miércoles, 17 de junio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


II.

“Hubo una época, en la que yo estuve involucrada en el mundo de la prostitución. Apenas tenía quince años cuando empecé, no había mucho más que una chiquilla como yo pudiera hacer para ganarse la vida. Conocía a una mujer que me ayudaba tanto como podía, me dijo que no era la mejor forma de ganarse la vida pero que tampoco estaba tan mal. También me dijo que mientras antes empezara, era mejor. Esa era la verdad. Yo estaba sola, mi padre fue partisano, murió en la guerra, mi madre decía que fue amor de una sola noche, pero que realmente le amó, yo siempre le creí. Ella murió de cólera, en un tiempo en el que enfermaba y moría todo el que no alcanzaba a escapar, yo no escapé, y sin embargo la enfermedad no me tocó, esa fue mi primera señal, aunque para mí en ese momento, sólo fue suerte, buena o mala pero sólo suerte. Fue entonces cuando la mujer que te dije me llevó con ella a su trabajo, era un negocio de puras mujeres, la regenta, una mujer grande llamada Mercedes, dirigía el local con mano de hierro, se había ganado el respeto y la admiración de todos y todas. Era el típico burdel de pueblo, a medio camino entre una cantina y una casa de citas. De inmediato me aceptó y me puso a trabajar a su lado para que aprendiera las mañas del oficio y me acostumbrara al ambiente, ya sabes, la vida de noche, de fiesta y borrachos con los que hay saber lidiar. Podía uno acostumbrarse a ese mundo y su gente, eran casi siempre más o menos los mismos, todos tenían su historia, su carácter y sus gustos y Mercedes los conocía todos. Nadie se metió conmigo mientras estuve a su lado. Cuando decidió que ya había pasado un tiempo y que ya estaba bien aconsejada por todas, me dijo que era la hora de que me encamara con mi primer hombre, yo me angustié pensando en cuál de todos esos señores mayores que día tras día le ofrecían dinero a Mercedes por ser los primeros ganaría al final, y por qué estaban dispuestos a pagar el doble, si yo no sabía más que lo que me habían dicho y lo que había logrado ver por la rendija cuando me mandaban a mirar “Cómo se hacía.” Pero Mercedes me dijo que no sería ninguno de esos, que con las niñas me elegirían uno ni muy viejo ni muy borracho para empezar. Su nombre fue Eusebio, un muchacho de dieciocho años, muy serio y formal que estaba de paso porque, según él, me dijo que trabajaba en un circo. Las chicas le preguntaron si tenía experiencia, como si estuvieran buscando a alguien para un trabajo, él les dijo que sí, y el trabajo era yo. Lo cierto era que sabía más o menos lo mismo que yo: que cómo era que se hacía y por dónde. Nos pusimos a conversar, sin saber cuál de los dos comenzaba, a preguntarnos cosas que a ninguno de los dos nos importaba, yo me moría de la vergüenza, pero no por él, sino porque sabía que en ese momento nos observaban por la rendija y yo no estaba haciendo nada de lo que me habían enseñado. Al final medio nos desnudamos y lo hicimos, me quedé quieta, como esperando a que pasara algo, pero al final no pasó nada. Se me hizo que estuvimos en esa pieza mucho tiempo, mucho más del que debíamos, pero Mercedes dijo que nos habíamos demorado más bien poco y que eso era lo que nos debíamos demorar, supongo que no consideró el tiempo en que sólo hablamos. Después de eso empecé a trabajar regularmente, aunque siempre eran las chicas las que me decían “Con este sí y con ese no…” Estuve tres años, hasta el día del parto de la Nuria. Esa mujer se embarazó y siguió desarrollando su oficio como si nada, todas le advirtieron que eso no se hacía, que podían golpear al niño en la cabeza y dejarlo tonto de por vida, incluso la Mercedes se lo advirtió, que ella conocía innumerables casos, pero Nuria insistió en que al niño no le pasaba nada. Ella era gitana, ¿sabes? Ellos tienen otras creencias. El asunto, es que por más que le advertimos, al final algo malo tenía que pasar, el niño venía con el cordón enrollado al cuello, y encima, esta mujer estaba convencida de que las mujeres debían parir de pie, ¡Cómo los animales! Esa noche no se atendió a nadie, el Pedro, el acordeonista y esposo de Mercedes, se quedó en la puerta despachando rápidamente a todo el que llegaba. Entre cinco mujeres trajimos a ese niño al mundo, aunque yo sólo le apretaba la mano a Nuria y le rogaba a Dios y a la Virgen para que todo terminara pronto y saliera bien, pero cuando celebrábamos que el niño por fin había nacido y que por fin podíamos tumbar a la Nuria, nos dimos cuenta de que el bebé no respiraba, Mercedes ya había hecho todo para animarlo y no sabía qué más hacer, entonces yo lo tomé, no sé por qué, y le dije a Dios que yo hacía lo que fuera con tal de que él dejara vivir a ese niño, y de un palmazo, el niño empezó a llorar, esa fue mi segunda señal, creo yo, porque mientras más lo pienso, más creo que fue un auténtico milagro. Fue entonces que la Nuria me dijo que yo tenía el don, y yo le pregunté que qué don, y ella me dijo que era el don de ser escuchada por Dios. Yo le dije que Dios escuchaba a todos, pero ella me dijo que no, que todos le pedíamos a Dios pero que Él no los escuchaba a todos, que eso era imposible, hasta para Dios. Después de eso, la Mercedes me dijo que debía irme, pero que no me estaba corriendo, sólo que debía irme, que ese lugar no era para mí, que se le notaba a una de lejos cuando no pertenece a un sitio y que ese no era mi sitio, que mi vida me estaba esperando en otra parte, así me lo dijo, no hubo ninguna que no le diera toda la razón en eso. Días después, y por pura casualidad, conocí a la hermana Marta, la misma que ahora está postrada en cama, esa fue la tercera señal, porque fue como cuando el destino te pone a la persona indicada justo delante. Ella me indicó el camino. Yo nunca había pensado en ser monja, pero lo supe en cuanto la vi. Y ella también lo supo, creo”

Lo cierto era que Elena había pasado varias horas acompañando a la hermana Marta, antes, cuando fue enviada por el cura al convento y ahora que llevaba algunos días por su propia voluntad, y la monja anciana siempre hablaba con notable orgullo de su relación con la hermana Marcos, diciendo que aquella era una santa, que su relación con Dios se podía palpar y que era del tipo de personas que la humanidad necesita, pero no mencionó nunca nada de esto, sería que no sabía nada. “Y dígame hermana, ¿Cree usted que Dios nos escucha a todos o sólo a algunos?” Preguntó Elena, sentada en el patio del convento de las Hermanas de la Resignación donde había pasado los últimos días, “Sin duda nos oye a todos…” respondió la hermana Marcos, poniéndose de pie, “…lo realmente complicado es oírlo a Él”



León Faras.

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