sábado, 27 de julio de 2019

Humanimales.


IV.

El camión cisterna era un buen refugio, tenía una entrada por abajo y otra por arriba, y el interior había sido acondicionado para habitarlo, de manera muy precaria, pero útil, con un lecho donde recostarse y varias repisas donde acumular cosas, pero no por Mica, sino por alguien mucho antes que ella. Como ese, había muchos otros lugares donde esconderse o donde resguardarse dentro del cementerio. Llegó un momento, en el que, no sin algo de desconfianza por parte de los muchachos, bajaron a tierra firme, un espacio aislado donde los carnófagos no podían entrar, allí tenía Mica su hogar, en la altura, en una meseta de chatarra, al borde de un pequeño acantilado de desperdicios metálicos: era una choza redonda con el techo como un cono, la ingeniería más simple, hecha íntegramente con partes de carrocería de los innumerables vehículos ahí apilados, ella sólo había hecho algunas reparaciones y modificaciones, pues la casa en sí, ya estaba construida de antes que ella llegara. Frente a ellos, un grueso muro de desperdicios, cuya única forma de atravesar, era a través de las puertas de un automóvil empotrado allí, y al otro lado de éste, bajo un gran conteiner suspendido en el aire, una escalera que les permitía la entrada por abajo a la choza de Mica. Un sitio acogedor, ordenado, con espacio, bien iluminado y con un lugar en el centro para el fuego, y lo principal, inaccesible para cualquier carnófago. Tanco se quedó profundamente interesado en un recipiente de metal del que sobresalía un trozo de tela que ardía y ardía sin llegar a consumirse nunca, lo que no parecía tener ningún sentido, “Es una lámpara…” explicó Mica, “…la dejo prendida toda la noche o hasta que se consume. No es la tela la que arde, sino el líquido que está dentro, hay mucho de eso por aquí y hasta donde yo sé, no sirve para nada más que para quemarlo” Casi nadie había oído hablar de un líquido que se pudiera quemar, y la verdad, es que la chica tampoco, alguien antes de ella se lo había enseñado, junto con muchas otras cosas útiles, quien a su vez, lo había aprendido de otro antes que él, que seguramente se le fue dicho por alguien más, antes, y así, hasta el constructor original de esa casa que no había sido ninguno de ellos. También había aprendido las técnicas para obtener alimento en un lugar así: mantener revisadas las trampas para ratas, observar los puntos de anidación de las aves para obtener huevos, cómo y dónde cazar a esas aves, y por supuesto la recolección de insectos, semillas, raíces e incluso algunos frutos que se podían encontrar en ciertas épocas del año. No eran tierras fértiles debido al agua, por lo que aquello no dejaba de ser una pequeña proeza, “¿Y qué hacen dos incursores como ustedes, paseándose por el Yermo con una niña humana pura?” Mica soltó su pregunta con toda naturalidad, mientras encendía el fuego central de su casa, que era a base sólo de leña. Límber no estaba tan seguro de aquello de “humana pura”, para él, como para la mayoría, los humanos puros estaban extintos desde hace ya bastante tiempo, “¡Claro que no!” respondió la chica, y luego agregó, “…al menos, no hace tanto tiempo. Mi abuelo los vio y lo sostuvo, aunque muchos no le creyeron, hasta el último día de su vida. Dijo que hablaban una lengua extraña, pero por lo que pudieron darse a entender, dijeron que venían de algún punto al otro lado del océano de arena…” La niña seguía deshollejando sus semillas y comiéndolas sentada en el suelo, sin el menor interés en lo que se hablaba. Tanco sonrió incrédulo mirando a Límber y luego a Mica, “Nada vivo puede cruzar el gran océano de arena. Eso es imposible” La chica se puso de pie para coger algunas de sus ratas despellejadas y secas a sol y sal, “¿Por qué estás tan seguro de eso?” preguntó, abriendo aún más los ojos. Tanco no podía creer que alguien preguntara algo así, “Porque en cien generaciones, nadie lo ha hecho” Mica lo miró inconforme, como si esa respuesta no fuera suficiente, “Bueno, tal vez lo imposible sólo sea aquello que nadie ha hecho todavía”

Mientras comían, Mica les explicó que ella venía del Zolga, sola con su abuelo, habían llegado a trabajar allí siendo ella muy jovencita; venían de la tribu de Mirra, a la que pertenecían. Estuvo muchos años allí en los que sólo se dedicó a trabajar, hasta que su abuelo murió y ella decidió que no seguía más. No le dieron nada para el camino, más que lo que llevaba puesto, pero tampoco nadie intentó retenerla, sin embargo, ella había hecho su pequeño equipaje durante varios meses, y había juntado y escondido algunas provisiones durante los últimos días, pero se olvidó del agua, el agua era tan abundante en el Zolga que jamás se imaginó que la necesitara en cualquier parte. Estuvo a punto de morir de sed en el Yermo, pero un hombre llamado Nurba la encontró y la llevó allí, al cementerio de chatarra, él le enseñó todo lo que debía saber para sobrevivir allí y luego de un par de años, simplemente desapareció. Por más que lo buscó, no encontró nada, ni un rastro, ni un resto, nada, como si nunca hubiese existido. Por su parte, los chicos le contaron cómo habían encontrado a la niña en un refugio junto a un muerto y que sin saber muy bien, cómo ni por qué, habían terminado cuidando de esa niña y llevándola a Portas. Mica miró a la niña muy preocupada y luego a los dos hombres, “¿Ustedes piensan llevar a esta niña a Portas?” El olor a rata asada ya inundaba la choza, Límber esbozó una sonrisa mirando a su compañero. Esta chica hacía preguntas muy raras, “¿Y a dónde la vamos a llevar si no?” preguntó, levantando las cejas. Mica no sabía a dónde podían llevarla, “La van a drenar, ¿Verdad? Eso no es muy distinto de cualquier carnófago…” Límber no entendía aquello, “¿Qué; a drenar?” miró a su compañero, luego a Mica y luego de nuevo a Tanco, éste no se veía sorprendido, “¿Por qué?” preguntó, sin dirigirse a ninguno en particular, o a los dos. Mica respondió, “Se dice que la sangre de humano puro, es lo único efectivo para tratar la Vesania Atávica, ¿No lo sabías?” “No…” respondió Tanco, mirando a su compañero y masticando un trozo de carne de rata, “…en su familia nunca ha habido dementes…” Límber había oído alguna vez acerca de aquello, pero como un rumor, un cuento muy, muy viejo, el que no debía de tomarse muy en serio, “Pero si no ha habido humanos en generaciones, ¿Cómo pueden estar seguros de eso?”, “Nadie lo está…” respondió Mica con calma, “…pero aún así, es una creencia irrefutable y muchos estarán dispuestos a lo que sea, si saben que pueden conseguir un poco. Unos a pagar y otros a matar” “La ocultaremos en mi casa” propuso Tanco, muy serio, como una decisión ya tomada hace tiempo, Límber no estaba convencido, sonreía incrédulo “Ocultarla en tu casa, ¿Cuánto tiempo piensas mantenerla oculta?” “Cuánto sea necesario” respondió su compañero, cada vez con más gravedad. Límber borró la sonrisa de su rostro, “¿Necesario para qué?” No obtuvo respuesta, pero tampoco la necesitaba. “Si la llevan allá, la destrozarán y a ustedes también, si intentan evitarlo” Dijo Mica, cruzándose de piernas en el suelo, junto a la niña. Las ratas estaban listas, pero hace rato nadie las comía, “Dije que la ocultaremos…” repitió Tanco, mirándola amenazante. Tal vez sólo por costumbre, pero tenía su escopeta en la mano apoyada en el suelo, como un bastón “Debemos pensar en otra cosa…” reflexionó Límber, “…es imposible que la hagamos pasar desapercibida” “¡Entonces por qué no se la entregaste a Yagras, si ahora resulta que no la quieres llevar con nosotros!” El tono de Tanco era ahora insolente, “¿Yagras, Yagras de Yacú? ¿Qué tiene que ver Yagras de Yacú en todo esto?” preguntó Mica, preocupada. Límber quiso saber si le conocía y la chica respondió de inmediato “¡Claro que sí! De dónde creen que Yagras obtiene los carnófagos para su maravilloso carro…” Ambos hombres se miraron, Mica continuó, sin orgullo en su voz, más bien como justificándose, “…sí, de tanto en tanto viene y se lleva un par de mis muchachos, dice que están más domesticados que los de campo abierto, yo los veo a todos iguales” Límber estaba de acuerdo con eso último. Éste le habló sobre su encuentro con el líder de la tribu de Yacú y aquello que decía estar buscando, Mica detuvo su narración con la palma de su mano para poder aclarar una idea en su mente, “espera… dijeron que la niña la habían encontrado junto a un muerto, ¿Cómo era ese muerto?” Los muchachos se lo describieron tal y como lo recordaban, Mica se quedó un rato mirando el fuego. No se le hacía nada familiar. Le contaron que habían arrojado el cuerpo a la barriga profunda del barco quebrado, de donde era muy difícil de sacar, pues se trataba sólo de un pequeño agujero cuadrado en medio de una enorme cavidad de vacío que no ofrecía ninguna forma de subir o de bajar y con el fondo inundado de aguas oscuras y podridas. Finalmente, Límber le mostró las cosas que el difunto portaba: el revólver, no le pareció conocido de nada, un cuchillo artesanal de los Yacú, sólo ellos podían usar piel de carnófago en sus empuñaduras, y el otro más pequeño y elaborado, que sí llamó su atención, lo conocía, lo había visto muchas veces antes, pertenecía a Nurba, aunque no había forma de saber cómo había llegado a las manos de ese hombre muerto de Yacú, suponiendo que era de Yacú, mientras que la única que podía saber algo al respecto, la niña, no había soltado una sola palabra desde que la habían encontrado ni tampoco parecía entender nada de lo que se hablaba, ajena a todo, no desaprovechaba ninguna oportunidad para reponer fuerzas, esta vez, con el agua y la comida de Mica, disfrutando de una buena rata asada.



León Faras.

viernes, 12 de julio de 2019

Humanimales.


III.

