domingo, 17 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XII.

“¡No puedo creérmelo! Entonces, ¿eras tú el chico ese mugriento que apilaba forraje? Lo que más recuerdo es que ese sitio apestaba fatal a estiércol” Elena caminaba en medio entre el cura y su hermano, “No huele tan mal, de hecho, a mí me gusta, prefiero eso que los talcos y colonias de la tía Elba” La señora Elba Ballesteros, hermana mayor de Horacio, era una dama que llegaba a los setenta años, tan pretenciosa como cuando tenía diecisiete. Tenía el olfato adormecido y literalmente su presencia era percibida a cuadras de distancia gracias a la mezcla de aromas, naturales y artificiales, que emanaba. Se casó cinco veces, aunque, para ser justos, en las primeras dos ocasiones, fue casada por su padre, y el primer marido sólo le duró dos semanas, “Entonces, no piensas acompañarme de vuelta a casa” Dijo Ignacio, más en tono de afirmación que de pregunta, Elena sonrió con ternura, “Estoy bien aquí, hermanito, créeme, mucho mejor de lo que he estado nunca…” “Creo que necesitan hablar, usen mi despacho” Intervino el cura, Elena lo cogió del brazo, “Me gustaría que usted también escuchara lo que les tengo que decir” Aquello no era otra cosa que confesarles que había leído el diario de su padre y decirles lo que había sentido al hacerlo, “…No sé cómo, ni en qué momento, pero siento que de alguna manera yo escribí esas palabras. Sé que es una locura, pero casi podría afirmar que lo recuerdo con la textura de un sueño” El padre se esperaba algo así, él había comprobado hace tiempo que la caligrafía del diario era la de Elena, pero le preocupaba que la muchacha asegurara no poder recordar cuándo lo había hecho en concreto, Ignacio también lucía preocupado, “¿Has vuelto a perder la memoria de esa manera?” preguntó escuetamente, “No, claro que no…” afirmó la muchacha, pero luego se retractó, “Bueno, sí. Cuando aborté al niño…” Aquello lo dijo con un hilo de voz, como si la avergonzara, “Bueno, ese fue un suceso bastante traumático, es normal que no lo recuerdes bien” Convino Ignacio, aunque también había que destacar que la chica había estado a punto de morir envenenada en esa ocasión, “Clodomiro me ha sugerido algo…” Dejó escurrir la chica con delicadeza, como probando la tolerancia de los dos hombres, éstos reaccionaron visiblemente. Elena se explicó, “Me dijo que el doctor Werner al parecer practica una técnica en la que puede buscar los recuerdos perdidos en la mente de las personas” Ignacio sonrió pedante, como si le hubiesen afirmado una tontería del tamaño de una catedral, “¡Ay Elena, por favor! ¿Hablas de hipnosis? ¿No creerás en ese embuste, o sí? Esa gente asegura poder curar los males del cuerpo con la mente ¿Qué harán después? ¿Hablar con los espíritus de los antepasados, como los aborígenes?” El tono del joven era burlesco, el cura lo reprendió suavemente, “Ignacio, por favor” Ignacio se corrigió, “Lo siento, pero es que esas prácticas paganas, parias, fuera de cualquier método científico, me atañen directamente como médico” “El doctor Werner también es médico, y uno muy reconocido y respetado, todos aquí lo sabemos” señaló Elena, sin perder la compostura pese a la actitud de su hermano, “De dementes, tarados y deficientes mentales, Elena” replicó el joven, esta vez ya sin tono de burla, la chica iba a replicar algo pero el cura se le adelantó, “Que tal si permitimos que el propio doctor Werner nos dé su opinión al respecto…” Ignacio se cruzó de brazos y se dejó caer contra el respaldo del sofá donde estaba, resoplando taimado, “Entonces piensa hacer exactamente lo que ese loco de Clodomiro desea. El que debería ver al doctor Werner es él, pero como paciente” El cura miró a Elena, en su mirada, ella parecía estar de acuerdo, “Pues Almeida no tiene por qué saberlo” Concluyó el sacerdote. Ignacio hizo el gesto de que ya no le interesaba en lo más mínimo el resultado de la discusión, pero luego tuvo una idea, “Me gustaría a mí también ojear ese diario…” dijo, poniéndose de pie, el padre Benigno se lo entregó, el joven se sentó frente a él en su escritorio y junto a su hermana. Lo ojeó en silencio por varios minutos concentrado, deteniéndose en un punto algunas veces y rebobinando páginas en otras ocasiones, haciendo comparaciones, hasta que tuvo un veredicto, “Nuestra madre escribió aquí también…” “¿Estás seguro?” Inquirió Elena automáticamente, “Bastante…” respondió su hermano y agregó, “…Guardo varias de sus cartas y anotaciones, se convirtieron en un tesoro para mí cuando ella murió, y hubo un tiempo en el que yo no paraba de leerlas. No puedo asegurarlo, pero a mí me parece que ésta es su letra, lo curioso es que aparece en partes del diario en las que queda bastante claro que ella ya estaba muerta” El cura escuchaba como un juez en un tribunal, “Puede que aquello tenga alguna explicación plausible” Podía, pero ninguno se atrevió a aventurar ninguna.

