II.
“Hubo
una época, en la que yo estuve involucrada en el mundo de la prostitución.
Apenas tenía quince años cuando empecé, no había mucho más que una chiquilla
como yo pudiera hacer para ganarse la vida. Conocía a una mujer que me ayudaba
tanto como podía, me dijo que no era la mejor forma de ganarse la vida pero que
tampoco estaba tan mal. También me dijo que mientras antes empezara, era mejor.
Esa era la verdad. Yo estaba sola, mi padre fue partisano, murió en la guerra,
mi madre decía que fue amor de una sola noche, pero que realmente le amó, yo
siempre le creí. Ella murió de cólera, en un tiempo en el que enfermaba y moría
todo el que no alcanzaba a escapar, yo no escapé, y sin embargo la enfermedad
no me tocó, esa fue mi primera señal, aunque para mí en ese momento, sólo fue
suerte, buena o mala pero sólo suerte. Fue entonces cuando la mujer que te dije
me llevó con ella a su trabajo, era un negocio de puras mujeres, la regenta,
una mujer grande llamada Mercedes, dirigía el local con mano de hierro, se
había ganado el respeto y la admiración de todos y todas. Era el típico burdel de pueblo, a medio camino entre una cantina y una casa de citas. De inmediato me
aceptó y me puso a trabajar a su lado para que aprendiera las mañas del oficio
y me acostumbrara al ambiente, ya sabes, la vida de noche, de fiesta y
borrachos con los que hay saber lidiar. Podía uno acostumbrarse a ese mundo y
su gente, eran casi siempre más o menos los mismos, todos tenían su historia,
su carácter y sus gustos y Mercedes los conocía todos. Nadie se metió conmigo
mientras estuve a su lado. Cuando decidió que ya había pasado un tiempo y que
ya estaba bien aconsejada por todas, me dijo que era la hora de que me encamara
con mi primer hombre, yo me angustié pensando en cuál de todos esos señores
mayores que día tras día le ofrecían dinero a Mercedes por ser los primeros ganaría
al final, y por qué estaban dispuestos a pagar el doble, si yo no sabía más que
lo que me habían dicho y lo que había logrado ver por la rendija cuando me
mandaban a mirar “Cómo se hacía.” Pero Mercedes me dijo que no sería ninguno de
esos, que con las niñas me elegirían uno ni muy viejo ni muy borracho para
empezar. Su nombre fue Eusebio, un muchacho de dieciocho años, muy serio y
formal que estaba de paso porque, según él, me dijo que trabajaba en un circo. Las
chicas le preguntaron si tenía experiencia, como si estuvieran buscando a
alguien para un trabajo, él les dijo que sí, y el trabajo era yo. Lo cierto era
que sabía más o menos lo mismo que yo: que cómo era que se hacía y por dónde.
Nos pusimos a conversar, sin saber cuál de los dos comenzaba, a preguntarnos
cosas que a ninguno de los dos nos importaba, yo me moría de la vergüenza, pero
no por él, sino porque sabía que en ese momento nos observaban por la rendija y
yo no estaba haciendo nada de lo que me habían enseñado. Al final medio nos
desnudamos y lo hicimos, me quedé quieta, como esperando a que pasara algo,
pero al final no pasó nada. Se me hizo que estuvimos en esa pieza mucho tiempo,
mucho más del que debíamos, pero Mercedes dijo que nos habíamos demorado más
bien poco y que eso era lo que nos debíamos demorar, supongo que no consideró
el tiempo en que sólo hablamos. Después de eso empecé a trabajar regularmente,
aunque siempre eran las chicas las que me decían “Con este sí y con ese no…” Estuve
tres años, hasta el día del parto de la Nuria. Esa mujer se embarazó y siguió
desarrollando su oficio como si nada, todas le advirtieron que eso no se hacía,
que podían golpear al niño en la cabeza y dejarlo tonto de por vida, incluso la
Mercedes se lo advirtió, que ella conocía innumerables casos, pero Nuria
insistió en que al niño no le pasaba nada. Ella era gitana, ¿sabes? Ellos
tienen otras creencias. El asunto, es que por más que le advertimos, al final
algo malo tenía que pasar, el niño venía con el cordón enrollado al cuello, y
encima, esta mujer estaba convencida de que las mujeres debían parir de pie,
¡Cómo los animales! Esa noche no se atendió a nadie, el Pedro, el acordeonista
y esposo de Mercedes, se quedó en la puerta despachando rápidamente a todo el
que llegaba. Entre cinco mujeres trajimos a ese niño al mundo, aunque yo sólo
le apretaba la mano a Nuria y le rogaba a Dios y a la Virgen para que todo
terminara pronto y saliera bien, pero cuando celebrábamos que el niño por fin
había nacido y que por fin podíamos tumbar a la Nuria, nos dimos cuenta de que
el bebé no respiraba, Mercedes ya había hecho todo para animarlo y no sabía qué
más hacer, entonces yo lo tomé, no sé por qué, y le dije a Dios que yo hacía lo
que fuera con tal de que él dejara vivir a ese niño, y de un palmazo, el niño
empezó a llorar, esa fue mi segunda señal, creo yo, porque mientras más lo pienso,
más creo que fue un auténtico milagro. Fue entonces que la Nuria me dijo que yo
tenía el don, y yo le pregunté que qué don, y ella me dijo que era el don de
ser escuchada por Dios. Yo le dije que Dios escuchaba a todos, pero ella me
dijo que no, que todos le pedíamos a Dios pero que Él no los escuchaba a todos,
que eso era imposible, hasta para Dios. Después de eso, la Mercedes me dijo que
debía irme, pero que no me estaba corriendo, sólo que debía irme, que ese lugar
no era para mí, que se le notaba a una de lejos cuando no pertenece a un sitio
y que ese no era mi sitio, que mi vida me estaba esperando en otra parte, así
me lo dijo, no hubo ninguna que no le diera toda la razón en eso. Días después,
y por pura casualidad, conocí a la hermana Marta, la misma que ahora está
postrada en cama, esa fue la tercera señal, porque fue como cuando el destino te
pone a la persona indicada justo delante. Ella me indicó el camino. Yo nunca había
pensado en ser monja, pero lo supe en cuanto la vi. Y ella también lo supo, creo”
Lo
cierto era que Elena había pasado varias horas acompañando a la hermana Marta, antes,
cuando fue enviada por el cura al convento y ahora que llevaba algunos días por
su propia voluntad, y la monja anciana siempre hablaba con notable orgullo de su
relación con la hermana Marcos, diciendo que aquella era una santa, que su relación
con Dios se podía palpar y que era del tipo de personas que la humanidad necesita,
pero no mencionó nunca nada de esto, sería que no sabía nada. “Y dígame hermana,
¿Cree usted que Dios nos escucha a todos o sólo a algunos?” Preguntó Elena, sentada
en el patio del convento de las Hermanas de la Resignación donde había pasado los
últimos días, “Sin duda nos oye a todos…” respondió la hermana Marcos, poniéndose
de pie, “…lo realmente complicado es oírlo a Él”
León Faras.
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