miércoles, 20 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XIII.

Al día siguiente, casi al mediodía, Tata vio la llegada de una carreta a su propiedad, tardó algunos minutos en reconocer un rostro que le sonaba de haber visto antes, pero sin poder identificar, sólo le quedó claro cuando el hombre que conducía la carreta se bajó de ésta y le estiró la mano para saludarlo, “Buenos días, soy Ignacio Ballesteros, hermano de Elena, ¿Me recuerda?” El viejo Tata se quedó con una mueca muda hasta que Elena salió de casa sonriente diciéndole que todo estaba bien, que debía hacer algo importante con su hermano, pero que estaría de vuelta para la cena, sólo entonces el viejo se relajó. Elena llevaba un hatillo de tela con el almuerzo, se subió por el lado donde estaba su hermano, “Déjame, yo conduzco” Ignacio se movió sin protestar, aunque sorprendido de la iniciativa de su hermana. Algunas horas después llegaron al sanatorio mental de San Benito, una enorme casona de dos pisos totalmente cúbica, como una caja enorme con muchas ventanas, rodeado de un patio desprovisto de vegetación, salvo por un par de árboles muy viejos, por el que algunos pacientes pululaban sin destino ni propósito y cercado por medio muro de roca y medio de barras de hierro que los separaba del mundo exterior. El doctor Werner los recibió en su oficina con toda la afabilidad cultivada en años trabajando en manicomios, donde las formas suaves de trato y comunicación, son imprescindibles para la estabilidad mental y emocional de sus pacientes. Escuchó con toda atención la inquietud de los hermanos Ballesteros asintiendo con parsimonia senil, Clodomiro, con quien se conocía hace algunos años, le había hecho las mismas preguntas hace unos días, “Sin duda, las técnicas psico-fisiológicas han demostrado ser increíblemente fructíferas en el estudio y tratamiento de los fundamentos de la conducta errática de las personas, incluso conductas involuntarias tienen un origen físico en el intrincado entramado de la mente, surgido de un suceso específico que…” Elena no había entendido nada, su cara lo expresaba claramente, su hermano en cambio lo disimulaba mejor. Ella se vio obligada a interrumpir al académico “Sí doctor, le entendemos, pero ¿cree usted que sea posible recuperar los recuerdos de un momento específico en la vida de alguien… recuerdos que han desaparecido por algún motivo?” El doctor Werner pareció emocionarse absurdamente, “¡Oh! la Psico-regresión temporal es una de mis técnicas favoritas, es fascinante y faltan muchos estudios al respecto, pero en mis experimentos hemos logrado retroceder décadas, temporalmente hablando, en pacientes adultos con una claridad de visión realmente impresionante, como si nuestra mente no parara de almacenar imágenes, olores y sonidos cada segundo de nuestras vidas y con todo detalle, sin que nosotros, apenas nos enteremos…” “Pues es muy interesante, ¿No Elena?” Dijo Ignacio sin emoción en la voz, pero no contaba con que el doctor no procesara bien el sarcasmo, “Desde luego doctor Ballesteros. Déjeme contarle algo: con gran perseverancia, hemos logrado aplicar estas técnicas a algunos de nuestros pacientes, ¡y hemos logrado llegar a puntos de su mente donde su salud mental está totalmente restaurada! donde su mente opera con total normalidad, como si nunca hubiesen perdido la cordura y sólo estuviera ésta solapada por algo que, por desgracia, no somos capaces de identificar, es un descubrimiento increíble pero que aún no sabemos cómo usar” Concluyó el médico apesadumbrado. Ignacio compartió parte de esa pesadumbre, aunque sólo lo hizo por compromiso y solidaridad profesional. A Elena en cambio le había parecido aquello más increíble de lo que esperaba, “Entonces doctor, ¿Cree usted que pueda reservar una hora para mí?” “Por supuesto” Replicó el doctor Werner, bastante interesado. Sus atenciones particulares solía hacerlas fuera del sanatorio, por lo que él mimo viajaría al pueblo al día siguiente.

