miércoles, 3 de junio de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XVII.

La estridente campana del incipiente cuerpo de bomberos del pueblo, más pequeña y de paredes más angostas que la de la iglesia, pero de sonido más alarmante y catatónico, hizo salir a Guillermina a la calle secándose las manos en el delantal para ver la espantosa columna de humo negro que salía de la iglesia a apenas algunas cuadras de distancia. Salió corriendo con tanto apuro que a los diez pasos debió volver para cerrar la puerta de su casa y luego emprender una carrera envidiable para su edad. Al encontrar el acceso libre, llegó a arrojarse a los pies del Cristo para rogarle que hiciera llover o algo para evitar que la iglesia se quemara, pero fue sacada rápidamente en andas por dos hombres que la mandaron a que fuera a ayudar con las tareas de apagado en vez de estar estorbando. La pobre mujer acabó con manchas de tizne por todas partes y el moño despaturrado, quejándose de que ya no tenía edad para cosas como aquella. Cuando vio a Mateo hurgando en los restos del incendio, se iba a acercar espontáneamente, llamándole de un grito, por costumbre aun sabiendo que el chico era sordo, pero se detuvo en seco cuando vio lo que el muchacho recogía de entre los escombros: la cruz esa que se prendía fuego sola y luego no se quemaba ni arrojándola al fuego. La mujer la reconoció enseguida, como si no hubiera otra igual en el mundo, se persignó con lentitud y luego siguió al muchacho hasta donde estaba el padre Benigno y el doctor Cifuentes recobrando el aliento, “Gracias a Diosito que no dejó esa cosa en la casa” le dijo al cura medio en reproche, pero éste aún pensaba que primero había que descubrir el origen del incendio antes de adelantar conclusiones. Cifuentes también opinaba lo mismo, pero no podía quitarse de la cabeza la vez anterior que vio esa cruz. Era una cruz común y corriente con apenas una particularidad que fácilmente podía pasar desapercibida: que estaba hecha de una sola pieza y no de dos, que era lo más lógico. Luego de asearse un poco y de que Úrsula se fuera junto con Guillermina, regresó junto al cura a la oficina de éste, esta vez sin Úrsula ni el niño, el doctor quiso saber si es que aquella cruz tenía una buena historia que contar, y el cura le respondió que sí, aunque era una historia más bien corta, y le explicó que se la habían traído los padres de Úrsula con la insólita historia de que era imposible consumirla en el fuego a pesar de estar hecha de madera y que él la había guardado en su escritorio hasta el incidente en su despacho que ya conocía, pero que nada tenía que ver con el incendio de la iglesia, esto último lo dijo con evidentes ganas de creérselo él mismo, pues, aunque no lo mencionó, recordaba perfectamente haber dejado esa cruz sumergida en un frasco con agua en el que no podía encenderse ni con ayuda del mismísimo diablo.

Guillermina volvió a su casa junto con Úrsula, David y Mateo, alegando que aún tenía el corazón en la mano luego del susto al ver las gigantescas lenguas de fuego que amenazaban con devorar la iglesia, y se persignaba al revivir en su memoria dichas llamas; la muchacha por su parte asentía a todo, confirmando el cien por ciento de la versión de la vieja además de justificar plenamente todas sus reacciones. Mateo, como sordo que era, no participaba de la conversación, pero caminaba compungido, como quien ha visto algo que no debía ver. Guillermina preparó té para seguir discutiendo los pormenores del suceso, los cuales parecían inagotables en ese momento, hasta que Mateo llegó de improviso estirándole un trozo de papel en el que no había más que una tosca cruz dibujada con carbón, la vieja la admiró sin ganas y la devolvió con la intención de seguir con su plática, pero el muchacho insistía en que la mirara, sin embargo no había nada más mirar que dos líneas remarcadas y cruzadas entre sí en forma de cruz, Úrsula tampoco entendía gran cosa, y sólo observaba con un ojo a Mateo y con el otro a su hijo que dormía en sus brazos. Entonces el muchacho se fue rumbo a la cocina y volvió con un frasco de vidrio, le arrebató el papel de las manos a la vieja, lo metió dentro del frasco y se lo ofreció a la vieja con tal grado de urgente insistencia, que esta se bloqueó por varios segundos hasta que por fin se encendió en su mente, como una inspiración, “¡La cruz!… ¿Tú la viste? ¿Qué… fuego? …Pero… los dedos, ¡Te quemó los dedos! …explotó… el frasco explotó… ¿fuego? ¡Fuego!… mucho fuego… ¡Pero eso es imposible, muchacho!” Entre gestos y sonidos raros, la vieja y el muchacho tuvieron una conversación que Úrsula, por más que lo intentó, no entendió más que la mitad, “¿De qué cruz habla?” se atrevió a preguntar con inocencia, y Guillermina le echó una mirada de angustia que hasta le dio un poco de susto.

