VI.
Los
soldados espectrales, no eran hombres. Alguna vez lo fueron, de eso no había
duda, pero ya hace mucho tiempo que no. Eran producto de una magia negra,
antigua y profunda capaz de capturar almas en una roca, una gema, unirlas a
cuerpos artificiales o naturales y tomar posesión de éstos como quien entra a
su propia casa. Espíritus fundidos a cuerpos metálicos, incapaces de sentir
dolor o cansancio, tampoco piedad, sólo la euforia de la victoria y eso era
precisamente lo que Dágaro les daba, victorias gloriosas, el placer de arrasar
ejércitos enteros sin una sola baja, el orgullo de sembrar el miedo en el
enemigo con tan sólo la presencia, sin necesidad, siquiera, de desenvainar la
espada y eso sólo su amo podía dárselos y por eso era que le guardaban absoluta
lealtad. Veían sin ojos y oían tan bien como cualquier hombre, pero sin oídos,
tampoco tenían boca, pero eran capaces de hablar un lenguaje propio sacado del
inframundo, y de emitir ese horrible chillido que soltaban cada vez que iban a
luchar, un aullido espantoso que era el mismísimo ángel de la muerte anunciando
su llegada. Días antes de que los soldados espectrales desaparecieron de los
muros del castillo y se ocultaron en la ciénaga, Obli, el pequeño porquero al
servicio de Rávaro, salía del castillo sentado en su carreta tirada por su asno
“Bonachón” en busca de víveres y herramientas pero se detuvo antes de alejarse
demasiado, tenía un encargo que cumplir. Con toda la cautela que el miedo puede
dar, se acercó a uno de los soldados espectrales, eran enormes para él, que
apenas superaba el metro de altura, y desprendían ese desagradable vapor negro
por las hendiduras de su armadura, aquel en particular, llevaba un yelmo
coronado con tres púas, permanecía inmóvil, pero estaba vivo y si quería le
podía arrancar la cabeza de un solo golpe con su espada y su enorme fuerza. Le
pidió permiso, aunque no esperaba una respuesta, y extremando precauciones,
como quien mete la mano en un saco de víboras, cogió con la punta de los dedos
el puñal que llevaba en su cinto el guardia espectral y se fue lo más rápidamente
que pudo él y su asno, minutos después se lo entregaba a su hermana Dendé,
quien le esperaba no lejos de allí, montada en los lomos de una bestia
acuclillada, oculta en la ciénaga, esperando para llevarle el encargo a su ama,
Rodana, la bruja de las jaulas. Obli también le había llevado un mechón de pelo.
Una
vez en la superficie, el sonido, aquel cántico persistente, se volvía más
presente y envolvía a toda la ciudad, aunque a simple vista no se viera a
ninguno de los habitantes de la ciudad Antigua. Lázar, apuntando hacia las
alturas, decidió que debían buscar la forma de subir hasta el puente por el que
Idalia había llegado, ésta estaba de acuerdo, aunque tampoco era que tuviera
una mejor idea. Iban a ponerse en marcha rumbo a la ciudad en busca de un
camino que subiera, cuando Driana recordó algo, un acceso más seguro, pero el
pollo debería nadar. Nadie comprendió de qué estaba hablando.
Cuando
Driana salió antes del socavón, lo hizo con la intención de recuperar sus alas,
pues para ella y su hermano, no había muchas posibilidades de atravesar la
jungla sin ellas. Eran alas grandes y pesadas y que no podrían despegar jamás,
si no eran llevadas hasta un sitio alto, pero atravesar la jungla a pie no era
opción para ella. Se ocultaba de unos habitantes junto al río, cuando vio que
una barca se detenía, aquellos se subían y le indicaban una dirección al
barquero y éste iniciaba su marcha, sólo unos segundos después, otra barca se
detenía allí a esperar pasajeros, Driana dudó varios minutos, pero al no
aparecer nadie, se arriesgó a acercarse. El barquero, inmóvil como una estatua,
no hizo ni dijo nada cuando aquella intrusa abordó su nave, y cuando la
muchacha le indicó, con toda timidez y cuidado, la dirección en la que quería
ir, la barca simplemente se puso en marcha, el problema fue que sólo llegó
hasta el último muelle antes del muro y no pasaría de allí. Driana no se
atrevió a bajarse, pues no faltaba mucho para que la niebla de la selva
regresara, y si se quedaba tirada allí, moriría sin duda, sin embargo, algo
llamó su atención antes de regresar, una angosta escalera que ascendía pegada
al muro y se perdía en la oscuridad. Eso fue justo antes de encontrar a Idalia en
el río.
Al
salir del túnel de los Mancos, se encontraron con un puente, un único puente
que cruzaba la nada, como si el mundo entero estuviera partido en dos mitades y
ese puente fuera la única conexión entre ambas, al atravesarlo, continuaron por
otro túnel idéntico al anterior, una alcantarilla, pero esta vez, perfectamente
normal y segura, por allí, siguieron al Místico hasta la superficie, donde
todos quedaron boquiabiertos al ver el cielo nocturno perfectamente estrellado,
la ciudad era hermosa de noche, Licandro consultó su reloj, no había pasado
tanto tiempo como para que anocheciera, todo lo que se contaba sobre Antigua,
era cierto, Gíbrida, incluso, soltó una pequeña alabanza a la Gran Madre sin
darse cuenta. A Gálbatar en cambio, le interesaba mucho más saber cómo demonios
había hecho el Místico para multiplicarse, sin duda se trataba de esa ciencia
incomprensible para él de la hechicería, el Místico le aclaró que ellos estaban
por encima de los hechiceros, y aquellos, a su vez, están por sobre los magos.
A él no le importaba, pero había algunos que podían sentirse ofendidos por
la confusión, o aprovecharse de ella. Lo que no le dijo, fue que los
alquimistas estaban en última posición en esa lista. Luego, les dijo que tenía
algo importante que hacer y les advirtió que los había ayudado a entrar, pero
que no los ayudaría a salir, no si llevaban aquello que habían venido a buscar
y remató diciendo que se aseguraran de no estar en la ciudad para cuando
acabara la noche. A Gíbrida, aquello le pareció una amenaza, pero Gálbatar la
corrigió diciendo que aquello había sido una advertencia; según había leído, la
niebla que emanaba de la jungla durante el día era turbia y tóxica y podía
matar cualquier forma de vida. Debían darse prisa, y su única opción era salir
exactamente por donde habían entrado, Gíbrida miró su bolsa atada al muslo y
musitó algo así como que había gastado más munición de la que esperaba,
Licandro negaba con la cabeza, tozudo, no podían usar de nuevo ese maldito callejón
endiablado o todos morirían sencillamente, tenían que hallar otra salida,
Gálbatar alegó que no había tiempo para debates, que sólo tenían unas cuantas
horas. De todos, Bolo era el único realmente ansioso por volver a cruzar la
Entrada del Ladrón. Para la muchacha, todo aquello se estaba volviendo una muy
mala idea, antes de partir, se atrevió a recordarle a su jefe sus propias
palabras, sobre que ninguna recompensa valía la pena si se perdía la vida por
ella, el Alquimista se le acercó hasta estar a diez centímetros de su rostro,
para recordarle que la palabra empeñada, Sí valía la pena.
León Faras.
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