, fuera de cualquier método científico, me atañen directamente como médico” “El doctor Werner también es médico, y uno muy reconocido y respetado, todos aquí lo sabemos” señaló Elena, sin perder la compostura pese a la actitud de su hermano, “De dementes, tarados y deficientes mentales, Elena” replicó el joven, esta vez ya sin tono de burla, la chica iba a replicar algo pero el cura se le adelantó, “Que tal si permitimos que el propio doctor Werner nos dé su opinión al respecto…” Ignacio se cruzó de brazos y se dejó caer contra el respaldo del sofá donde estaba, resoplando taimado, “Entonces piensa hacer exactamente lo que ese loco de Clodomiro desea. El que debería ver al doctor Werner es él, pero como paciente” El cura miró a Elena, en su mirada, ella parecía estar de acuerdo, “Pues Almeida no tiene por qué saberlo” Concluyó el sacerdote. Ignacio hizo el gesto de que ya no le interesaba en lo más mínimo el resultado de la discusión, pero luego tuvo una idea, “Me gustaría a mí también ojear ese diario…” dijo, poniéndose de pie, el padre Benigno se lo entregó, el joven se sentó frente a él en su escritorio y junto a su hermana. Lo ojeó en silencio por varios minutos concentrado, deteniéndose en un punto algunas veces y rebobinando páginas en otras ocasiones, haciendo comparaciones, hasta que tuvo un veredicto, “Nuestra madre escribió aquí también…” “¿Estás seguro?” Inquirió Elena automáticamente, “Bastante…” respondió su hermano y agregó, “…Guardo varias de sus cartas y anotaciones, se convirtieron en un tesoro para mí cuando ella murió, y hubo un tiempo en el que yo no paraba de leerlas. No puedo asegurarlo, pero a mí me parece que ésta es su letra, lo curioso es que aparece en partes del diario en las que queda bastante claro que ella ya estaba muerta” El cura escuchaba como un juez en un tribunal, “Puede que aquello tenga alguna explicación plausible” Podía, pero ninguno se atrevió a aventurar ninguna.

Ignacio no estaba muy convencido, pero finalmente no le quedó más remedio que rentar un cuarto en la hostal donde se hospedaba Clodomiro porque no había ninguna otra en el pueblo, sin embargo, no se toparía demasiado con éste porque, el investigador, debería viajar a la ciudad para solucionar el problema con su casa. Cifuentes llegó a la casa del cura antes de la hora de la cena, había estado visitando a unos pacientes durante buena parte del día y le había quedado la idea de que ya era hora de que se comprara un coche, pero eso no era lo que le quería decir al cura, su problema era que cada vez le estaba costando más concentrarse y necesitaba hablar con alguien. Se encerró en el despacho con él, “Sé que esto es más bien informal, padre, pero necesito que mantenga total discreción con lo que le voy a decir…” El padre detectó cierta gravedad en la voz del médico y accedió de inmediato, poniendo a su total disposición todo su sigilo sacramental para oír lo que tenía que decir, Cifuentes se lo pensó un par de segundos antes de comenzar, “Creo que David, no es mi hijo…” Escupió las palabras como si le estuvieran quemando la boca, el cura lo miró severo, como si hubiese confesado un pecado horrible, “¿Acaso sospecha que Úrsula le ha engañado?” Cifuentes negó con la cabeza, como contrariado, “No, padre, Úrsula no es el problema, el problema es el niño, es que no tiene ni un pelo parecido a mí, nada, ¿no lo ha visto? Si parece un querubín sacado de una pintura renacentista, padre” El cura se veía confundido, “Pero hombre, ¡Si nació del vientre de tu mujer! ¡Qué pruebas necesitas! Dios quiso premiarles con un hijo hermoso, eso es todo… Hay miles de casos así” Cifuentes negaba con la cabeza, burlándose internamente de la inocente testarudez del sacerdote, “No, padre, usted no entiende…” La idea de que el niño había nacido sin ombligo le torturaba, pero no se atrevía a soltarla, no podía decírselo, no podía confesar el engaño ni traicionar el acuerdo “…Ni siquiera estoy seguro de con quién estuve aquella noche, de que si lo soñé o fue real o si estaba más ebrio de lo que creía” Aquello no pensaba confesarlo, pero era tan cierto como que el niño carecía de ombligo. El cura lo miraba inexpresivo, como se le mira a un borracho que intenta convencerte de que no lo está, “Si no fue Úrsula, entonces ¿Quién más pudo haber sido?” Cifuentes tampoco dijo nada sobre el olor de Elena, sólo murmuró un humillante “No lo sé” que el cura recibió con satisfacción, “Es obvio que bebió más alcohol del que recuerda, eso es todo, de todas maneras, le aconsejo que hable de esto con su mujer, eso le ayudará” Cifuentes no se sentía mejor, ahora incluso se sentía infinitamente más tonto que antes.



León Faras.

jueves, 14 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XI.