En lo que a Úrsula le respectaba, la cruz de madera de su cuarto en casa de sus padres, debía permanecer en el mismo sitio, pues no había razón que ella conociera para que no estuviera allí, a menos que sus padres la hubiesen retirado por algún motivo el día en que restauraron su dormitorio y del que ella no se había enterado, “¡Pero muchacha…” le dijo la vieja, preocupada, como si la chica estuviera negando lo evidente, “…si tú misma la viste aquel día en que se le estaba quemando el cajón al padre! Si hasta se te descompuso el cuerpo con la impresión, ¿Te acuerdas?” Úrsula vio en su mente la escena con sorpresa, como si la estuviera viendo por primera vez, recordando la extraña sensación de agobio repentino de ese día, como si aquellos días oscuros, de vivir esclavizada por el niño, de pronto la amenazaran con volver, pero, aunque vio la cruz ennegrecida por el fuego, no pensó siquiera que se tratara de la vieja cruz de madera que colgaba sobre su cabecera, sin embargo ahora, se le hacía inexplicablemente claro, aunque no lograba entender cómo había llegado allí, ni por qué, y ni mucho menos, qué tenía que ver con el incendio de la iglesia. La vieja le dijo lo que ella sabía, que sus padres se la habían dado al cura porque la cruz había quemado una imagen de la virgen y luego cuando la quisieron destruir, no pudieron, “…Incluso yo misma intenté quemarla en el fuego de la cocina, niña, ¡Y al día siguiente salió igualita!” y que luego de eso la cruz había quedado metida dentro de un frasco con agua bendita que el cura se llevó a la iglesia. Eso era todo lo que Guillermina sabía, más lo que Mateo le acababa de contar, suficiente para dejar a Úrsula con más dudas que certezas, pero había una que ella podía responder, a medias, el resto había que preguntárselo a su padre, Ismael y era el origen de esa cruz, la cual colgaba de la pared de su cuarto desde que ella tenía memoria, pues, según había ella oído alguna vez en su casa, la cruz se la había comprado su padre a un hombre que cargaba con un curioso tendedero a la espalda del que pendían sólo cruces, muchas, de diferentes tamaños, todas de madera, y que se dedicaba a venderlas por la calle, Ismael no tenía intención de comprarle nada, pero el vendedor le había insistido mucho, quejándose de haber tenido un muy mal día, eso no era de extrañar, vendiendo sólo cruces de madera sin más, pero cada uno se busca la vida como puede, sin embargo lo que lo convenció de comprar finalmente, fue que el vendedor le pronosticó que el hijo que esperaba su mujer sería una niña, “Lleve una para su hija…” le dijo, Ismael le preguntó que cómo diablos sabía del embarazo de su mujer, y el vendedor sólo le sonrió, diciéndole que había sido suerte, que la adivinación era un arte que se le desarrollaba por sí solo a los vendedores de cruces, entonces descolgó una cruz, “…Hecha de una madera muy especial…” y se la dio a cambio de una limosna de dos monedas que el vendedor recibió como si se tratara del primer dinero que veía en años. Lo de la “madera muy especial” Ismael lo tomó como el típico discurso de vendedor interesado en meter su producto a punta de embustes si es necesario, sin embargo, ahora eso de “Muy Especial” tenía otro significado. Ni ella ni la vieja Guillermina habían visto jamás en la vida y en ninguna parte, a ningún hombre que se dedicara a vender sólo cruces de madera.



León Faras.

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