jueves, 11 de julio de 2019

La prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


VI.

Los soldados espectrales, no eran hombres. Alguna vez lo fueron, de eso no había duda, pero ya hace mucho tiempo que no. Eran producto de una magia negra, antigua y profunda capaz de capturar almas en una roca, una gema, unirlas a cuerpos artificiales o naturales y tomar posesión de éstos como quien entra a su propia casa. Espíritus fundidos a cuerpos metálicos, incapaces de sentir dolor o cansancio, tampoco piedad, sólo la euforia de la victoria y eso era precisamente lo que Dágaro les daba, victorias gloriosas, el placer de arrasar ejércitos enteros sin una sola baja, el orgullo de sembrar el miedo en el enemigo con tan sólo la presencia, sin necesidad, siquiera, de desenvainar la espada y eso sólo su amo podía dárselos y por eso era que le guardaban absoluta lealtad. Veían sin ojos y oían tan bien como cualquier hombre, pero sin oídos, tampoco tenían boca, pero eran capaces de hablar un lenguaje propio sacado del inframundo, y de emitir ese horrible chillido que soltaban cada vez que iban a luchar, un aullido espantoso que era el mismísimo ángel de la muerte anunciando su llegada. Días antes de que los soldados espectrales desaparecieron de los muros del castillo y se ocultaron en la ciénaga, Obli, el pequeño porquero al servicio de Rávaro, salía del castillo sentado en su carreta tirada por su asno “Bonachón” en busca de víveres y herramientas pero se detuvo antes de alejarse demasiado, tenía un encargo que cumplir. Con toda la cautela que el miedo puede dar, se acercó a uno de los soldados espectrales, eran enormes para él, que apenas superaba el metro de altura, y desprendían ese desagradable vapor negro por las hendiduras de su armadura, aquel en particular, llevaba un yelmo coronado con tres púas, permanecía inmóvil, pero estaba vivo y si quería le podía arrancar la cabeza de un solo golpe con su espada y su enorme fuerza. Le pidió permiso, aunque no esperaba una respuesta, y extremando precauciones, como quien mete la mano en un saco de víboras, cogió con la punta de los dedos el puñal que llevaba en su cinto el guardia espectral y se fue lo más rápidamente que pudo él y su asno, minutos después se lo entregaba a su hermana Dendé, quien le esperaba no lejos de allí, montada en los lomos de una bestia acuclillada, oculta en la ciénaga, esperando para llevarle el encargo a su ama, Rodana, la bruja de las jaulas. Obli también le había llevado un mechón de pelo.


Una vez en la superficie, el sonido, aquel cántico persistente, se volvía más presente y envolvía a toda la ciudad, aunque a simple vista no se viera a ninguno de los habitantes de la ciudad Antigua. Lázar, apuntando hacia las alturas, decidió que debían buscar la forma de subir hasta el puente por el que Idalia había llegado, ésta estaba de acuerdo, aunque tampoco era que tuviera una mejor idea. Iban a ponerse en marcha rumbo a la ciudad en busca de un camino que subiera, cuando Driana recordó algo, un acceso más seguro, pero el pollo debería nadar. Nadie comprendió de qué estaba hablando.


Cuando Driana salió antes del socavón, lo hizo con la intención de recuperar sus alas, pues para ella y su hermano, no había muchas posibilidades de atravesar la jungla sin ellas. Eran alas grandes y pesadas y que no podrían despegar jamás, si no eran llevadas hasta un sitio alto, pero atravesar la jungla a pie no era opción para ella. Se ocultaba de unos habitantes junto al río, cuando vio que una barca se detenía, aquellos se subían y le indicaban una dirección al barquero y éste iniciaba su marcha, sólo unos segundos después, otra barca se detenía allí a esperar pasajeros, Driana dudó varios minutos, pero al no aparecer nadie, se arriesgó a acercarse. El barquero, inmóvil como una estatua, no hizo ni dijo nada cuando aquella intrusa abordó su nave, y cuando la muchacha le indicó, con toda timidez y cuidado, la dirección en la que quería ir, la barca simplemente se puso en marcha, el problema fue que sólo llegó hasta el último muelle antes del muro y no pasaría de allí. Driana no se atrevió a bajarse, pues no faltaba mucho para que la niebla de la selva regresara, y si se quedaba tirada allí, moriría sin duda, sin embargo, algo llamó su atención antes de regresar, una angosta escalera que ascendía pegada al muro y se perdía en la oscuridad. Eso fue justo antes de encontrar a Idalia en el río.


Al salir del túnel de los Mancos, se encontraron con un puente, un único puente que cruzaba la nada, como si el mundo entero estuviera partido en dos mitades y ese puente fuera la única conexión entre ambas, al atravesarlo, continuaron por otro túnel idéntico al anterior, una alcantarilla, pero esta vez, perfectamente normal y segura, por allí, siguieron al Místico hasta la superficie, donde todos quedaron boquiabiertos al ver el cielo nocturno perfectamente estrellado, la ciudad era hermosa de noche, Licandro consultó su reloj, no había pasado tanto tiempo como para que anocheciera, todo lo que se contaba sobre Antigua, era cierto, Gíbrida, incluso, soltó una pequeña alabanza a la Gran Madre sin darse cuenta. A Gálbatar en cambio, le interesaba mucho más saber cómo demonios había hecho el Místico para multiplicarse, sin duda se trataba de esa ciencia incomprensible para él de la hechicería, el Místico le aclaró que ellos estaban por encima de los hechiceros, y aquellos, a su vez, están por sobre los magos. A él no le importaba, pero había algunos que podían sentirse ofendidos por la confusión, o aprovecharse de ella. Lo que no le dijo, fue que los alquimistas estaban en última posición en esa lista. Luego, les dijo que tenía algo importante que hacer y les advirtió que los había ayudado a entrar, pero que no los ayudaría a salir, no si llevaban aquello que habían venido a buscar y remató diciendo que se aseguraran de no estar en la ciudad para cuando acabara la noche. A Gíbrida, aquello le pareció una amenaza, pero Gálbatar la corrigió diciendo que aquello había sido una advertencia; según había leído, la niebla que emanaba de la jungla durante el día era turbia y tóxica y podía matar cualquier forma de vida. Debían darse prisa, y su única opción era salir exactamente por donde habían entrado, Gíbrida miró su bolsa atada al muslo y musitó algo así como que había gastado más munición de la que esperaba, Licandro negaba con la cabeza, tozudo, no podían usar de nuevo ese maldito callejón endiablado o todos morirían sencillamente, tenían que hallar otra salida, Gálbatar alegó que no había tiempo para debates, que sólo tenían unas cuantas horas. De todos, Bolo era el único realmente ansioso por volver a cruzar la Entrada del Ladrón. Para la muchacha, todo aquello se estaba volviendo una muy mala idea, antes de partir, se atrevió a recordarle a su jefe sus propias palabras, sobre que ninguna recompensa valía la pena si se perdía la vida por ella, el Alquimista se le acercó hasta estar a diez centímetros de su rostro, para recordarle que la palabra empeñada, Sí valía la pena.



León Faras.

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