Guillermina no le dijo nada a Elena, porque en un principio no pensaba hacerlo y luego porque simplemente se le olvidó y la chica, después de leer el diario, tampoco hizo más preguntas, pero lo cierto era que el cura, Rupano y su recién llegado hermano Ignacio, habían partido hacia su casa en el mismo momento en el que ella llegaba al pueblo sin toparse en el camino porque ella tenía la costumbre de cortar por el olivar. Cuando Guillermina la acompañó hasta la puerta, estaba siendo esperada por Gumurria con su infaltable sonrisa de suficiencia y su astilla entre los dientes, negó con la cabeza sin dejar de sonreír, Clodomiro le había dicho el momento y el lugar en el que debía darle un mensaje a Elena, y el tipo había acertado, “…ese tipo es el diablo, señorita, yo que usted, no me fiaría demasiado, pero me dijo que estaría aquí, que le dijera que él estaba en la hostal y que seguramente usted estaría interesada en hablar con él” Gumurria era la clase de hombre que siempre intentaba sacar provecho de cualquier situación y que nunca se da por vencido sin al menos recuperar la inversión, un payaso astuto y burlesco, una buena persona que jamás buscaba el mal de nadie, pero que le dolía ayudar a alguien sin recibir nada a cambio. Elena sí quería hablar con Almeida después de ojear el diario y comprobar que era cierto lo que le había dicho, pero no pensaba hacerlo en ese momento, ella prefería hablar con el cura antes, pero si éste no estaba y Clodomiro sí, pues decidió ir a hablar con aquel ya que estaba allí. Gumurria no la acompañó, sólo se quitó la astilla de los dientes, escupió al suelo y se la volvió a poner, forzando un desinterés. 

Elena no accedió a acompañar a Clodomiro a su cuarto, cosa que éste desechó solícito, sugiriendo que hablaran en la sala común que Heraldo tenía preparada para sus huéspedes, su atenta mujer les llevó un café a cada uno, “Así que finalmente has leído el diario de tu padre… ¿Encontraste lo que buscabas?” preguntó Almeida besando su taza de café, “Supongo que sí, aunque sólo me dejó más confundida…” Elena mantenía prudente distancia y tal como la vez anterior, no se mostró interesada en probar el café, Clodomiro sonrió más por los ojos que por los labios, “Eso es algo que tiene solución. Tú y yo tenemos un amigo en común que te puede ayudar…” Y se quedó como esperando el interés de Elena que no pareció cuajar nunca, finalmente el hombre continuó, “…me refiero al doctor Werner, un hombre serio y profesional al que he visto ejecutar una técnica impresionante a la que llama Psicofisiología, una práctica muchísimo más antigua de lo que se piensa, a la que algunos se les ha dado llamar hoy en día Hipnosis, ¿Has oído hablar de ella?” a Elena no le sonaba de nada esa palabra, Clodomiro continuó, “Hay personas que han sido curadas de sus afecciones mentales gracias a esta técnica…” “¿Piensa usted que yo pueda estar loca?” Cortó Elena, más preocupada que ofendida, Almeida negó con las manos como si espantara una mosca, “¡Nada de eso, muchacha! La hipnosis es muy útil para encontrar los recuerdos perdidos en la mente de las personas, como cuando sueñas algo y luego no lo puedes recordar, así mismo, la mente no olvida, sólo es que los guarda en casilleros a los que no podemos acceder libremente, pero con la hipnosis sí puedes, puedes buscar en tu mente el momento en el que escribiste en ese diario y por qué lo hiciste o…” Y Almeida hizo una pausa como esperando el momento exacto para meter su segunda intención, “…puedes recordar qué fue lo que pasó con el niño que abortaste” Elena se puso de pie, muy seria, “No creo que eso sea algo que desee recordar” Clodomiro también se puso de pie y se le paró enfrente, para cortarle la salida, “Sólo es una sugerencia, muchacha, nada más, pero es una sugerencia que deberías considerar, piensa que sólo aclarando tu mente podrás sanar tu pasado y vivir en adelante libre de dudas y de pasajes oscuros en tu vida” “¡Deje en paz a mi hermana ahora mismo!” Clodomiro volteó la cabeza lentamente, como inseguro de que se dirigieran a él, mientras Elena se inclinaba hacia un lado con la boca abierta y el ceño apretado, como si hubiese oído algo inclasificable dentro de su mismo espacio y tiempo, pero no, era su hermano, Ignacio Ballesteros, escoltado por la enorme y oscura figura del padre Benigno en la puerta de la hostal, “¿Ignacio?” Clodomiro se volteó del todo, dejándole libre el paso a la muchacha, “¡Ignacio, qué sorpresa verlo! ¿Cómo está usted?” Saludó cordial y sonriente, el muchacho lo ignoró por completo dirigiéndose a su hermana, “Elena, acompáñanos por favor…” Elena no se movió, Clodomiro protestó la indiferencia y finalmente el padre Benigno intervino para decirle a la muchacha que necesitaban hablar con ella, “Pero qué está sucediendo” respondió ésta, incapaz de darle sentido a toda esa escena, “Este tipo es un maniaco con un circo de horrores montado en su propia casa” Ignacio estaba iracundo, parecía capaz de golpear a alguien en cualquier momento, Elena entendía cada vez menos y Clodomiro rió divertido, como celebrando la ocurrencia, “Si se refiere a la mujer momificada y a los esqueletos de inocentes que la rodean, pertenecieron al difunto Anselmo Burgos, están en mi poder porque me hice con su propiedad hace un tiempo cuando él murió y son parte de una investigación sobre su trabajo que estoy realizando, que es a lo que me dedico, precisamente. Tengo todos los documentos pertinentes, nada es ilegal, lo que dudo mucho que usted pueda decir lo mismo, para haber podido irrumpir en mi casa, señor” Ignacio estiraba la columna cuando tenía alguna disputa como en una acción inconsciente de su mente primitiva para verse más alto e intimidante de lo que realmente era, “Lo legal o ilegal está por verse, señor, lo que sí puedo decirle es que yo no he irrumpido en su casa, y ni falta me hace, fue un desconocido con la intención de robarle. Las autoridades debieron intervenir” Clodomiro borró su sonrisa petulante, “En ese caso, gracias por el aviso, señor, me haré cargo de eso inmediatamente” Luego se dirigió a Elena, “Considera lo que te he dicho. Hablaremos después” Y se retiró a su cuarto. Ignacio volvió lentamente su columna vertebral a su postura normal, sabía que su hermana tenía todo el derecho de repudiarlo, si quería, como él lo había hecho antes, “Perdóname por favor, no puedo creer que haya escuchado todas esas porquerías que este hombre dijo de ti” Se excusó arrepentido, Elena esbozó una sonrisilla, era raro y divertido ver a su hermano, al que siempre le sobraba seguridad y orgullo, en esa actitud sumisa, “Pues con todas las porquerías que yo he escuchado de ti, creo que estamos a mano…” Respondió la muchacha al tiempo que se colgaba del cuello de su hermano en un abrazo que a ella, no le faltaban las ganas de dar.



León Faras.

lunes, 11 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


X.

Guillermina se había esforzado y había presionado a varias de sus amigas para que donaran algo de ropa adecuada para un muchacho flacucho de catorce años y le había conseguido a Mateo un par de pantalones, varias camisas y hasta un par de zapatos en buen estado para que tuviera algo de muda y no tuviera que andar siempre igual, el chico se lo agradeció con una cara de sorpresa genuina que pagaba cualquier esfuerzo, con seguridad aquel era el primer regalo que le hacían en toda su vida. Guillermina buscó inmediatamente hilo y aguja para ajustar perfectamente la ropa a la talla del chico cuando le golpearon la puerta, Elena Ballesteros buscaba hablar con el cura, la vieja, que hasta ese momento parecía caminar sobre algodón gracias a Mateo, en cuanto vio a la muchacha, puso cara de estar muy atareada y de no tener tiempo para visitas, le dijo escuetamente que el cura no estaba y ya estaba dispuesta a despacharla y cerrarle la puerta en las narices, pero Elena, como todo el resto de los habitantes del pueblo, conocía muy bien el punto débil de Guillermina Salas, “Pero es que Guillermina, me he enterado de que la gente ha estado hablando cosas horribles sobre mí…” La mujer detuvo la puerta interesada pero simulando no estarlo, “¿Como qué clase de cosas?” La muchacha puso cara de desvalida, “Como que yo tuve algo con mi padre, ¿Puede creerlo?” La vieja se sintió en jaque, pero se mantuvo firme. Abrió un poco más la puerta, “La verdad es que sí he oído algo así, pero ¿dices tú que no es cierto?” “¡Por supuesto que no!” Negó tajante la muchacha con cara de ofendida, y agregó, “Y por lo que ahora sé, la culpa es de lo que alguien escribió en el diario de mi padre… Necesito ver qué dice ese diario” Guillermina soltó la puerta para agarrase las manos, “Pero es que ese diario está en el escritorio del padre, muchacha… no sé si…” Elena ya casi lo había conseguido, “Sólo lo está guardando, Guillermina” La mujer echó un vistazo dentro mientras se dejaba convencer, y luego envió a Mateo a la cocina con el universal gesto de poder comer lo que quisiera de allí, para luego meter a Elena hasta el despacho del cura. En uno de los cajones estaba el diario, Guillermina lo cogió decidida, pero luego dudó en entregárselo a la muchacha, “Lo lees y lo devolvemos, ¿sí?…” Advirtió, y la chica asintió obediente sentándose en el sofá y poniéndose el diario sobre las piernas, tomó aire antes de abrirlo, aquello era como la caja de Pandora, Guillermina se quedó parada a apenas un metro de distancia, expectante.

Partía con la inconfundible caligrafía del doctor Ballesteros el día en que su mujer había muerto, “…sus momentos de lucidez eran cada vez más cortos, finalmente se cansó de luchar, o decidió darle su última batalla a los fantasmas en su cabeza. Se suponía que estaba sedada pero algo falló. María la encontró muerta en su cama, se cortó las muñecas con un trozo de vidrio de un retrato roto, un retrato nuestro, no pudimos hacer nada. No sé cómo se lo voy a decir a Ignacio, Elena, al menos ya lo sabe, y a su manera creo que ha comprendido lo que sucede…” Elena recordaba ese día, ella acompañaba a su nana; su madre estaba sentada en la cama, se veía mucho más blanca de lo normal y su colcha amarillo pálido tenía enormes manchas rojas muy oscuras a ambos lados, que casi llegaban al suelo. En ese momento, no sabía que pudiera haber tanta sangre dentro de una sola persona ni tampoco que la muerte tuviera que ver con eso, lo cierto era que a su tierna edad, había formado más lazos sentimentales con su nana que con su madre y no había sentido ganas de llorar mientras María estuviera con ella. “Enviaré a los niños con mi madre y hermanas. Necesito ordenar mi vida…” Elena pasó algunas páginas lentamente que el doctor había garabateado con sucesos irrelevantes de su vida profesional, sobre todo. Era un hombre pragmático que esencialmente retrataba hechos y que cuyos sentimientos y emociones siempre estaban en segundo plano. Iba a pasar a una nueva página, cuando algo llamó su atención, un pequeño párrafo escrito con una letra que no era la de su padre y ciertamente tampoco la suya, “…la sangre quemada brotará de la tierra para gobernar y juzgar y el fuego ya no la dañará más…” leyó Elena en voz baja, pero audible, “Parece como sacado de la biblia…” afirmó Guillermina, tirando del cuello con sus cejas, Elena asintió pensativa, aunque no recordaba ningún pasaje de la biblia como ese, se preguntó si acaso sería la escritura de su madre, ella no la recordaba. Pasó algunas páginas más, “…la cruz marca el lugar de la madre; las hijas de Lot están atentas y esperan la noche y la bebida...” Otras de esas extrañas frases con diferente caligrafía, esta vez intercalada entre la escritura angular y violenta de su padre, no tenía sentido. Guillermina, por su rostro, tampoco parecía comprender gran cosa. Elena conocía la historia de Lot, pero no recordaba nada en particular sobre sus hijas. Aquel era uno de los pasajes incómodos de la biblia. El caso de Isabel Vásquez, aquello sí lo recordaba bien, por ese tiempo, ella ya había regresado al pueblo y ayudaba a su padre. Tal vez porque no pudo hacer mucho por su madre era que sentía debilidad por los enfermos y encamados y le parecía un deber atenderlos, cuidarlos. Su vocación era el alivio de los demás y todavía le quedaba algo de esa vocación. El tormentoso caso de Isabel estaba retratado allí de modo superficial, había escrito otros documentos al respecto el doctor, mucho más rigurosos. Guillermina también lo recordaba y recordaba la frustración del padre Benigno, cuyas oraciones eran tan estériles como los tratamientos que proponía el médico. Elena pasó una página más y allí estaba, era su letra o una muy parecida, porque ella nunca había escrito en ese diario, de eso estaba segura, sin embargo esas palabras rebotaron en su memoria como si las hubiese leído antes, pero aquello tampoco era posible, sin embargo se le hacían tan familiares como un sermón del cura.

“…la carne es pecado, y el pecado es vida, la vida que palpita dentro de mí y que juega con mis entrañas que sólo desean ser consumidas. La humedad me baña y los músculos se contraen y aflojan en una danza de carne y sudor. Una orgía entre dos de apetito voraz, impúdica y violenta que arde como el fuego y rasga la carne con placer desmedido. Una horda imparable abrasándome, me apretaba la carne hasta doler, el olor del sudor y del alcohol me embriagaban, estaba empapada de ellos, pero todo eso era delicioso, sólo deseaba devorar y ser devorada…”

Elena cerró el diario en ese momento, Guillermina se había llevado el puño a la boca, espantada, “Si le lees eso al padre Benigno, niña, segurito que le da un patatús” Sin embargo, lo que sentía la muchacha en ese momento era mucho más profundo que la mera impresión de leer un texto tan crudamente lascivo, más bien, lo que la había afectado era el hecho de sentir esas palabras como suyas, de reconocerlas, de revivirlas en algún sitio remoto de su mente. Eso era mucho más perturbador que el texto en sí.



León Faras.

viernes, 8 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


IX.

