domingo, 31 de mayo de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XVI.

Cada vez que bañaban al niño, o les tocaba mudarlo, Cifuentes sentía todo el peso de la angustia sobre sus hombros, cada vez que veía el vientre liso e impoluto de esa creatura, sin la cicatriz ancestral, recuerdo de la unión carnal a la matriz en el seno, se atormentaba a sí mismo con la idea de que, no sólo no podía ser su hijo, sino que no podía ser el hijo de ningún ser humano, que estaba más próximo a las criaturas que conservaba el doctor Ballesteros en frascos de vidrio y al niño que antes había visto rasgar la herida del padre Benigno sin siquiera tocarlo, que a él o su esposa, y la presión aumentaba cuando pensaba en que pronto debería presentárselo a su padre y al resto de su familia, y en la mirada de éstos al ver un niño cuyo aspecto nada tenía que ver con la familia Cifuentes, ni en esta, ni en ninguna otra generación. Úrsula en cambio, parecía no comprender la anormalidad del asunto, para ella, el pequeño David había nacido de su vientre, y el que no tuviera ombligo no era más que un pequeño capricho de la naturaleza que se debía aceptar, pues era lo correcto aceptar a los hijos tal y como Dios se los enviaba, con todas sus virtudes y defectos. Cifuentes amaba a su mujer sinceramente, y por ese amor se decidió a tomarla de las manos para explicarle que era absolutamente imposible que el niño no tuviera ombligo, pero el peso de la obviedad aplastaba la razón, porque la prueba estaba ahí mismo, y Úrsula la veía como la confirmación definitiva de que no había nada imposible para Dios. Con Dios de por medio siempre costaba ser objetivo, pero el doctor lo intentó citando que aquella no era la forma en que Dios hacía las cosas. Úrsula amaba a su marido, pero éste a veces solía obstinarse en detalles sin importancia que no le dejaban ver el todo, pues el niño había nacido de su unión, de su amor, se había gestado en su interior y nacido de su vientre, lo que no dejaba lugar a dudas, a menos que se les buscara con tozudez. “¿Pero es que no te parece increíblemente parecido al niño que cargabas antes y que tanto mal te hizo a ti y a tu familia?” Cifuentes usaba su último recurso, el que no debía ser nombrado, el que había quedado sepultado en el pasado como los fetos enfrascados en formol enterrados en el patio, para hacer entrar sus dudas y temores en su mujer y así no tener que cargar con ese peso él solo, pero era una canallada al mismo tiempo que una tontería, porque no había forma de poner una madre en contra de su hijo, fuera quien fuera éste. Úrsula humedeció los ojos, lo que rompió el corazón de Cifuentes y lo hizo sentirse un miserable. No podía comparar al niño que había encontrado antes con el que ahora había parido, no tenían nada que ver, el que la llenaba de miedo y sufrimiento con este que sólo le despertaba amor, el otro que la encerraba en oscura soledad con este que era parte de una hermosa familia, y por último, no tenía derecho a usar ese recurso para justificarse si es que no quería aceptar a su hijo, porque ella no lo había obligado y estaba dispuesta a hacerlo por ambos. Cifuentes resultaba derrotado, a pesar de sus dudas estaba obligado a cumplir con el pacto que hicieron cuando David nació y además, el que había hecho con su mujer cuando la tomó como esposa. Debía pedir perdón y olvidarse de sus dudas, o al menos guardárselas bien adentro, donde no volvieran a aflorar nunca. Tenían un trámite programado para ese día y era pedirle al cura un momento de su tiempo para darle el sagrado sacramento del bautizo a su hijo.

Ellos ya habían considerado en algún momento, la idea de tener un segundo hijo, para que la diferencia de edad entre ambos no fuera tan grande, pero había una cosa más que le preocupaba, a pesar de los meses, no retornaba la menstruación de su mujer, se estaba tardando más de lo usual, pero aún no podía considerarse una anomalía.

