VII.
Tal
como Aurelio se lo había prometido, uno a uno los guardias habían comenzado a
aparecer en sus misas, aunque la mayoría se dormía al cabo de poco rato de
sentarse, y los que no, luchaban visiblemente acongojados por comprender el
sentido de los sermones del cura, también, y para sorpresa del padre Benigno, más
de uno se había animado a confesarse, aconsejados por Pedro Canelo, seguramente.
También fue la presentación y debut de Mateo como sacristán, quien no le
quitaba un ojo de encima al cura, atento a todas sus indicaciones hasta que
completó la misa y despidió a la gente. Antes de que todos salieran, el padre
Benigno se llevó una sorpresa que no se esperaba, el mismísimo Aurelio estaba
parado en la puerta de la iglesia de brazos cruzados escuchando el final de la
ceremonia, no sabía desde cuándo exactamente estaba parado allí, pero lo esperó
hasta que el cura se desocupó, “¿Cómo está, padre? Los muchachos y yo le hemos
echado de menos en la prisión…” bromeó, dándole un firme apretón de mano. Al
cura no dejaba de extrañarle la visita del guardia, “Qué sorpresa, Aurelio,
dígame, ¿puedo hacer algo por usted?” “La verdad es que sí, padre…” tenía una
expresión extraña en el rostro el guardia, como cuando estás dispuesto a hacer
algo que no acostumbras a hacer, “Usted me dijo que, era bueno hablar con
alguien, que Dios sabía escuchar y perdonar, no sé si eso sea cierto o sea puro
cuento de los curas, pero estoy aquí para contarle lo que me quita el sueño,
padre, para soltarle un par de “piedras” bien gordas, las que he arrastrado la
mitad de mi vida” El cura diligente, lo invitó al confesionario pero Aurelio se
negó, como si aquello dañase su imagen gravemente, “No, no, padre, ¿no tendrá
una oficina o algo así?”
“Era
Partisano, padre, tenía apenas un poco más de veinte años y ya era un mierda…”
Aurelio rió sin ganas, “…todos éramos moscas, y las moscas deben seguir a un
mierda, ¿Entiende? Supongo que siempre se me ha dado bien esto de los uniformes
y las armas. Aquella vez, yo y mi grupo, llegamos a un poblado, Constitución o
algo así se llamaba, mucho nombre para lo que en realidad era, poco más que un
caserío, padre: cuatro casas, una iglesia y una explanada pelada que hacía las
veces de plaza polvorienta. Aquello era una carnicería, la tierra estaba teñida
de rojo, se lo juro padre, trescientos muertos por lo menos, puros campesinos
armados con machetes y horquetas. No conté más de veinte uniformes. Los
campesinos nos odiaban padre, y con justa razón, para ser sincero, si nos
habíamos convertido en una panda de ladrones y violadores, tomábamos lo que nos
hacía falta, padre, fuera su comida o sus hijas. No quiero justificarme, pero
al decir verdad, todos sabíamos muy bien que no sobreviviríamos demasiado, nuestro
lema era “Aprovecha ahora, que el infierno está a la vuelta de la esquina” Dios
me castigó sobreviviendo, y dándome dos hijas de las que no sé nada. Sin
embargo, la cancha no era lo peor, padre, lo peor estaba dentro de la iglesia.
Con su permiso, padre…” Aurelio se echó un trago de aguardiente de una petaca
que llevaba en su bolsillo, hablaba con la vista fija en sus recuerdos, “…Cincuenta
o sesenta cuerpos, como mucho. Eran de los nuestros, se los comieron vivos, padre,
algunos no habían cumplido ni los quince años aún, y ya vestían uniformes que
le quedaban grandes. ¡Qué vestían!, ya lo lavaban y teñían con su sangre. No
sólo estaban muertos, se habían ensañado en sus cuerpos, tenían tantos agujeros
y tajos que no los reconocía ni su puta madre, a ninguno de ellos. Habían
mujeres también, un par, sí señor, seguían a sus hombres o a la causa, muchas
con sus crías atadas a la espalda, servían de enfermeras o para mantener las
armas cargadas, y si había que disparar, también lo hacían. Una de ellas,
dentro de esa iglesia, tenía un recién nacido, había parido ahí mismo, en medio
de la refriega seguramente, eso era más común de lo que se imagina, padre.
Estaba muerto a pisotones, el niño padre, muerto a patadas, como se mata a una
rata y decapitado con una pala o algo así, Dios, todo a vista y paciencia del
“caballero” que no podía hacer nada, clavado de pies y manos como estaba, ¿Sabe
lo que más recuerdo? las moscas padre, no se podía oír otra cosa dentro de esa
iglesia, que no fuera el zumbido de miles de moscas. No pudimos ni darle
cristiana sepultura, padre, no había tiempo, ¿Cómo dice la biblia? “…deja que
los muertos entierren a sus muertos…” Pues eso, ahí quedaron, tal como estaban.
Se defendieron como pudieron pero la horda que los asedió era mucho más grande,
y más hambrienta, padre ¿Por qué no se entregaron si no podían ganar? Mucho
odio, padre, cualquiera que se rindiera o se entregara sabía que correría una
suerte peor, no había perdón, todos querían desquitarse por algo y las ejecuciones
eran aleccionadoras. Lo mínimo era la castración, eso golpea duro en la moral, padre.
Y nosotros también, también nos desquitamos, quemamos todo lo que pillamos, y los
que intentaban huir, los matábamos ahí mismo. El olor padre, el olor y los gritos…
como ya le dije, ninguno esperaba vivir para contarlo, y aquí me tiene padre,
más de veinte años después, hablando como un loro. Algunos de los muchachos me
dicen que desearían haber estado allí, yo los miro y me dan ganas de golpearlos
en la cabeza. Pero no me arrepiento de nada, padre, había que sobrevivir el día
y esa era la única manera. Hay que estar ahí y tener las manos limpias para
atreverse a reprocharle algo a alguien, y allí ninguno tenía las manos limpias,
bueno, excepto el crío ese, pero ese niño no tenía por qué estar ahí…” Aurelio
se quedó un rato viendo algo en su mente y luego lo borró con otro trago de
aguardiente, “…no sirve de nada arrepentirse, porque lo hecho, hecho está e
igual tengo que vivir con eso y con otras cosas más. Tenía razón, padre,
hablarlo con usted me ha ayudado, no es como las otras personas que se
maravillan o se horrorizan, usted sólo escucha ¿Cree que el infierno sea muy
malo, padre?” Aquella era una pregunta de las que es mejor no hacerse, pero por
algún motivo, Aurelio la soltó antes de irse. El padre Benigno le estrechó la
mano, había sido una confesión más bien informal, por lo que se atrevió a responder
lo que pensaba y no lo que debía, “Creo que son los sentimientos los que
condenan o salvan a un hombre, no sus actos. Si aún está aquí, es por algo…”
León Faras.
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