Cuando abandonó el café donde se había reunido con Clodomiro, Elena se sentía realmente enojada, pero no estaba segura de con quien, si con Clodomiro, con el padre Benigno o con su padre, tal vez estaba enojada consigo misma y tampoco lo sabía, tenía ganas de correr, o de gritar o de golpear algo, pero sabía que por educación, y porque se encontraba en plena vía pública, debía contenerse y comportarse, pero toda esa presión la hacía incluso perderse y la obligaba a corregir el rumbo en un pueblo que apenas era más grande que un pañuelo. Tendría que leer el diario de su padre para saber de qué hablaba Clodomiro, pero no lo haría aún, no como se sentía o podía acabar estrellando una silla contra algo o alguien. Caminó rápido y con la vista fija en el suelo de vuelta a su casa para no hablar con nadie, pero no entró cuando llegó, sino que siguió de largo. Clarita salió a recibirla pero Elena le hizo una seña de que la esperara y siguió caminando cerro arriba, Gracia le mencionó algo y la niña simplemente asintió, cinco segundos después, la niña se olvidó del asunto y siguió con sus cosas. Elena continuó hasta las pozas de agua fría, se quitó el vestido con rudeza y se sumergió en el agua helada de una vez y por completo, allí gritó, pataleó y le dio de golpes al agua hasta quedarse sin aliento. Una hora después bajó hasta su casa como si nada, respirando tranquila y sintiéndose renovada. Después del almuerzo, Clarita estaba sentada en la hierba simplemente observando el paisaje con el ceño y la boca apretados, con cara de preocupación, Elena se sentó a su lado para preguntarle qué le pasaba, “Gracia está muy rara, habla de un chico en la iglesia que puede verla…” A Elena le tomó sólo un par de segundos atar los cabos para darse cuenta de que aquel chico sólo podía ser el nuevo sacristán, “Eso es estupendo, ¿no?” Dijo Elena entusiasmada, la niña la miró como si se hubiese vuelto tonta de remate, “Pero si cualquiera puede verla como me ves a mí, no entiendo qué tiene eso de estupendo”

El antiguo Cristo tenía una mirada diferente al nuevo, mientras en este último el artista se había enfocado en el intenso dolor físico que debía estar sufriendo el Señor en ese momento, cosa que era natural dado el tormento por el que estaba pasando, el roto mostraba una expresión de profunda compasión por quienes le estaban causando tal sufrimiento, y por la humanidad en general, lo que le daba un aire mucho más divino a aquel mientras que este último se percibía como más humano, apenas una simple discrepancia con la interpretación artística pero que se le hacía demasiado evidente al padre Benigno, aunque tal vez sólo fuera nostalgia o un simple hábito visual que de pronto cambia y el cerebro debe readaptarse, como sea, lo cierto era que el artista había hecho un trabajo estupendo y debía conformarse, aunque todavía lo sintiera como un extraño. El sacerdote se arrodilló frente al intruso aquella mañana y se entrelazó los dedos para orar debido a su desagradable encuentro con Clodomiro Almeida el día anterior, y los sentimientos que esto le había causado, necesitaba perdón y claridad. Los pasos se sintieron al momento, le provocaron una extraña remembranza que disipó en el acto mismo en el que ese recuerdo se le hacía realidad frente a sus narices cuando levantó la vista: Ignacio Ballesteros estaba parado frente a él en su iglesia. Al principio sintió que el Señor le estaba jugando una broma o le había entendido todo al revés, porque de todos los seres humanos del planeta, ese era el menos apropiado en ese momento, pero algo en la mirada del joven lo hizo dudar, “¿Qué está haciendo usted aquí?” su tono fue manso, el del joven también, “Tiene que ayudarnos, padre”

La historia era así: hace algunos días, durante la noche en la ciudad, un desconocido irrumpió en la casa de Clodomiro Almeida rompiendo una ventana, con la intención de robar con toda seguridad, una casa que llevaba varios días desocupada, al día siguiente alguien se dio cuenta y avisó a las autoridades, como el propietario no estaba ubicable por ninguna parte, los agentes decidieron entrar para verificar el daño ocurrido e iniciar alguna investigación, pero se encontraron con una desagradable sorpresa que nada tenía que ver con el robo, y que palideció el protagonismo de éste último “…había una habitación, en la que no creí hasta no ver con mis propios ojos, adaptada como una especie de templo de adoración, o algo así…” “¿Adoración de qué?” interrumpió el cura ansioso, Ignacio francamente no sabía cómo explicarlo, “No lo sé, tenía en medio una momia con un vestido puesto y rodeada de esqueletos de bebés, la cosa más trastornada que había visto en mi vida, todo lleno de flores y velas, con un brasero en medio donde se quemaron, vaya a saber usted qué cosas, estrellas dibujadas en el piso y pocillos con polvos misteriosos repartidos por todas partes ¡Auténtica magia negra, padre! todo dentro de su propia casa, en un cuarto que, por el olor y el aire pesado, llevaba mucho tiempo sin ser ventilado de ninguna manera. Sabía que ese hombre era un caso especial, pero no me esperaba nada como esto” El padre sintió cierto aire de orgullo hacia sí mismo por ver confirmadas sus desconfianzas hacia ese hombre, pero de inmediato le siguió la preocupación, “Dios mío, Elena” Ignacio imitó su cara de preocupación y asintió corroborándola, “Así es padre, por eso estoy aquí. Los agentes encontraron docenas de papeles garabateados con frases incoherentes, dibujos sin sentido, nombres de desconocidos y palabras ininteligibles, algunos a medio quemar, otros simplemente desechados, en varios de ellos un nombre se repetía: Elena. Podía ser cualquier Elena si no fuera porque ese desgraciado tenía retratos de mi madre, junto a esa momia y sus flores, que ni yo conocía y un viejo pañuelo manchado de sangre con su nombre, Diana Ascalante. No sé de dónde los sacó ni por qué él los tenía, pero lo primero que pensé fue en mi hermana…” El padre le puso sus enormes manos sobre los hombros, era fácil, dada la marcada diferencia de tamaño, “Hiciste bien, hijo…” llamarlo hijo era algo que no se le hubiese ocurrido hace apenas una hora, “…Ese hombre está tras tu hermana con la más absurda de las ideas…” El cura hizo una pausa inseguro de cómo debía decir lo que debía decir, mientras Ignacio se imaginaba de todo “…cree que de alguna manera, Elena puede ser su hija”