En el Yermo, el agua era abundante hasta el punto de ser molesta en el suelo y bajo éste, cualquier pequeño agujero se inundaba rápidamente, pero tal agua tenía que ser filtrada y hervida antes de beberse y aun así sabía horrible. Sólo el agua que bajaba de los cerros, de las partes altas o de la lluvia misma, eran buenas para el consumo inmediato. Y el único lugar cercano para obtener agua buena, era el Plato, una roca plana que había cedido su forma ante un inagotable hilo de agua cayéndole constantemente, quizás, desde el tiempo de los humanos, lamentablemente, el Plato era frecuentado por manadas de carnófagos, que no buscaban agua, precisamente, “Iremos por el cementerio de chatarra, nos tomará más tiempo, pero nos mantendremos a salvo, además, podremos ver desde lejos cualquier carnófago merodeando, ¿Qué opinas?” Límber se había detenido frente al gran cementerio de chatarra, el lugar al que todos los antiguos vehículos terrestres humanos, habían ido a esperar el retorno de sus amos. Ni de cerca eran todos, pero sí muchísimos, y la verdad era que tampoco esperaban nada. Había un pequeño sendero armado por encima de camiones, acoplados y pilas de autos, que los mantenía lejos del piso y a salvo, “Es la mejor opción que tenemos. Necesitamos proveernos de agua” dijo Tanco, observando intrigado a la niña que, en cuclillas, recolectaba pequeñas cositas que parecían regadas por el piso, luego regresó con los bolsillos llenos de ellas, metiéndole dientes y uñas a una, hasta liberarla de su duro hollejo y hacerla desaparecer dentro de la boca, sin preguntar, le dejó caer un puñado en la mano a Tanco, que lo observó con la misma desilusión que antes a la bolsa de arena, y otro para Límber, que no tardó en deshollejar una con sus incisivos y probarla. Eran semillas y para éste último, estaban mejor, incluso, que la raíz morada. No le molestó recibir también las de su compañero, al que no le parecieron nada gratas de comer. Un ave de rapiña los observaba desde la altura de un poste, varias más giraban en el cielo sobre sus cabezas, las aves aún gobernaban en los cielos y prosperaban, al igual que los peces en las grandes masas de agua, sólo los condenados a vagar por la tierra permanecían atados a la constante de tener que luchar por la subsistencia. El camino, por sobre los vagones y conteiner, era bastante sencillo y seguro, pero las pasarelas que unían a éstos, podían ser no más que tablones, planchas de metal o simplemente cuerdas, peligrosas para cualquiera que sufriera un descuido o simplemente un mal paso de mala suerte, pues muchas veces no era fácil volver a subir y aunque no se habían visto aún, los carnófagos patrullaban constantemente los callejones y muchos de éstos eran callejones sin salida. La niña caminaba confiada masticando sus semillas, y hasta se le hacía divertido cruzar algunas pasarelas con los brazos abiertos como una equilibrista, Tanco se mantenía cerca de ella y Límber echaba un vistazo atrás cada vez que podía. Llegaron hasta la gran grúa que dominaba en altura toda la enorme extensión del cementerio de chatarra, mientras su compañero se quedaba con la niña en la parte baja, Límber la escaló hasta casi la punta de su poderoso brazo estirado, desde la altura se podía divisar los alrededores del Plato, llevaba en el bolsillo de su chaqueta, un pequeño binocular con uno de sus lentes estropeados, que usaba como catalejo. Divisó un carnófago pasar a lo lejos, se veía indeciso, como no muy convencido de hacia dónde debía ir y qué debía hacer. La respuesta a eso, era otro carnófago con el que tenía una disputa y que parecía estar más seguro de sí mismo y de su jerarquía, pero no era una disputa territorial, sino, alimenticia. Al acomodarse mejor, Límber vio un pequeño grupo de cuatro carnófagos dándose un festín y un quinto que quería participar de la fiesta y no se lo permitían. Comían de un cuerpo del que ya no se podía deducir ninguna apariencia física válida para reconocerle, algún desafortunado, cuya sed era más fuerte que cualquier precaución, seguramente, eso justificaba la presencia de las aves, siempre a la espera de poder aprovechar las sobras. Desde allí, se podía ver incluso los ojos negros de enormes pupilas de los carnófagos, que resaltaban en su piel lampiña de un blanco sucio. Límber se volteó justo en el momento: la niña caminaba sobre una puerta de un vehículo que servía de puente entre la grúa y un camión cisterna, sólo pasaba por ahí como un juego, cuando la ventana de ésta cedió y la niña cayó al suelo, el sonido llamó la atención de los carnófagos que de inmediato se movilizaron. Límber bajaba tan rápido como podía, mientras Tanco estiraba al máximo su brazo tratando de que la niña lo alcanzara, pero por más esfuerzo que hacia la pequeña, le era imposible. En ese momento, oyó el grito de su compañero que le advertía que pusiera atención al callejón, un carnófago se aproximaba, Tanco cogió su escopeta, lo apuntó, podía dispararle, pero eso llamaría la atención de todos los carnófagos cercanos. Intentó llamar su atención con gritos, aleteos y golpes en las latas, pero para el carnófago, él estaba fuera de toda posibilidad, sin embargo, de alguna manera sabía que había otra presa mucho más accesible y la buscaba, con todo el rostro lleno de sangre y restos del cadáver que antes devoraba. Límber llegó en ese momento apuntándole también con su rifle, el carnófago hizo un sonido parecido al de alguien que está siendo estrangulado, mostrando todos sus asquerosos dientes, pero más allá de eso no le prestó ninguna atención y siguió con su búsqueda. Dos carnófagos más aparecieron en ese momento, pronto tendrían a toda la manada encima, ya habían pasado largos segundos sin ver a la niña, “¡Voy a bajar!” gritó Tanco, “¡Espera, voy a cubrirte!” le respondió su compañero, pero no hicieron nada, la niña gritó en ese momento, y su grito fue largo y desplazado, como si algo la hubiese arrastrado y luego, nada. Desapareció. La buscaron desde donde estaban, le gritaron, dispuestos a saltar en su ayuda si es que la veían u oían con alguna mínima esperanza de vida, pero nada, sólo carnófagos que aún merodeaban buscando su presa, que estaban seguros, que les pertenecía. Tanco golpeó con los puños las latas del camión donde estaba, y cogió su arma, dispuesto a volarle la cabeza a una de esas bestias en un intento inútil de venganza, un arrebato de frustración, pero su compañero, que aún escudriñaba los alrededores con sus ojos, pero sobre todo con sus largas orejas, lo detuvo. Levantó su dedo para que pusiera atención y luego lo dirigió hacia abajo, pero no hacía el suelo, sino a sus pies, bajo sus pies, dentro del gran estanque de agua sobre el que estaban parados. Tanco se agachó hasta pegar uno de sus oídos sin orejas al metal y ambos se quedaron mirando en completo silencio, sorprendidos. Había algo vivo ahí dentro.

La compuerta de llenado del estanque se abrió en ese momento, ambos la apuntaron con sus armas aun sabiendo que ningún carnófago sería capaz de hacer algo así, “¡No disparen!” gritó una voz femenina desde dentro, era una voz agradable, a pesar de lo cavernosa que se escuchó debido al encierro metálico donde estaba. Una chica asomó la cabeza, no era el tipo de persona que uno se espera encontrar en lugares y situaciones como esa; era joven, de ojos grandes, chispeantes y sonrisa inagotable. Tenía un par de graciosas orejas largas que le colgaban a cada lado y dos pequeños y afilados cuernos en la cabeza. Muy menuda, llevaba un arco cruzado. Luego de salir, ayudó a salir a la niña de adentro, totalmente ilesa. Se presentó como Mica y dijo que los había estado observando desde que habían entrado en el cementerio de chatarra, “¿Pero tú qué haces aquí?” preguntó Límber, mirando a su alrededor, “Yo vivo aquí” respondió la muchacha señalando todo su alrededor, “¿Aquí, con ellos?” Tanco señaló a los carnófagos que aún se paseaban esperando alimentarse, Mica se encogió de hombros con su sonrisa persistente, como quien se justifica de algo que parece muy tonto, pero le gusta, “Ah, los chicos y yo nos llevamos bien, ellos cuidan aquí, mantienen las visitas molestas alejadas. No ustedes, por supuesto. Es un lugar seguro, ellos son predecibles. Con ellos siempre sabes lo que puedes y lo que no puedes hacer…” luego, miró a los carnófagos con profunda decepción, como una madre que ve un tremendo desorden en su casa que acaba de limpiar, “¡Cielos, chicos! Les di comida esta mañana, no puede ser que siempre estén hambrientos” y cogió su arco y una flecha, Límber y Tanco retrocedieron un paso, por un segundo, temieron convertirse en el alimento, pero Mica le disparó a uno de los carnófagos en una pierna, luego miró a los chicos, “Si quieren que ellos coman y los dejen en paz un rato, no los maten, no son carroñeros a menos que tengan mucha hambre y traten de no usar esas armas aquí, deben haber unas dos docenas de ellos merodeando por aquí y no querrán tenerlos a todos juntos de una sola vez. Vámonos, no querrán ver esto” Echaron a caminar tras Mica, mientras a sus espaldas, se oían los gritos del carnófago herido siendo atacado por sus compañeros, doblegado y devorado vivo. El líder caía en desgracia y uno nuevo surgía.



León Faras.

jueves, 11 de julio de 2019

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXV.

No siempre su nombre fue Cornelio Morris, en realidad, nació con el nombre de Julio Monte, pero “El Circo de Rarezas de Julio Monte” no sonaba nada espectacular, aunque él no sabía nada de eso cuando llegó al bar de la dulce Judy. Ella no era una mujer especialmente atractiva, pero no le decían “dulce” por nada, era la mujer más encantadora y cariñosa del mundo, y trataba a todos sus clientes con una sonrisa, tiernas caricias y palabras bonitas, sin importar quien fuera o si era la primera vez que lo veía. Cornelio, o Julio en ese momento, llegó allí a tomarse una cerveza, estaba quebrado y se le estaban agotando las ideas, había gastado sus ahorros en una mina que no arrojaba más que kilos y kilos de roca sin valor y su socio, un médico de nombre Narciso, quien lo había convencido de invertir en la mina, había abandonado el negocio hacía dos semanas, alegando que había sido una mala inversión, Cornelio sospechaba que había sido estafado, y encima, Beatriz, la mujer con la que estaba, le había salido con que estaba embarazada. Él quería fortuna, no un hijo. En una mesa apartada, un hombre rió a carcajadas, había vuelto a ganar, esa noche estaba imparable, jugaba al Cacho con dos hombres más, un juego llamado así, porque se jugaba con cinco dados dentro de un vaso hecho de un cacho de vaca, uno de esos hombres llamó la atención de Cornelio, era muy peculiar, pelo largo, rubio, ojos azules, a Cornelio se le antojó parecido al Jesucristo de las pinturas, sonreía a pesar de haber perdido su dinero, mientras la dulce Judy le llenaba el vaso. Cornelio volvió la vista a su cerveza. Estaba quebrado. Cuando miró a su lado, el hombre parecido a Jesucristo estaba parado ahí, mirándolo entre curioso y divertido, como si lo conociera, aunque para Cornelio si alguna vez hubiese visto a un hombre con ese aspecto, no se le hubiese olvidado, tampoco su nombre le pareció familiar cuando el hombre se presentó como David Franco, “Parece que ha perdido buen dinero…” comentó Cornelio, por decir algo, “Yo jamás pierdo, Julio…” a Cornelio le pareció un fanfarrón, pero además uno que sabía su nombre. David sonrió, “…no me mal interprete, considere ese dinero gastado como una inversión. Yo no le apuesto a los dados, le apuesto a las personas, y en quien vine a apostar hoy, es en usted” Cornelio lo miró como si lo estuviesen intentando convencer de comprar unicornios azules. Rió “¿Se quiere burlar de mí?” David Franco no se burlaba de nadie, “Ese hombre que está ahí…” señaló al hombre con buena racha en los dados, “…es Mario Gutiérrez, él es un adicto a las apuestas, y ahora que ha ganado buen dinero, gracias a mí, le aseguro que no piensa en retirarse. Él tiene dos camiones estacionados allá afuera, ahora, usted va ir a jugar contra él, y se los va a ganar” “Escuche amigo, estoy quebrado, ¿Quiere que haga el ridículo sentándome ahí con la miserable cantidad de dinero que tengo?” David Franco secó de un trago su vaso, “Lo sé, lo estafaron con esa mina, su amigo doctor lo sabía, después podrá encargarse de él. Pero déjeme decirle algo: sólo los perdedores necesitan dinero para apostar, no los que ganan” Cornelio lo miró con las cejas apretadas y la boca chueca, “¿Quién carajos dijo que era usted?” David sólo sonrió con una sonrisa perfecta.

Cornelio aceptó jugar finalmente, y Mario Gutiérrez, Don Guti, aceptó encantado al nuevo rival, tan contento estaba que le pidió a la dulce Judy, cerveza para los cuatro, David también se sentó junto a Cornelio, aunque no aceptó jugar, alegando que ya había tenido suficiente. Julio Monte no perdió un solo juego en toda la noche, no lo podía creer, aquello no podía ser sólo suerte, Don Guti también pensaba lo mismo, que no podía ser sólo suerte, aunque, David Franco se lo recordó, antes era él quien no perdía nunca. Cuando finalmente se quedó sin dinero, Don Guti apostó uno de sus camiones, Cornelio le dijo que los dos, contra todo el dinero que había perdido, y Don Guti aceptó, tenía una jugada preparada: ambos golpearon sus cachos sobre la mesa sin levantarlos, y Don Guti pidió “cambalache”. Cuando uno sospecha que le están haciendo trampa con los dados, se intercambian los cachos ya tirados boca abajo y que la suerte hable, Don Guti levantó un trío de ases y un par de cincos, un full, nada mal, Cornelio, asustado, miró a su amigo David Franco en busca de algo de confianza, luego a Don Guti que esperaba ansioso para ver su jugada: cuatro seis, un póker. Aquello era insultante, Julio Monte volvía a ganar. Don Guti se puso de pie con un revólver en la mano, “¡A mí no me vas a ver la cara, maldito hijo de p…!” Cornelio levantó las manos, pero David Franco se puso de pie, abriéndose la chaqueta, don Guti juró que le vio un arma en el cinturón y disparó contra él. El arma humeaba por el cañón, pero la bala había desaparecido, era imposible que hubiese fallado a esa distancia, pero David no tenía nada, sólo lo miraba como se le mira a quien acaba de hacer una estupidez que no es graciosa. A su lado, Cornelio se apretaba las orejas enterrado en su silla. “Las armas pueden ser traicioneras, amigo Gutiérrez, no debería usarlas así, a la ligera” dijo David Franco, abriéndose la chaqueta y mostrando que no llevaba ningún arma escondida. Tardó varios segundos Don Guti en sentir la humedad y el calor de su propia sangre, pero no se atrevió a mirarse, era inverosímil, pero su bala, su propia bala, había terminado alojada en su pecho, las fuerzas lo abandonaron y sin entender cómo, se desplomó sobre la mesa, sin vida. Tomaron el dinero, las llaves de los camiones y el arma, un hermoso revólver Colt 45, luego le dejaron una pequeña porción a la dulce Judy por las cervezas y las molestias, y se fueron. Antes de despedirse aquella noche, y de quedar para verse dentro de un tiempo, Cornelio preguntó por qué lo había elegido a él para hacerlo ganar ese dinero y esos camiones de los que ahora era dueño, David le respondió que ese era sólo el comienzo, “…Ya te lo dije, para los hombres, el dinero es lo más valioso, pero, para quien tiene todo el dinero que quiere, lo realmente valioso, son las personas. Yo apuesto a las personas, y te elegí a ti, porque tú tienes algo que pocos hombres tienen: el valor de hacer lo que sea necesario para conseguir lo que quieren. Lo que sea. No le puedo ofrecer el poder y el dinero a quien no está dispuesto a pagar el precio y la mayoría, no lo está, pero tú sí” Cualquier persona hubiese preguntado cuál era ese precio que debía pagar, de qué se trataba, pero no Julio Monte, el sí estaba dispuesto a hacer lo que fuera a cambio de poder y dinero.