Ignacio no estaba muy convencido, pero finalmente no le quedó más remedio que rentar un cuarto en la hostal donde se hospedaba Clodomiro porque no había ninguna otra en el pueblo, sin embargo, no se toparía demasiado con éste porque, el investigador, debería viajar a la ciudad para solucionar el problema con su casa. Cifuentes llegó a la casa del cura antes de la hora de la cena, había estado visitando a unos pacientes durante buena parte del día y le había quedado la idea de que ya era hora de que se comprara un coche, pero eso no era lo que le quería decir al cura, su problema era que cada vez le estaba costando más concentrarse y necesitaba hablar con alguien. Se encerró en el despacho con él, “Sé que esto es más bien informal, padre, pero necesito que mantenga total discreción con lo que le voy a decir…” El padre detectó cierta gravedad en la voz del médico y accedió de inmediato, poniendo a su total disposición todo su sigilo sacramental para oír lo que tenía que decir, Cifuentes se lo pensó un par de segundos antes de comenzar, “Creo que David, no es mi hijo…” Escupió las palabras como si le estuvieran quemando la boca, el cura lo miró severo, como si hubiese confesado un pecado horrible, “¿Acaso sospecha que Úrsula le ha engañado?” Cifuentes negó con la cabeza, como contrariado, “No, padre, Úrsula no es el problema, el problema es el niño, es que no tiene ni un pelo parecido a mí, nada, ¿no lo ha visto? Si parece un querubín sacado de una pintura renacentista, padre” El cura se veía confundido, “Pero hombre, ¡Si nació del vientre de tu mujer! ¡Qué pruebas necesitas! Dios quiso premiarles con un hijo hermoso, eso es todo… Hay miles de casos así” Cifuentes negaba con la cabeza, burlándose internamente de la inocente testarudez del sacerdote, “No, padre, usted no entiende…” La idea de que el niño había nacido sin ombligo le torturaba, pero no se atrevía a soltarla, no podía decírselo, no podía confesar el engaño ni traicionar el acuerdo “…Ni siquiera estoy seguro de con quién estuve aquella noche, de que si lo soñé o fue real o si estaba más ebrio de lo que creía” Aquello no pensaba confesarlo, pero era tan cierto como que el niño carecía de ombligo. El cura lo miraba inexpresivo, como se le mira a un borracho que intenta convencerte de que no lo está, “Si no fue Úrsula, entonces ¿Quién más pudo haber sido?” Cifuentes tampoco dijo nada sobre el olor de Elena, sólo murmuró un humillante “No lo sé” que el cura recibió con satisfacción, “Es obvio que bebió más alcohol del que recuerda, eso es todo, de todas maneras, le aconsejo que hable de esto con su mujer, eso le ayudará” Cifuentes no se sentía mejor, ahora incluso se sentía infinitamente más tonto que antes.



León Faras.

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