León Faras.

martes, 5 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


VIII.

Cuando parecía que había desaparecido y se había vuelto a la ciudad, Almeida reapareció, leyendo un periódico y tomándose un café en la calle, en el centro del pueblo, era media mañana, vio de reojo la enorme y oscura silueta del padre Benigno acercándose, pero siguió concentrado en su lectura hasta que el cura se plantó frente a él, “¡Padre Benigno! ¿Cómo está? ¿Se toma un café conmigo?” Y ya llamaba al mesero con un gesto de la mano pero el sacerdote no estaba interesado en un café, “Elena me contó lo que usted le dijo…” “¿Quiere hablar? Siéntese…” Sugirió Clodomiro, y luego le pidió el café, sólo cuando éste llegó, dobló su periódico y lo dejó a un lado para darle su atención al cura, “¿Qué es lo que le preocupa, padre?” “Me preocupa la salud mental de una joven que ha debido pasar momentos muy difíciles, como para ahora, además, tener que lidiar con esas ideas suyas” Benigno lucía pétreo y lívido como el mármol, Almeida en cambio era un sangre fría, incapaz de alterarse con nada, “No padre, lo que a usted le preocupa es que yo esté mintiendo. No miento padre.” “¡Pero cómo puede estar seguro de esa supuesta paternidad!” Benigno levantó la voz innecesariamente, lo que provocó una incómoda pausa, luego de varios segundos Clodomiro continuó, “Yo no le dije que lo estuviera, yo le hablé de una posibilidad, no de una certeza. Creo que usted ha entendido mal, padre” Clodomiro tomó un sorbo de su café abusando de su parsimonia, luego agregó, “Además, si existe esa posibilidad, usted no tiene derecho simplemente a rechazarla y aunque respeto profundamente su opinión, yo no tengo la obligación de atenderla, recuerde que yo no comparto sus creencias religiosas” “Ya veo que no…” respondió el cura poniéndose de pie, Clodomiro cogió su periódico otra vez, “¿Se da cuenta, padre? Mi trabajo es revelar la verdad, el suyo es ocultarla” “Sólo es su verdad…” escupió el cura a medida que se retiraba. Almeida esbozó una sonrisa, había visto que Elena se acercaba y que se iba a encontrar al cura en su camino, luego llamó al mesero para que le recalentara el café que Benigno había dejado sin tocar.

La llegada de Elena no era ninguna casualidad, pues Clodomiro le había pagado a Gumurria para que llevara una nota a casa de Elena, para que ésta se reuniera con él en el café si es que ella así lo deseaba, en eso había sido muy claro, para simplemente hablar luego de un par de días en los que él estaría ocupado, y Elena había accedido, lo que lo ponía lícitamente feliz. La chica efectivamente se cruzó con el cura y ya se adivinaba lo que sucedía pues los había alcanzado a ver hablando, “…No se preocupe padre, sólo quiero ver qué es lo que quiere…” Lo tranquilizó la muchacha, pero al padre Benigno ya se le había atravesado irremediablemente en la garganta ese hombre y no había nada que pudiera hacer o decir que lo hiciera cambiar de idea, “Ese hombre no tiene moral, ni valores cristianos, no debes creer en nada de lo que te diga” advirtió el cura, recuperando por algunos segundos su talante severo, el cual disipó de inmediato para despedirse, “Bueno hija, tengo cosas que hacer. Luego hablamos”