León Faras.

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXIV.

Apenas Von Hagen colgó el teléfono, luego de dar a Vicente Corona su escueto mensaje sobre el nombre del pueblo donde estaban, información que le tuvo que otorgar Marta, la secretaria, salió de la consulta del doctor una mujer flaca como un espárrago, envuelta en un pomposo abrigo de piel, las manos enguantadas y varias joyas a la vista: la esposa del médico. Se brindaron con Marta un saludo forzado y cínicamente amable para despedirse, y se retiró. Por la puerta de su despacho asomó la cabeza el doctor Parragorda, era un hombre mayor, calvo, de lentecitos diminutos, con una mandíbula lamentable, casi inexistente y una barriga que contrastaba con el resto de su cuerpo flaco y lánguido, pero con una innegable vocación de servicio, que no dudó un segundo en coger su maletín y acompañar a aquel hombre peludo al circo, no sin antes señalar lo interesante que le parecía la hipertricosis de Horacio, éste no entendió a qué se refería y sólo se limitó a aclarar que él estaba bien y que el enfermo era otro.

Generalmente lo echaban a la suerte pero esta vez Damián Corona no había querido discutir y le había cedido la cama a su hermano y él se había acomodado en el sofá, de todas formas había consumido el hastío del día durmiendo y bebiendo coñac allí y pensaba continuar la noche de la misma forma y en el mismo lugar. Cuando le golpearon la puerta por la mañana, dormía en el sofá, sentado, aún vestido, con el cenicero lleno y la botella casi vacía. Se despertó de un salto, se restregó con furia los ojos y el resto de la cara y se rascó gustoso la axila izquierda. Luego de un bostezo, ya comenzaba a dormirse otra vez, pero volvió a oír los golpes. El impulso esta vez, le alcanzó para ponerse de pie, medio desorientado, se dirigió a la puerta, allí había un muchacho con una pequeña nota de papel en una mano y la otra estirada esperando su recompensa, la nota decía “San Antonio de Sotosierra” Damián tardó varios segundos en enterarse de lo que estaba pasando, al final, el muchacho optó por explicarle que un hombre había llamado a la tienda para decir que el circo de Cornelio Morris se había trasladado a un pueblo llamado así, “San Antonio de Sotosierra” Entonces el hombre reaccionó, su cerebro, aturdido aún por el coñac y el mal dormir, logró unir los puntos y todo su ser se iluminó. Le dio una generosa propina al muchacho, despertó a su hermano y se metió a la ducha. Un par de horas después, cuando la emoción del momento pasó y la resaca volvió, viajaba arrellanado en su asiento mientras su hermano Vicente conducía.

El doctor Parragorda se puso el tapaboca, tomó el pulso y escuchó los pulmones del enfermo, fue extremadamente dramático al indicar que, según su experiencia, lo que Eugenio Monje presentaba, podía ser tisis, aquello era lo más probable. Se notaba en un estado bastante agravado, lo que no era raro, debido a las condiciones en las que vivía y su avanzada edad. Él no podía hacer mucho, necesitaba de un sanatorio, de cuidados rigurosos y aun así, una recuperación no era nada segura ni probable, había visto y atendido a muchos tísicos en su vida como para estar seguro de que era una enfermedad dura de vencer y con la que muchos simplemente morían, sobre todo las personas con las defensas bajas, mal alimentadas o viejas. Todo esto lo mencionó en privado a un Cornelio que endurecía el rostro cada vez más fastidiado, hasta que finalmente sólo se limitó a despachar al médico de forma cortés pero ruda. El médico se espantó un poco, pero finalmente se retiró digno, sin que nadie lo acompañara a la salida. Sólo obligado por su integridad profesional, se atrevió a advertir de lo contagiosa que podía ser la enfermedad, advertencia que no debía ser tomada a la ligera, pues se trataba de un circo itinerante que podía esparcir una enfermedad por todo el país como un reguero de pólvora. Entonces Eusebio exigió traer al Curandero y al no encontrar objeción, él mismo lo fue a buscar.

Era una caja de madera de mediano tamaño, suficiente como para que fuera transportada por un solo hombre, pero demasiado pequeña como para contener uno en su interior. Era de una construcción fina y sólida, bien pulida, con bordes redondeados y una elegante y ornamentada cerradura de metal, aunque sin espacio para introducir una llave, al menos no por el exterior. Cornelio ordenó dejar completamente a oscuras la tienda del enfermo, una sola vela, sin palmatoria, sujetada por la mano del asistente, debía ser la única luz en el interior, luego, le ordenó a Horacio que fuera en busca del enano, de Román Ibáñez, Horacio intuyó de inmediato lo que su jefe pretendía y se negó, Cornelio no lo podía creer, lo miró como si de alguna manera, algo o alguien hubiese cambiado al Horacio Von Hagen que todos conocían, incrédulo, hizo algo que odiaba hacer, repetir la orden, pero Von Hagen volvió a negarse. Eso era insólito, Horacio nunca había hecho algo así, ni él mismo se hubiese creído capaz nunca, pero ahí estaba, tan firme como puede estar una ramita delgada y seca frente a una tormenta, “No. Morirá. Está débil, no resistirá… va a morir si le quitan la sangre…” Cornelio lo miraba ahora como a ese perro al que, no sólo se le ha perdonado la vida, sino que además se le ha alimentado y cuidado y de pronto muestra los dientes “Pero qué rayos…” Encima, Horacio lo interrumpía arremangándose la camisa, “Yo lo haré, yo le daré la sangre que quiera el curandero…” Eusebio gritó desde la tienda que todo estaba preparado y Horacio entró sin esperar el consentimiento de su jefe. Éste se quedó allí, apretando el puño y los dientes, molesto, más que molesto, iracundo. Su autoridad era incuestionable, nunca antes había pasado algo así y no podía volver a suceder. Por su parte, pasaría un tiempo antes de que Horacio comprendiera lo que acababa de hacer, en ese momento sólo estaba concentrado en abrirse las venas. Una pequeña herida en las venas de la muñeca, suficiente para arrojar un constante hilo de sangre sobre un plato tallado en la tapa de la caja de madera, con un pequeño agujero en medio por el que la sangre se colaba. Largos minutos de espera y una más que prudente cantidad de sangre derramada hicieron su efecto, la cerradura comenzó a girar despacio, dramáticamente, chillando al roce del metal, hasta que un golpecillo metálico anunció que el seguro estaba abierto. El silencio era tal, que incluso esos sonidos eran perfectamente audibles. Horacio pudo detener la pérdida de sangre con un pañuelo, justo antes de que comenzara a desvanecerse. Del interior de la caja se asomaron unos dedos sujetos al borde, dedos de la mano de un hombre adulto, aunque muy delgado, luego emergió de la oscuridad del interior, la cabeza, calva y demacrada, con los párpados, las orejas y los labios cosidos, de su cuello colgaba una pequeña llave de hierro. Se trataba de un hombre maduro, aunque no anciano, con un cuerpo disminuido, del tamaño del de un niño muy delgado, de no más de siete u ocho años, salvo por las manos, pies y cabeza, cuyo tamaño era desproporcionado con el resto del cuerpo. Se estiró fuera de la caja, hasta alcanzar con los dedos el cuerpo de Eugenio, tenía las uñas largas y rotas, como si se la pasara rasguñando algo duro y áspero. Con las yemas de los dedos comenzó a acariciar muy tenuemente el vientre del enfermo, Beatriz a su lado, aún le sujetaba la mano a éste último, Eusebio iluminaba todos los movimientos del Curandero, cuidando, aunque infructuosamente, de no quemarse ni quemar a nadie con las gotas hirientes de vela derretida. El Curandero de pronto se detuvo, cuando pareció atrapar algo entre los dedos pulgar e índice, algo como un cabello prácticamente invisible ubicado entre las costillas, debajo del pezón izquierdo. Comenzó a jalar de él con delicadeza, el pelo no se veía, pero la piel acusaba que estaba ahí, levantándose. Un pequeño agujero se asomó y éste empezó a ancharse, cuando algo comenzó a salir de allí, algo como un gusano de cuerpo irregular, de color verde, piel transparente e interior acuoso que parecía luchar para no ser extraído, el rostro de todos los que presenciaban la curación, era de asco y horror, excepto por el Curandero, que realizaba su labor imperturbable y con toda precaución, pues si tiraba del cuerpo del gusano en una dirección incorrecta o demasiado fuerte, podía romperlo, perdiendo parte de la criatura en el interior del enfermo, donde correría a esconderse a un lugar, del que no podrían volver a sacarlo, y por lo tanto, la enfermedad no desaparecería. El cuerpo del gusano se estiraba peligrosamente amenazando en todo momento con cortarse a la mitad, sin embargo, la pericia del Curandero lograba extraerlo milímetro a milímetro, hasta que de repente: ¡Pop! salió, dejando un limpio, pero desagradable agujero en la piel, del ancho de un bolígrafo, que tardaría meses en cerrarse. El Curandero, por su parte, volvió a meterse en su caja, llevándose al gusano apresado entre las manos donde tardaría un buen tiempo en digerirlo hasta hacerlo desaparecer, tiempo en el que no podría volver a ser despertado.



León Faras.

La Hacedora de vida.


11.