La cita se llevó a cabo en casa del cura, como no podía ser de otra manera, ya por la tarde, con el sol comenzando a declinar. El sacerdote aleccionó muy claramente a Guillermina sobre la seriedad de lo que se iba a hacer y la importancia de que se mantuviera apartada junto con Mateo, ésta asintió con los ojos muy abiertos, demostrando convicción. Ignacio Ballesteros fue el primero en llegar, luego Elena, tras ella llegó el doctor Cifuentes, invitado por el padre Benigno como oyente y para que registrara lo que sucediera, para éste, la hipnosis era una disciplina interesante mientras se mantuviera en su campo y no pretendiera hacer el trabajo de la medicina, en lo que estaba muy de acuerdo con Ignacio. El padre saludó a Cifuentes con un grave, “¿Está usted bien?” debido a su última charla, éste asintió emanando confianza por los ojos “Estoy bien” Finalmente llegó el doctor Werner en su coche. Elena se recostó sobre la cama del cura, las cortinas cerradas, sólo se iluminaba el cuarto con la lámpara que Cifuentes tenía en el escritorio para registrar en papel las palabras de Elena, el doctor Werner le explicó lo que haría, Elena debía expresar en voz alta que deseaba abrir su mente, aquello era necesario, era como quitar el seguro de una puerta. Ignacio y el cura se mantenían de brazos cruzados con las espaldas pegadas a la pared, era muy importante que no intervinieran mientras la paciente estuviese dormida, y de tener que hacerlo, que lo hicieran con toda suavidad. El doctor Werner cogió un péndulo de cristal de fluorita verde, unido a un eje que le permitía girar libremente sin torcer la cadena a la que estaba sujeto y lo puso a oscilar frente a los ojos de Elena donde ésta le prestara toda su atención, la voz del doctor comenzó a hablar en un tono más profundo y átono, para pedirle que debía relajar su mente, convenciéndola de que en realidad estaba cansada, que dormir era una genial idea en ese momento, que sus músculos se relajaban vertiginosamente y sus párpados se volvían precipitadamente pesados, volviéndose una lucha mantenerlos abiertos hasta que finalmente la chica se dejó llevar por el sueño que la embargaba. Guillermina parada en la puerta, se persignó como si se tratara de algún impío ritual pagano. “Elena, ¿Me escucha? Responda en voz alta, por favor” consultó el doctor y la muchacha respondió con un susurrante “Sí” El doctor continuó, “Vamos a retroceder en el tiempo a aquella, la primera vez en que usted abrió el diario de su padre, ¿Recuerda ese momento, Elena?” “Sí… ayudo a mi nana a ordenar” dijo la chica con una suave sonrisa. Elena nunca lo confirmó ni tuvo la intención de hacerlo, pero intuía que había algo entre su padre y su nana, no una relación romántica propiamente tal, pero sí un acercamiento físico más intenso del necesario, un intercambio de calor humano y ternura en la intimidad y muy probablemente relaciones sexuales ocasionales. Nada de esto le disgustaba. El doctor le pidió que continuara, “…Acabo de mudarme hace unos días a casa de mi padre…” Horacio era un hombre que llevaba mucho tiempo acostumbrado a vivir solo con su ama de llaves, por lo que no guardaba mayor cuidado con sus artículos personales, el diario permanecía en su escritorio y no era raro que incluso quedara abierto en más de una ocasión. Aquella vez, simplemente ojeó el diario para enterarse de qué clase de documento se trataba, pero en cuanto notó que era un diario personal, lo cerró y lo guardó sin leerlo. “¿Escribió en ese diario alguna vez, Elena?” Preguntó el doctor Werner, la chica apretó el ceño con los ojos cerrados, “No fui yo… no me gustaba cuando lo hacía, pero no podía hacer nada para evitarlo… ” “¿Hacer qué, Elena, de qué habla?” Consultó el psiquiatra observando el rostro preocupado del sacerdote. Elena continuó, “…Se metía en mi cabeza, me extasiaba y me convencía de hacer esas cosas…” “¿Qué clase de cosas, Elena?” El doctor Werner insistía, Ignacio se acercó a su hermana para no perder nada de lo que decía. Cifuentes lo escribía todo, “…escribir esas obscenidades en su diario, seducirlo cuando estaba ebrio… engendrar un hijo suyo en mi vientre…” “Dios mío, está loca…” Exclamó Ignacio casi como un impulso de horror que el psiquiatra silenció con un gesto. Cifuentes dudó de haber oído correctamente. “¿Quién se metía en tu cabeza, Elena, sabes quién era?” Elena negó con la cabeza, “Mi madre… decía que era mi madre, pero no era ella… no era ella” “¿Qué más te obligó a hacer?” Insistió el psiquiatra, el rostro de la chica comenzaba a humedecerse de sudor, parecía estar haciendo esfuerzo físico por extraer esos recuerdos, “Me obligó a enterrar al niño…” dijo comenzando a jadear, el cura estaba horrorizado, Ignacio, incrédulo, “¿Qué niño?” Inquirió Werner, “El que salió de mí, lo enterré vivo…” la chica se impacientaba, “¿Dónde…?” alcanzó a pronunciar el doctor en el momento en que Elena se enderezaba con los ojos muy abiertos y gritando furiosa “¡Ya basta!” para luego volver a desvanecerse, derrumbándose en la cama inconsciente.


Sólo después de algunos segundos de insistencia el doctor Werner logró recuperar la comunicación con Elena, como si esta se encontrara perdida en algún sitio remoto y desolado, de esa manera pudo traerla de vuelta sana y salva.



León Faras.

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