Clodomiro se puso de pie de un salto en cuanto vio a Elena llegar, “¡Elena! Qué gusto de que hayas podido venir” Elena no presentó el mismo entusiasmo, “Sólo estoy aquí para dejarle en claro que no estoy interesada en tener un padre diferente, y que aunque lo estuviera, estoy bastante segura de que lo que usted dice es imposible de probar” Almeida fingió sentirse ofendido, “Oh, pero muchacha, si yo no pretendo probar nada ni exigirte nada, sólo estoy interesado en conocerte un poco, si tú quieres, por supuesto, en hablar y en mantener esa posibilidad viva en mi corazón… Soy un hombre que ya tiene sus años, y estas cosas importan a mi edad…” “Pues a mí me parece muy extraño que ahora, después de tanto tiempo, usted venga a decirme esto” respondió Elena, incapaz de conmoverse. Clodomiro sonrió con los labios apretados, “No es tan extraño, Elena, verás. Cuando Diana estaba embarazada de ti, yo inmediatamente quise saber si ese hijo que esperaba era mío, pues era plenamente posible, pero ella me lo negó, por supuesto, era una mujer casada, e incluso llegó a amenazarme, en una ocasión, con decirle a su esposo que yo la estaba acosando, cuando en realidad, era ella la que me buscaba como su único amigo. Debes entender que en ese tiempo, la salud mental de tu madre comenzó a deteriorarse y nadie podía saber a ciencia cierta si lo que decía era verdad o no, ni siquiera yo, que la conocía desde que éramos unos críos, porque ella se comportaba de modos muy diferentes y desconcertantes, cosa que fue empeorando con el tiempo, tú debes recordarlo…” Elena asintió, Clodomiro tenía toda su atención, éste continuó, “…Bueno, pues cuando ella murió, murió cualquier vínculo que pudiera haber entre tú y yo, por lo que me alejé y me enfoqué en mi vida y en mi trabajo, hasta que tu hermano me contactó y me contó lo que había sucedido contigo, obviamente accedí a ayudarlo de inmediato, pero créeme, después de tantos años, tú ya habías crecido y yo había desechado toda ilusión de tener una hija en un proceso que no había sido nada fácil para mí. Luego vino lo de tu relación con Horacio y tu posterior embarazo de él…” Elena detectó cierto tono sospechoso en sus últimas palabras, “¿De qué clase de relación con mi padre habla?” Clodomiro se mostró sorprendido, “De la que está descrita claramente en el diario de tu padre y de tu puño y letra, además… Yo leí ese diario, Elena, sé de lo de tu relación con Horacio” Elena lo miró dispuesta a decapitarlo con la mirada, “Yo no he escrito nada en ese diario ni tampoco he tenido ninguna relación con mi padre” Clodomiro mostró total inocencia, “Pues puedes pedirle ese diario al padre Benigno y leerlo, yo no te mentiría con algo así” “Termine con su historia…” Ordenó Elena sin miramientos, Almeida obedeció, desconcertado “Si ves ese diario sabrás quién te miente y quién te dice la verdad. Bueno, pues luego de saber eso, yo decidí que lo mejor era seguir negando esa posibilidad de que fueras mi hija, hasta que sucedió algo con el poder suficiente de cambiarlo todo…” Clodomiro se mostró exageradamente grave, “He estado a punto de morir, Elena, nada como ver la muerte de cerca puede hacer que un hombre se replantee la vida, fue entonces cuando tomé la decisión de decírtelo, comprendí que tú debías saberlo y yo debía asumir fuera cual fuera tu respuesta, sólo así podría descansar en paz, llegado el momento”



León Faras.

sábado, 2 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


VII.

Tal como Aurelio se lo había prometido, uno a uno los guardias habían comenzado a aparecer en sus misas, aunque la mayoría se dormía al cabo de poco rato de sentarse, y los que no, luchaban visiblemente acongojados por comprender el sentido de los sermones del cura, también, y para sorpresa del padre Benigno, más de uno se había animado a confesarse, aconsejados por Pedro Canelo, seguramente. También fue la presentación y debut de Mateo como sacristán, quien no le quitaba un ojo de encima al cura, atento a todas sus indicaciones hasta que completó la misa y despidió a la gente. Antes de que todos salieran, el padre Benigno se llevó una sorpresa que no se esperaba, el mismísimo Aurelio estaba parado en la puerta de la iglesia de brazos cruzados escuchando el final de la ceremonia, no sabía desde cuándo exactamente estaba parado allí, pero lo esperó hasta que el cura se desocupó, “¿Cómo está, padre? Los muchachos y yo le hemos echado de menos en la prisión…” bromeó, dándole un firme apretón de mano. Al cura no dejaba de extrañarle la visita del guardia, “Qué sorpresa, Aurelio, dígame, ¿puedo hacer algo por usted?” “La verdad es que sí, padre…” tenía una expresión extraña en el rostro el guardia, como cuando estás dispuesto a hacer algo que no acostumbras a hacer, “Usted me dijo que, era bueno hablar con alguien, que Dios sabía escuchar y perdonar, no sé si eso sea cierto o sea puro cuento de los curas, pero estoy aquí para contarle lo que me quita el sueño, padre, para soltarle un par de “piedras” bien gordas, las que he arrastrado la mitad de mi vida” El cura diligente, lo invitó al confesionario pero Aurelio se negó, como si aquello dañase su imagen gravemente, “No, no, padre, ¿no tendrá una oficina o algo así?”

“Era Partisano, padre, tenía apenas un poco más de veinte años y ya era un mierda…” Aurelio rió sin ganas, “…todos éramos moscas, y las moscas deben seguir a un mierda, ¿Entiende? Supongo que siempre se me ha dado bien esto de los uniformes y las armas. Aquella vez, yo y mi grupo, llegamos a un poblado, Constitución o algo así se llamaba, mucho nombre para lo que en realidad era, poco más que un caserío, padre: cuatro casas, una iglesia y una explanada pelada que hacía las veces de plaza polvorienta. Aquello era una carnicería, la tierra estaba teñida de rojo, se lo juro padre, trescientos muertos por lo menos, puros campesinos armados con machetes y horquetas. No conté más de veinte uniformes. Los campesinos nos odiaban padre, y con justa razón, para ser sincero, si nos habíamos convertido en una panda de ladrones y violadores, tomábamos lo que nos hacía falta, padre, fuera su comida o sus hijas. No quiero justificarme, pero al decir verdad, todos sabíamos muy bien que no sobreviviríamos demasiado, nuestro lema era “Aprovecha ahora, que el infierno está a la vuelta de la esquina” Dios me castigó sobreviviendo, y dándome dos hijas de las que no sé nada. Sin embargo, la cancha no era lo peor, padre, lo peor estaba dentro de la iglesia. Con su permiso, padre…” Aurelio se echó un trago de aguardiente de una petaca que llevaba en su bolsillo, hablaba con la vista fija en sus recuerdos, “…Cincuenta o sesenta cuerpos, como mucho. Eran de los nuestros, se los comieron vivos, padre, algunos no habían cumplido ni los quince años aún, y ya vestían uniformes que le quedaban grandes. ¡Qué vestían!, ya lo lavaban y teñían con su sangre. No sólo estaban muertos, se habían ensañado en sus cuerpos, tenían tantos agujeros y tajos que no los reconocía ni su puta madre, a ninguno de ellos. Habían mujeres también, un par, sí señor, seguían a sus hombres o a la causa, muchas con sus crías atadas a la espalda, servían de enfermeras o para mantener las armas cargadas, y si había que disparar, también lo hacían. Una de ellas, dentro de esa iglesia, tenía un recién nacido, había parido ahí mismo, en medio de la refriega seguramente, eso era más común de lo que se imagina, padre. Estaba muerto a pisotones, el niño padre, muerto a patadas, como se mata a una rata y decapitado con una pala o algo así, Dios, todo a vista y paciencia del “caballero” que no podía hacer nada, clavado de pies y manos como estaba, ¿Sabe lo que más recuerdo? las moscas padre, no se podía oír otra cosa dentro de esa iglesia, que no fuera el zumbido de miles de moscas. No pudimos ni darle cristiana sepultura, padre, no había tiempo, ¿Cómo dice la biblia? “…deja que los muertos entierren a sus muertos…” Pues eso, ahí quedaron, tal como estaban. Se defendieron como pudieron pero la horda que los asedió era mucho más grande, y más hambrienta, padre ¿Por qué no se entregaron si no podían ganar? Mucho odio, padre, cualquiera que se rindiera o se entregara sabía que correría una suerte peor, no había perdón, todos querían desquitarse por algo y las ejecuciones eran aleccionadoras. Lo mínimo era la castración, eso golpea duro en la moral, padre. Y nosotros también, también nos desquitamos, quemamos todo lo que pillamos, y los que intentaban huir, los matábamos ahí mismo. El olor padre, el olor y los gritos… como ya le dije, ninguno esperaba vivir para contarlo, y aquí me tiene padre, más de veinte años después, hablando como un loro. Algunos de los muchachos me dicen que desearían haber estado allí, yo los miro y me dan ganas de golpearlos en la cabeza. Pero no me arrepiento de nada, padre, había que sobrevivir el día y esa era la única manera. Hay que estar ahí y tener las manos limpias para atreverse a reprocharle algo a alguien, y allí ninguno tenía las manos limpias, bueno, excepto el crío ese, pero ese niño no tenía por qué estar ahí…” Aurelio se quedó un rato viendo algo en su mente y luego lo borró con otro trago de aguardiente, “…no sirve de nada arrepentirse, porque lo hecho, hecho está e igual tengo que vivir con eso y con otras cosas más. Tenía razón, padre, hablarlo con usted me ha ayudado, no es como las otras personas que se maravillan o se horrorizan, usted sólo escucha ¿Cree que el infierno sea muy malo, padre?” Aquella era una pregunta de las que es mejor no hacerse, pero por algún motivo, Aurelio la soltó antes de irse. El padre Benigno le estrechó la mano, había sido una confesión más bien informal, por lo que se atrevió a responder lo que pensaba y no lo que debía, “Creo que son los sentimientos los que condenan o salvan a un hombre, no sus actos. Si aún está aquí, es por algo…”



León Faras.