Pensaron en irse a celebrar, Yen Zardo era el más animado, pero Dixi los mandó a todos al infierno, sólo quería darse un baño porque de verdad apestaba, comer algo y luego dormir doce horas sin que nadie la molestara. Luego de unos segundos, todos estuvieron de acuerdo en que necesitaban exactamente lo mismo. Era apenas mediodía cuando Nora y Dixi entraron a su casa, abrazadas, parecían dos borrachas, pero sólo traían una enorme mezcla de felicidad y agotamiento en las venas. Se quedaron paradas tratando de entender qué rayos hacía un hombre calvo tragando sus hojuelas de colores y una mujer menuda de cabello rojo devorando los restos de su flan fucsia en su casa, el hombre se puso de pie pasándose la mano por el bigote y el mentón para quitarse los restos de hojuelas, “Soy el agente Ted Sarco y ella es mi compañera, la agente Dina Popov ¿Es usted…” revisó su libreta, “…Nora?” Nora lo miraba con los ojos pequeñitos, como si le costara enfocar, “Sí…” A esas alturas, no sonaba muy convincente, pero fue suficiente para el agente Sarco, quien miró a su compañera para hacerle notar que la chica que buscaban, no era la ciega, “¿Podemos hablar con usted?”Nora parecía un auténtico muerto viviente que tardaba minutos en procesar cualquier información, “¿Ahora…?” Dixi no entendía nada de lo que estaba pasando, y tampoco le interesaba entender, se fue hacia el baño “Necesito un baño, apesto y estoy a punto de orinarme encima… otra vez” Dina, diligente, se adelantó en llegar al mueble de las toallas, “Permítame ayudarla con las toallas, ¿Cuál prefiere, la roja o la blanca?” Dixi eligió la blanca, pero la agente Popov le pasó la roja, al ver que la ciega no se había enterado de nada, le dirigió una mirada a su compañero acompañada de una sonrisita chueca, para hacerle notar que, tal como ella lo había mencionado, con el Audio-visor no se podía diferenciar colores. “Seremos breves…” dijo el hombre, consultando su libreta, “…mi compañera y yo, hemos estado rastreando el paradero de un robot BR-15 uno en particular, número: 2-32-181-7, ¿lo conoce?” Nora pestañeaba, se restregó los ojos, cansada y luego siguió pestañeando, “¿Qué…?” Aquellas cifras no tenían eco en su cerebro agotado. Dina Popov intervino, “Escuche, hemos rastreado ese robot durante meses, por toda la ciudad, ¿Sabe todo lo que puede moverse un robot mensajero en un solo día? Pues ese rastro termina ahí…” Popov señaló la entrada con su dedo “…justo en su puerta. Ahora debe decirnos, qué sabe sobre ese robot BR-15” “Mi nombre es Boris” le respondió la puerta. Allí venían entrando los muchachos, bañados en sudor y con los niveles de oxígeno al mínimo, luego de haber tenido que cargar la silla y el robot por separado, pero esta vez, escaleras arriba. Dina Popov miró a Nora con una ceja levantada, “¿Le puso nombre?” no la dejó responder, le dirigió una sonrisa burlesca a su compañero “Yo le llamo Hugo, a mi esterilizador” Nora no estaba en condiciones de procesar adecuadamente el sarcasmo, pero aun así se defendió diciendo que ella no le había puesto nombre a un robot, “Él dice que se llama así…” agregó Zardo sin que le preguntaran y buscó la confirmación de su amigo Rochi, “…¿verdad?” Rochi asintió con la cabeza, aún no estaba completamente recuperado para usar el habla. Dixi salió del baño envuelta a medias en una toalla roja, “Nora, ayúdame, no llevo puesto el Audio-visor” Nora fue con ella, “Escuchen, tengo que irme, ¿Sí? Estoy molida y mi hermana necesita mi ayuda… ustedes…” no terminó la frase con palabras, pero lo hizo con gestos y ademanes más que suficientes, para Ted y Dina eso era perfecto, necesitaban un momento a solas para confirmar que ese era el BR-15 que buscaban y si era, debía tener un montón de información valiosa que ofrecerles. Reni Rochi levantó una mano y se fue sin que le dijeran nada, a Yen lo tuvo que invitar el agente Sarco a salir para cerrar la puerta, mientras la agente Popov abría su maletín sobre la mesa y encendía el ordenador que estaba dentro.

Seis horas después, Nora salió de su cuarto para buscar algo de beber, sólo encontró un poco de limonada, o sólo su miserable sucedáneo. Aún tenía sueño y pensaba volver a la cama, pero se encontró con que los agentes aún estaban en su casa hablando con Boris mientras Dina tomaba nota de todo. Nora llevaba una camiseta sobre su ropa interior con la que dormía, “¿Algún problema?” preguntó con cara de inocencia, ahora, eran los agentes quienes lucían cansados, Dina se restregó los ojos bajo sus gafas, “Tu amigo… Boris, es un tipo especial. Pensábamos extraerle el núcleo, conectarlo a nuestro ordenador y sacar la información que necesitamos, no más de una hora, pero su núcleo original fue reemplazado, lo que nos dejaba sin nada y nos devolvía de nuevo al principio, pero nuestro amigo nos comenzó a contar una historia de lo más interesante, que es la historia que queríamos escuchar” Nora redobló su cara de inocencia, “Yo les juro que no fue mi culpa que se electrocutara” Ted, luego de mirar a la chica algunos segundos, decidió hablar, “Mírelo, un BR-15, obsoleto, sólo hay dos o tres más en toda la Isla…” “Dos” intervino Dina, Ted continuó, “…ineficientes y limitados para las nuevas exigencias, Boris fue enviado, como la mayoría de los otros BR-15 a los bosques de chatarra de Arenas Blancas, desechado, pero regresó, caminando, ¿Quién te reparó y te envió de vuelta Boris?” El robot lo miró, Ted miraba a Nora y Nora miraba a Boris, “Richcor me reparó y me envió de regreso a la Isla” “¿Qué es Richcor?” preguntó Nora, Dina tomó una bocanada de aire, “No qué, sino quién, niña, Richcor es la clave, es lo que estamos buscando y es un hombre, pero no uno cualquiera, uno que lleva años viviendo allá afuera, su existencia está confirmada, pero necesitamos encontrarlo” Dixi apareció en ese momento, llevaba un pijama de cuerpo completo de una sola pieza, había estado oyendo todo desde hace unos minutos “¿Y por qué no lo han ido a buscar a los bosques de chatarra si saben que está ahí?” Ted Sarco y Dina Popov se miraron, “¿Han estado ahí?” las chicas negaron con la cabeza, Ted continuó, “El tamaño de los bosques de chatarra es… colosal, al menos, la mitad de toda la Isla, pero además, tiene doce metros de profundidad en su parte más profunda, sin contar su altura sobre la superficie de las arenas, desde la caída de la industria, no ha parado de crecer. Buscar un hombre ahí llevaría más tiempo del que se puede sobrevivir en un lugar así, pero Boris sabe dónde buscar, él vivió con Richcor durante un tiempo y de alguna manera, lo recuerda” El robot bajó la vista al suelo, “Sólo recuerdo que alguna vez lo soñé” “No lo soñaste, sucedió” lo corrigió Dina, el robot la miró a los ojos, “Entonces sucedió mientras estaba soñando” “Y si no es posible sobrevivir en un lugar así, ¿Cómo es que ese Richcor lo hace?” pregunto Dixi, Dina miró a Boris, “Esa es la clave.” y luego, mirando a las muchachas, agregó “¿No lo han notado? Ya casi no hay niños, no podemos criarlos porque no podemos alimentarlos, y los que lo logran, lo hacen con mutaciones o defectuosos…” Dina se quitó las gafas, el iris de sus ojos era totalmente blanco “…nos estamos extinguiendo, atrapados en una isla, esperando a que muera el último de nosotros o hasta que las tormentas del desierto finalmente nos alcancen y se traguen toda esta ciudad. La única forma de sobrevivir es salir de la Isla, en algún lugar, después de muchos días y días de desierto, debe haber algo más, un lugar más apto, tal vez otras personas que ni siquiera saben que existimos, y ese hombre, Richcor, es el único que conocemos, capaz de sobrevivir allá afuera…” “Bueno…” dijo Boris, cambiando el tema de la conversación, “…Si quieren que les acompañe, tendrán que venir ellos también” Dina Popov lo miró incrédula, “¿Ellos?” El robot continuó, “¡Claro! Nora es la Hacedora de Vida, me dio vida a mí, su don es único y genial, y de seguro muy útil; Dixi es la chica más inteligente que conocerán, ganó el Juego de Orión dejando sólo la ficha negra, es la primera vez que alguien lo logra, y aun siendo ciega; Reni Rochi es un excelente soldador, puede reparar casi cualquier cosa, muy hábil y Yen Zardo…” Boris no supo qué decir, “…bueno, todo grupo necesita un Yen Zardo” Dina miró a Ted y éste miró a las muchachas, “Al decir verdad, tampoco es que nosotros tengamos un grupo especial formado para estos casos, los voluntarios escasean en estos tiempos y en estas tierras, pero, son ustedes quienes deciden” Nora miró a Dixi para preguntarle qué opinaba, ésta no lo dudó, “¡Yo voy!” Nora no podía entender por qué tanta convicción en su respuesta, su hermana continuó “Ellos tienen razón, este lugar es la muerte que se cierra como un nudo en nuestros cuellos, en todas partes se percibe como la vida nos está abandonando de a poco y a nadie parece importarle. Lo soportamos porque no conocemos nada más, pero si hay una mínima posibilidad de encontrar algo más, algo diferente, entonces yo quiero estar ahí… pero antes quiero mi Audio-visor 5000”


Fin de la Primera parte.



León Faras.

La Hacedora de vida.


10.

Un hombre llegó al departamento de Nora, sacó una pequeña libreta del bolsillo interior de su chaqueta y luego de comprobar la dirección, le dio tres golpes fuertes a la puerta, pero lentamente, como si estuviera cansado de hacerlo, esperó, luego volvió a golpear. Era un hombre joven pero con una prominente calvicie que lucía con carácter, usaba unos bigotes negros que caían a ambos lados de la boca, como motociclista. Lo acompañaba una mujer de baja estatura, menuda, con un maletín en la mano, ella lucía un peinado rojo, perfectamente redondo como una cereza, tenía las caderas anchas y siempre llevaba puestas gafas de sol. Siempre. El hombre, luego de esperar un rato, sacó del bolsillo de su pantalón dos pequeñas piezas de metal que introdujo en la cerradura hasta abrirla. Al entrar, él se quedó estudiando minuciosamente el panel eléctrico, no se veía dañado pero la pared mostraba restos de quemaduras, su compañera miraba el dispensador de agua, estaba roto en una de sus caras, aunque aún funcionaba. El hombre observó el pequeño jardín de rocas, las pequeñas parecían haberse arrastrado levemente hacia la más grande dejando una huella en la arena, el hombre se agachó, devolvió una a su lugar, y se puso de pie. La mujer observaba una foto, donde aparecían dos muchachas, una parecía ser completamente ciega, la cogió y se la enseñó a su compañero sin decir palabra, éste la miró, asintió, y se dirigió al dormitorio, la mujer se quedó observando un mueble con un pequeño montón de toallas apiladas junto a la puerta del baño, luego se dirigió al sillón, estaba aplastado y magullado, como si algo de gran peso hubiese estado sentado allí durante mucho tiempo. Encendió la televisión. Un feo gato de tela se arrastraba pesadamente por el piso, no le prestó mayor atención, en la televisión transmitían en vivo y en directo y de forma ininterrumpida El Juego de Orión, llevaba más de diez horas según el reloj que mostraban en pantalla, pero su presentador, Remo Taro, se veía igual de fresco y animado que al principio. El hombre llegó a su lado y se quedó viendo la televisión también. Babu Ragas bostezaba aparatosamente, poniendo fichas sobre el tablero con tedio, sin interés ni estrategia, frente a él, una muchacha con un Audio-visor jugaba concentrada. La mujer se acomodó en un brazo del sillón, el hombre en cambio acercó una silla, “¿No es la chica de la foto…?” La mujer estaba intrigada, “¿Cómo hace para jugar, cómo sabe el color de cada ficha?”, “Tal vez suenan diferente…” sugirió el hombre, “Sí, creo que es la chica de la foto, ¿Supones que ella es la persona que buscamos?” dijo la mujer, sin despegar los ojos de la televisión, el hombre negó con la cabeza, “No, los ciegos son personas muy ordenadas. Su habitación es un desastre” “¿Esperamos?” Preguntó la mujer, “Sí, esperamos, la verdadera dueña de casa puede volver en cualquier momento. Buscaré algo de comer, ¿Quieres algo?” El hombre se puso de pie y se metió en la cocina de Nora, la mujer aceptó el ofrecimiento, luego ella agregó para sí, “No… aquí tiene que haber un truco, es imposible que un ciego pueda identificar los colores”

Después de doce horas continuas de juego, Babu Ragas intentaba animar al público para que lo apoyaran, algunos incondicionales lo hacían. Dixi se veía agotada, pero su empeño por ganar y su coraje para no claudicar seguían intactos. Nora se le acercó para preguntarle si estaba bien, “Dime que voy ganando…” le dijo su hermana sin quitar la vista del juego, Nora le dio dos palmaditas en la espalda y le respondió que llevaba una considerable ventaja, “Entonces sí estoy bien. Dame un poco de agua, siento la boca como un trapo” La chica cogió la pequeña botella, se echó un trago a la boca, lo revolvió dentro y luego lo escupió hacia un lado, salpicándole los impecables zapatos a Remo Taro, quien en ese momento se acercaba para cotillear, pero tuvo que retirarse dando saltitos y bromeando con el público. Después de beber un sorbo, Dixi le devolvió la botella a su hermana. Nora definitivamente comenzaba a creer que ella no era la persona que creía conocer. Luego se fue donde Boris, Reni roncaba abrazado a sí mismo, arrellanado en su asiento y con los pies en el asiento de delante. Yen Zardo comía “¿Crees que podamos ganar pronto? Dixi no se ve nada bien” preguntó Nora, rascándose el interior de una oreja, con disimulo “Sí, sólo un par de horas más. El algoritmo de la máquina ya lo descifré hace rato, el problema es Babu Ragas: su juego no obedece a ninguna lógica o estrategia… es como estar jugando contra un chimpancé” Nora lo miró como si la hubiese insultado, “¡¿Un qué?!”  El robot volvió la vista al juego, “Nada, sólo es algo que vi en televisión. Quiero decir que su juego es totalmente aleatorio y absurdo, como un niño pequeño que no sabe lo que hace, pero tranquila, le he puesto varias trampas, en cuanto pise una, todo caerá ante sus ojos como un enorme castillo de naipes” Nora sólo lo miró con el ceño apretado y la boca abierta, no sabía si alegrarse porque en poco tiempo Dixi iba a despedazar a su oponente y ganar el juego o asustarse un poco por el repentino tono de genio malvado que había adoptado su amigo metálico, pero él tenía razón, en menos de una hora, Ragas finalmente cayó en la trampa, puso la ficha que Boris necesitaba en el lugar donde Boris quería y todo se iluminó mágicamente, y metafóricamente, ante los ojos de Dixi cuando de pronto vio cómo el aparente caos de fichas sobre el tablero, era en realidad una constelación pacientemente armada y estratégicamente distribuida, que sonaba como una sinfonía en sus oídos. En ese momento era su turno, y jugó. “Llegó el momento” susurró Boris, y el establecimiento completo, la multitud efervescente y bullente, Babu Ragas, incluso el extrovertido y ventilado Remo Taro, enmudecieron, cuando Dixi comenzó a barrer con el tablero, sacando tres fichas y luego tres más y luego tres más, ante su desconcertado oponente que no podía hacer nada porque nunca llegaba su turno, como si el dispensador se hubiese puesto de acuerdo con ella para otorgarle exactamente las fichas que necesitaba, como si lo estuviera manejando de alguna misteriosa manera, hasta dejar solamente la ficha negra, solitaria en su pequeño cuadro central. Dixi se detuvo expectante, en cinco minutos de pronto, todo había acabado, el mundo se había quedado en silencio, incluso su Audio-visor estaba mudo. Nunca, en todos los años que llevaba el juego, alguien lo había ganado de esa manera, con estrategia. Nunca. Largos segundos después, Remo Taro levantó los brazos y gritó al público su mítica frase, “¡Orión tiene un ganador!” y la gente estalló. Dixi también levantó los brazos y soltó un grito, eufórica, mientras Babu Ragas trataba de que alguien le escuchara, que aquello era imposible, que habían hecho un truco, que había sido timado y que nadie le podía ganar a él, hasta que Remo Taro le dio cinco segundos de su tiempo para decirle con una mano en su hombro, “Lo siento, hijo, perder también es parte del juego, esta vez te han destrozado” y luego se fue a celebrar con la ganadora dando saltitos y grititos afeminados, a animar al público que no paraba de gritar y a decirle a las cámaras que nadie se moviera de sus asientos, porque en breves minutos comenzaría la retransmisión completa de todo este apasionante juego, para aquellos que se lo habían perdido.



León Faras.

Zaida.


IX.

“Siendo una niña, apenas mayor que la pequeña Zadí…” Missa Nemir hablaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared interna del gigante caído, “…Missa Samada pisó este lugar e inmediatamente se sintió atraída por el gran poder que lo inundaba, algo muy grande había pasado aquí, provocado por fuerzas enormes que habían impregnado todo el valle con sus residuos. Ella los sentía, como quien siente la brisa o el calor del sol. Se quedó dos días en los que no comió nada, sólo bebió un poco de agua, siendo tan joven, no le iban a permitir un ayuno como ese, pero ella insistió, diciendo que la comida entorpecía sus sentidos y que los necesitaba para navegar. Se sentó ahí, en la roca donde ahora está Pimbo, cerró los ojos, y permaneció así por horas, cuando los abrió, dijo que los había visto moverse, muy, muy lejos en el tiempo, un tiempo en el que ella era una mujer adulta con una enorme cantidad de cabello negro ondulado y vestida de color arena, eso dijo, el viento le golpeaba la cara y sentía miedo de ver esos colosos cobrar vida. Por eso es…” “¿Eran de los buenos o de los malos?” preguntó Gunta, que parecía muy interesado en la historia. Missa Nemir lo miró severo, no era correcto interrumpir de esa manera a quien estaba hablando algo, pero por otro lado, le pareció bueno el interés del muchacho, “No siempre hay buenos o malos, Gunta, de hecho, casi nunca los hay, todo depende de dónde esté parado el observador. En este caso, ella no pudo saber de qué lado estaban, no supo decir si eran defensores o invasores, sólo sabía que daban mucho miedo y que algo o alguien les había dado vida con un gran poder y algún propósito. Este lugar está envuelto en ese poder, este lugar nos recuerda que la naturaleza y el alma humana pueden ser mucho más de lo que se ve a simple vista, que la grandeza no termina con lo que podemos ver sino que, con lo que podemos sentir, por eso es que visitamos este lugar cada año, por eso es que están aquí hoy ustedes, para que no olviden, en la cotidianeidad de sus vidas…” pareció querer recordar una cita antigua, “…Lo grandioso que es el mundo, cuando nadie lo está mirando” Gunta y los demás muchachos se miraron entre sí, Paqui se encogió de hombros, como si alguien esperara una explicación inteligente de parte de él. Aquello último no les pareció tener ningún sentido.

Pasaron la noche en un refugio cercano, construido dentro de una cueva especialmente para cuando hacían esos viajes. Comieron, bebieron té y durmieron abrigados por mantas y un buen fuego que fue alimentado por el monje que estuviera de guardia, no tanto por que llegaran desconocidos, aunque, ahora que el país estaba en guerra, era una precaución justa, sino porque debían asegurarse de que ninguno de los más jóvenes saliera por la noche a hacer travesuras. Driba y Girú hicieron la primera guardia, Missa Nemir la segunda y Badú la tercera, en esta última, fue en la que la pequeña Zaida despertó, abrió los ojos violentamente y al no reconocer su casa, se incorporó asustada, tardó algunos segundos en volver a la realidad, para cuando lo hizo, Missa Badú ya llegaba a su lado para tranquilizarla. No le dijo nada sobre su sueño, pues todavía estaban atoradas las palabras en su boca, pero no era difícil de suponer que sus sueños simples se basaban en su hogar, en su familia, sobre todo con su madre, y en el miedo y dolor que inundó toda su aldea y su vida de una sola vez, la última vez que estuvo con ellos. La princesa Viserina también estaba despierta, abrazó a la niña y se acostó junto a ella, la niña también la abrazó, aunque no se volvió a dormir; Badú les hizo una reverencia con una suave sonrisa y regresó a su puesto. El alba ya se anunciaba, pronto emprenderían el regreso a Pandur.

Gunta se restregó la cara con brusquedad para despertarse, e inmediatamente se abrazó a sí mismo para proporcionarse calor, era una mañana muy fría. Con sorpresa y algo de rencor, miró a Missa Nemir entrar al refugio, arremangado, con el pecho destapado y el caldero lleno de agua fría de las vertientes en sus poderosos brazos, para preparar el té: ese hombre parecía jamás sentir frío, nunca, de hecho, ahora que lo pensaba, Missa Nemir no parecía nunca demostrar ninguna de las necesidades o debilidades humanas. Por supuesto que las tenía, pero para unos novicios como ellos, no eran fáciles de ver o comprender. A su lado, Ribo, mucho más astuto y eficiente, ya tenía preparado el bulto con sus cosas para el viaje, y se daba calor restregándose las manos y dando saltitos en su puesto, más allá, Paqui trabajaba en ordenar sus cosas, lo hacía mucho más lenta y cuidadosamente, todo lo hacía así, debido a su miopía, “¡Gunta, mira a tu alrededor, ¿Podemos saber qué estás esperando para levantarte?!” El muchacho se puso de pie de un salto, había estado largos segundos observando cómo todos hacían algo, pero como un espectador, un ser superior ajeno al ajetreo de los simples mortales. El grito de Missa Nemir lo aterrizó. Luego del desayuno, caminaron todo el día, nada los retrasó, sólo se detuvieron unos segundos para observar una columna de humo lejana y decidir de qué aldea podía estar saliendo. Ribo miraba con desconfianza a la princesa Viserina que caminaba más adelante junto a la pequeña Zaida, “Ella es la princesa de Tribalia, es su ejército el que está arrasando con todo y quemando las aldeas… incluso la de la pequeña Zaida y míralas cómo caminan de la mano las dos, como si fuesen hermanas o algo…” Ribo hablaba en voz baja, como quien está conspirando, Gunta iba delante, “Ella sólo nació y ya era princesa, no tiene la culpa de eso, además, no creo que ella sea del tipo de personas que quema casas y mata gente…” Ribo lo miró de soslayo y con los ojos pequeñitos, “¿Acaso te gusta?” Inmediatamente se dirigió al que venía detrás, “¿Tú qué opinas, Paqui?” Para Paqui, todo el oxígeno del mundo era insuficiente en ese momento, “Tal vez… en su pueblo… también están quemando… aldeas” Ribo se volteó a mirarlo, aun sin dejar de caminar, como si necesitara cerciorarse de quién había dicho tal cosa, “¡No seas tonto, Paqui! ¿Crees que unos queman casas aquí, mientras los otros las queman allá? ¡Eso sí que sería tonto!” Paqui se encogió de hombros, no tenía ánimos ni aire suficiente para responder nada, Gunta lo hizo, “Si no lo han hecho ya, lo harán en cuanto puedan… como cuando te pateo el trasero y tú me persigues hasta patear el mío” “Eso es cierto…” dijo Paqui entre jadeos, sonriendo, Ribo volvió a voltearse “¡Cállate, Paqui!” y Paqui se calló.

“¿Cómo se siente, le duele la pierna?” Missa Nemir se retrasó un poco, dejando al orgulloso Pimbo en la cabeza del grupo, para hablar con la princesa Viserina que a ratos parecía cojear, “No, Missa Nemir, sólo un poco, pero puedo caminar sin problemas… no se preocupe por mí” “Ya veo…” respondió Nemir caminando a su lado, “…Qué bueno que no resultó herida de gravedad en ese ataque” la princesa llevaba muy buen paso apoyándose en un palo, a su lado, la pequeña Zaida caminaba tomada de su mano “Sí, debo estar agradecida con los dioses por eso…” Missa Nemir sonrió con condescendencia, la princesa agregó, “…Ustedes no creen en los dioses, ¿verdad?” El monje guardó silencio unos segundos, luego dijo, “Un hombre es atacado por unos bandidos, quienes lo matan para robarle. Luego, un hombre igual al anterior es atacado por los mismos bandidos, éstos lo hieren, pero el hombre logra huir con vida. Ahora, otro hombre es atacado por aquellos bandidos, pero resulta que el hombre va bien preparado para defenderse y él mata a los bandidos. Los tres casos son probables, y han sucedido en más de una ocasión, si yo le pregunto en cuál de esos casos se hizo la voluntad de los dioses, usted no podrá elegir uno de ellos, porque estará negando la voluntad de los dioses en los otros, y tampoco podrá elegirlos a todos, porque eso equivale a no elegir ninguno, porque si todos son voluntad de los dioses, da igual el resultado que sea, sería igual el hombre que mata injustamente, al hombre que muere injustamente. Para nosotros sólo existe un dios, que le dio la vida al mundo, consciencia a los hombres y estableció el equilibrio, el equilibrio es la paz y el bienestar perfecto, la armonía absoluta. Ese dios, no juega con los hombres a ponerles pruebas y ver qué es lo que hacen, es el equilibrio quien se encarga de eso y cada hombre es responsable del suyo, cada acto que decides hacer o no hacer, afecta tu equilibrio, para bien o para mal y repercute en tu destino” “¿La armonía absoluta…?” repitió la princesa con timidez, el monje prosiguió, “Dos fuerzas luchan permanentemente en todo el universo, la fuerza constructora y la fuerza destructora, cuando esas dos fuerzas son iguales, se anulan mutuamente, entonces surge el equilibrio perfecto, la armonía absoluta, la naturaleza, todo lo que podemos ver en el mundo, ya lo tiene, se le fue dado, fue creada así, es el hombre el único ser vivo que provoca el desequilibrio, debido a la consciencia que se le fue otorgada. Encontrar el equilibrio, a pesar de nuestra consciencia, es el único objetivo válido y la más grande necesidad de todo ser humano. Es el camino a la perfección.”



León Faras.

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.


XXXVII.

Se decía que su madre, había sido una mujer normal, aunque robusta, pero de talla normal, sin embargo, su padre había sido un auténtico gigante de las cuevas de Tribalia que medía tres metros, y sólo con ver al gran Tigar, podías creerte buena parte de esa historia. Era un hombre de no menos de dos metros y medio de altura, con una espalda poderosa y dos brazos que parecían capaces de partir a un hombre a la mitad, una multitud de cicatrices cubrían su piel visible. Tenía la cabeza protegida con un casco de hierro de buena confección, lleno de afiladas e irregulares púas, que le cubría desde el cuello por detrás, hasta sus imperceptibles cejas por delante, llevaba una enorme faja de cuero grueso que le protegía el estómago y sus brazos y pantorrillas estaban igualmente fajados con cuero, pero éste era más delgado y estaba protegido por barras de metal remachadas. Un cuchillo enorme colgaba de su cadera izquierda y en las manos cargaba una maza de hierro cubierta de algunas respetables púas, sujeta a una larga cadena. Cherman lo aguardaba al otro lado de la Rueda, sereno, con su espada apuntando al suelo, como si temiera dañar a alguien con ella si la levantaba. “Tenías razón, esa cosa no pudo haber salido de una mujer” murmuró Cransi, aferrado a los barrotes, mientras la gente gritaba eufórica, en honor al campeón de Jazzabar. Damir a su lado rió nervioso. El gigante tenía entre los dientes un trozo de rama de un árbol, como si fuera un cigarro, se lo quitó de la boca para decir unas palabras en un idioma propio que sonaba duro y tosco como masticar rocas, observó a Cherman con la cabeza inclinada, con curiosidad, como si le llamara la atención su pierna artificial, dijo dos palabras más y se volvió a meter la rama a la boca, luego, lentamente comenzó a enrollarse parte de la cadena en la mano y parte del antebrazo. Cherman comenzó a caminar de lado, manteniendo el agujero central de la Rueda de por medio, con el filo de su espada siempre mirando al suelo. Un ebrio del público gritó, “¡Pelea ya, pedazo de mierda!” y le lanzó su vaso de greda, Cherman lo hizo trizas con su espada en el aire y en menos de un segundo, el filo de su espada volvió al suelo y sus ojos a su oponente. Eso impresionó a la mayoría, pero no al gran Tigar que en ese momento caminaba lentamente hacia él y cambiaba la rama que masticaba de un grupo de molares al otro. Hizo girar tres veces su bola de hierro sobre su cabeza antes de lanzársela, desenrollando la cadena de su brazo, Cherman retrocedió apenas un paso con el filo de su espada protegiéndole el rostro y la bola se estrelló contra la pared, con su pierna falsa, sólo podía ser ágil en movimientos cortos, una desventaja, pero como toda desventaja, podía convertirse en una ventaja en determinadas ocasiones y también al revés, nada que Cherman no supiera ya. La bola volvió a su dueño con la misma violencia con la que había sido lanzada, y con increíble agilidad, para un hombre de su talla, dio una zancada, la hizo girar nuevamente junto con todo su cuerpo, como un atleta que lanza un martillo, para soltarla con una expresión en el rostro de loca felicidad, contra su pequeño rival, quien giró por el suelo una vez y luego otra, para luego, ponerse de pie nuevamente. El gran Tigar asintió con la cabeza, como aprobando a su oponente, se quitó el palo de la boca, escupió al suelo y luego de decir dos o tres palabras más en su incomprensible idioma, se lo volvió a meter entre los dientes, entonces, con calma y sin prestarle la menor atención al público que lo aclamaba, comenzó a recoger su cadena como un vaquero enrollaría su cuerda, hasta quedarse sólo con un trozo corto para pelear a corta distancia y con la otra mano cogió su cuchillo. Cherman se movía con cuidado, las incontables grietas del piso podían hacerlo dar un mal paso con su pierna de hierro, y esa sería una forma muy tonta de acabar, el gran Tigar buscaba reducir los espacios, el Rimoriano, en cambio, sólo quería más oxígeno entre él y el gigante, mientras encontraba la forma de hacerle daño. El cuchillo del Tigar pasó horizontal, hacia afuera, por encima de la cabeza de Cherman, e inmediatamente, la bola de hierro comenzó su viaje circular para caerle encima, el Rimoriano salió por debajo del cuchillo con su espada en alto, golpeando el brazo y, en el momento que la bola golpeaba el lugar donde antes él estaba, hizo un giro para abrir una profunda herida en la espalda del gigante, luego retrocedió ganando metros con algo de desesperación, hasta que alguien le gritó “¡Cuidado!” Cherman se detuvo, miró atrás, estaba a un paso de caer por el agujero central de la rueda. El gigante se enderezó, tenía un buen corte en la espalda, pero no sangraba, como si estuviera cubierto de una piel dura y gruesa, su brazo no tenía nada, las barras de hierro habían evitado cualquier corte. Prato rió animado, incluso aplaudió un poco, Garma le pidió que le dejara entrar para ayudar a su amigo, pero el viejo se puso serio enseguida, “No, no, no… el siguiente en entrar, será el pequeño peludo, así lo dijo Cegarra, y lo hará cuando él diga, no cuando tú quieras, brabucón…” Cherman seguía moviéndose y el Tigar buscando quitarle los espacios, aquello era inevitable, la lentitud del primero y la enorme masa del segundo se lo ponían fácil a éste último, pero el Rimoriano ya tenía un punto donde atacar, entonces, el gigante arrinconó a su presa, ésta hizo el amague de querer escapar, pero una enorme pierna y una bola de hierro amenazante se interpusieron, al otro lado, el cuchillo estaba preparado para cortarle a la mitad. Cherman obtuvo su oportunidad, y el Tigar era demasiado grande para advertirlo. El Rimoriano levantó su espada, la invirtió, y la dejó caer como un rayo, ensartada en el pie del gigante, esta vez el Tigar sí gritó de dolor, el trozo de rama que masticaba cayó al suelo, pero Cherman no pudo retirar su espada a tiempo, una rodilla, grande como un ariete, lo estrelló contra la pared que a duras penas resistió, y luego, esa misma pierna, lo mandó a volar varios metros de una patada colosal. Prato volvió a reír entusiasmado, “¡Tu amigo es bueno!” le dijo a Garma, con unas palmaditas amistosas en el hombro, amistosas pero poco consoladoras. El gran Tigar, era una criatura sin grandes apuros en la vida. Se guardó el cuchillo, recogió su trozo de rama del suelo para volver a metérsela en la boca y luego sacó la espada de su pie. Ahora ambos cojeaban, aunque uno más que el otro. Cherman se ponía de pie adolorido, su inmortalidad no cubría golpes de esa magnitud. El gigante le lanzó su espada al suelo y aguardó a que la recogiera, se quitó la rama de la boca para escupir y decir un par de palabras más que nadie comprendió y se la volvió a poner, luego sacó su cuchillo nuevamente. Cherman recogió su espada, sin demasiado apuro tampoco, sentía la mitad de sus costillas rotas. Aquello era un gesto de honor y respeto que no se esperaba. En ese momento, el rey Cegarra hizo una seña con la mano desde su posición, y Prato dejó entrar al pequeño Damir a la Rueda. Éste sonreía sin motivo, como siempre. Llevaba su espada corta en la mano y de su espalda cogió su cuchillo, era un buen cuchillo, de  respetable tamaño, pero ridículamente pequeño para la envergadura de su oponente. Sin causa ni aviso, Damir lanzó su cuchillo directo al pecho del gigante, pero éste interpuso su brazo acorazado de hierro y el cuchillo voló por los aires sobre un grupo de personas del público, tal vez sobre el mismo borracho que antes había lanzado el vaso de greda, aunque no mató a nadie. Damir sonrió con una sonrisa forzada ante su fracasado ataque. Cherman lo miró con los labios apretados y luego a su rival, aquel había sido un buen intento, quizá algo ingenuo, pero bueno. El nuevo luchador era más ágil y movedizo, de hecho, no paraba de moverse, su pequeña espada de doble filo parecía igual de nerviosa que su dueño, subiendo y bajando, girando y cambiándose de mano, sin parar. El gran Tigar ahora buscaba cubrirse las espaldas con el muro, y mantener a sus dos rivales a la vista, Cherman al lado del cuchillo y Damir al lado de la bola de hierro. Éste último quiso probar suerte, siempre usaba esa artimaña para pelear, aquello de simular un ataque y retroceder, siempre le funcionaba y si no, confiaba en su suerte y agilidad. El Tigar le estrelló la bola de hierro justo frente a los pies, Damir retrocedió de un salto cuando vio que la bola volvía a caerle encima, la tercera vez, el gigante se la lanzó de forma horizontal, como un gran puño de hierro directo al pecho, el pequeño y velludo guerrero tuvo que girarse sobre sí mismo y salir hacia atrás dando saltitos, aunque sonriendo, siempre sonriendo, como un pugilista que acaba de esquivar un buen ataque de su oponente y salir ileso. Por el otro lado, Cherman también atacó, un ataque vertical hacia abajo, violento y furioso, no era la mejor idea contra un rival tan alto, pero pensaba meter dos o tres golpes y tal vez acertar con uno, sin embargo, su espada quedó atascada, totalmente  inmovilizada en el enorme puño del gran Tigar que había soltado su cuchillo, y le fue imposible moverla de allí, el gigante, con una sacudida violenta desprendió al guerrero de su arma, como si se tratara de una pequeña alimaña renuente a soltar su gran presa, y con el mismo puño en el que la espada de Cherman estaba apresada, lo golpeó. El rimoriano alcanzó a anteponer sus brazos, pero el golpe igual lo lanzó contra una pared donde se quedó sentado, terriblemente adolorido. El arma de Cherman cayó al suelo. Ese fue el momento que aprovechó Damir, para entrar de un salto y dejar clavada su pequeña espada en el estómago del gigante, justo por encima de la faja de cuero, el gigante apretó con los dientes el trozo de rama que sostenía en la boca con un gruñido, mientras el pequeño rimoriano retrocedía trastabillando, pero feliz, hacia la reja donde estaban sus amigos, “¡Rápido, un arma!” Egan le alcanzó su alabarda. El gran Tigar ni siquiera se molestó en quitarse la espada clavada, se lanzó sobre Damir haciendo girar su bola de hierro una vez, y otra vez y otra vez, mientras el rimoriano retrocedía y esquivaba los golpes con su nueva arma, la cuarta vez, la bola no pasó a la altura de su cabeza, sino que golpeó sus piernas. Damir cayó al suelo malherido, su inmortalidad no le valió de nada, el gigante, de dos zancadas ya estaba sobre él con uno de sus pies en alto. El grito de Damir fue silenciado abruptamente con un pisotón que le destrozó la cabeza y la multitud estalló de emoción. En ese momento, debían dejar entrar a otro guerrero a la Rueda, pero nada de eso alcanzó a suceder, Cherman corrió torpemente hacia su enemigo con su espada en alto, en un último ataque desesperado, el gigante lo recibió con una bofetada de revés descomunal que dejó desarmado y aturdido al rimoriano, aunque, increíblemente de pie, el Tigar lo abrazó por la cintura y comenzó a apretarlo, como si lo quisiera partir en dos, la gente estaba eufórica, incluso Cegarra se puso de pie, expectante. Con su último sorbo de conciencia, Cherman buscó la punta de su pierna falsa de hierro, la cogió y extrajo de ella un punzón, que clavó en el cuello del gigante, imprimiendo apenas la fuerza suficiente para ello, con un cuerpo demasiado maltrecho que ya apenas le respondía. El gigante gritó y retrocedió, sin dejar de apretar a su presa, sino soltando todo su dolor e ira en ella, hasta derrumbarse sentado en el suelo y luego irse de espalda por el agujero central de la Rueda, junto con su enemigo. Ambos se perdieron en las aguas del río Jazza y la multitud se quedó enmudecida.



León Faras.

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.


XXXVI.

Los informes que constantemente recibía la vieja Zaida, lo confirmaban: el general Rodas estaba muerto, le había roto el pecho con un martillo un gigante rimoriano, necesitaba un nuevo lugarteniente y eligió a Fagnar, un hombre de baja estatura, con una abundante cabellera encanecida peinada hacia atrás, como un león, con ese curioso don que tienen algunos hombres, de no despeinarse nunca, como los animales. Usaba un mostacho igualmente abundante y encanecido, impecablemente peinado y recortado. De un temperamento rígido y recto como una flecha, asumió el cargo del general Rodas sin aspaviento; sin muestras de alegría ni de tristeza, como quien recibe un par de zapatos que debe usar, eso le pareció especialmente valioso a la vieja Zaida. Inmediatamente el nuevo general llamó a un hombre que tenía una información que él consideraba de gran importancia e interés. Aquel hombre era un arquero llamado Mirra, había sido enviado con flechas incendiarias a una de las trampas de aceite que tenían instaladas en la ciudad, “…alrededor de veinte Rimorianos cayeron en ella, el aceite se esparramó por todos lados debido a la torpeza de sus caballos y nosotros, que permanecíamos ocultos, lo encendimos con las flechas. Los vi arder, mi señora, al menos una decena de ellos se prendieron fuego como antorchas, con un fuego amarillo, casi blanco, de los pies a la cabeza, nunca vi nada igual. El fuego los devora, mi señora, en un par de minutos no quedaban más que huesos carbonizados, se lo aseguro. Claro, eso fue antes de que empezara este aguacero…” Aquello era interesante, pensó la vieja, pero había que probarlo, sólo necesitaba un par de cosas.

Algunos minutos después, estaban en las caballerizas, donde algunos braseros encendidos daban calor a humanos y animales; empapados y entumecidos por igual. Un hombre llegó con el encargo dentro de un saco y se lo entregó a Fagnar, éste abrió el saco y se lo ofreció a Zaida y ésta, como quien busca en una bolsa el número premiado de la lotería, metió la mano dentro y sacó tomada del pelo, la cabeza cercenada de Darco, el rimoriano decapitado por el rey Siandro, y haciendo un par de ensayos antes de cómo debía lanzarse una cabeza al fuego, finalmente la lanzó y el resultado fue mejor de lo que se imaginaba: Darco, o mejor dicho su cabeza, se encendió completa y de una sola vez, como un periódico viejo, con llamas de fuego puro, casi blanco, que creció más de un palmo de altura y se mantuvo hasta que la calavera quedó asándose desnuda a las brazas que, luego de aquella brusca interrupción, siguieron con su ritmo habitual. Como si hubiesen presenciado un impresionante truco de magia, los soldados allí presentes, al menos una treintena, se quedaron admirados, a Fagnar sólo se le notó una suave sonrisilla acusada por el mostacho. Zaida miró alrededor, “¡Ya lo vieron! Ahora vayan. ¡Qué todo soldado Cizariano sepa que el fuego es nuestro mejor aliado ahora y que con él ganaremos. ¡Fuego, señores, fuego!”

Trancas, mientras todos avanzaban, buscaba entre los numerosos cadáveres un arma más de acuerdo con su talla. Finalmente encontró un hacha, estaba bien, aunque parecía más apta para cortar leña que para ir a la guerra, luego, con un trotecito corto, alcanzó a los demás. Caminaron largo rato, con precaución pero sin toparse con nadie, los relámpagos iluminaban el horizonte de vez en cuando, en uno de esos latigazos eléctricos del cielo, apareció recortado de negro en el fondo nuboso y convulsionado, el “Decapitado” así es como llamaban comúnmente al otero de Cízarin, debido a su cumbre plana, como si le hubiesen cortado la punta con una espada. El palacio estaba cerca, pero dónde estaban los demás, “¿…Y si somos los únicos que quedamos?” propuso Rino, apoyando la espalda en una muralla y descansando el pesado escudo Cizariano que llevaba sobre el suelo pavimentado de piedras. Por su rostro, parecía hablar en serio. Motas lo miró de reojo mientras empinaba su pellejo de vino, luego observó a los demás, todos estaban en silencio, considerando aquella idea como probable, “Eso no puede ser, sólo estamos dispersos ¡No nos pueden matar! Todos hemos recibido heridas mortales y aquí seguimos, como nuevos, ¿no?” alegó, procurando sonar convincente. Gánula lo observaba a través de los mechones de pelo mojado con su único ojo, “Eres un tonto si te crees eso…” Motas se volteó hacia él, ofendido. Gánula continuó, “…he visto caer a varios de nosotros, seguro que tú también. ¿Acaso no viste caer a Abaragar? ¿Crees que sigue vivo, como nuevo?” “Y Ranta…” intervino Lerman, acuclillado, con la espalda apoyada en la muralla, pensativo, “…No murió, pero quedó convertido en un completo idiota, un inútil. Peor que muerto” “Debí quedarme montado en el búfalo…” murmuró Trancas, abrazando su nueva arma y mirando al suelo con desilusión, todos se voltearon a verlo pero ninguno dijo nada. Qué se podía agregar ante semejante comentario. Él mismo continuó “…ustedes no son más que una panda de quejumbrosos muertos de miedo. Estamos aquí por algo, y aunque sean el último Rimoriano en el mundo, ese algo, sigue siendo el mismo objetivo, lo demás es puro miedo y ganas de irse, y así, ni con dos ejército enteros ganarían nada” concluyó Trancas y echó a caminar, solo, con el hacha al hombro, el semblante oculto bajo la lluvia y sin dirigirle la mirada a nadie. Al pasar, Motas le atenazó el brazo, ambos se sostuvieron severas miradas durante largos segundos a pesar de la lluvia, luego el primero le hizo un gesto de aprobación y echó a caminar tras él. Los demás no tardaron en seguirles.
Aun por sobre la lluvia, y el estrépito de los caballos corriendo, Qrima sintió los gritos de Nila y detuvo el coche, cuando consideró que se encontraban a salvo. La chica dejó el bebé con Darlén y bajó del carro para increpar al viejo por abandonar a Emmer, el viejo también bajó del coche, “Yo no abandoné a nadie, le advertí sobre el puesto de guardia, pero él dijo que los soldados eran sus amigos y no abría problemas… pues ya ves, sí hubo. Y a ti también te reconocieron y también te hubiesen arrestado si no fuera por…” Nila no llevaba ni cinco minutos fuera del coche y ya estaba completamente empapada, “Debemos regresar, ¿No oíste? ¡Lo van a matar!” “¡No lo van a matar!”Gritó el viejo un poco enojado, “¿Es que no viste cómo lo atravesó una espada y no le hizo nada? ¡Y no vamos a regresar!” concluyó el viejo. Nila no estaba nada de conforme, pero el viejo la tranquilizó, “Mira, haremos esto: las llevaré a Bosgos, las pondré a salvo, a ti, a Darlén y a los niños, y yo regresaré mañana, solo, para averiguar qué ha pasado con él. Conseguiré otro coche, por supuesto, este ya está apestado…”



León Faras.

Humanimales.


II.

Caminaron hasta encontrar un refugio donde pasar la noche, una saliente de grueso hormigón con el suelo erosionado bajo éste, donde cabía perfectamente un adulto sentado. Al llegar allí, Límber de inmediato buscó desembarazarse de su incómodo e improvisado calzado, dejó su rifle parado a su lado y se sentó en el suelo. La niña, por su parte, sin que nadie se lo pidiera, sacó de su bolso una lata de la que extrajo un poco de una pasta color ámbar, que puso en medio de un pequeño nido de pasto y ramas secas, luego cogió una pequeña caja metálica con una palanca de la que tiró y la caja escupió un chorro de chispas que encendieron la pasta color ámbar en el acto y pronto había una buena fogata encendida, Límber la miró con recelo, como cuando tienes tan pocas expectativas sobre algo, que cualquier cosa te produce desconfianza, le echó un vistazo a su compañero, éste sólo se encogió de hombros con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir, luego se sentó sobre una piedra, sacó un poco de carne seca y machacada de su ración y la compartió con la pequeña mientras Límber se estiraba en el suelo y se cruzaba de brazos y piernas, “Déjame dormir un par de horas, luego me despiertas” Cuatro horas después, Límber despertó sin que nadie le ayudara, sólo abrió los ojos cuando una manada de carnófagos, en su sueño, lo arrinconaban contra un barranco y caía. La niña estaba acurrucada durmiendo a su lado. Tanco le alcanzó una taza con una bebida caliente, “Cortesía de la señorita” dijo, su amigo la recibió, pero antes de probarla, la olió con desconfianza, “¿Qué es esto?” “No lo sé, pero sabe bien. Ella le echó algunas hojas de su bolso al agua” respondió Tanco atizando el fuego, “¿Nos querrá envenenar?” dijo Límber mirando el líquido, como si éste pudiera responderle, “Yo ya tomé, ella también. ¿Quieres quedarte tú solo?” Límber lo miró como queriendo comprobar si aquello había sido una broma o hablaba en serio, su compañero no le ofreció respuesta, por lo que decidió probarlo. Sabía tan bien como olía. “Duerme un poco. Yo vigilaré” Tanco se acomodó la capucha y se estiró en el suelo. Apenas unos minutos antes de despuntar el alba, Límber cerró los ojos nuevamente, vencido por el cansancio, al amanecer, tenían al grupo de carnófagos de sus sueños frente a ellos.

“Tranquilos, hermanos, sólo son mis bestias” dijo alguien con una voz gruesa como una caverna. Los carnófagos, eran lo más parecido que se podía encontrar físicamente a un ser humano, pero su piel era grisácea ceniza, habían perdido todo el pelo que alguna vez tuvieron, y dentro de sus bocas sin labios, había más sucios dientes de los que podían caber correctamente. Se movían con la espalda curva, a medio camino entre el andar erecto y el correr sobre cuatro patas. Eran humanos bestializados. Éstos que acababan de llegar, eran seis, atados del cuello entre ellos, con correas de cuero y listones de madera, y de la cintura con cadenas a un pequeño carro de tres ruedas del que tiraban. Llevaban los ojos vendados y sus espaldas cubiertas de marcas de látigo. Su amo se bajó del carro, “Mi nombre es Yagras, soy líder de la tribu de Yacú, ¿Ustedes de dónde vienen?” Éste era un hombre enorme de piel oscura cubierta de corto y tupido pelo negro, su cara estaba rodeada de una barba roja; su nariz ancha y larga, apenas le dejaba espacio a la boca antes de expulsarla de la cara y la parte más alta de su cabeza estaba dividida en dos por dos enormes cuernos que la envolvían y acababan atrás, agudos, apuntando al cielo, como un casco irrompible. Le seguían al carro, cuatro guerreros de a pie. Límber se paró de un salto con un cuchillo en la mano, echó un rápido vistazo alrededor. La niña no estaba. Tanco respondió, sin dejar de mirar nervioso a los carnófagos, por muy atados que éstos estuvieran “Del Yermo. Somos incursores de la tribu de Portas” Yagras se acercó a uno de sus carnófagos y le acarició amistosamente la cabeza, aquel no dejaba de mostrar todos sus dientes, pero no intentó atacarlo, “No deben preocuparse por ellos, les vendamos los ojos, eso los vuelve dóciles e inofensivos. Tal vez puedan ayudarme, hermanos del Estrecho de Portas, porque, he visto antes el cuchillo que llevan, ¿Lo puedo ver más de cerca?”Límber se lo alcanzó, era el cuchillo grande y artesanal que pertenecía al viejo muerto en el refugio. Yagras lo analizó con una sonrisa que no daba cabida a dudas, “Está vendado con piel de carnófago, ¡Muy buena para mangos y empuñaduras!” y mostró su pequeña hacha de mano, vendada con el mismo cuero en el mango, “…Lo que me hace suponer que este cuchillo, no siempre ha sido suyo, ¿Verdad?” “Lo encontramos ayer, pasado el medio día, varios pasos antes de llegar al barco quebrado. Estaba ensartado en el suelo, como si hubiese sido puesto ahí y luego olvidado” Admitió Límber con fingida, pero segura honestidad, Tanco lo miró por debajo de su capucha: la niña no estaba y su compañero mentía descaradamente. Yagras asintió con gravedad, “Entiendo, verán. Hace dos noches uno de mis hombres, huyó llevándose algo muy valioso para mí, que me pertenece y que quiero recuperar. Era un viejo de orejas puntiagudas, ojos pequeños y dos colmillos que le salían de la mandíbula…” y Yagras lo ilustró con su propia mandíbula y sus dedos ungulados, luego continuó “…¿No lo habrán visto, o sí?” Tanco negó con la cabeza, sin levantar la vista. Límber lo confirmó, “Al menos nosotros, no vimos a nadie en el Yermo, ni con esa descripción, ni con ninguna otra” Yagras, respiró hondo, y su aliento salió de sus fosas nasales en forma de vapor, “Comprendo” Les devolvió el cuchillo, “No quisiera privar a unos hermanos de sus cosas…”  Subió de vuelta a su carro y estando allí, sacó una pequeña bolsa de su cinturón y se las lanzó, Tanco que estaba más cerca la atrapó, “¿Qué es esto?” Preguntó. Parecía un pequeño saco con alguna especie de polvo pesado, “Arena. Sólo un pequeño obsequio por su ayuda, hermanos” respondió Yagras, circunspecto. Tanco se sintió defraudado, era como que le regalaran piedras o un puñado de tierra, miró a su compañero, éste tampoco parecía comprender el significado del regalo, aun así dio las gracias, Yagras, comprendiendo esto, agregó con una muy leve sonrisa “Cuando los carnófagos los ataquen, arrójenles un puñado de eso a los ojos, un carnófago ciego, aunque sea sólo por unos segundos, es una presa fácil. No se imaginan cuántos de los nuestros han salvado más que la vida gracias a un poco de esa arena” Luego, anunció que iría a registrar el Yermo en busca de lo que había perdido, se despidió, les deseó suerte y azotando sus carnófagos, se fue. “¿Crees que sea a la niña humana lo que busca?” preguntó Tanco con inocencia, casi ingenuidad, en cuanto Yagras y sus hombres se habían ido, Límber, lo miró con toda la seriedad del mundo “Que si lo creo... ¡estoy completamente seguro!” Y luego de pensarlo un momento, agregó “¿Y dónde se metió esa niña?” Unos segundos después, la niña apareció corriendo desde un punto indeterminado, tenía su bolso a la espalda y una sonrisa triunfante en el rostro. Se puso a atizar el fuego sin borrar del todo la sonrisa de su rostro, como si no hubiera nada en el mundo lo suficientemente grave como para arruinarle el día “Empiezo a creer que en realidad se trata de una humana pura de verdad. Ahora, si no nos expulsan de Portas por llevarla con nosotros, el líder de la tribu de Yacú nos arrojará como alimento para sus carnófagos cuando descubra que le hemos mentido” dijo Límber, acomodándose de vuelta su calzado, Tanco, levantó la vista de pronto, “¿Qué hiciste con el viejo muerto?” Su compañero lo miró con un fastidio mal disimulado, “¿Y qué iba a hacer?, lo arrojé a la barriga inundada del barco”

“¿Qué crees que les dé de comer?” preguntó Tanco, luego de que ya habían reanudado la marcha, Límber caminaba en la punta, afilando con una piedra su nuevo cuchillo con empuñadura de piel de carnófago “¿Qué… a quién?” “A sus carnófagos… ¿con qué crees que los alimente?” respondió el otro que venía atrás, hurgándose los dientes con una astilla de madera, Límber se encogió de hombros, “Sólo comen carne… ¿qué más puede darles?” La niña caminaba al medio, y los comentarios pasaban por encima de ella sin que pareciera interesada en coger ninguno. Tanco insistió, “Ya lo sé, pero ¿Carne de qué… de quién?” Límber sabía de qué estaba hablando su compañero, pero no quería aventurarse a hacer conjeturas desagradables, “¡Mierda, Tanco, Yo qué sé! Les dará ratas, tendrá un enorme corral lleno de ratas para todos…” Luego de eso, siguieron caminando en silencio.



León Faras.

Humanimales.


I.

El frío era empujado por la ventisca a través de todos los rincones y recovecos, incluso entre los pequeños huecos que quedaban en la abundante ropa, totalmente necesaria para salir a la intemperie. Límber y Tanco caminaban penosamente por sobre el terreno endurecido e irregular y los charcos congelados, respirando con ansia y esfuerzo, para arrebatarle a la fría atmósfera el oxígeno imprescindible y exhalándolo luego convertido en vapor, más vapor del que ya cubría el cielo, el horizonte y parte del suelo. Límber se detuvo y le metió una mascada con sus poderosos incisivos a una dura raíz morada oscura, casi negra, que llevaba en la mano. Un pelaje café amarillento cubría toda su cabeza y el dorso de sus manos. Tenía la boca pequeña, insignificante y esos incisivos eran útiles para cortar trozos del tamaño adecuados. Alto y recto como un poste, escudriñó los alrededores con sus ojos grandes y sus largas orejas para orientarse. Llevaba gruesa ropa de abrigo color tierra, vendada con girones de tela en todos sus extremos para evitar lo más posible que el frío entrara, sus pies, sin embargo, sólo estaban protegidos por vendas de plástico y tela y embutidos en sandalias de cuero de fabricación artesanal, el tamaño de su pie hacía difícil que encontrara un calzado más adecuado. Tanco, dos pasos más atrás, oía con recelo como la raíz era triturada por los molares de su compañero, largamente triturada, hasta ser pulverizada, era desesperante verlo y sobre todo oírlo, masticar y masticar y masticar… Desplazó sus pequeños y separados ojos hacia el suelo, buscando ocultarlos tras su capucha y parecer distraído. Las raíces no eran en absoluto de su agrado. Tenía un buen par de botas negras que no habían cedido ni al uso ni a la rigurosidad del clima y que mantenían sus pequeños pies secos y calientes; los pies pequeños eran una gran ventaja. El resto de su ropa era igualmente negra, aunque su piel, ya de por sí era oscura, sin pelo y de un verde oscuro metálico. Límber le echó un vistazo y sin decir ni media palabra, señaló una dirección con la mano donde empuñaba la raíz, una dirección sin nada en particular que la diferenciara de cualquiera otra, sin embargo el primero caminó convencido y el segundo le siguió en completo silencio. La dirección era correcta, al cabo de un rato aparecería el barco muerto en la niebla, como un gigantesco fantasma de metal negro. Casi tan grande como los mercados flotantes del Zolga, donde se podía encontrar el mejor pescado y unas ratas despellejadas y cocinadas en aceite hirviendo bastante decentes, pero no podían explicarse cómo es que esa mole había llegado hasta allí, a un sitio, que a pesar de que lo llamaban Mar Triste, no tenía aguas navegables en kilómetros a la redonda. Tampoco podían explicarse dónde estaba su otra mitad, porque estaba roto como quien toma una rama por ambos extremos y la estrella contra su rodilla para partirla en dos, sin embargo, la otra mitad, que también de seguro era muy grande, no se veía por ningún lado, ni siquiera en un día despejado. La vegetación era pobre y las aves que pasaban por allí, lo hacían sin ninguna intención de detenerse, la comida también escaseaba, a menos que se fuera un amante de las raíces. “Oye, ¿Qué es eso?” Tanco señaló un punto junto al barco con el cañón de su escopeta, un montículo que claramente no era de origen natural, una pequeña cavidad hecha con ramas y mantas, pegada al casco del barco “¿Un refugio? Echemos un vistazo, pero sólo un vistazo” dijo Límber, dándose una vuelta entera sobre sí mismo mientras caminaba, nervioso, sólo para comprobar que no hubiera nadie en los alrededores. Tanco se agachó junto a las cenizas, estaban frías, cogió un poco y se las llevó a la lengua. Las escupió, “Las usaron para cocinar carne durante la noche…” Su compañero se detuvo para mirarlo preocupado, levantó levemente el cañón de su arma que hasta ese momento sólo miraba al suelo, era un revólver acondicionado como rifle, con un cañón largo y culata de madera forrada con hule “¿Carnófagos?” Tanco negó con la cabeza, apuntó unas varillas de madera ensartadas en el suelo junto al refugio, habían ratas despellejadas y empaladas allí, “…además, ellos no construyen refugios ni se molestan en cocinar la carne…” Límber hizo un gesto, como diciendo que ninguna preocupación estaba de más. En ese momento oyó un ruido, algo muy pequeño, dentro del refugio, se llevó la culata de su arma al hombro, su compañero lo tranquilizó levantando su mano sin uñas en los dedos, se colgó la escopeta a la espalda y sacó su cuchillo, “Hagas lo que hagas, no dispares a menos que sea totalmente necesario. No sabemos quién está escuchando por ahí. ¿Tienes algo de luz?” Límber sacó una pequeña linterna cuadrada de su bolsillo y se la pasó, luego volvió a poner toda su atención en la mira de su arma, mientras Tanco se adentraba en el refugio, había un cuerpo dentro, “No es un carnófago… es uno de los nuestros, es más, se parece a Pango, pero más viejo” “¿Tan feo?...” bromeó el otro, aunque sin ánimos de reírse. Era un viejo rechoncho, de orejas puntiagudas, frente cuadrada, grandes fosas nasales y poderosos colmillos en la mandíbula. Estaba muerto, recientemente, aunque no parecía herido. “Hay algo más ahí dentro, vivo. Lo oí” insistió Límber, escudriñando el interior del refugio con su arma, “Lo sé…” lo apoyó su compañero, moviendo algunas mantas con la punta de su cuchillo, “…apunta eso a otro lado” le movió el cañón del rifle con la yema de los dedos hacia la pared del refugio, al otro, eso no le agradó, “Oye, no toques mi arma y yo no tocaré la tuya…” En ese momento, surgió algo de entre las mantas, no supieron bien qué era, Límber se acomodó su fusil con desesperación para apuntarle. Era una niña de cabello ondulado y grandes ojos grises que los miraba intranquila, aunque no asustada. Tanco la alumbraba con su pequeña linterna, “Parece una humana… una humana pura…” Límber le echó un vistazo rápido sin dejar de apuntar a la niña, sólo para cerciorarse de que era su compañero quien había dicho tamaña estupidez, “¿Te has vuelto loco! Los humanos se extinguieron hace cien generaciones, sólo queda de ellos sus vestigios metálicos regados en este mundo inerte, nosotros y los carnófagos… y si esa niña no es uno de nosotros, entonces de seguro es uno de ellos” “Lo sé, pero y si lo fuera. Sabes lo que eso significaría” dijo Tanco, mirándolo con ilusión en el rostro, “¡Mierda, Tanco! Sé lo que estás pensando y no me gusta nada” La niña echó la cabeza atrás y se llevó la yema de los dedos a los labios, “Tiene hambre” “Quiere agua…” lo corrigió Límber, y luego agregó “…dale de la tuya, si quieres, pero no le quites los ojos de encima, voy a registrar al viejo” Tanco le alcanzó su cantimplora a la niña, que la recibió, se echó un buen trago y luego la devolvió con una sonrisa de agradecimiento, “No nos teme…” dijo éste maravillado, “Los carnófagos tampoco…” insistió su compañero que en ese momento sacaba de los bolsillos del viejo una bonita brújula rota, que igualmente guardó por si se podía reparar. Bajo la manta con la se cubría el viejo, encontró un revólver artesanal que éste apretaba en su puño, sólo tenía una bala. En una cartuchera, encontró un cuchillo pequeño, tipo navaja, de buena fabricación, como para preparar alimentos y junto al cuerpo, en el suelo, otro de mayor tamaño que no era más que una barra de acero aguzada y afilada con un mango de cuero, pensado para defenderse. “Voy a subir a la antena, procura que no te mate…” dijo Límber, dirigiéndose al otro extremo del barco para subir a la parte más alta de éste, y poder otear los alrededores, al regresar, la niña había encendido el fuego y compartía sus ratas con Tanco, “¡Qué rayos creen que hacen! Si el humo no nos delata, lo hará ese olor que se siente a kilómetros” Su compañero ni se movió del lado del fuego donde estaba devorando una rata asada aún empalada, “¿Viste algo?” “No, todo despejado…” admitió el otro de mala gana, y agregó “…pero aun así, no podemos confiarnos” La niña lo miró preocupada, y como si de pronto se le hubiese ocurrido la mejor idea del mundo, cogió una rata del fuego y se la ofreció a Límber, éste la rechazó con forzado desagrado, “No niña, eso no es para mí…” y sacó de su bolsillo lo que le quedaba de su raíz morada y le dio una mordida y otra vez echó a masticar incansablemente, mirando desconfiado los alrededores, “Hay que desarmar el refugio y esparcir las cenizas, que no quede nada. Yo me encargaré del muerto” dijo. Una hora después, ya estaban caminando de nuevo, en fila, la niña en medio, confiada y hasta un poco contenta, con un pequeño bolso con sus cosas colgado a la espalda, como si fuera una niña cualquiera dirigiéndose a un colegio cualquiera, en un día cualquiera, “…Esto no me gusta nada…” gruñó Límber, y volvió a darle otra mordida a su raíz.



León Faras.