XXXVI.
Los
informes que constantemente recibía la vieja Zaida, lo confirmaban: el general
Rodas estaba muerto, le había roto el pecho con un martillo un gigante rimoriano,
necesitaba un nuevo lugarteniente y eligió a Fagnar, un hombre de baja
estatura, con una abundante cabellera encanecida peinada hacia atrás, como un
león, con ese curioso don que tienen algunos hombres, de no despeinarse nunca,
como los animales. Usaba un mostacho igualmente abundante y encanecido,
impecablemente peinado y recortado. De un temperamento rígido y recto como una
flecha, asumió el cargo del general Rodas sin aspaviento; sin muestras de
alegría ni de tristeza, como quien recibe un par de zapatos que debe usar, eso
le pareció especialmente valioso a la vieja Zaida. Inmediatamente el nuevo
general llamó a un hombre que tenía una información que él consideraba de gran
importancia e interés. Aquel hombre era un arquero llamado Mirra, había sido
enviado con flechas incendiarias a una de las trampas de aceite que tenían
instaladas en la ciudad, “…alrededor de veinte Rimorianos cayeron en ella, el
aceite se esparramó por todos lados debido a la torpeza de sus caballos y
nosotros, que permanecíamos ocultos, lo encendimos con las flechas. Los vi
arder, mi señora, al menos una decena de ellos se prendieron fuego como
antorchas, con un fuego amarillo, casi blanco, de los pies a la cabeza, nunca
vi nada igual. El fuego los devora, mi señora, en un par de minutos no quedaban
más que huesos carbonizados, se lo aseguro. Claro, eso fue antes de que
empezara este aguacero…” Aquello era interesante, pensó la vieja, pero había
que probarlo, sólo necesitaba un par de cosas.
Algunos
minutos después, estaban en las caballerizas, donde algunos braseros encendidos
daban calor a humanos y animales; empapados y entumecidos por igual. Un hombre
llegó con el encargo dentro de un saco y se lo entregó a Fagnar, éste abrió el
saco y se lo ofreció a Zaida y ésta, como quien busca en una bolsa el número
premiado de la lotería, metió la mano dentro y sacó tomada del pelo, la cabeza
cercenada de Darco, el rimoriano decapitado por el rey Siandro, y haciendo un
par de ensayos antes de cómo debía lanzarse una cabeza al fuego, finalmente la
lanzó y el resultado fue mejor de lo que se imaginaba: Darco, o mejor dicho su
cabeza, se encendió completa y de una sola vez, como un periódico viejo, con
llamas de fuego puro, casi blanco, que creció más de un palmo de altura y se
mantuvo hasta que la calavera quedó asándose desnuda a las brazas que, luego de
aquella brusca interrupción, siguieron con su ritmo habitual. Como si hubiesen
presenciado un impresionante truco de magia, los soldados allí presentes, al
menos una treintena, se quedaron admirados, a Fagnar sólo se le notó una suave
sonrisilla acusada por el mostacho. Zaida miró alrededor, “¡Ya lo vieron! Ahora
vayan. ¡Qué todo soldado Cizariano sepa que el fuego es nuestro mejor aliado
ahora y que con él ganaremos. ¡Fuego, señores, fuego!”
Trancas,
mientras todos avanzaban, buscaba entre los numerosos cadáveres un arma más de
acuerdo con su talla. Finalmente encontró un hacha, estaba bien, aunque parecía
más apta para cortar leña que para ir a la guerra, luego, con un trotecito
corto, alcanzó a los demás. Caminaron largo rato, con precaución pero sin
toparse con nadie, los relámpagos iluminaban el horizonte de vez en cuando, en
uno de esos latigazos eléctricos del cielo, apareció recortado de negro en el
fondo nuboso y convulsionado, el “Decapitado” así es como llamaban comúnmente
al otero de Cízarin, debido a su cumbre plana, como si le hubiesen cortado la
punta con una espada. El palacio estaba cerca, pero dónde estaban los demás,
“¿…Y si somos los únicos que quedamos?” propuso Rino, apoyando la espalda en
una muralla y descansando el pesado escudo Cizariano que llevaba sobre el suelo
pavimentado de piedras. Por su rostro, parecía hablar en serio. Motas lo miró
de reojo mientras empinaba su pellejo de vino, luego observó a los demás, todos
estaban en silencio, considerando aquella idea como probable, “Eso no puede
ser, sólo estamos dispersos ¡No nos pueden matar! Todos hemos recibido heridas
mortales y aquí seguimos, como nuevos, ¿no?” alegó, procurando sonar
convincente. Gánula lo observaba a través de los mechones de pelo mojado con su
único ojo, “Eres un tonto si te crees eso…” Motas se volteó hacia él, ofendido.
Gánula continuó, “…he visto caer a varios de nosotros, seguro que tú también. ¿Acaso
no viste caer a Abaragar? ¿Crees que sigue vivo, como nuevo?” “Y Ranta…”
intervino Lerman, acuclillado, con la espalda apoyada en la muralla, pensativo,
“…No murió, pero quedó convertido en un completo idiota, un inútil. Peor que
muerto” “Debí quedarme montado en el búfalo…” murmuró Trancas, abrazando su
nueva arma y mirando al suelo con desilusión, todos se voltearon a verlo pero
ninguno dijo nada. Qué se podía agregar ante semejante comentario. Él mismo
continuó “…ustedes no son más que una panda de quejumbrosos muertos de miedo.
Estamos aquí por algo, y aunque sean el último Rimoriano en el mundo, ese algo,
sigue siendo el mismo objetivo, lo demás es puro miedo y ganas de irse, y así,
ni con dos ejército enteros ganarían nada” concluyó Trancas y echó a caminar, solo,
con el hacha al hombro, el semblante oculto bajo la lluvia y sin dirigirle la
mirada a nadie. Al pasar, Motas le atenazó el brazo, ambos se sostuvieron
severas miradas durante largos segundos a pesar de la lluvia, luego el primero
le hizo un gesto de aprobación y echó a caminar tras él. Los
demás no tardaron en seguirles.
Aun
por sobre la lluvia, y el estrépito de los caballos corriendo, Qrima sintió los
gritos de Nila y detuvo el coche, cuando consideró que se encontraban a salvo.
La chica dejó el bebé con Darlén y bajó del carro para increpar al viejo por
abandonar a Emmer, el viejo también bajó del coche, “Yo no abandoné a nadie, le
advertí sobre el puesto de guardia, pero él dijo que los soldados eran sus
amigos y no abría problemas… pues ya ves, sí hubo. Y a ti también te
reconocieron y también te hubiesen arrestado si no fuera por…” Nila no llevaba
ni cinco minutos fuera del coche y ya estaba completamente empapada, “Debemos
regresar, ¿No oíste? ¡Lo van a matar!” “¡No lo van a matar!”Gritó el viejo un
poco enojado, “¿Es que no viste cómo lo atravesó una espada y no le hizo nada?
¡Y no vamos a regresar!” concluyó el viejo. Nila no estaba nada de conforme,
pero el viejo la tranquilizó, “Mira, haremos esto: las llevaré a Bosgos, las
pondré a salvo, a ti, a Darlén y a los niños, y yo regresaré mañana, solo, para
averiguar qué ha pasado con él. Conseguiré otro coche, por supuesto, este ya
está apestado…”
León Faras.
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