El padre Benigno organizaba sus papeles y preparaba su sermón en la oficina que mantenía en la iglesia, mientras Mateo barría todo el piso del templo, sacudía las bancas y cambiaba el agua de las flores, cuando Úrsula, su hijo y su marido llegaron, éstos saludaron cordialmente al sacristán quien los miraba como a seres luminosos venidos del espacio exterior, era un poco raro, pero ese chico era así. El cura los atendió encantado, admirándose una vez más de la inusual belleza del niño y de lo mucho que había crecido en los últimos meses. Cifuentes y su esposa parecían ser una pareja enamorada y sin ningún tipo de complicaciones en la vida y comenzar a programar el bautizo de su hijo para dentro de un lapso prudente de tiempo, eran las cosas que las familias sólidas y bien constituidas solían hacer. Discutían los detalles de forma amena y distendida, entre risas formales y sorbos de café, cuando comenzaron a golpearle la puerta con vehemencia, entre gritos ininteligibles del sacristán que debido a su discapacidad, no podía hacer más que emitir aullidos animalescos desesperados. Antes de que el doctor alcanzara la manilla de la puerta, ésta se abrió de forma explosiva e irrumpió Mateo descontrolado, asustado, como si hubiese visto al mismísimo diablo, tratando de señalar algo que era imposible de ver desde donde estaban, sin embargo, tras abrir una puerta, se hizo evidente lo que aterrorizaba al muchacho: la iglesia se quemaba. Úrsula y su hijo corrieron a ponerse a salvo mientras el cura y el doctor contenían las llamas con sus propios sacos. Por suerte, el fuego se inició en la bodega, y al verse el humo desde todas partes, los pobladores habían reaccionado rápidamente. Cipriano y Gumurria, quienes mantenían una carreta con una barrica llena de agua encima para casos como ese, como improvisados pero diligentes bomberos, llegaron rápidamente para arrojar las primeras cubetas de agua, mientras el resto de los pobladores hacían lo que podían con palas, mantas y sus propios baldes para salvar su iglesia. Finalmente, lograron salvar el templo y para alivio de todos, el nuevo Cristo también resultó ileso, sin embargo, la bodega y otros cuartuchos aledaños, se quemaron por completo. Cuando todo acabó, el cura recuperaba el aliento en una de las bancas quitándose el sudor y el tizne de la cara con un pañuelo junto a Cifuentes, quien había perdido sus anteojos en el incidente, en ese momento llegó junto a ellos Mateo, traía algo que había recuperado del incendio, el médico lo cogió sin estar completamente seguro de lo que veía, y no por culpa de su miopía, pero la mirada de culpa y sorpresa del padre se lo pretendía confirmar. Era la misma cruz de madera que días antes había medio quemado el escritorio del despacho del cura y ahora aparecía allí, chamuscada e inocente, entre los restos del incendio.

Mientras Mateo barría la iglesia, tuvo una sensación extraña, jamás lo podría describir pero fue casi como escuchar con la piel, como quien percibe un terremoto profundo bajo tierra en la planta de los pies o siente la brisa sobre su piel desnuda, Mateo sintió una inexplicable vibración que llegaba hasta él por el aire desde un punto en concreto, como si pudiera oírla, se dirigió hacia ella, sintiendo que vibraba con más intensidad a medida que se acercaba, era algo tan extraño para él como fascinante. La vibración lo llevó hasta la bodega de la iglesia a la que nunca había entrado antes, y la que, desde hace varios años, se había perdido la llave, y con un poco de atención, descubrió dentro de ésta el frasco de vidrio cubierto de polvo que la producía. Era un frasco en cuyo interior el agua bullía con furia como si estuviera expuesta a un gran calor, sumergida en el agua, una cruz de madera parecía ser la que liberaba toda esa multitud de efervescentes burbujas. El chico cogió el frasco con curiosidad irresistible, estaba tibio al tacto y podía sentir en sus manos la persistente vibración del cristal, lo elevó del suelo y cuando lo tuvo frente a sus ojos, sintió repentinamente cómo el vidrio le quemaba las manos debido al agua hirviendo que contenía. El frasco estalló en el suelo, pero lo que salió de su interior sólo podía describirse como fuego líquido, para cuando el muchacho salió corriendo, las llamas ya se habían esparcido por toda la bodega. 



León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario